Skip se detuvo en lo alto de la cuesta y una súbita nube de polvo envolvió el coche, para luego dispersarse en el cálido cielo de la tarde. Era un seco día de junio, el típico día justo antes de la llegada de las lluvia del verano. Un cúmulo de nubes solitario se arrastraba perezosamente por encima de las montañas Jemez.
Por un momento, decidió que lo mejor sería dar media vuelta y regresar a la ciudad. La noche anterior, había despertado de golpe con una idea en la cabeza, Thurber seguía sin aparecer y, aun sin saber por qué, Skip todavía se sentía responsable de su desaparición. Así pues, para combatir aquellos remordimientos, había decidido tomar al perro de Teresa, Teddy Bear, bajo su protección. A fin de cuentas, Teresa había sido asesinada en su casa, en el rancho de los Kelly, ¿y quién mejor para cuidar de su perro que su vieja amiga y vecina Nora?
Sin embargo, lo que le había parecido una idea genial ahora no parecía tan interesante. Martinez había dejado muy claro que la investigación seguía abierta y que él no debía ir a la casa. Bueno, lo cierto es que no pensaba ir a su casa, sino a la de Teresa. Aun así, Skip era consciente de que podía meterse en infinidad de problemas por el mero hecho de estar allí.
Pisó el embrague para meter primera, liberó el freno de mano y bajó por la colina. Pasó de largo el viejo rancho y subió la cuesta que conducía a la casa de Teresa. El edificio largo y bajo estaba en silencio y a oscuras, pues se habían llevado el ganado de allí. Quienquiera que lo hubiese hecho seguramente también se habría llevado a Teddy Bear, pero en cualquier caso él ya estaba allí.
Dejando el motor en marcha y la portezuela abierta, bajó del vehículo, se acercó a la entrada y llamó al perro, pero no oyó ningún ladrido como respuesta.
Subió los escalones del porche. La vieja puerta mosquitera, cubierta con numerosos agujeros tapados con cinta aislante, estaba cerrada. Levantó la mano instintivamente para golpearla, pero se detuvo en seco.
—¡Teddy Bear! —insistió volviéndose.
Se sorprendió mirando hacia abajo, en dirección al rancho de Las Cabrillas. Puede que el perro hubiese ido hasta el caserón. Echó a andar hacia el viejo sendero y luego detuvo sus pasos. Se llevó la mano al cinturón para acariciar la empuñadura del viejo revólver de su padre. Era muy grande y aparatoso y producía un estruendo como el de un cañón, pero lograba acabar con cualquiera que fuese su objetivo. Sólo lo había disparado una vez y por poco se fractura la muñeca. En aquella ocasión los oídos estuvieron zumbándole durante dos días. Sintiéndose más seguro, siguió avanzando por el camino de tierra y luego dio un rodeo para acercarse a la parte trasera del rancho.
—¡Eh, Teddy! ¡Viejo chucho! —gritó con voz afectuosa.
Subió al portal, atravesó el marco sin puerta y entró en la casa. La cocina, una habitación cochambrosa, estaba completamente en ruinas, con el techo destrozado y unos agujeros que parecían millones de ojos observándole desde las paredes. En el otro extremo de la habitación vio una cinta amarilla que había colocado la policía para señalar la escena del crimen e impedir la entrada a la sala de estar. Desde allí varias hileras de pequeñas huellas de color negro violáceo conducían a la puerta de la cocina. Con cuidado de no pisarlas, dio un paso hacia adelante.
Primero percibió el intenso olor, seguido del clamor de las moscas. Retrocedió instintivamente, haciendo arcadas. Luego respiró hondo, se acercó con sigilo a la cinta amarilla y se asomó al salón.
Un charco enorme de sangre se había coagulado en el centro de la estancia filtrándose entre las rendijas de los tablones de madera que faltaban en el suelo. Las náuseas lo asaltaron. Joder, no sabía que cupiese tanta sangre dentro de un cuerpo humano, pensó. Parecía extenderse en regueros retorcidos y excéntricos que llegaban casi hasta las paredes opuestas, y en los márgenes se veían pequeñas huellas de animales. Vio unas cuantas moscas arrastrarse por las zonas donde el charco de sangre era más hondo.
