23

Cuando Nora tocó las iniciales de su padre sobre la roca, por fin algo pareció ceder en su interior. Un nudo de tensión, que había ido atesándose cada vez más a lo largo de aquellos angustiosos días, se aflojó de golpe. Nora se apoyó contra la suave superficie de la roca, experimentando una intensa y abrumadora sensación de alivio. Al fin tenían una prueba de que efectivamente su padre había estado allí. Habían estado siguiendo su rastro, su famosa senda, todo el tiempo. Tuvo la vaga conciencia de que el grupo la rodeaba para felicitarla.

Se levantó lentamente. Reunió a la expedición bajo un pequeño robledal, cerca del lugar donde el arroyo se filtraba en la garganta secundaria. Todos parecían muy animados excepto Swire, que se alejó en silencio con los caballos hacia un pequeño prado. Bonarotti se afanaba en lavar los cacharros sucios en el arroyo.

—Casi hemos llegado —anunció Nora—. Según nuestros mapas, ésta es la garganta secundaria que hemos estado buscando. Deberíamos encontrar el cañón escondido de Quivira al otro lado.

—¿Es segura? —Preguntó Black—. A mí me parece exageradamente estrecha.

—He estado observando las paredes del cañón todo el camino —explicó Sloane— y no he visto ninguna senda que pueda llevar hasta el siguiente valle. Si vamos a seguir adelante, éste es el único camino.

—Se está haciendo tarde —advirtió Nora—. La pregunta es: ¿deberíamos descargar los caballos y transportarlo todo nosotros ahora o es mejor acampar y esperar a mañana?

Black fue el primero en contestar.

—Preferiría no cargar con más instrumental por hoy, gracias, sobre todo a través de eso de ahí. —Señaló más allá del cañizal, hacia la estrecha garganta, que parecía más bien una fisura en la roca en lugar de un cañón secundario.

Smithback se repantigó hacia atrás y empezó a abanicarse con una rama de hojas de roble.

—Si quieres oír mi opinión, yo me quedaría aquí refrescándome los pies en el arroyo y viendo qué nuevos manjares va a sacar el signore Bonarotti de su cajita mágica.

Todos parecían estar de acuerdo. Entonces Nora se volvió hacia Sloane y vio en los ojos de la joven el mismo entusiasmo que estaba creciendo en su interior.

Sloane esbozó su lánguida sonrisa y asintió.

—¿Crees que podrás? —le preguntó.

Nora miró la entrada del cañón —poco más que una estrecha costura negra en la roca—, e hizo un gesto de asentimiento. Luego se dirigió al grupo una vez más.

—Sloane y yo vamos a explorar el terreno —explicó, consultando su reloj—. Puede que no nos dé tiempo de ir y volver antes de que anochezca, así que quizá regresemos mañana por la mañana. ¿Alguna objeción?

No hubo ninguna. Mientras el campamento se enfrascaba en su rutina, Nora metió un saco de dormir y una cantimplora en la mochila y Sloane la imitó, añadiendo una cuerda y parte del equipo de montañismo a la suya. Bonarotti les entregó sendos paquetes de comida sin decir una palabra.

Con las mochilas al hombro, se despidieron y enfilaron el camino del arroyo. Un poco más allá de la robleda, el riachuelo borboteaba por un lecho empedrado y se filtraba entre el cañizal que obstruía la entrada del desfiladero. La mayoría de las cañas estaban rotas y deshilachadas formando un tupido embrollo, y había varios troncos maltrechos y rocas desperdigadas por todas partes.

Se adentraron en el cañizal, que crujió a su paso; los tábanos y los mosquitos pululaban y zumbaban en la espesura del aire. Nora iba delante y los ahuyentó con un ademán impaciente.

—Nora —susurró Sloane detrás de ella—, mira a tu derecha con cuidado, pero no te muevas.

Nora siguió la mirada de Sloane hasta un trozo de caña a unos cincuenta centímetros de distancia, a cuyo alrededor estaba enroscada una pequeña serpiente de cascabel de color gris, a la altura del hombro.

