El resto del primer día de trabajo en Quivira fue excepcionalmente bien. Los miembros principales de la expedición llevaron a cabo sus tareas con una profesionalidad que impresionó y alentó a Nora al mismo tiempo. Sobre todo Black, después de tranquilizarse, estaba confirmando su excelente reputación en el trabajo de campo. En cuanto a Holroyd, con suma rapidez había montado una red de avisos inalámbricos diseñada alrededor de un transmisor central, que permitía a los miembros del grupo comunicarse unos con otros desde cualquier parte del yacimiento. Así pues, la fascinación y la magia de Quivira ejerció su poder sobre profesionales y aficionados por igual. Aquella noche, alrededor del fuego, la conversación cesaba espontáneamente, y como si todos fuesen una sola persona, dirigían la mirada hacia las paredes oscuras del cañón, en dirección al hueco invisible donde se ocultaba la ciudad.
Al día siguiente, hacia mediodía, el calor de principios de verano se había asentado en la parte inferior del desfiladero, pero a medio camino de la pared del cañón, bajo la sombra de la roca, la ciudad seguía gozando de una temperatura fresca. Holroyd había trepado por la escala de nailon, se había puesto en contacto con el instituto y había vuelto a bajar sin incidentes para regresar a su tarea de escanear los bloques de adobe con el magnetómetro de protones. Una vez acabado el rastreo, utilizaría un mando de control remoto para que el sistema de localización por satélite inspeccionase los puntos más importantes del yacimiento.
Nora se sentó en el muro de contención que había al frente de la ciudad, cerca de la escala de cuerda que conducía al fondo del valle. Utilizando el sistema de poleas, Bonarotti les había enviado arriba las bolsas del almuerzo, y Nora abrió la suya con ansiedad. En su interior había un pedazo de queso de Port du Salut, cuatro generosas lonchas de jamón de Parma y un trozo de pan maravillosamente grueso y esponjoso que Bonarotti había cocido en su horno aquella mañana, después del desayuno. Se lo comió todo sin demasiadas ceremonias, regando la comida con un trago de su cantimplora, y luego se puso de pie. Como directora de la expedición, tenía que reunir los datos para elaborar un catálogo de las piezas encontradas sobre el terreno y había llegado el momento de echar un vistazo a los progresos de los demás.
Echó a andar bajo las sombras de los vetustos muros de adobe hacia el extremo opuesto de la plaza delantera del yacimiento. Allí, cerca de la base del Planetario, Black y Smithback estaban trabajando en el enorme vertedero de la ciudad: un montón de basura gigantesco y polvoriento compuesto por huesos de animales, carbón y fragmentos de cerámica. Cuando se acercó a ellos, Smithback sacó la cabeza por una zanja situada al otro lado, con la cara sucia y el pelo revuelto. Sonrió sin querer al ver aquel espectáculo. Aunque no pensaba darle el placer de decírselo, lo cierto es que había empezado a leer el libro que el reportero le había regalado, y debía admitir que se trataba de una historia terrorífica y fascinante, a pesar del modo casi milagroso en que Smithback solía intervenir en la mayoría de los acontecimientos heroicos que describía.
La voz de Black retumbó en la pared de la cueva.
—Bill, ¿no has terminado con el cuadrante F‐l todavía?
—¿Y por qué no te lo cuadras tú sólito? —rezongó Smithback como respuesta.
Black rodeó el vertedero y se acercó a Nora de muy buen humor, con un desplantador en una mano y una escobilla en la otra.
—Nora —dijo con una sonrisa—, esto te interesará. No creo que haya habido una secuencia cultural más clara desde que Kidder excavó el vertedero de Pecos. Y eso es sólo de la fosa de control que excavamos ayer; ahora estamos terminando de cavar los primeros caballones de la zanja de pruebas.
—Y el tío tiene la caradura de hablar en plural… —Smithback se apoyó en la pala y le tendió una mano temblorosa a Nora—. Por el amor de Dios, ¿no podría la buena samaritana darle un traguito a este pobre y mísero pecador? —Nora le pasó la cantimplora y el escritor bebió con desesperación—. Ese hombre es un sádico —añadió al tiempo que se limpiaba la boca—. Habría trabajado menos construyendo las pirámides. Quiero un traslado, jefa.
