Nora despertó con un sobresalto. Había dormido tan profunda y plácidamente que por un momento no supo dónde estaba. Se incorporó de golpe, presa del pánico. La luz del alba teñía de rojo las rocas que había encima de su cabeza. Una sensación punzante en los extremos de los dedos vendados le devolvió de inmediato los recuerdos de la víspera: la terrible ascensión por la cordillera, el descubrimiento de la garganta secundaria y del valle que había más allá, la ausencia de señales que indicasen la existencia de unas ruinas en las inmediaciones… Miró alrededor. El saco de dormir que había junto a ella estaba vacío.
Se levantó con una protesta de sus doloridos músculos y atizó las cenizas del fuego. Después de cortar unas cuantas hierbas secas y de doblarlas hasta formar un pequeño manojo, las arrojó a las ascuas de carbón. Empezó a desprenderse una delgada columna de humo y luego el manojo prendió. Rápidamente Nora añadió unas cuantas ramas secas. Hurgando en la mochila, llenó una diminuta cafetera exprés con capacidad para dos tazas con café molido y agua, la puso al fuego y luego bajó al arroyo a asearse. Cuando volvió, la cafetera estaba silbando. Se sirvió una taza justo cuando Sloane regresaba. No había rastro de su perpetua sonrisa.
—Toma un poco de café —le ofreció Nora.
Sloane aceptó la taza y se sentó junto a ella. Sorbieron en silencio mientras el sol barría las paredes del cañón.
—Aquí no hay nada, Nora —dijo Sloane al fin—. Me he pasado una hora recorriendo la zona centímetro a centímetro. Tu amigo Holroyd puede rastrear el suelo con el magnetómetro, pero nunca he visto una ruina bajo la arena o en un precipicio que no deje algún rastro, por pequeño que sea, en la superficie. No he encontrado un solo fragmento de cerámica ni una esquirla de pedernal.
Nora dejó la taza en el suelo y repuso:
—No me lo creo.
Sloane se encogió de hombros.
—Echa un vistazo tú misma.
—Lo haré.
Nora se acercó a la base de los precipicios y empezó a recorrer el valle en el sentido de las agujas del reloj. Vio señales de pisadas en los lugares donde Sloane había rastreado el suelo en busca de posibles restos. En lugar de repetir la búsqueda de su compañera, Nora sacó los prismáticos y examinó todos y cada uno de los precipicios, pendientes y huecos de forma sistemática. Cada veinte pasos se detenía y observaba de nuevo. La invasión matinal de luz sobre el valle continuaba, creando nuevos ángulos y sombras sobre la roca. A cada pausa Nora se esforzaba en mirar las mismas paredes rocosas desde diferentes ángulos, tratando de reconocer algo: un punto de apoyo para el pie, un bloque de piedra con forma de construcción, un petroglifo difuminado por el paso del tiempo… cualquier cosa que indicase una presencia humana en la zona. Después de completar el circuito, cruzó el valle de norte a sur y de este a oeste, vadeando el arroyo con aire distraído una y otra vez, con la mirada clavada en las paredes, tratando de obtener todas las vistas posibles de los elevados precipicios.
Al cabo de hora y media regresó al campamento, mojada y cansada. Se sentó en silencio junto a Sloane, que tampoco dijo nada y se limitó a seguir con la cabeza ladeada, contemplando la arena del suelo mientras dibujaba un círculo con un palo.
Nora pensaba en su padre y en las cosas terribles que su madre había dicho de él a lo largo de aquellos años. ¿Y si ella hubiese tenido razón todo aquel tiempo? ¿De verdad era su padre un hombre informal y poco digno de confianza, que sólo vivía de fantasías?
Permanecieron en silencio junto a los rescoldos del fuego durante diez minutos, quizá veinte, mientras el peso de aquel fracaso colosal se desplomaba sobre sus hombros.
—¿Qué vamos a decirles a los demás? —preguntó Nora al fin.
Sloane se echó el pelo corto hacia atrás con un brusco movimiento de la cabeza.
