Aquella noche, Nora no durmió bien y despertó temprano, con el recuerdo de una pesadilla disolviéndose con rapidez en el olvido. La luna menguante estaba desapareciendo, pera en el valle todavía reinaban las sombras, pues la noche apenas empezaba a teñirse de color. Se incorporó, ya despierta, y oyó el ruido distante del agua en el arroyo. Miró alrededor. Swire ya se había levantado y había partido en su pesado trayecto diario a través de la garganta secundaria para ver cómo estaban los caballos. El resto del campamento dormía apaciblemente en la oscuridad que precedía a las primeras horas del alba. Por segunda noche consecutiva, la luz había permanecido encendida en la tienda de Aragon; ahora, a primera hora de la mañana, estaba apagada y reinaba el silencio.
Tiritando de frío, se vistió deprisa. Después de guardar la linterna en el bolsillo trasero del pantalón, se acercó a la zona de la cocina, sacó el carbón y preparó unas cuantas ramas para encender el fuego. Cogió la cafetera de esmalte azul, la llenó de agua y la colocó sobre la parrilla.
En aquel momento vio surgir una figura de entre las sombras de una alameda un poco distante. Era Sloane. Nora se preguntó por qué su compañera no habría dormido en la tienda de campaña. Probablemente le gusta dormir bajo las estrellas, como a mí, pensó.
—¿Has dormido bien? —le preguntó Sloane, mientras guardaba el saco de dormir en su tienda y se sentaba junto a ella.
—No mucho —contestó Nora, mirando al fuego—. ¿Y tú?
—Yo sí. —Sloane siguió la mirada de su compañera—. Ya sé por qué los antiguos veneraban el fuego —añadió con tono tranquilizador—. Produce un efecto hipnótico, cambia todo el tiempo. Y es mucho mejor que ver la tele, no dan anuncios. —Bromeó sonriendo. Parecía estar de muy buen humor, en marcado contraste con el abatimiento de Nora.
Ésta esbozó una sonrisa más bien lánguida y se bajó la cremallera de la chaqueta para absorber mejor el calor de la hoguera. La cafetera empezó a temblar en la parrilla cuando el agua arrancó a hervir. Nora se puso en pie con un gran esfuerzo y la retiró del suelo, echó un puñado de café en polvo y removió el contenido del recipiente con su cuchillo.
—Bonarotti se moriría si te viese preparar ese café de vaqueros —bromeó Sloane—. Te tiraría su cafetera exprés a la cabeza.
—Esperar a que se levante y prepare el café por la mañana es como estar esperando a Godot —repuso Nora. Durante la marcha hacia Quivira, el cocinero siempre había sido el primero en levantarse, pero desde que habían acampado en la ciudad y llevaban un horario de trabajo más rutinario, Bonarotti se había negado rotundamente a abandonar su tienda por las mañanas hasta que el sol iluminase la cima de los precipicios.
Puso la cafetera de nuevo en el fuego un momento, removió el café molido para que se quedase en el fondo y luego se sirvió una taza para ella y otra para Sloane. Inhaló con placer el aroma amargo que desprendió la cafetera.
—A que adivino en qué estás pensando… —comentó Sloane.
—Probablemente —murmuró Nora. Sorbieron el café en silencio durante un rato—. Ha sido todo tan inesperado… —se oyó decir no sin cierta sorpresa, como si no hubieran dejado de hablar—. Encontramos este lugar… un lugar mágico y maravilloso, lleno de una cantidad inimaginable de objetos que nos proporcionarán mucha más información de la que podíamos soñar. De repente, parece como si por fin fuéramos a obtener todas las respuestas. —Meneó la cabeza con aire escéptico y agregó—: Pero lo único que hemos descubierto son más enigmas, extraños e inquietantes enigmas. Esa kiva llena de calaveras es un ejemplo perfecto. ¿Por qué calaveras? ¿Qué significa? ¿Qué podía representar esa ceremonia?
