30

Sumidos en el silencio de primeras horas de la mañana, el grupo se reunió al pie de la escala que conducía a la ciudad. Incluso Swire y Bonarotti se habían sumado a la reunión. Las golondrinas, acostumbradas ya a la intrusión humana, habían dejado de expresar su indignación mediante el clamor habitual. Un Smithback mucho más apagado que de costumbre manoseaba una grabadora. Junto a él estaba Aragon, con aspecto lúgubre y ensimismado. A pesar de sus quehaceres en el osario, había decidido postergar su trabajo para unirse a ellos, lo cual, más que cualquier otra cosa, subrayaba la importancia de lo que estaban a punto de realizar.

Ya habían llevado a cabo una exploración superficial y preliminar del yacimiento, y Holroyd había descargado las coordenadas de localización y los niveles de elevación establecidos por su equipo de localización por satélite en una base de datos de sistemas de información geográfica. Había llegado el momento de entrar en la Gran Kiva, la estructura religiosa central de la ciudad. Durante buena parte de la noche anterior, Nora había permanecido en vela, preguntándose qué encontrarían allí dentro. Al final le había fallado la imaginación. La Gran Kiva era el equivalente a la catedral de una ciudad medieval: el centro de su actividad religiosa, el almacén de sus objetos más sagrados, el locus de la vida social.

Black estaba descansando sobre una roca, tamborileando, presa de una mal disimulada ansiedad. Hablando con él se hallaba Peter Holroyd, que llevaba una gigantesca planta en la mano, tan leal y sencillo como siempre. La única que faltaba era Sloane, a quien Nora apenas había visto desde el enfrentamiento del día anterior.

Como si presintiese su mirada, Holroyd volvió la cabeza. Luego se incorporó y se acercó a ella, agitando la planta que sostenía.

—Echa un vistazo a esto, Nora —dijo.

La mujer tomó la planta en sus manos: una densa y descomunal espesura de tallos verdes, con una raíz afilada en un extremo y una flor de color crema en el otro.

—¿Qué significa esto? —preguntó Nora.

—Bueno, las diez menos cinco en una prisión federal —bromeó Holroyd ante la perplejidad de Nora. Luego aclaró—: Es una datura. En esa raíz hay un alucinógeno muy potente.

—¿Un alucinógeno?

—El alcaloide se concentra en las secciones superiores de la raíz —intervino Aragon—. Entre los chamanes yaqui, la fortaleza se mide según la cantidad de raíz que sean capaces de ingerir. —Miró a Holroyd y añadió—: Pero seguro que te habrás dado cuenta de que no es la única planta ilegal de este valle.

Holroyd asintió con la cabeza.

—No hay sólo datura, sino también Psylocybe mejicana, peyote… el lugar es un auténtico maremágnum de psicodélicos.

—Lo curioso —prosiguió Aragon— con respecto a esas tres plantas que acabas de mencionar, y que parecen invadir la zona, es que a veces las toman los chamanes y los hechiceros. Mezcladas, pueden provocar un ataque de histeria. Es como una sobredosis de polvo de ángel: podrían pegarte un tiro a quemarropa y ni siquiera lo notarías.

—Esos sacerdotes sabían muy bien lo que hacían instalándose aquí —ironizó Smithback de improviso.

—Al menos la flor es bonita —comentó Nora.

—Parece una campanilla, ¿verdad? —dijo Holroyd—. Eso es otra cosa curiosa. Hay una enzima en la raíz de la datura que el cuerpo humano no puede metabolizar, de manera que se elimina por la transpiración. Y he oído que eso es exactamente a lo que huele la gente que la toma: a campanillas.

Instintivamente Nora se inclinó y se llevó la flor a la nariz. Era grande y blanca, casi sensual en su esplendor. Inspiró profundamente la delicada fragancia.

Al punto, se quedó atónita, con los dedos ateridos. De pronto su mente regresó al piso superior del rancho abandonado de sus padres, oyendo el crujido de los cristales rotos bajo sus pies, oliendo el aroma de flores machacadas en el tranquilo silencio de la noche…

Oyó un repiqueteo y, al volverse, vio que Sloane se acercaba, cargada con una lámpara portátil de acetileno, un tablón de información y la cámara de 4 x 5. Sloane la miró y dejó el equipo en el suelo. Rodeó la cintura de Nora con un cariñoso abrazo y le susurró al oído:

—Lo siento. Tenías razón. Como siempre.