—Lo haremos como es debido —contestó—. Ahora no podemos dar media vuelta sin cumplir con las formalidades. Tal como dijiste anoche, traeremos el equipo, haremos un reconocimiento arqueológico del valle en toda regla y luego volveremos a casa. Tú a tu oficina y yo… —Hizo una pausa—. A ver a mi padre.
Nora miró a Sloane. Un brillo hosco fue ensombreciendo el ámbar de sus ojos al hablar. La mujer le devolvió la mirada y entonces su expresión se suavizó.
—Vaya, ¿qué te parece? Estoy lloriqueando como una colegiala egoísta —prosiguió, recuperando su sonrisa—, cuando eres tú la que realmente necesita consuelo. Lo siento de veras, Nora. Ya sabes lo mucho que creíamos en tus sueños.
Nora alzó la vista para mirar los oscuros precipicios circundantes, las suaves paredes de arenisca que no mostraban indicio alguno de una posible senda. No habían hallado ningún otro resto arqueológico en todo el sistema de cañones, y aquél no era ninguna excepción.
—No puedo creerlo —repuso Nora—. No puedo creer que os haya arrastrado hasta aquí, que haya malgastado el dinero de tu padre, que haya puesto en peligro vuestras vidas, que hayan muerto los caballos todo para nada.
Sloane tomó una de las manos de Nora entre las suyas y la apretó con ademán tranquilizador. Acto seguido, se puso en pie y dijo:
—Vamos. Los otros están esperándonos.
Nora guardó los utensilios de cocina y el saco de dormir en la mochila y luego se la echó al hombro con gesto cansino. Tenía la boca dolorosamente seca. La perspectiva de los días que se avecinaban llevar acabo todo el proceso técnico, trabajar sin ninguna esperanza era demasiado para ella. Alzó de nuevo la vista para mirar la roca, reconociendo las mismas aristas, los mismos recovecos que había visto el día anterior. La luz de la mañana se derramaba en un ángulo distinto, rastrillando los precipicios más bajos. Contempló instintivamente la pared rocosa, pero seguía lisa y despejada. Levantó la mirada un poco más.
En ese instante sus ojos captaron algo: una muesca solitaria y de escasa profundidad en la roca, a unos doce metros del suelo. La luz incidía en un ángulo perfecto. Podía tratarse de una hendidura natural; de hecho, seguramente lo era, pero pese a todo se apresuró a buscar los prismáticos en su mochila. Enfocó las lentes y miró de nuevo. Ahí estaba: una minúscula depresión aparentemente suspendida en el espacio a unos treinta centímetros de un estrecho saliente. A través de los prismáticos, parecía un poco menos natural, pero ¿dónde estaba el resto del sendero?
Enfocando los prismáticos un poco más abajo, halló la respuesta: bajo la muesca solitaria, una sección de la pared rocosa se había desprendido recientemente, pues el barniz desértico —la capa de oxidación que, siglo tras siglo, se aposenta sobre la arenisca— era de un color más claro y fresco. En la base de los precipicios se hallaba la prueba: un pequeño montículo de escombros. El corazón de Nora empezó a latir con fuerza. Se volvió y descubrió a Sloane mirándola con curiosidad.
Le pasó los prismáticos.
—Mira eso de ahí.
Sloane examinó el punto que le indicaba su compañera. De pronto, su cuerpo se tensó.
—¡Es un escalón moqui! —exclamó al fin, sin aliento—. La parte superior de una senda. El resto debe haber caído… ¡Joder, mira ese montón de escombros en el suelo! ¿Cómo he podido ser tan tonta? Yo buscando fragmentos de cerámica y no se me ocurrió…
—El desprendimiento debe de haberse producido después de que mi padre descubriese la senda —explicó Nora, pero Sloane ya estaba sacando de su mochila una cuerda de seguridad para escalada en roca.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—No pasa nada —respondió Sloane—. Es una cuerda de rozamiento.
—¿Es que piensas subir ahí?
—Sí señora, allá voy. —Se movía frenéticamente, preparando el equipo, quitándose las botas de montaña para calzarse las de escalar.
—¿Y yo qué? —inquirió Nora.