Skip sintió un leve mareo y se apoyó contra el quicio de la puerta para recuperar el equilibrio. Las moscas, molestas por la intromisión, alzaron el vuelo en una cortina furiosa. Plegado en un rincón descansaba el trípode de una cámara, en una de cuyas patas aparecía grabada la inscripción departamento de policía de santa fe en letras blancas.
—Oh, Dios… —murmuró Skip—. Teresa, lo siento mucho.
Contempló la habitación con gesto serio durante unos minutos. A continuación se volvió y regresó a la parte posterior de la casa, pasando por la cocina.
Fuera, el aire resultaba casi frío después del calor agobiante y opresivo del interior de la casa. Skip se quedó de pie en el porche, respirando despacio y mirando alrededor.
—¡Teddy Bear! —gritó por última vez, haciendo bocina con las manos.
Sabía que debía marcharse. La policía, quizá el propio Martínez, podía presentarse en cualquier momento, pero permaneció allí otro minuto más, contemplando el patio trasero de su infancia. A pesar de que lo que le había ocurrido a Teresa era un misterio, la casa en sí se le antojaba un tanto desolada y vacía. Era como si el mal que había estado acechándola se hubiese disipado por completo, tal vez para dirigirse a otro lugar.
Era evidente que a Teddy Bear se lo habían llevado con el ganado. Lanzando un suspiro, enfiló de nuevo el camino de tierra y se alejó colina arriba hacia el coche. Era un viejo Plymouth Fury del setenta y uno que había pertenecido a su madre, de color verde aceituna gastado y con manchas de oxidación por todas partes, pero a pesar de todo era una de sus posesiones más preciadas. El parachoques delantero, con sus pesados dientes de cromo, se torcía ligeramente a la izquierda y le daba una apariencia grotesca y amenazadora. En la carrocería llevaba el número de abolladuras suficiente para hacer saber a los demás conductores que ya no le importaba una más o una menos.
Allí, sentado en el asiento del conductor, encontró a Teddy Bear. Tenía la monstruosa lengua fuera, colgando por el calor, y estaba babeando saliva por todo el asiento, pero parecía estar bien.
—¡Teddy Bear, viejo granuja! —exclamó Skip.
El perro aulló y le babeó encima de la mano.
—¡Apártate de ahí! Soy el único que tiene carnet de conducir. —Echó a un lado al perro de cuarenta y cinco kilos, lo colocó en el asiento del copiloto y se puso detrás del volante.
Tras dejar el arma en la guantera, Skip puso primera y maniobró para enfilar de nuevo el camino de tierra. Advirtió que se sentía mejor de lo que se había sentido en todo el día; curiosamente, pese a lo deprimente y lo trágico de la escena, se alegró de haber realizado aquel peregrinaje. Empezó a planear mentalmente el resto de la tarde. Para empezar, tendría que comprar comida para perros; aquello le desbarataría su escaso presupuesto, pero no importaba. Luego se pasaría por el Noodle Emporium para llevarse un poco de meifun de Singapur al curry, y finalmente estudiaría el libro sobre los estilos de cerámica anasazi que Sonya Rowling le había dado dos días antes. Era un texto fascinante y sorprendentemente se había quedado levantado hasta tarde por su culpa, absorto en la lectura, subrayando fragmentos y anotando comentarios en el margen. Hasta se le había olvidado abrir la nueva botella de mezcal que tenía en la mesa de la sala de estar.
El coche pasó traqueteando por encima de la valla protectora y Skip se incorporó a la carretera principal, dirigiendo al Fury hacia la ciudad y dando gas al motor, ansioso por alejarse del rancho cuanto antes. El perro asomó la cabeza por la ventanilla y sustituyó el aullido grave por un resoplido y un babeo impaciente. La brisa se llevó consigo los hilillos de saliva que pendían de su boca.
