27

Nora miró con ansiedad a la figura que bajaba haciendo rappel ciento veinte metros por encima de su cabeza, un insecto de colores brillantes pegado a la arenisca. Black y Holroyd también estaban mirando hacia arriba, inmóviles junto a Nora, y muy cerca de allí, Smithback aguardaba con la libreta en la mano, como si esperase que ocurriera un desastre en cualquier momento. Se oyó un fuerte chasquido metálico cuando Sloane clavó el pico en la roca roja para abrir un agujero. Mientras Nora la observaba, Sloane fijó la siguiente porción de la escalera de cuerda en la pared de roca y luego se deslizó con facilidad otros tres metros hacia abajo, para colocar la siguiente pieza del equipo de escalada.

Para que funcionasen el receptor de información meteorológica y el equipo de comunicaciones, era necesario colocarlos en lo alto del cañón, muy por encima de donde se hallaba Quivira. Dos horas antes Nora y Sloane habían determinado el mejor lugar para colocarlos, basando sus cálculos en una combinación de la ascensión más fácil y la cima más baja de un precipicio. El lugar resultó estar justo detrás del extremo opuesto de la ciudad y daba al lecho del valle, cerca de la entrada de la garganta secundaria por la que habían entrado.

Quizá fuese el ascenso más fácil, pero seguía siendo aterrador. Nora recorrió la pared con la mirada de abajo arriba, deteniéndose en el último tramo. Sin duda se trataba del más difícil, un apabullante saliente de roca que parecía estar suspendido en el espacio. No obstante, Sloane se había limitado a sonreír.

—Grado uno, cinco con diez, A‐2 —había murmurado, calculando visualmente la dificultad de la escalada—. Mirad esos apoyos en las grietas, llegan casi hasta arriba. No habrá ningún problema. —Y en una espectacular proeza de alpinista experta, demostró tener razón. Al cabo de una hora, mientras abajo esperaban con nerviosismo, unas eslingas y una bolsa cayeron al suelo desde arriba: la confirmación de que Sloane había alcanzado la cima y estaba lista para subir el equipo de radio.

En aquel momento Sloane estaba bajando hasta la franja de piedra donde se hallaba Quivira, colocando la escalera de cuerda a su paso. Diez minutos más tarde, bajó ágilmente de un salto y fue recibida por el grupo con un coro de ovaciones.

—Has estado fabulosa —la alabó Nora.

Sloane se encogió de hombros y sonrió, complacida.

—Tres metros más y nos habríamos quedado sin escalera. ¿Estáis todos listos?

Holroyd miró hacia arriba y tragó saliva.

—Supongo que sí.

—Tengo cosas muy importantes que hacer —comentó Black—, así que ¿podría alguien recordarme otra vez por qué tengo que poner en peligro mi vida y mis piernas en esta escalada?

—No vas a poner nada en peligro —repuso Sloane, y se echó a reír. Luego añadió—: Esas fijaciones mías son a prueba de bombas.

—Y tienes la mala suerte —agregó Nora— de haber participado en un montón de excavaciones y de saber utilizar el equipo de radio. Te necesitamos como apoyo de Holroyd.

—Sí, pero ¿por qué yo? —gruñó Black—. ¿Por qué no Aragon? Tiene mucha más experiencia sobre el terreno que todos nosotros juntos.

—También tiene veinte años más que el resto del grupo —repuso Nora—. Tú estás mucho más preparado para un esfuerzo físico como éste. —Los halagos a su condición física parecieron surtir el efecto deseado: Black sacó pecho y miró al precipicio con gesto severo.

—Entonces, andando. —Sloane se dirigió a Smithback—. ¿Vienes?

Smithback miró arriba con vacilación.

—Será mejor que no —contestó—. Alguien tiene que quedarse aquí abajo para recoger a los que se caigan.

Sloane enarcó una ceja para dar a entender que ya esperaba aquella respuesta de él.

—Muy bien. Aaron, ¿por qué no subes tú primero y yo te sigo? Peter, tú irás el tercero y Nora la última.

Nora advirtió que Sloane había intercalado a los escaladores inexpertos con los más experimentados.

—¿Por qué tengo que ir yo primero? —preguntó Black.

—Créeme, es más fácil cuando no hay nadie delante de ti. Así hay menos probabilidades de que acabes comiéndote una bota.

Black no parecía muy convencido, pero agarró la base de la escalera de cuerda y empezó a trepar por ella.

—Es como subir por la escalera de Quivira, sólo que más largo —dijo Sloane—. No apartes el cuerpo de la roca y separa los pies de ella. Descansa en cada saliente. Él tramo más largo es el último, debe de tener unos sesenta metros.