Sloane la miró.
—¿Tú?
—Ni se te ocurra pensar que vas a subir ahí arriba sin mí.
Sloane se puso en pie y empezó a enrollar la cuerda.
—¿Sabes escalar?
—Un poco. He escalado alguna que otra pared y rocas difíciles.
—¿Y tus manos?
—Están bien —insistió Nora—. Me pondré los guantes.
Sloane vaciló unos segundos.
—No he traído mucho equipo, así que tendrás que asegurarme sin arnés.
—Da igual.
—En ese caso, adelante —dijo Sloane, esbozando una repentina y radiante sonrisa.
Poco después, estaban en la base del precipicio. Sloane empezó haciendo un nudo, luego ayudó a Nora a colocar la posición de suelo y le enseñó a preparar el amarre de seguridad. Se ató la cuerda alrededor del cuerpo mientras Sloane se empolvaba las manos y luego se volvía para encarar la pared vertical.
—¡Allá voy! —exclamó.
Mientras Nora la observaba, Sloane subía por la roca con cuidado y precisión, hallando instintivamente diminutos apoyos en la pared del precipicio. Al escalar, el juego de clavos especiales y mosquetones oscilaba en la quietud del aire. Nora iba soltando cuerda poco a poco, con moderación. Al cabo de unos cinco metros, Sloane se paró para elegir un clavo para el anclaje, introducirlo en una grieta y tirar de él hacia abajo con fuerza para comprobar su resistencia. Satisfecha, acopló un mosquetón al cable y le enganchó la cuerda. Siguió escalando la pared, colocando clavos distintos en distintos puntos. En un momento dado gritó: «¡Piedras!», y Nora esquivó una lluvia de esquirlas. Al cabo de un minuto, Sloane alcanzó el único punto de apoyo para el pie y se encaramó al saliente que había encima de él. Dejó el cable anclado y se dirigió a Nora para informarle de que había llegado al saliente.
Se produjo un breve silencio y luego volvió a gritar.
—¡Veo una ruta! —El grito retumbó enloquecidamente por todo el valle—. Sube otros sesenta metros y desaparece por el borde del primer recodo. ¡Nora, la ciudad tiene que estar empotrada en un hueco, justo encima!
—¡Ahora subo! —anunció Nora.
—Despacio —le aconsejó desde arriba—. Sigue mis marcas de tiza para los puntos de apoyo. No metas el pie directamente, utiliza sólo la parte interior. Los agujeros son muy pequeños.
—De acuerdo —dijo Nora, liberando la cuerda del dispositivo de amarre—. ¡Allá voy!
Empezó a trepar por la pared vertical, plenamente consciente de que su estilo no tenía ni la mitad del garbo y la seguridad del de Sloane. Al cabo de unos minutos, los músculos de los brazos y las pantorrillas empezaron a temblarle espasmódicamente por el esfuerzo de agarrarse a los pequeños huecos. Pese a los guantes, sentía un intenso dolor en la punta de los dedos. Sabía que Sloane estaba sujetando la cuerda más tensa de lo normal, pero agradecía su ayuda, ya que de esta forma el esfuerzo era menor.
Al acercarse al escalón solitario, la única pista de la existencia de un sendero, vio cómo su pie derecho no encontraba apoyo en la roca. Sus manos vendadas no pudieron compensar el peso y empezó a resbalar.
—¡Ayuda! —gritó, y de inmediato la cuerda se tensó.
—¡Apártate de la roca! —vociferó Sloane—. ¡Yo te subiré!
Jadeando, Nora subió con la ayuda de Sloane el resto de la escasa distancia que la separaba del saliente. Una vez arriba, se puso de pie con piernas temblorosas, dándose un masaje en los dedos. Desde aquella altura, vio que la pared del cañón se prolongaba en un ángulo terrorífico, pero al menos no era vertical y a medida que iba avanzando se suavizaba. Sloane tenía razón, a pesar de que era invisible desde el suelo, desde allí arriba el camino era inconfundible.