Sloane dejó en el suelo la taza de café y miró a Nora inquisitivamente.
—Pero ¿es que no lo ves? —preguntó en un susurro—. Sí estamos obteniendo las respuestas, sólo que no son las que esperábamos. Los descubrimientos científicos siempre son así.
—Ojalá tengas razón —contestó Nora—. En el pasado he realizado otros descubrimientos y nunca me habían dado tan mala espina como éstos. Presiento que aquí hay algo raro. Tengo esa sensación desde que vi por primera vez el callejón donde estaba trabajando Aragon, con todos aquellos huesos apilados de cualquier manera, como si sólo fueran un montón de basura.
Se interrumpió al ver aparecer entre las sombras dos figuras opacas. Smithback y Holroyd se acercaron y se sentaron con ellas junto al fuego. Poco después, Black salió de la penumbra y se unió a los demás miembros del grupo. Las ramas oscuras de los álamos empezaban a distinguirse ligeramente de la noche.
—Por las mañanas hace un frío de muerte —comentó Smithback— y encima, mi ayuda de cámara se ha olvidado de limpiarme las botas… ¡y eso que las dejé fuera para que las viera!
—El servicio ya no es lo que era —se lamentó Black con sorna, parodiando la voz de Smithback y sirviéndose una taza de café. Se la llevó a la nariz e inquirió—: ¿Quién ha sido el bruto que ha hecho el café de esta manera? —Dejó la taza en el suelo—. ¿Y cuándo vamos a comer? ¿Por qué no puede ese italiano levantarse un poco más temprano? ¿Qué clase de cocinero de campaña es éste que no sale de la cama hasta casi mediodía?
—Es el único que conozco capaz de preparar pommes Anna tan bien como los mejores chefs de París, sólo que con una vigésima parte de los utensilios necesarios —aseguró Smithback—. Pero en fin, olvídate del desayuno. Sólo los niños y los salvajes desayunan.
Se sentaron alrededor del fuego, todos contrariados y de malhumor en el aire de la mañana excepto Sloane, que sorbía el café sin apenas hablar. Nora se preguntó si los nuevos descubrimientos en la ciudad y en la Gran Kiva también habrían hecho mella en ellos. Poco apoco, el sol naciente fue iluminando el paisaje, transformándolo de su gris inicial en una paleta de vivísimos rojos, amarillos, púrpuras y verdes.
Smithback vio a Nora recorrer los precipicios con la mirada.
—Es como ver a un pintor en movimiento, ¿no te parece? —le dijo.
—Qué pensamiento más poético —comentó Nora.
—Los pensamientos poéticos son mi especialidad —soltó Smithback, y retiró parte de los posos del café con una cuchara para tirarlos a los arbustos que había tras él.
Nora oyó el murmullo de unos pasos sobre la arena y levantó la vista para ver a Aragon, encogido por el frío. Éste se sentó y se sirvió una taza de café sin decir palabra. Se lo bebió de un trago y volvió a llenarse la taza con manos temblorosas.
—¿Otra vez trabajando hasta tarde, Enrique? —preguntó Nora.
Fue como si Aragon no la hubiese oído, pues siguió sorbiendo el café y contemplando el fuego. Al final, miró a Nora y respondió:
—Sí, me quedé despierto hasta muy tarde. Espero no haber molestado a nadie.
—No, no, en absoluto —se apresuró a aclarar la mujer.
—Seguirías trabajando en esos huesos tuyos, supongo —intervino Black.
Aragon apuró la taza y volvió a llenarla por tercera vez.
—Sí.
—Tanto empeño por no tocar el yacimiento para nada. ¿Has descubierto algo?
Al cabo de unos segundos Aragon contestó:
—Sí.
Algo en su tono de voz hizo silenciar al grupo.
—¿Quieres compartirlo con nosotros, hermano? —ironizó el impenitente Smithback.
Aragon dejó la taza en el suelo y empezó a hablar muy despacio, con parsimonia, como si tuviese preparado su discurso de antemano.