Sin embargo, cuando Black llegó al segundo punto de apoyo, de repente perdió el equilibrio. Sloane avanzó con gran rapidez mientras Black empezaba a caer dando bandazos. La mujer lo agarró antes de embestirla y ambos acabaron despatarrados en el montículo de arena que había al pie del precipicio, Black encima de Sloane. Los dos se quedaron inmóviles y Nora se acercó corriendo. Vio que Sloane estaba temblando —parecía estar ahogándose— pero cuando se agachó, presa de pánico, descubrió que la joven estaba carcajeándose con una risa histérica. Black parecía paralizado por el miedo o la sorpresa y tenía la cara enterrada en los pechos de Sloane.

—Muerte, ¿dónde está tu aguijón? —entonó Smithback con sorna.

Sloane seguía riendo entre jadeos. Finalmente logró decir:

—Aaron, ¡se supone que tienes que escalar hacia arriba y no hacia abajo! —No hizo ningún movimiento para quitarse a Black de encima, y al cabo de unos minutos el científico se incorporó con el pelo revuelto se apartó de la mujer, mirándola a ella y a la escala de cuerda alternativamente.

Sloane también se incorporó, todavía riendo entre dientes, y se sacudió el polvo de encima.

—Te estás dejando llevar por los nervios —le dijo—. Sólo es una escalera, pero si tienes miedo de caerte, puedes usar un arnés. —Se puso de pie y se encaminó al petate con el equipo de escalada—. En realidad es sólo para emergencias, pero puedes utilizarlo para familiarizarte con la escalada. —Extrajo un pequeño arnés de nailon y se lo puso a Black—. Sólo tendrás que trepar y dejarte llevar por la cuerda de seguridad. De ese modo, no caerás.

Black, inusitadamente callado, se limitó a mirar a Sloane y asentir. Esta vez, con la seguridad psicológica del arnés y las palabras de aliento de Sloane, empezó a subir y, al cabo de unos minutos, estaba trepando por la pared vertical con plena confianza en sí mismo. Sloane lo siguió y luego Holroyd enfiló el último peldaño.

Nora reparó en que, con el revuelo de la caída, Sloane había olvidado comprobar el estado de ánimo del especialista en detección de imágenes.

—¿Estás preparado para esto, Peter? —le preguntó.

Holroyd la miró y sonrió con timidez.

—Eh, que sólo es una escalera, tal como ha dicho ella. Además, si voy a tener que hacer esto todos los días, será mejor que vaya acostumbrándome.

El hombre respiró hondo y empezó a trepar por la escala. Nora lo siguió con cuidado. Comprobó un par de las sujeciones de Sloane y vio que eran tan resistentes y seguras como había dicho su compañera. La experiencia le había enseñado que era mejor no mirar hacia abajo en las escaladas largas, de modo que mantuvo la mirada fija en los tres cuerpos que trepaban por la pared encima de ella. Siguieron largos minutos de escalada casi completamente vertical. Recuperaban el aliento en cada saliente. El tramo final terminó con un breve y escalofriante momento en que quedó suspendida en el aire, hacia atrás, al rodear la protuberancia de la roca. Por unos segundos, las imágenes de la Espalda del Diablo se agolparon en su mente: los arañazos desesperados sobre la roca resbaladiza, los relinchos de terror de los caballos mientras se precipitaban a una muerte segura unos metros más abajo… Luego dio un firme paso hacia arriba, levantó el peso de su cuerpo hasta lo alto del precipicio y cayó de rodillas, sin resuello. Allí estaba Holroyd, con los costados palpitándole y la cabeza apoyada en los brazos cruzados, y junto a él se hallaba Black, temblando por el cansancio y la tensión.

Sólo a Sloane parecía no afectarle el enorme esfuerzo. Empezó a arrastrar hacia sí el instrumental del equipo para alejarlo del borde del precipicio y colocarlo en un lugar seguro: la unidad de localización por satélite de Holroyd, que contaba con una larga antena de UHF; la antena microondas; el panel solar y la batería de larga duración, así como otro panel con diversos receptores y transmisores. Junto a ellos, brillando bajo la luz de la mañana, la antena parabólica todavía estaba metida en la misma redecilla de nailon con que la habían protegido para ascender por la pared de roca. Al lado se hallaba el receptor de información meteorológica.

Holroyd se levantó con gran dificultad y se acercó al equipo, seguido por un reticente Black.

—Dejadme preparar todo esto y calibrarlo —dijo Holroyd—. No tardaré mucho.