Pensando en cómo unir fragmentos de cerámica, Skip bajó por la colina hacia Fox Run, mientras la desértica carretera iba desapareciendo y las conexiones con los campos de golf construidas con macadán, perfectas y bien cuidadas, ocupaban su lugar. A medio kilómetro, al final de la larga cuesta abajo, la carretera viraba bruscamente antes de pasar junto al edificio del club de golf. Cuando era un muchacho, Skip había conducido la bicicleta de montaña de su padre justo por los terrenos donde ahora se hallaba aquel edificio. De eso hace ya diez años, pensó. Por aquel entonces no había ni una sola casa en cinco kilómetros a la redonda, mientras que ahora albergaba setenta y dos hoyos de golf y seiscientas casas unifamiliares.
El enorme coche ganó velocidad y se acercó a una curva muy pronunciada. Concentrándose de nuevo en los fragmentos de cerámica, Skip apretó el pedal del freno.
Le sorprendió que el pedal se hundiera, sin ofrecer resistencia, en el suelo metálico del vehículo. De inmediato se incorporó en el asiento, mientras la adrenalina fluía por su cuerpo. Apretó el pedal de nuevo, esta vez con más fuerza, pero siguió sin surtir el efecto deseado. Miró al frente con los ojos muy abiertos, alerta. Medio kilómetro más adelante, la carretera giraba a la izquierda, sorteando un gigantesco montículo de basalto que sobresalía del desierto. Skip leyó con absoluta claridad la placa de metal que había clavada en el montículo: CLUB DE CAMPO FOX RUN. PELIGRO: ZONA DE PASO DE GOLFISTAS.
Miró el indicador de velocidad: noventa y nueve kilómetros por hora. No tenía tiempo material de tomar la curva, derraparía y daría una vuelta de campana. Podía intentar poner marcha atrás, pero probablemente de ese modo sólo conseguiría perder el control del vehículo y chocar contra el montículo.
Desesperado, recurrió al freno de emergencia. Se produjo un súbito tirón, se oyó un fuerte chirrido y el olor a hierro quemado impregnó el coche. Asustado el perro cayó hacia adelante y dio un fuerte aullido. Skip distinguió a un grupo de golfistas de pelo blanco en un green cercano, que de repente volvieron la cabeza y observaron boquiabiertos cómo pasaba el coche a toda velocidad. Alguien bajó de un salto de un carrito de golf y echó a correr hacia el edificio del club.
El volante empezó a dar sacudidas en las manos de Skip y éste vio cómo perdía el control del vehículo. La enorme piedra de basalto apareció ante sus ojos, a escasos segundos de distancia. Dio un brusco volantazo hacia la izquierda y el coche comenzó a girar, realizando un amplio ángulo, hasta dar una vuelta completa y luego otra más. Skip estaba gritando, pero no podía oírse a causa de los chirridos de los neumáticos. En medio de una densa cortina de humo provocada por el caucho quemado, el coche se salió de la carretera sin dejar de dar vueltas, hasta que las ruedas se toparon con la gravilla y luego con la hierba. El vehículo dio una violenta sacudida y luego se paró en seco. Una espesa nube de arena de color crema se adhirió al salpicadero y al capó.
Skip permaneció inmóvil en el asiento, con los dedos pegados al volante inerte. Los chirridos de los neumáticos cesaron para dar paso al crujido del metal al enfriarse. Poco a poco, se dio cuenta de que el vehículo había ido a parar a un bunker, escorado bruscamente a un lado. Vio ante sus ojos una boca y una lengua negras y babeantes, de aliento hediondo, mientras Teddy Bear le lamía la cara frenéticamente.
A continuación, oyó un golpeteo en el parabrisas precedido del sonido de unos pasos y de la conversación inquieta de varios hombres.
—Eh, chico —dijo una voz cargada de preocupación—. Chico, ¿estás bien?
Skip no contestó, sino que se limitó a retirar las manos temblorosas del volante, agarrar los dos extremos del cinturón de seguridad y a quitárselo despacio de alrededor de su cintura.