—Siento decírtelo, Nora, pero acabas de darle un codazo a esa pobre serpiente. —Aunque habló con tono desenfadado, la voz de Sloane tembló un poco.

Nora la observó con horrorizada fascinación. La caña todavía vibraba tras su paso.

—Dios mío… —susurró con la garganta seca y contraída.

—Probablemente la única razón por la que no te ha picado es que se habría caído al suelo —añadió Sloane—. Es una Sistrurus toxidius, la cascabel gris enana; la segunda serpiente de cascabel más venenosa de Norteamérica.

Nora no apartó la mirada de la serpiente, perfectamente camuflada en el paisaje.

—Creo que me siento mal —dijo.

—Deja que pase yo primero.

Sin ánimo para discutir con ella, Nora permaneció inmóvil mientras Sloane la adelantaba, abriéndose paso con cuidado entre las cañas y deteniéndose cada pocos metros para inspeccionar el camino.

De pronto se paro.

—Ahí hay otra —señaló. La serpiente, molesta por aquella intromisión, se deslizó rápidamente por un tallo de caña que había ante ellas y emitió un zumbido repentino y escalofriante antes de desaparecer por un matorral.

—Qué pena que no esté aquí Bonarotti —comentó Sloane, prosiguiendo con cautela—. Tal vez prepararía un guiso con ellas. —Mientras hablaba, oyó otro siseo justo bajo sus pies. Dando un grito, dio un salto hacia atrás y esquivó al reptil.

Al cabo de unos angustiosos minutos, llegaron al otro extremo del cañizal, donde se hallaba la entrada de la garganta secundaria, dos paredes de arenisca, pulidas y verticales, separadas entre sí por una distancia de tres metros, con un suelo de arena blanda apenas cubierto por un reguero de agua de curso tranquilo.

—Joder —exclamó Nora— nunca había visto tantas serpientes de cascabel juntas en un mismo sitio.

—Seguramente han bajado arrastradas por una riada —le explicó Sloane—. Ahora están mojadas, tienen frío y están cabreadas.

Prosiguieron arroyo abajo hasta adentrarse en el cañón, chapoteando en el agua con los pies. Las estrechas paredes rápidamente se cerraron en torno a ellas y produjeron en Nora la desagradable sensación de encontrarse en el fondo de un largo contenedor. Millones de años de riadas habían esculpido las paredes del cañón para formar vistosos huecos, estrías, grietas y simas. Sólo de vez en cuando se veían pequeños fragmentos de cielo y avanzaban bajo una media luz rojiza que se filtraba desde muy arriba. Puesto que las imponentes y angostas paredes del cañón obstaculizaban el paso del sol, abajo el aire era sorprendentemente frío. En los puntos donde el agua había horadado un agujero más grande se encontraron con varios charcos de arenas movedizas y Nora descubrió que la mejor manera de atravesarlos consistía en empezar a pasar por uno de ellos a gatas y, cuando la arena cedía, tumbarse boca abajo y nadar a braza, con las piernas rígidas e inmóviles tras ella. Curiosamente la mochila le servía de flotador y conseguía mantenerla a flote.

—Va a ser una noche pasada por agua —comentó Sloane al salir de uno de los charcos.

A medida que avanzaban por el cañón, la luz se hacía cada vez más débil. En un punto del camino un enorme tronco mutilado de álamo se había quedado atascado entre las paredes del cañón, unos seis metros por encima de sus cabezas. Muy cerca, en la pared rocosa, había un estrecho hueco, sobre un pequeño saliente escalonado.

—Ese tronco debe de haber ido a parar ahí arriba durante una crecida —murmuró Sloane, levantando la cabeza y mirando al tronco—. Desde luego, no me gustaría que me sorprendiera una riada en uno de estos cañones.