—Tal como le dije a Nora cuando descubrí el osario, la disposición de los huesos en ese callejón es sumamente extraña. —Se interrumpió unos instantes mientras extraía un pequeño contenedor de plástico de su abrigo. Lo depositó en el suelo y retiró la tapa con cuidado. En su interior había tres huesos incompletos y una porción de cráneo—. En lo alto de la pila hay unos cincuenta esqueletos articulados, puede que hasta sesenta —prosiguió—. Alguno todavía presenta restos de ropa, joyas y adornos personales. Eran individuos sanos y bien alimentados, la mayoría en la flor de la vida. Todos parecen haber muerto hacia la misma época, aunque no se aprecian signos de violencia en los huesos.
—¿Y cuál es la explicación entonces? —preguntó Nora.
—En mi opinión, sea lo que fuere que ocurrió, sucedió tan repentinamente que no tuvieron tiempo de dar a los cuerpos un entierro decente —contestó Aragon—. Mi análisis no ha encontrado ningún proceso patológico claro, pero muchas enfermedades víricas y biológicas no dejan rastros osteológicos. Todo indica que simplemente los cuerpos fueron arrastrados, intactos, a la parte posterior de la ciudad y arrojados a lo alto de un montón de huesos ya existente. —La expresión de su rostro cambió antes de añadir—: Sin embargo… la historia de esos huesos de abajo es muy distinta. Son los restos rotos y desarticulados de cientos, puede que miles, de individuos, acumulados año tras año. A diferencia de los esqueletos de la parte superior, estos huesos proceden de individuos que sin duda murieron por causas violentas. Sí… todos sufrieron una muerte extremadamente violenta. —Recorrió los rostros de los demás miembros de la expedición con la mirada y Nora sintió cómo su inquietud iba en aumento—. Los huesos de la capa inferior muestran características poco corrientes —prosiguió Aragon al tiempo que se limpiaba la cara con un pañuelo sucio. Usando un par de fórceps con la punta de goma, señaló un hueso roto del receptáculo—. La primera de ellas es que muchos de los huesos largos han sido fracturados, perimortem, de una forma muy particular, como este hueso de aquí.
—¿Perimortem? —preguntó Smithback.
—Sí. Rotos en el momento en que se produce la muerte, ni antes, ni mucho después.
—¿Qué quieres decir con que fueron fracturados de una forma muy particular? —inquirió Black.
—Con el mismo método que utilizaban los anasazi para partir los huesos de ciervo y de alce: para extraer el tuétano. —Señaló el hueso—. Y aquí, en el tejido poroso del húmero, llegaron a escariar la parte central del hueso para llegar a la médula…
—Espera un momento —le interrumpió Smithback—. A ver si lo entiendo. ¿Estás diciendo que extraían el tuétano para…?
—Déjame terminar. La segunda característica es que el hueso presenta pequeñas marcas. He examinado dichas marcas con ayuda del microscopio y coinciden con las marcas que se producen al utilizar herramientas de piedra para desollar el cuerpo de un animal muerto. Para descuartizarlos, si preferís ese término. En tercer lugar, he encontrado docenas de cráneos fracturados entre la pila de huesos, la mayoría de niños. Presentaban marcas de cortes en la parte superior del cráneo que sólo pueden haber sido realizados mediante la trepanación, igual que la calavera que encontramos en Ruina Pete. Además, los cráneos de los niños en particular muestran las denominadas marcas de «escoriación sobre yunque». Cuando volví a examinar el cráneo hallado en Ruina Pete, también encontré en él signos de escoriación sobre yunque. Asimismo, descubrí que muchos de los cráneos habían sido perforados y que se les había retirado un trozo circular de hueso.
—¿Qué es la escoriación sobre yunque? —preguntó Nora.
—Un tipo muy específico de rasguños paralelos provocados cuando la cabeza se coloca sobre una piedra plana y se la golpea con fuerza con otra piedra, a fin de partirla en dos. Suelen aparecer en los cráneos de animales cuyos cerebros han sido extraídos como alimento.