—Cuando te incorporaste a la expedición, ya sabías que uno de tus cometidos iba a consistir en cavar y cavar —le explicó Nora, recuperando la cantimplora—. ¿Qué mejor modo de hacer que se te bajen un poco esos humos? Además, apuesto a que no es la primera vez que tienes que hurgar en la basura para sacar los trapos sucios.
—Et tu, Bruto? —suspiró Smithback.
—Ven a ver lo que hemos hecho —dijo Black, guiando a Nora hasta una perfecta zanja de pequeñas dimensiones a un lado del vertedero.
—¿Es ésta la fosa de control? —preguntó la mujer.
—Sí —contestó Black—. Un buen perfil, ¿no te parece?
—Perfecto —convino Nora. Nunca había visto un trabajo tan bien hecho ni unos resultados potencialmente tan valiosos y reveladores. Vio por dónde habían excavado en el basurero, dejando al descubierto docenas de finas capas de tierra marrón, gris y negra, datos que revelaban el modo en que el vertedero había ido creciendo con el tiempo. Los diversos estratos estaban indicados mediante unos banderines numerados, y unas banderas aún más pequeñas señalaban los lugares de donde se habían extraído algunos objetos. Junto a la zanja, en el suelo, había montones de bolsas de plástico y tubos de ensayo, cuidadosamente ordenados, cada uno con su propia muestra, semilla, hueso o trozo de carbón. Cerca de allí, Nora vio que Black había instalado un laboratorio portátil de flotación de agua y un microscopio de estereozoom para separar el polen, las pequeñas semillas y los cabellos humanos del detritus. Junto a él había un pequeño sistema de cromatografía de papel para analizar las sustancias solubles. Era una tarea altamente profesional, ejecutada con notable seguridad y rapidez.
—Es una secuencia de manual —comentó Black—. En lo alto está Pueblo Tercero, donde vemos cerámica corrugada y algunos restos de roja. Debajo está Pueblo Segundo. La secuencia empieza bruscamente hacia el año 950 después de Cristo.
—La misma época en que los anasazi iniciaron la construcción del cañón del Chaco —recordó Nora.
—Correcto. Bajo esta capa —señaló una capa de tierra color marrón claro— hay otra de tierra baldía.
—Lo cual significa que la ciudad se construyó de una vez —explicó Nora.
—Así es. Y echa un vistazo a esto. —Black abrió una bolsa de plástico y extrajo con cuidado tres fragmentos de cerámica para colocarlos sobre una superficie de fieltro. Las piezas brillaron débilmente bajo el sol de mediodía.
Nora dejó escapar un silbido y murmuró:
—Micácea negro sobre amarillo. Qué bonito…
Black arqueó una ceja.
—Es una pieza insólita. ¿La habías visto antes?
—Una vez, en mi excavación de Rio Puerco. Estaba en pésimas condiciones, por supuesto; nadie ha encontrado nunca una vasija intacta. —El hallazgo por parte de Black de aquellos tres fragmentos en un solo día de trabajo dejaba constancia de la riqueza del yacimiento.
—Yo nunca había visto una cosa igual —dijo Black—. Es increíble. ¿Han llegado a datar esta clase de cerámica alguna vez?
—No, sólo se han hallado dos docenas de fragmentos en todo el mundo, y siempre demasiado aislados unos de otros. Tal vez encuentres tú aquí material suficiente para realizar el trabajo.
—Tal vez —contestó Black, y devolvió los fragmentos a la bolsa usando unas pinzas con la punta de goma—. Ahora mira esto. —Se agachó junto al perfil del suelo y señaló con el extremo del desplantador una serie de franjas claras y oscuras, dispuestas de forma alternativa. Cada una estaba integrada por distintas capas de cerámica rota—. Decididamente la ocupación del sitio se produjo en función de la estación del año. Durante la mayor parte del mismo, no había mucha gente viviendo en la ciudad, calculo que unas cincuenta personas, mientras que en verano tenía lugar una gran afluencia. Sin duda se trataba de un peregrinaje estacional, pero a una escala mucho mayor que en el Chaco. Es fácil saberlo por el volumen de vasijas rotas y de cenizas de la chimenea.
Un peregrinaje estacional… Me recuerda a lo que comentó Aragon acerca de un viaje ritual a la ciudad de los sacerdotes, se dijo Nora, que no obstante decidió no contrariar a Black expresando sus pensamientos en voz alta.