Nora asintió con la cabeza, volviendo a la realidad.

—Olvídalo.

Sloane se apartó a un lado.

—Supongo que es evidente. Tengo un problema con la autoridad. Otra cosa que debo agradecer a mi padre. No volverá a suceder.

—Gracias —respondió Nora, dejando la planta en el suelo—. Y yo no debería haberte soltado aquello sobre tu padre. Fue muy desagradable por mi parte.

Acto seguido se dirigió al grupo, tratando de olvidar los recuerdos que la planta de Holroyd le había traído a la memoria.

—Bien, ahora os explicaré el procedimiento a seguir. Sloane y yo entraremos primero en la kiva para realizar un análisis inicial y tomar las fotografías. Los demás nos seguiréis, ¿de acuerdo?

Black frunció el entrecejo, mientras que del resto del grupo se alzaban murmullos de asentimiento.

—Bueno, pues entonces, adelante.

Treparon por la escala de uno en uno. Después de atravesar la plaza central, subieron a un montículo de arena y cruzaron la primera serie de tejados. Encaramándose a una escalera anasazi atada con tendones, que todavía estaba en perfectas condiciones, llegaron al conjunto del segundo piso. La entrada a la Gran Kiva quedaba al fondo, con su vasta figura circular bajo las sombras púrpura. Había otra escalera apoyada contra la pared de la enorme estructura y al cabo de unos segundos Nora y Sloane se encaramaron al techo de la misma, cubierto por una gruesa capa de adobe y que, bajo los pies de Nora, parecía muy sólido. Como en las demás kivas, se accedía a ella a través de un agujero en el tejado. Por los bordes del orificio asomaba el principio de una escalera que conducía al interior. Al mirar hacia allí, Nora sintió que se le secaba la boca.

Se acercó lentamente y se paró justo antes de la abertura.

—Encendamos la lámpara —sugirió.

Se oyó el silbido del gas y, con un chasquido provocado por la ignición, la lámpara cobró vida. Cuando se arrodillaron junto a la entrada, Sloane dirigió la brillante luz blanca hacia la oscuridad.

La escalera descendía unos cuatro metros y medio y terminaba en una hendidura sobre el suelo de arenisca. Sloane hizo oscilar la lámpara, pero desde su posición sólo se veía el suelo desnudo: la kiva medía dieciocho metros de diámetro y las paredes quedaban fuera del haz de luz.

—Puedes bajar tú primero —dijo Nora.

Sloane la miró, un tanto sorprendida.

—¿Yo?

Nora sonrió.

Rápidamente Sloane bajó los cinco primeros travesaños y luego levantó la mano para sujetar la lámpara. Tras descender un poco más, se detuvo para iluminar las paredes. Nora no distinguía lo que Sloane estaba viendo, pero por la expresión de su rostro supo que la kiva no estaba vacía.

Sloane se apresuró a bajar hasta el fondo y, después de respirar hondo una última vez, Nora la siguió. Al cabo de un momento ya estaba al pie de la escalera, siguiendo con la mirada la amplia iluminación que proporcionaba la lámpara.

La pared circular de la kiva estaba cubierta por un mural de colores brillantes. Las imágenes eran muy estilizadas y tuvo que examinarlas unos minutos antes de darse cuenta de lo que representaban. En la parte de arriba había cuatro pájaros gigantes de la lluvia, cuya salas extendidas ocupaban casi la totalidad de la parte superior de la pared. Unos relámpagos de trazo irregular salían de los ojos y los picos de los pájaros. Un poco más abajo, unas nubes surcaban un campo de color turquesa brillante y dejaban caer una cortina de gotas de lluvia blancas. Atravesando las nubes, estaba el dios del arco iris; su largo cuerpo abarcaba la casi totalidad de la circunferencia de la kiva, con la cabeza y las manos extendidas señalando hacia el norte. Al pie del mural aparecía el paisaje de la propia Tierra. Nora se fijó en las cuatro montañas sagradas, colocadas en cada uno de los puntos cardinales. Era la cosmografía que todavía estaba presente en la mayoría de las religiones de los indios nativos norteamericanos del sudoeste: la montaña negra al norte, la montaña amarilla al oeste, la montaña blanca al este y la azul al sur. El mural estaba realizado teniendo en cuenta hasta el menor detalle, y los colores, enterrados durante tanto tiempo en la oscuridad, parecían tan frescos como si los hubieran pintado el día anterior.