Nora consultó su reloj con satisfacción. Eran las once menos cuarto, quince minutos antes de la hora prevista para establecer la conexión diaria con el instituto. Mientras Holroyd ponía en marcha la unidad de radio y alineaba la antena, Nora miró alrededor para contemplar la vista. Era impresionante: un paisaje de cumbres rojas, amarillas y sepia que se extendían a lo largo de innumerables kilómetros bajo la radiante luz del sol, cubiertas por solitarios matorrales de pinos y enebros. Mirando al sudoeste, a lo lejos, divisó la sinuosa garganta por la que corría el río Colorado. Al este se alzaba la imponente cordillera de la Espalda del Diablo, por detrás de la meseta de Kaiparowits, cuya proa se abría paso por encima de la tierra, como un gigantesco buque de guerra de piedra que surcase el páramo, con los costados despellejados hasta los huesos por la erosión, horadado por simas y barrancos profundos. El paisaje se derramaba interminablemente en todas direcciones, una jungla de piedra deshabitada que abarcaba miles y miles de kilómetros cuadrados.

Para facilitar la recepción, Holroyd se encaramó a uno de los raquíticos troncos de enebro y atornilló el receptor de información meteorológica en la parte más alta del tronco. Luego enroscó el cable de la antena de la unidad alrededor de una rama larga. Cuando ajustó el aumento del receptor, Nora oyó la voz monótona del meteorólogo leyendo la previsión del tiempo para Page, Arizona.

Después de observar a Holroyd instalar el equipo, Black se encontraba de pie lejos del borde del precipicio, sintiéndose satisfecho consigo mismo, su petulancia atenuada por el arnés que aún llevaba colgando de las caderas. Mientras tanto, Sloane permanecía peligrosamente cerca del borde.

—¡Es asombroso, Nora! —exclamó—. Pero si miras abajo desde aquí, no se te ocurriría pensar ni por un momento que hay un hueco inmenso, conque mucho menos un yacimiento. Es del todo increíble.

Nora se acercó a ella. Las ruinas, escondidas mucho más atrás, ya no eran visibles, y el saliente de roca que había bajo aquella cumbre ocultaba cualquier indicio que delatase la existencia de una cueva. Doscientos metros más abajo, el valle yacía acurrucado entre paredes de piedra como una gema verde en un engarce rojo. El arroyo fluía por el centro y Nora vio con mayor claridad el tortuoso camino, de noventa metros de anchura, jalonado de rocas que habían dejado las frecuentes riadas a su paso, y que atravesaba el centro del valle. Distinguió el campamento, con sus tiendas de campaña azules y amarillas desperdigadas entre los álamos muy por encima de la ribera del valle, así como una voluta de humo que se desprendía de la fogata de Bonarotti. Era un buen campamento y muy seguro.

Cuando faltaba poco para las once, Holroyd apagó el receptor de información meteorológica y se concentró en el aparato de radio. Nora oyó unas interferencias, el silbido de una sobrecarga en la frecuencia.

—Ya lo tengo —anunció Holroyd, colocándose un par de auriculares—. Vamos a ver quién está ahí. —Emitió un murmullo por un micrófono tan pequeño que parecía de juguete. Luego se incorporó con brusquedad—. No vais a creerlo, pero tengo al doctor Goddard en persona al aparato. Voy a pasarlo por el altavoz.

Sloane se apartó rápidamente del borde del precipicio y empezó a enrollar la cuerda. Nora la observó un momento y luego dirigió la mirada al micrófono, sintiendo cómo la emoción del descubrimiento volvía a encenderse en su interior. Se preguntó cómo reaccionaría el viejo científico ante la noticia de aquel éxito.

—¿Doctora Kelly? —preguntó la lejana voz, resquebrajándose y casi inaudible—. Nora, ¿es usted?

—Doctor Goddard —respondió Nora—. Estamos aquí. Lo hemos conseguido.

—Gracias a Dios. —Se produjo un nuevo crujido provocado por las interferencias—. He estado esperándolos todas las mañanas a las once en punto. Un día más y habría enviado una partida de rescate.

—Las paredes del cañón eran demasiado altas, de modo que no podíamos transmitir estando en camino. Y tardamos unos cuantos días más de lo que habíamos calculado.

—Eso es lo que le dije a Blakewood. —Se produjo un nuevo silencio—. ¿Qué noticias tiene? —Pese a las interferencias, la expectación y el temor de Goddard eran perceptibles.

Nora hizo una pausa. No se había preparado del todo lo que estaba a punto de decir.

—Hemos encontrado la ciudad, doctor Goddard.

Se oyó un sonido que tanto podía haber sido un grito ahogado como una nueva interferencia.

—¿Han encontrado Quivira? ¿Es eso lo que acabo de oír?

Nora permaneció en silencio unos instantes, preguntándose por dónde empezar.

—Sí. Es una ciudad gigantesca. Tiene al menos seiscientas habitaciones.

—¡Malditas interferencias! No la he oído bien. ¿Cuántas habitaciones ha dicho?