—¿Estás bien? —le preguntó Sloane. Nora asintió y su compañera inició un segundo ascenso por la roca, arrastrando la cuerda desde su arnés. Con el resto de la ruta intacta, era un ascenso sencillo. Tras recorrer otros quince metros, se detuvo, realizó el anclaje y al cabo de unos minutos Nora subió junto a ella, sin resuello por el esfuerzo. Cada vez estaban más cerca de la franja de piedra empotrada, y sólo un nuevo ascenso las separaba de los secretos que ésta albergaba.
Tras diez minutos más de escalada, la senda se niveló considerablemente.
—Hagamos el resto a pelo —propuso Sloane con incontenible entusiasmo.
Nora sabía que, técnicamente, debían seguir aferrándose a la seguridad de las cuerdas, pero tenía tantas ganas de llegar a la repisa de piedra como Sloane. Haciendo una señal tácita, se desataron las cuerdas y empezaron a subir rápidamente por el camino. Tardaron sólo un minuto en escalar el último trecho de roca.
La franja medía alrededor de cuatro metros y medio de anchura y ascendía por una ligera cuesta cubierta de hierba y cactus. Se quedaron inmóviles, mirando hacia adelante.
No había nada: ni ciudad ni hueco alguno, sólo el desnudo saliente de piedra que terminaba en otra pared de roca a seis metros de distancia, que se erguía verticalmente a lo largo de al menos ciento cincuenta metros más.
—¡Mierda! —gruñó Sloane, dejando caer los hombros.
Incrédula, Nora volvió a examinar el saliente. No había nada.
Los ojos empezaron a picarle y apartó la mirada, contemplando el otro lado del cañón por primera vez.
Allí, en la pared de roca de enfrente, un hueco de dimensiones descomunales se abría en un arco a lo largo de la totalidad del cañón, suspendido entre el cielo y el suelo. El sol de la mañana brillaba en un ángulo perfecto, arrojando un haz de luz pálida sobre los recovecos del arco gigantesco. Oculta en su interior, había una ciudad en ruinas. Cuatro grandes torres se erigían en las cuatro esquinas de la ciudad, y entre todas ellas se distribuía un complejo entramado de estancias de piedra y kivas circulares, adornadas con puertas y ventanas negras. La luz del sol teñía las paredes y las torres de un color dorado que convertía aquel espectáculo en una ciudad de ensueño: insustancial, etérea, dispuesta a evaporarse en cualquier momento en el aire del desierto.
Era la ciudad anasazi más perfecta que Nora había visto en su vida; más hermosa que Cliff Palace y tan grande como Pueblo Bonito.
Sloane miró a Nora y en ese momento ella también se volvió lentamente hacia el otro lado del cañón. Lo que vieron sus ojos la dejó estupefacta.
Nora cerró los ojos, los apretó con fuerza y luego volvió a abrirlos. La ciudad seguía allí. Recorrió el hermoso escenario con la mirada, muy despacio, tratando de escudriñar hasta el último rincón. Empotrada en el centro de la ciudad, reconoció el contorno circular de una gran kiva, la más grande que había visto jamás, aún con el techo intacto. Una gran kiva en perfecto estado de conservación… Nunca había encontrado nada parecido.
Vio además que el propio hueco donde se asentaba la ciudad se hallaba bastante lejos del borde de la base de piedra, por lo que era imposible verlo desde abajo. El colosal precipicio de arenisca de arriba se hinchaba en una formidable curva convexa, que se asomaba al menos quince metros más allá de la base del hueco. Aquel accidente fortuito de la geología y la erosión permitía que la ciudad permaneciese oculta, no sólo desde arriba y desde abajo, sino también desde la orilla del cañón opuesto. Un fugaz pensamiento cruzó por su mente: Espero que mi padre viese todo esto.
De pronto las rodillas empezaron a flaquearle y se dejó caer lentamente al suelo. Una vez sentada, siguió contemplando el valle. Se oyó un crujido y Sloane se arrodilló junto a ella.
—Nora —susurró su compañera, sin el menor atisbo de ironía que convirtiese sus palabras en una declaración menos solemne—, creo que hemos encontrado Quivira.