Nora bajó la vista. Debajo del mural, rodeando la circunferencia de la kiva, había un banco de piedra en cuya superficie yacía un buen número de objetos brillantes, apareciendo y desapareciendo según el movimiento de la lámpara al enfocarlos. Al observarlos Nora descubrió no sin cierta sorpresa que eran calaveras. Había decenas, cientos de ellas: humanas, de osos, búfalos, lobos, ciervos, pumas, jaguares… todas recubiertas de una capa de incrustaciones de turquesas. Sin embargo, lo que más impresionó a Nora fueron los ojos. En cada cuenca había una esfera tallada de cristal de cuarzo rosa con incrustaciones de carniolas que se refractaban, aumentando su tamaño, y reverberaban bajo el haz de luz de la lámpara, haciendo que aquellos ojos reflejasen un horrible brillo rosa en la oscuridad. Se trataba de un séquito de la muerte escalofriante, una hueste de demonios necrófagos atentos y vigilantes, agrupados en torno a ella con aquellos ojos que emitían un brillo maníaco, como si estuvieran atrapados en los faros de un coche.

Con la excepción de las calaveras, Nora advirtió que el resto de la habitación estaba completamente vacía. En el centro de la kiva se hallaba el habitual sipapu, el agujero que conducía al mundo de los muertos, flanqueado por dos hogares para hacer fuego. En el lado este descubrió la típica abertura para los espíritus, un estrecho conducto del tamaño del ojo de una cerradura que se dirigía primero hacia arriba y luego hacia el exterior de la kiva. Sin embargo, el mural y las calaveras eran, como casi todo lo demás en Quivira, únicos.

Nora miró a Sloane, que ya se había apartado del mural y estaba colocando las tres unidades de flash de la cámara.

—Voy a decirles a los demás que ya pueden bajar —dijo Nora—. No ocasionarán ningún daño si se mantienen alejados de las paredes.

Sloane asintió bruscamente. Mientras se afanaba con el exposímetro, Nora creyó detectar en su rostro un mohín de decepción. Luego la primera tanda de flashes se disparó, iluminando el grotesco cortejo por un fantasmagórico momento.

Perplejos y en silencio, los demás miembros de la expedición bajaron por la escalera y se reunieron al pie de la misma. De pronto Nora se sintió interesada por el curioso dibujo de dos grandes círculos en el extremo norte del mural. Uno de los círculos encerraba en su interior un disco burilado de color azul y blanco en que aparecía el grabado de la lluvia y unas nubes diminutas, realizado en el estilo geométrico propio de los anasazi: una versión en miniatura del enorme círculo pintado en el exterior de la kiva. El segundo círculo estaba pintado de blanco y amarillo y contenía un disco burilado del sol, rodeado por rayos de luz. Cuando el haz de la lámpara lo iluminó, la imagen brilló como si fuese un disco de oro. Nora lo examinó más de cerca y vio que el efecto se conseguía mediante laminillas de mica prensadas y mezcladas con el pigmento.

Sloane cambió la cámara de posición y le indicó a Nora que se quitase de en medio para poder disparar el flash. Cuando Sloane se inclinó sobre la pantalla de cristal esmerilado de la cámara, Nora oyó cómo la mujer daba un respingo. Sloane se incorporó de golpe, se aproximó a la pequeña imagen del sol y empezó a examinarla atentamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Nora.

La joven se volvió y esbozó una de sus amplias y lánguidas sonrisas.

—Nada en especial. Es un diseño muy curioso. No me había fijado en él hasta ahora. —Regresó al pie de la cámara, acabó de fotografiar la imagen y siguió su recorrido.

—Obviamente esto es una mitad —explicó Black, acercándose. Señaló los dos círculos mientras la luz iluminaba por detrás su rostro curtido y amplio.

—¿Una mitad?

—Sí. Como otras muchas sociedades, los anasazi se organizaban en mitades. Se dividían en dos partes. Las sociedades de verano e invierno, masculina y femenina, tierra y cielo… —Señaló los dos círculos de nuevo—. Este disco azul de aquí coincide con el que hay fuera de la kiva, lo que significa que esta ciudad se dividía en las sociedades del sol y de la lluvia. El primer círculo representa la Kiva de la Lluvia, mientras que el segundo simboliza la Kiva del Sol.

—¡Qué interesante! —exclamó Nora, sorprendida.