—Creo que la primera señal que adviertes es que se levanta un poco de viento —dijo Nora—. Luego se oye un sonido distorsionado, como si fuera un eco. Alguien me dijo una vez que es casi como oír voces o aplausos lejanos. Llegados a ese punto, lo mejor es salir zumbando de ahí. Si todavía estás en el cañón para cuando oyes el rugido del agua, ya es demasiado tarde. Eres carne muerta.

Sloane estalló en carcajadas con su risa silenciosa y sensual.

—Muchísimas gracias —bromeó—. A partir de ahora me pondré a escalar las paredes cada vez que se levante un poco de brisa.

Conforme avanzaban, el cañón se estrechaba cada vez más y empezaba a descender formando una serie de charcos, llenos de agua de color marrón. En algunos de ellos el agua apenas alcanzaba un par de centímetros de altura y cubría unas escalofriantes arenas movedizas, pero en otros les llegaba hasta la cabeza. Cada charco se comunicaba con el siguiente a través de una grieta ladeada tan estrecha que tenían que pasar de lado, apretándose contra la pared y llevando las mochilas en la mano. Por encima de sus cabezas, unas rocas enormes habían quedado atrapadas entre las paredes del cañón, creando un inquietante escenario de penumbra marrón.

Media hora más larde, llegaron a una cascada que caía sobre un charco muy largo y estrecho, más allá del cual Nora alcanzó a distinguir un débil brillo. Tomando la iniciativa, se adentró en el charco y, nadando, alcanzó una pequeña roca que, atrapada entre las paredes, se hallaba a casi dos metros del suelo. De ella se desprendía una gruesa cortina de maleza y raíces, a través de la cual se filtraba la luz del sol.

Nora pasó junto a la roca y se detuvo al llegar a la enmarañada cortina, escurriéndose el agua del pelo.

—Parece la entrada de un lugar mágico —señaló Sloane al acercarse—. Pero ¿qué será?

Nora la miró un instante y a continuación, juntando los brazos, apartó la tupida maraña de matorrales.

Pese a su escasa intensidad, la luz de los últimos rayos de sol les pareció deslumbrante tras su largo viaje por el estrecho y tortuoso cañón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la nueva iluminación, Nora vio como un pequeño valle se abría bajo sus pies. El arroyo retozaba por un desfiladero y se convertía en un riachuelo arenoso, que se extendía por la cuenca del valle. Había una estrecha franja de tierra a los lados, cubierta por rocas lisas, erosionadas incesantemente por las riadas. Los álamos poblaban las orillas de la franja de tierra, con sus enormes troncos astillados y cubiertos por los antiguos restos de los destrozos ocasionados por las crecidas del río. El arroyo menguaba al llegar a una capa de roca en el centro del valle y creaba franjas de tierra a cada lado, también jalonadas de álamos, robles, arbustos y flores silvestres.

En todo el valle reinaba una clara sensación de intimidad, pues sólo medía trescientos metros de largo por unos doscientos de ancho, un pequeño jardín enjoyado en medio de la arenisca roja. La tenue luz del sol se abatía sobre la sinfonía de color que componían las plantas desérticas: castillejas, Fallugia paradoxa, Gillia subnuda… Esponjosos cúmulos de nubes, teñidos con la luz del crepúsculo, surcaban el estrecho cielo que se adivinaba en lo alto de los precipicios.

Tras el largo camino a oscuras por la garganta secundaria, la llegada a aquel hermoso valle fue para ellas como tropezarse con una especie de mundo perdido. Absolutamente todo cuanto implicaba y contenía —su insignificante tamaño, los altísimos muros que lo circundaban, su increíble lejanía y las tremendas dificultades que entrañaba el llegar hasta él— provocaba en Nora la sensación de haber descubierto un paraíso escondido. Mientras miraba alrededor, arrobada, se levantó una débil brisa. Con el susurro de los árboles, empezaron a caer nubéculas de algodón de sus amentos, que quedaron suspendidas, flotando a la deriva, en el aire perezoso como motas brillantes de luz atrapada.