—¿Y cómo sabes que era en verano? —le preguntó.
—Por la cantidad de polen —respondió Black con desdén—. Pero aún hay más. Como ya he dicho, acabamos de empezar con la zanja de pruebas, pero ya está claro que se trata de un vertedero segregado.
Nora lo miró con curiosidad y repitió:
—¿Segregado?
—Sí. En la parte posterior del vertedero hay hermosos fragmentos de cerámica pintada y los huesos de los animales que empleaban para la comida: pavos, ciervos, alces, osos… Hay muchísimos abalorios, puntas de flecha e incluso vasijas desconchadas, mientras que en la parte delantera sólo encontramos trozos de cerámica corrugada muy toscos y verdaderamente horrorosos. Además, los alimentos de la parte delantera también son distintos.
—¿De qué clase de alimentos se trata?
—Ratas, básicamente —respondió Black—. Ardillas, serpientes, un par de coyotes… Mediante el laboratorio de flotación hemos identificado un montón de caparazones de insectos machacados, entre otras partes de dichos insectos. Cucarachas, saltamontes, grillos… Realicé un breve examen con el microscopio y la mayoría parecen tostados.
—¿Insinúas que comían insectos? —preguntó Nora con escepticismo.
—Sin duda.
—A mí me gustan más los bichos al dente —intervino Smithback, haciendo un desagradable sonido con los labios.
Nora miró a Black.
—¿Y qué explicación tienes para eso?
—Bueno, nunca se había encontrado nada parecido en los demás yacimientos anasazi, pero en otros asentamientos esta clase de cosas apuntan directamente a la esclavitud. Los amos y los esclavos comían cosas diferentes y tiraban sus desperdicios en sitios diferentes.
—Aaron, no hay un solo indicio que sugiera que los anasazi tenían esclavos.
Black le devolvió la mirada y corrigió:
—Pues ahora sí lo hay. O había esclavitud o estamos ante una sociedad fuertemente jerarquizada: una clase sacerdotal que vivía en la más inmensa opulencia y una clase marginal que vivía en la miseria más absoluta, sin clase media de ningún tipo.
Nora contempló la ciudad, silenciosa bajo el sol de mediodía. El descubrimiento parecía poner en entredicho todo cuanto sabían acerca de la cultura anasazi.
—Bueno, vamos a mostrar una actitud abierta hasta que contemos con todas las pruebas —dijo Nora al fin.
—Naturalmente. También estamos recogiendo semillas carbonizadas para realizar la datación con carbono catorce y cabellos humanos para el análisis de ADN.
—Semillas —repitió Nora—. Por cierto, ¿sabías que la mayoría de esos graneros de ahí detrás todavía están repletos de maíz y judías?
Black se irguió de golpe y respondió:
—No, no lo sabía.
—Sloane me lo ha dicho esta mañana. Eso indica que el asentamiento fue abandonado en otoño, en la época de la recolección. Y que además se marcharon con mucha precipitación.
—Sloane pasó por aquí hace un rato —mencionó Black con aire distraído—. ¿Dónde está ahora?
Nora miró al hombre y contestó:
—En alguna parte de las cámaras centrales, creo. Está iniciando la exploración preliminar con ayuda de Peter y su magnetómetro. Iré a verla más tarde, pero ahora será mejor que vaya a ver qué hace Aragon.
Black guardó silencio con aire pensativo unos instantes y luego se volvió y puso la mano en el hombro de Smithback.
—¿Qué? ¿Te apetece acabar el cuadrante F‐l, amigo basurero?
—La esclavitud todavía existe —gruñó Smithback.
Nora se llevó la radio a los labios y dijo:
—Enrique, soy Nora. ¿Me recibes?
—Alto y claro —respondió al cabo de un momento.
—¿Dónde estás?
—En el callejón que hay detrás de los graneros.
—¿Qué estás haciendo ahí?
Se produjo un nuevo silencio.
—Será mejor que lo veas tú misma. Ven por el lado oeste.
Nora rodeó la parte trasera del basurero y pasó junto a la primera torre. Aragon y su prudencia característica, pensó. ¿Por qué no podía contestarle y decirle lo que ocurría, sin más?