—Desde luego. Debemos de estar en el interior de la Kiva de la Lluvia.

Se produjo otro fogonazo cuando Sloane tomó una tercera fotografía.

—¿Y bien? —inquirió Smithback, que había estado escuchando con atención—. Adelante, suelta la otra bomba.

—¿A qué te refieres? —repuso Black, sin comprender.

—Si ésta es la Kiva de la Lluvia, ¿dónde está la Kiva del Sol?

Se produjo un silencio que sólo se vio interrumpido por el suave sonido de otro flash. Finalmente, Black carraspeó y dijo:

—De hecho, ésa es una muy buena pregunta.

—Debe de estar en algún otro yacimiento, si es que de veras existe —añadió Nora—. Aquí en Quivira sólo hay una gran kiva.

—Sin duda tienes razón —intervino Aragon—. Pero, pese a todo, cuanto más tiempo llevo aquí, tengo la sensación de que hay algo… algo que, por la razón que sea, no somos capaces de ver…

Nora le miró y murmuró:

—No te entiendo.

El científico le devolvió la mirada con unos ojos hundidos y negros bajo la luz de la lámpara.

—¿No tienes la impresión de que es como si todavía faltase una pieza del rompecabezas? Todas esas riquezas, todos esos huesos, esta edificación gigantesca… tiene que haber alguna razón que explique todo esto. —Meneó la cabeza , con resignación—. Creía que la respuesta estaría en esta kiva, pero ahora ya no estoy tan seguro. No me gusta hacer juicios de valor, pero tengo el presentimiento de que todo esto tenía un propósito general. Un propósito siniestro.

Black, que seguía dándole vueltas a la pregunta de Smithback, dijo:

—¿Sabes una cosa, Bill? Tu pregunta plantea una nueva cuestión.

—¿Cuál? —se interesó Smithback.

Black sonrió y Nora percibió en su rostro una especie de intensidad radiante que no había visto antes en él.

—Veréis, la turquesa era la piedra que utilizaban los anasazi en la ceremonia de la lluvia. Resultó evidente en el cañón del Chaco, y resulta evidente aquí. Tiene que haber cientos de kilos de turquesas en esta habitación, y eso es bastante para una cultura en que una sola cuenta de vidrio tenía mucho valor.

Smithback asintió con la cabeza . Nora los miró, preguntándose adonde quería llegar Black.

—Smithback, si la turquesa era el material que empleaban en la ceremonia de la lluvia, ¿cuál era el que empleaban en la ceremonia del sol? —Señaló la imagen de la Kiva del Sol, con su disco de mica brillando bajo el reflejo de la luz. Tanto Bonarotti como Swire se habían acercado para escucharlo—. ¿A qué se parece eso de ahí?

Smithback lanzó un silbido y se aventuró a preguntar:

—¿Oro?

Black se limitó a esbozar una sonrisa.

—Oh, vamos —soltó Nora con impaciencia—. No empecéis con esas tonterías otra vez. Ésta es la única Gran Kiva de la ciudad y la idea de una Kiva del Sol o de cualquier otra kiva llena de oro es, sencillamente, ridícula. Me sorprende oír esta clase de absurdas especulaciones de tu boca.

—¿De veras son tan absurdas? —preguntó Black, y luego añadió señalando uno a uno los puntos de su discurso con los dedos—: En primer lugar, tenemos las leyendas de la existencia de oro entre los indios, así como las crónicas de Coronado y fray Marcos, entre otros; y ahora tenemos esta pictografía, que es una imitación de oro bastante buena. Tal como nos confirmará Enrique, las modificaciones dentales de esas calaveras son puramente aztecas, y sabemos que ellos sí disponían de oro en grandes cantidades. Así que, teniendo en cuenta todo esto, empiezo a preguntarme si habrá algo de verdad detrás de esas leyendas.

—Cuando encuentres esa Kiva del Sol llena de oro azteca —repuso Nora con aire cansino—, cambiaré de opinión, pero hasta entonces ahórrate la cháchara del tesoro, ¿de acuerdo?

Black le lanzó una sonrisa burlona e inquirió:

—¿Es una amenaza?

—Es más bien un ruego para que conserves la cordura mental Se oyó una risa detrás de ella, una risa ronca y sotto voce. Nora se volvió y vio que Sloane les miraba. También advirtió que sus ojos ambarinos brillaban de un modo especial, como si sólo ella supiese algo que los demás ignoraban y que le resultaba muy gracioso.