—Seiscientas.

Se oyó otro ruido como si el doctor jadeara o tosiera. Nora no estaba segura.

—Oh, Dios. ¿En qué estado se hallan las ruinas?

—En muy buen estado.

—¿Están intactas? ¿No han sido saqueadas?

—Todo está intacto.

—Maravilloso, maravilloso.

El entusiasmo de Nora fue en aumento.

—Doctor Goddard, eso no es lo más importante.

—Siga, Nora, siga.

—La ciudad no se parece a ninguna de las otras descubiertas hasta ahora. Está llena de piezas de valor incalculable. Los habitantes de Quivira no se llevaron nada consigo. Hay cientos de cámaras repletas de objetos extraordinarios, la mayoría de ellos en perfecto estado de conservación.

La voz adquirió un nuevo tono.

—¿A qué se refiere con eso de objetos extraordinarios? ¿Vasijas?

—Eso y mucho más. La ciudad era inmensamente rica, como ningún otro yacimiento anasazi. Tejidos, esculturas, joyas de turquesas, pieles de búfalo pintadas,ídolos de piedra, fetiches, varas ceremoniales, paletas… Hay incluso algunas máscaras de oración Kachina de las primeras épocas, antiquísimas, todo ello en un estado de conservación inmejorable.

Nora hizo una pausa y oyó una nueva y leve tos.

—Nora… ¿qué puedo decir? Escuchar todo eso es… ¿Está mi hija por ahí?

—Sí. —Nora le pasó el micrófono a Sloane.

—¿Sloane? —preguntó la voz desde Santa Fe.

—Sí, padre.

—¿Es verdad todo eso?

—Sí, padre, lo es, y no exagera lo más mínimo. Es el descubrimiento arqueológico más importante desde que Simpson encontró el cañón del Chaco.

—Eso es mucho decir, Sloane.

Su hija no respondió.

—¿Cómo tenéis previsto llevar a cabo la exploración?

—Hemos decidido que habría que dejarlo todo in situ, sin mover las cosas de su sitio, salvo por las pruebas que hay que realizar en el vertedero de basuras. Hay materia suficiente para un año de análisis y catalogación sin tocar nada en absoluto. Pasado mañana tenemos previsto entrar en la Gran Kiva.

—Sloane, escúchame con mucha, mucha atención. El mundo académico al completo juzgará todos y cada uno de vuestros movimientos a vuestro regreso, cuestionará a posteriori todas las decisiones y mirará con lupa vuestros actos. Lo que hagáis en los próximos días será analizado hasta el detalle por los autoproclamados expertos y, debido a la magnitud del descubrimiento, habrá envidias y mala voluntad. Todos pensarán que podrían haberlo hecho mejor. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

—Sí —respondió Sloane, devolviendo el micrófono. Nora creyó detectar una leve punzada de irritación, incluso de enfado, en la voz de la mujer.

—De modo que todo lo que hagas debe ser perfecto. Y eso va por ti y por todos los demás, incluida Nora.

—Lo entendemos —contestó Nora.

—El descubrimiento más importante desde Chaco —repitió Goddard. Una vez más, se produjo un largo lapso de interferencias, seguido de unos cuantos zumbidos y silbidos electrónicos.

—¿Está usted ahí? —preguntó Nora al fin.

—Eso creo —respondió Goddard con una risilla—, aunque debo admitir que tendría que pellizcarme para estar seguro. Nora, no puedo decirle cuántos elogios y parabienes merece, tanto usted como su padre.

—Gracias, doctor Goddard. Y gracias por tener fe en mí.

—Bien, querida Nora, estaremos esperando su transmisión mañana por la mañana a la misma hora. Tal vez entonces pueda facilitarme más datos concretos sobre la ciudad.

—Sí. Adiós, doctor Goddard.

Le devolvió el micrófono a Holroyd, que apagó el transmisor y empezó a cubrir el equipo electrónico con una lona para protegerlo. Nora se volvió y descubrió que Sloane tenía la mirada perdida en su equipo de escalada y una expresión adusta en la cara.

—¿Te pasa algo? —le preguntó Nora.

Sloane se echó una cuerda enrollada al hombro y contestó:

—Estoy bien. Es sólo que nunca confía en que pueda hacer algo bien. Incluso estando a mil doscientos kilómetros de distancia cree que él lo haría mejor.

Sloane echó a andar, pero Nora la detuvo colocándole una mano en el brazo.

—No seas tan dura con él. La advertencia iba dirigida tanto a ti como a mí. Él confía en ti, Sloane. Y yo también.

Sloane la miró unos segundos. Luego la expresión ceñuda desapareció de su rostro para dar paso a una perezosa sonrisa.

—Gracias, Nora —dijo.