Tras pasar la torre, enfiló el pequeño pasadizo que se deslizaba por detrás de los graneros hacia la parte posterior de la cueva. Allí, detrás de las ruinas, hacía fresco y estaba oscuro, el aire olía a arenisca y humo. El pasadizo se torcía en una curva muy pronunciada a través de un hueco en los graneros, y llegó a un pasillo hundido en el suelo —el callejón de Aragon—, en el mismísimo límite posterior de la ciudad. Una vez más, el callejón era una característica distintiva de Quivira. A medida que Nora avanzaba, el techo del pasadizo se hacía tan bajo que tuvo que avanzar a gatas. Tras unos minutos de oscuridad intensa y opresiva, más adelante se topó con el brillo de la linterna de Aragon.
Se incorporó dentro de un espacio muy estrecho y encontró a Aragon. Nora contuvo la respiración: detrás de él había un océano de huesos humanos cuya superficie rugosa ofrecía un duro contraste por la luz. Para su sorpresa, Aragon sostenía uno de aquellos huesos con la mano, examinándolo con una lupa y un calibrador. Junto a él yacían las delicadas herramientas para excavar restos humanos de la matriz circundante, casi del todo superfluos en aquel caso: tablillas de bambú, espigas de madera y cepillos de crin de caballo. El lugar permanecía en completo silencio salvo por el leve zumbido de la linterna.
Aragon levantó la vista al oírla acercarse, con una expresión inescrutable en el rostro.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Nora—. ¿Una especie de catacumba?
Aragon tardó unos minutos en contestar. A continuación, devolvió con cuidado el hueso al montón que había junto a él.
—No lo sé —contestó con voz indiferente—. Es el osario más grande que he visto en mi vida. Había oído hablar de cosas así en los yacimientos megalíticos del Viejo Mundo, pero nunca en Norteamérica. Y por supuesto, jamás en cantidades tan grandes.
La mirada de Nora fue de Aragon al montón de huesos. Había numerosos esqueletos completos en lo alto de la pila, pero debajo parecía agolparse una tupida masa de huesos desarticulados y desperdigados, la mayoría de ellos rotos, incluyendo innumerables cráneos aplastados. En las paredes de piedra del fondo de la cueva había docenas de agujeros de los que todavía salían unas cuantas vigas de madera podrida.
—Yo tampoco había visto nunca nada parecido —susurró Nora.
—No se parece a ninguna práctica funeraria, ni ningún comportamiento cultural de los que haya visto antes —añadió Aragon—. Hay tantos esqueletos, desperdigados de cualquier manera, que ni siquiera hace falta una sección horizontal. —Señaló los esqueletos que tenía más cerca—. Obviamente se trata de un internamiento múltiple, si puede llamarse así: una serie de enterramientos primarios superpuestos sobre un vasto número de enterramientos secundarios. Estos esqueletos de aquí arriba, los que están enteros, ni siquiera fueron «enterrados» en el sentido arqueológico de la palabra. Los cuerpos parecen haber sido arrastrados hasta aquí y arrojados a toda prisa en lo alto de una extensa capa de huesos ya existentes.
—¿Hay signos de violencia en los huesos?
—No en los esqueletos completos de lo alto.
—¿Y en los huesos de abajo?
Se produjo una breve pausa.
—Todavía estoy analizándolos —contestó Aragon.
Nora miró alrededor, sintiendo una angustiosa y desagradable punzada en la boca del estómago. No se consideraba ni mucho menos una persona aprensiva o fácilmente impresionable, pero la naturaleza mortuoria del lugar le hacía sentirse incómoda.
—¿Qué podría significar? —preguntó.
Aragon la miró fijamente y respondió:
—Un gran número de enterramientos simultáneos suele significar una sola cosa: hambre, una epidemia, una guerra… —Hizo una pausa y añadió—: O un sacrificio.
En ese momento se oyó el ruido de la radio.
—Nora, soy Sloane. ¿Estás ahí?
Nora cogió el micrófono para contestar.
—Estoy con Aragon. ¿Qué pasa?
—Tenéis que venir a ver esto. Los dos. —A través del micrófono se percibía el entusiasmo contenido en la voz de Sloane—. Nos encontraremos en la plaza central.