Al cabo de un momento, Nora miró a Sloane, en cuyo rostro se reflejaba una expresión de entusiasmo intenso y contenido; sus ojos ambarinos parecían arder al contemplar aquel paisaje, examinando primero el suelo del cañón y luego sus paredes.

Con agilidad felina, Sloane avanzó en silencio por el arroyo hasta el lecho del desfiladero. Nora se quedó rezagada unos instantes. A su admiración por aquella belleza vino a añadirse una nueva certeza: aquél era el valle que había descubierto su padre. No obstante, le asaltó otro pensamiento, horrible por su brusquedad. ¿Sería el lugar tan terrible como hermoso? ¿Encontraría los restos de su padre allí mismo, en alguna parte del lecho del cañón u ocultos entre los salientes de lo alto?

Sin embargo, la angustiosa sensación desapareció tan repentinamente como había aparecido. Alguien había encontrado y enviado la carta de su padre, lo que en sí mismo ya constituía un misterio que la mortificaba a todas horas, pero al menos aquello significaba que fuese cual fuese el lugar donde reposaban sus huesos lo más probable es que estuviesen en otro sitio, más cerca de la civilización. Pese a todo, tardó unos minutos en seguir a Sloane a la franja de tierra llana y arenosa, rodeada de rocas, muy encima del nivel del arroyo. Una pequeña alameda les proporcionaba sombra y cobijo.

—¿Qué te parece si acampamos aquí? —sugirió Sloane al tiempo que arrojaba su mochila al suelo.

—Me parece el sitio perfecto —contestó Nora. Luego descargó su mochila, desenrolló el saco de dormir, que estaba empapado, lo sacudió y lo extendió sobre un arbusto.

A continuación, dirigió la mirada hacia los oteantes precipicios que las rodeaban por los cuatro costados. Tras sacar los prismáticos sumergibles de la mochila, empezó a observar las paredes rocosas. Los precipicios de arenisca se alzaban en escalón desde el suelo del cañón, grietas y pendientes verticales interrumpidas por franjas de tierra de estratos más blandos que, a causa de la erosión, habían formado áreas llanas. Cerca del extremo opuesto del valle, un gran desprendimiento había provocado una aglomeración inclinada de rocas grandes, que quedaban suspendidas en precario desorden contra la pared rocosa. Sin embargo, la masa de rocas formada por el desprendimiento no conducía a ninguna parte, y no había indicio alguno en el valle de que existiera un camino, una ruina ni nada parecido.

Consiguió desprenderse del súbito temor que oprimía la boca de su estómago pensando que, si la ciudad en ruinas hubiese estado a la vista de todo el mundo, ya habría sido descubierta. Ninguna de las cuevas ni los huecos que se habían formado en las franjas superiores podía distinguirse desde abajo y se trataba precisamente de la clase de lugar donde los anasazi preferían construir sus viviendas.

Sin embargo, lo cierto es que su padre había descubierto una clara ruta de escalada. De nuevo buscó con los prismáticos en las paredes rocosas más bajas posibles señales de la existencia de un sendero, pero no vio más que paredes suaves de arenisca roja.

Nora buscó a Sloane con la mirada. La joven ya había abandonado su inspección de las paredes y estaba andando por la base de los precipicios, mirando atentamente al suelo. Está buscando fragmentos de cerámica o esquirlas de sílex, pensó Nora con satisfacción, pues era un modo de localizar unas ruinas escondidas más arriba. Cada metro y medio, Sloane se detenía y examinaba las paredes rocosas en ángulo oblicuo, buscando las reveladoras muescas de escasa profundidad que revelaran el comienzo de una senda de montaña.

Nora guardó los prismáticos en los vaqueros húmedos y avanzó por los bancos de piedra que había encima del arroyo, inspeccionando el perfil del suelo en busca de posibles restos culturales. Era consciente de que debían aprovechar las últimas horas de luz para preparar el fuego y la cena pero, como Sloane, también ella se sentía obligada a seguir buscando.