De reojo Nora advirtió que Smithback estaba tomando notas afanosamente.
—Aún hay más —añadió Aragon—. Muchos de los huesos muestran lo siguiente. —Apresó un hueso más pequeño con los fórceps y lo acercó a la luz—. Echad un vistazo con esta lupa a los extremos rotos.
Nora los examinó bajo la lente de aumento.
—No veo nada raro, salvo quizá ese débil brillo en las puntas rotas, como si hubieran utilizado el hueso para curtir pieles o algo así.
—Pues no lo emplearon para curtir pieles. Ese brillo ha sido denominado «pulimento de cazuela».
—¿Pulimento de cazuela? —susurró Nora mientras notaba cómo el miedo crecía en su interior.
—Sólo aparece en los huesos que se cuecen en una rudimentaria cazuela de cerámica durante largo rato, sin dejar de remover. —Les miró y aclaró, de forma innecesaria—: Como cuando preparas una sopa.
Aragon recurrió de nuevo a la cafetera, pero se la encontró vacía.
—¿Estás diciendo que cocinaban a la gente y luego… se la comían? —exclamó Holroyd.
—¡Pues claro que es eso lo que está diciendo! —le espetó Black—. Pero no he encontrado ni un solo resto de huesos humanos en el vertedero, sino un montón de huesos de animales que sin duda habían sido consumidos como alimento.
Aragon no respondió.
Nora apartó la mirada de él y la dirigió hacia el cañón. El sol se elevaba por encima de la cordillera, tiñendo de dorado el borde de los precipicios mientras sumía el valle en un claroscuro propio de una obra de Magritte. Sin embargo, ahora el hermoso desfiladero sólo le provocaba aprensión.
—Todavía no he terminado —susurró Aragon.
Nora se volvió hacia él e inquirió:
—¿Aún hay más?
Aragon hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—No creo que la cripta que encontrasteis fuese un enterramiento.
—Parecía una ofrenda —señaló Nora.
—Sí —convino Aragon—, pero en realidad se trata de un sacrificio, ni más ni menos. Por las marcas de los esqueletos, parece que los dos individuos fueron desmembrados, es decir, descuartizados; la carne fue cocida o asada y seguramente la colocaron en esos dos cuencos que encontrasteis. Había pequeños fragmentos de una sustancia marrón y polvorienta mezclada con los huesos; no hay duda de que se trata de los trozos de carne momificados que se había desprendido del hueso.
—¡Qué asco…! —exclamó Smithback sin dejar de escribir.
—También les arrancaron la cabellera, les trepanaron el cráneo, les extrajeron los sesos y prepararon con ellos una especie de… ¿cómo se dice…? Una compota, una mousse, condimentada con chiles. Encontré la… sustancia colocada en el interior de cada una de las calaveras.
Como si de una broma macabra se tratara, el cocinero eligió ese momento para salir de su tienda de campaña, cerró la cremallera con meticulosidad y luego se acercó al fuego.
Black parecía muy nervioso.
—Enrique, eres la última persona que habría imaginado capaz de sacar unas conclusiones tan precipitadas y alarmantes. Existen montones de razones para explicar la escoriación y el pulimento de los huesos y que nada tienen que ver con el canibalismo.
—Eres tú quien está utilizando el término «canibalismo» —repuso Aragon—. He decidido reservar mis conclusiones por el momento. Sólo estoy contando lo que he descubierto.
—Pero todo cuanto has dicho apunta a esa conclusión —intervino Black—. Esto es del todo irresponsable. Los anasazi eran un pueblo pacífico y agrícola. Nunca ha habido pruebas de que realizasen prácticas caníbales.
—Eso no es cierto —corrigió Sloane en un susurro, inclinando el cuerpo hacia adelante—. Varios arqueólogos han publicado diversas teorías sobre la existencia de prácticas antropófagas entre los antiguos amerindios. Y no sólo entre los anasazi. Por ejemplo, ¿cómo explicas lo de Awatovi?