Al cabo de unos minutos, Sloane los condujo a través de una complicada serie de bloques de adobe del segundo piso en el extremo opuesto de las ruinas.
—Estábamos realizando una exploración rutinaria —les explicó— cuando Peter detectó con el magnetómetro de protones una enorme cavidad en el suelo. —Pasaron por debajo de una entrada e irrumpieron en una gran sala, iluminada únicamente por la tenue luz del foco portátil. A diferencia de la mayoría de las demás habitaciones que había visto en la ciudad, aquélla aparecía inusitadamente vacía. Holroyd estaba de pie en un rincón, realizando pequeños ajustes en el magnetómetro, una caja plana desplazable sobre unas ruedas deslizantes y donde el largo mango que salía de un costado terminaba en una pantalla de cristal líquido.
Sin embargo, Nora no estaba pendiente de Holroyd, sino que tenía la vista fija en el centro de la sala, donde alguien había retirado una sección de suelo, dejando al descubierto una cripta tapada con una losa. La enorme piedra plana que la había cubierto estaba cuidadosamente apoyada contra una pared.
—¿Quién ha abierto esta tumba? —preguntó Aragon con acritud.
Nora dio un paso adelante, sintiendo que una ira incontenible ante aquel desafío a su autoridad se apoderaba de ella. Luego miró hacia abajo y se detuvo en seco.
En el interior de la cripta había un enterramiento doble, pero no se trataba de un enterramiento anasazi normal y corriente, adornado tal vez con unas cuantas vasijas y un colgante de turquesas. Los dos esqueletos, completamente desarticulados, yacían en el centro del sepulcro, los huesos rotos dispuestos de forma circular en su propio cuenco pintado, coronados por sus calaveras rotas. Encima de cada cuenco debía de haber sendos mantones de algodón, que habían ido pudriéndose con el tiempo hasta convertirse en aquella urdimbre polvorienta y casi inexistente. Sin embargo, todavía quedaban suficientes hebras para comprobar que, en su día, habían sido de extraordinaria calidad, un dibujo de calaveras sonrientes y caras haciendo muecas. El cuero cabelludo de ambos individuos había sido colocado en lo alto de sus respectivas calaveras. Uno tenía el pelo largo y blanco, recogido en unas bonitas trenzas y decorado con adornos de turquesa burilados; el otro, pelo castaño, también recogido en trenzas, con dos enormes discos de abulón pulido insertados en los extremos de cada una. En ambas calaveras los dientes delanteros habían sido perforados para colocarles incrustaciones de carniola.
Nora observaba la escena, estupefacta. Los cuerpos estaban rodeados por una profusión inaudita de objetos mortuorios: vasijas llenas de sal, turquesas, cristales de cuarzo y pigmentos molidos. También había dos cuencos pequeños, tallados en cuarzo, llenos hasta el borde de una especie de polvillo rojizo, quizá ocre. Nora recorrió la cripta con la mirada y descubrió fardos de flechas, pieles de búfalo, gamuza suave, loros y guacamayos disecados, varas ceremoniales muy elaboradas… La totalidad del túmulo estaba cubierta con una gruesa capa de polvo amarillo.
—Examiné el polvo con ayuda del estereozoom —dijo Sloane—. Es polen procedente de al menos quince variedades distintas de flores.
Nora la miró con gesto incrédulo.
—¿Por qué polen?
—Toda la cripta estuvo llena en su día con cientos y cientos de flores.
Nora meneó la cabeza con escepticismo.
—Los anasazi nunca enterraban a sus muertos así. Y tampoco había visto nunca dientes con incrustaciones como ésos.
De pronto, Aragon se arrodilló junto a la tumba. Al principio Nora tuvo la extraña impresión de que el hombre se disponía a rezar, pero entonces se inclinó, iluminó los huesos con una linterna y los examinó muy de cerca. Al explorar los dos recipientes de huesos con la linterna Nora advirtió que muchos de ellos habían sufrido diversas fracturas y que algunos mostraban signos de haber sido carbonizados en las puntas. En ese momento Aragon resopló y se levantó de golpe. La expresión de su rostro parecía haber sufrido una súbita transformación.
—Pido permiso para extraer algunos huesos para su examen —exigió con voz fría y formal.
Viniendo de él, aquella petición causó una gran perplejidad en Nora, más incluso que todo lo demás.