Tardaron diez minutos en llegar al otro lado del valle. Allí, el arroyo desaparecía en otra garganta secundaria, más angosta incluso que la que acababan de atravesar. Estrechas plataformas de piedra se extendían por las paredes rojas a cada lado, y desde el desfiladero de abajo se oía el sonido del agua al caer. Con cuidado, Nora se encaramó al borde. El agua fluía desde el valle en un largo riachuelo y una nube de neblina se formaba justo en el lugar donde el agua golpeaba las rocas, cubriendo el extremo del cañón con un velo acuoso a través del cual era casi imposible ver nada. Se había desarrollado un pequeño microclima, y las rocas estaban cubiertas por una gruesa capa de musgo y helechos. No obstante, sabía por los mapas que el arroyo seguía su curso en una serie de cataratas y charcas, cada una de ellas separada por ocho o nueve metros de rocas que sobresalían por encima. Sería imposible bajar sin tener una gran experiencia en la escalada en roca y, en cualquier caso, la garganta secundaria del fondo parecía demasiado estrecha para permitir el paso de un ser humano. Además, no tenía sentido intentarlo pues, tal como indicaban los mapas, el arroyo seguía su infranqueable curso durante veinticinco kilómetros, hasta desembocar en la parte norte del cañón del Marble y caer en una cascada de trescientos metros de altura sobre el río Colorado. Si alguien quedase atrapado en una riada y se viese transportado por el agua de aquel cañón, iría a dar con sus huesos en el Colorado, hecho picadillo, por supuesto.

Siguió adelante y se detuvo al llegar al pelotón de rocas provocado por el desprendimiento. Hacía fresco a la sombra de los precipicios y sintió un leve escalofrío. La masa de rocas, con sus oscuros agujeros y huecos ocultos entre las gigantescas piedras, le recordó la guarida de unos fantasmas. No parecía lo bastante estable y segura como para intentar escalarla y, en cualquier caso, la pared rocosa de detrás era completamente vertical, careciendo de puntos o hendiduras para sujetarse o apoyar el pie.

Retrocedió para volver al otro lado del arroyo y se encontró con Sloane, que había concluido su propia exploración del terreno. Los ojos almendrados habían perdido parte de su fulgor.

—¿Ha habido suerte? —le preguntó Nora.

Sloane contestó con un ademán de negación.

—Me cuesta creer que pudo haber una ciudad aquí. No he encontrado absolutamente nada.

Por una vez, su sonrisa característica se había esfumado de su rostro y parecía nerviosa, casi enojada. Esta ciudad es tan importante para ella como para mí, pensó Nora.

—Los anasazi nunca construyeron ningún sendero que no condujese a ninguna parte —repuso Nora—, de modo que tiene que haber algo aquí, tiene que haberlo.

—Es posible —dijo Sloane con voz queda escudriñando de nuevo las paredes rocosas que las rodeaban— pero si no hubiese visto esas imágenes por radar ni la cordillera escarpada, me habría costado mucho creer que estábamos siguiendo un camino ni nada parecido estos dos últimos días.

El sol había bajado lo suficiente para empezar a proyectar unas inquietantes sombras sobre la ribera del valle.

—Escucha, Sloane —trató de tranquilizarla Nora—, ni siquiera hemos empezado a inspeccionar este valle. Mañana por la mañana realizaremos una minuciosa exploración, y si aun así no encontramos nada, traeremos el magnetómetro de protones y escanearemos posibles estructuras bajo la arena.

Sloane seguía estudiando con atención los precipicios, como exigiéndoles que le desvelasen sus secretos. Luego miró a Nora y esbozó una leve sonrisa.

—Tal vez tengas razón —convino—. Vamos a preparar una hoguera para ver si se secan estas bolsas.

Después de cavar en el suelo y preparar un círculo de piedras para encender el fuego, Nora se sentó junto a la hoguera y se cambió el vendaje húmedo de los dedos. Los sacos de dormir empezaron a humear ligeramente por el calor.

—¿Qué crees que habrá metido Bonarotti en esos paquetes de comida? —preguntó Sloane, echando más troncos de leña al luego.