—¿Awatovi? —repitió Black—. ¿Te refieres al poblado hopi destruido en 1700?
Sloane asintió con la cabeza.
—Después de que los habitantes de Awatovi fuesen convertidos al cristianismo por los españoles, los pueblos indios vecinos los aniquilaron. Sus huesos se encontraron hace treinta años y mostraban la misma clase de marcas que Aragon ha encontrado aquí.
—Puede que sufrieran una hambruna —apuntó Nora—. Hay multitud de ejemplos de canibalismo por períodos de hambruna en nuestra propia cultura. Además, en cualquier caso, nos hallamos muy lejos de Awatovi, y este pueblo no está relacionado con los hopi. Si lo de aquí fue canibalismo, fue un canibalismo ritualizado a gran escala, casi institucionalizado. Muy parecido a… —Se interrumpió y miró a Aragon.
—Muy parecido al de los aztecas —añadió el científico—. El doctor Black ha dicho que el canibalismo anasazi es imposible, pero no el azteca. El canibalismo entendido no como fuente de alimento, sino como instrumento de control social para infundir terror.
—¿Adónde quieres llegar? —preguntó Black—. Esto es Estados Unidos, no México. Estamos excavando un yacimiento anasazi.
—¿Un yacimiento anasazi con una clase dominante? ¿Un yacimiento anasazi protegido por un dios con un nombre como Xochitl? ¿Un yacimiento anasazi que posee auténticos mausoleos llenos de flores? ¿Un yacimiento anasazi que puede o no mostrar signos de canibalismo ritual? —Aragon meneó la cabeza con escepticismo—. También he realizado pruebas forenses en los cráneos tanto de la pila superior como del montón inferior del osario. Las diferencias en las estructuras craneales y las variaciones en las incisiones indican que los dos grupos de esqueletos pertenecen a dos pueblos completamente distintos. Los esclavos anasazi debajo y los amos aztecas encima. Absolutamente todas las pruebas que he encontrado en Quivira demuestran una cosa: un grupo de aztecas, o mejor dicho, de sus predecesores los toltecas, invadieron la civilización anasazi alrededor del año 950 después de Cristo, y se establecieron aquí como una nobleza sacerdotal. Tal vez fueron incluso los responsables de los grandes proyectos arquitectónicos del Chaco y los demás asentamientos.
—Nunca había oído nada tan absurdo —repuso Black—. Nunca ha habido ningún signo de influencia azteca sobre los anasazi, conque no digamos hablar de esclavitud. Esa teoría va en contra de cien años de estudios académicos…
—Espera —lo interrumpió Nora—. No nos precipitemos descartándola. Nadie ha encontrado nunca una ciudad como ésta, y esa teoría explicaría un montón de cosas. La extraña ubicación de la ciudad, por ejemplo. Los peregrinajes anuales que descubriste.
—Y el cúmulo de riquezas… —añadió Sloane con tono casi inaudible, como si estuviera hablando para sí—. Puede que la palabra «comercio» con los aztecas no haya sido la palabra correcta. Fueron unos invasores extranjeros que establecieron una oligarquía y conservaron el poder a través de rituales religiosos y sacrificios caníbales propiciatorios.
Cuando Smithback se disponía a realizar una pregunta, se oyó un disparo lejano. El grupo se volvió al unísono hacia el lugar de donde procedía el estallido. Roscoe Swire estaba corriendo por el cañón, apartando frenéticamente los arbustos a medida que se acercaba al campamento.
Se detuvo en seco al llegar junto a ellos, empapado de pies a cabeza por el agua del arroyo y con la respiración entrecortada. Nora lo miraba horrorizada; su pelo mojado chorreaba un agua sanguinolenta y llevaba la camisa manchada de rojo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Nora.
—Nuestros caballos… —respondió Swire, jadeando—. Alguien los ha destripado.