—Después de que fotografiemos y documentemos todo esto, por supuesto —puntualizó ella.
—Naturalmente. Y me gustaría llevarme una muestra de ese polvo rojizo.
Aragon se alejó en silencio, pero Nora permaneció de pie junto a la cripta, contemplando el agujero oscuro del suelo. Sloane empezó a montar la cámara de 4x5 al borde del túmulo funerario mientras Holroyd apagaba el magnetómetro. Luego el hombre se acercó y le susurró al oído:
—Es increíble, ¿verdad?
Pero Nora no le prestaba atención, como tampoco oía el entusiasmo que transmitía la voz de Sloane, al fondo. Estaba pensando en Aragon y en la repentina expresión de su rostro. Ella también lo presentía: había algo extraño, algo incluso completamente fuera de lugar en aquel enterramiento. En ciertos aspectos no se parecía en absoluto a un enterramiento. Cierto que algunas culturas de Pueblo IV incineraban a sus muertos y otras desenterraban a los suyos para volver a enterrarlos en vasijas, pero aquello… los huesos rotos y carbonizados, el espeso polvo de flores, los objetos fúnebres tan cuidadosamente dispuestos alrededor…
—Me intriga saber qué dirá Black de este enterramiento —dijo Sloane, irrumpiendo en su estado de abstracción.
No creo que se trate de un enterramiento, pensó Nora, sino más bien de una ofrenda.
Al salir a la techumbre del primer nivel, cuyos extremos más lejanos estaban bañados por el sol de mediodía, Nora cogió a Sloane del brazo con suavidad y susurró:
—Creía que habíamos hecho un trato.
Sloane se volvió para mirarla.
—¿De qué estás hablando?
—No deberías haber abierto esa cripta sin consultármelo primero. Ha sido un grave incumplimiento de las normas básicas de esta excavación.
El color ámbar de los ojos de Sloane pareció intensificarse al escuchar las palabras de Nora.
—¿Acaso no crees que abrir la tumba haya sido una buena idea? —inquirió casi en un susurro felino.
—No, no lo creo. Tenemos que explorar y catalogar una ciudad entera, y los enterramientos son especialmente delicados, pero tal como te dije en Ruina Pete, eso no es lo importante. No es así como debe trabajar una arqueóloga profesional, excavando sólo lo que le interesa a ella.
—¿Insinúas que no soy profesional? —preguntó Sloane.
Nora suspiró y respondió:
—No tienes tanta experiencia como creía.
—¡Tenía que abrir esa cripta! —exclamó Sloane bruscamente.
—¿Por qué? —le preguntó Nora, incapaz de reprimir el sarcasmo en su voz—. ¿Es que estabas buscando algo?
Sloane abrió la boca para contestar, pero en lugar de hablar se acercó tanto a Nora que ésta percibió la rabia y la furia que irradiaba aquella mujer. Finalmente Sloane dijo:
—Nora Kelly, estás obsesionada con controlarlo todo. Eres igual que mi padre. No me has dejado respirar en todo este tiempo, siempre vigilándome, esperando a que cometiese un error, desde el mismo día en que llegué. No hice nada malo abriendo ese túmulo. El magnetómetro indicaba la existencia de una cavidad y lo único que hice fue levantar la losa. No toqué absolutamente nada, ¿me oyes? No fue un acto más invasivo que el de traspasar una puerta.
Esforzándose por conservar la calma, Nora le advirtió:
—Si no puedes respetar las normas, te pondré bajo las órdenes de Aragon, para que aprendas un poco de respeto por la integridad de un yacimiento arqueológico… y obediencia a la directora de la expedición.
—¿Directora? —exclamó Sloane con sorna—. En realidad, debería ser yo la directora de la expedición. No olvides quién está pagando todo esto.
—No lo he olvidado —aseguró Nora sin alterarse pese a la ira que sentía—. Una muestra más de lo poco que tu padre confía en ti, ¿no te parece?
Por un momento, Sloane permaneció ante ella muda de asombro, completamente tensa y con el semblante turbio bajo la tez bronceada. A continuación, sin decir una sola palabra, giró sobre sus talones y se marchó. Nora la vio bajar por la escalera y alejarse despacio, con la cabeza erguida, orgullosa, y el pelo oscuro teñido de violeta por el sol.