—¿Por qué no lo averiguamos? —Nora extrajo una cazuela de una bolsa y luego cogió el paquetito que Bonarotti le había dado para desenvolverlo con curiosidad. En su interior había dos bolsas de plástico, todavía secas: una contenía lo que parecía pasta de sopa y la otra una mezcla de hierbas. En la primera aparecía escrita con rotulador negro la frase «Verter en agua hirviendo y dejar cocer durante siete minutos», mientras que en la segunda se leía: «Retirar del fuego, escurrir y añadir esta mezcla».

Al cabo de diez minutos, retiraron el preparado a base de pasta del fuego, escurrieron el agua y le añadieron el segundo paquete. Al instante la cazuela empezó a desprender un delicioso aroma.

—Cuscús con finas hierbas —susurró Sloane—. Bonarotti es maravilloso, ¿no crees?

Después del cuscús, dieron buena cuenta del plato de Sloane —lentejas con verduras en un caldo de ternera y curry— y luego lavaron los platos. Nora sacudió su saco de dormir y lo extendió sobre la arena blanda, junto al fuego. Tras despojarse de la mayor parte de sus prendas húmedas, se metió en el saco y se tumbó, respirando el aire limpio del cañón, contemplando la bóveda plagada de estrellas que se extendía sobre su cabeza. Pese a las palabras de aliento que le había dicho a Sloane, pese a la estupenda cena, Nora era incapaz de eludir sus propios miedos e inseguridades.

—Bueno, ¿y qué vamos a encontrar mañana, Nora? —La voz ronca de Sloane, asombrosamente cerca en la espesa oscuridad, sirvió de eco de sus propios pensamientos.

Nora se apoyó en un hombro y la miró. Sloane estaba sentada con las piernas cruzadas en el saco de dormir, peinándose el pelo. Sus vaqueros estaban secándose en un arbusto cercano y una camiseta de talla extragrande le colgaba por debajo de las rodillas desnudas. La luz titilante acentuaba aún más sus anchos pómulos, confiriendo a su hermoso rostro un aire misterioso y exótico.

—No lo sé —contestó Nora—. ¿Qué crees que vamos a encontrar?

—Quivira —respondió, casi en un susurro.

—Pues no parecías tan segura hace una hora.

Sloane se encogió de hombros y dijo:

—Bah, seguro que está aquí. Mi padre nunca se equivoca.

La joven esbozó una sonrisa lánguida, pero algo en su voz le indicó a Nora que no bromeaba.

—Por cierto. ¿Qué tal si me hablas de tu padre? —inquinó Sloane.

Nora respiró hondo.

—Bueno, la verdad es que, visto desde fuera, no era más que el típico inútil irlandés. Era un borracho, siempre estaba con la cabeza en las nubes, soñando con sus planes y sus ideas quijotescas. Odiaba el trabajo de verdad. Pero ¿sabes qué? —Levantó la vista para mirar a Sloane—. Era el mejor padre del mundo. Nos quería, y nos lo decía diez veces al día. Era lo primero que nos decía por la mañana al levantarnos y lo último que nos decía por la noche al acostarnos. Era la persona más buena que he conocido en mi vida. Nos llevaba consigo a casi todas sus aventuras. Íbamos a todas partes con él, buscando ruinas perdidas, excavando en busca de tesoros, rastreando viejos campos de batalla con detectores de metales… Ahora la arqueóloga que hay en mí se horroriza de las cosas que llegábamos a hacer. Nos íbamos de excursión a caballo por las montañas Superstition en busca de la mina del Holandés Errante, pasamos un verano en los Gila Wilderness buscando las excavaciones Adams… esa clase de cosas. Aún no entiendo cómo logramos sobrevivir. Mi madre no podía soportarlo, y al final inició los trámites legales para divorciarse de él. Para intentar recuperar a mi madre, mi padre se fue en busca de Quivira y nunca más volvimos a saber de él… hasta que llegó esta vieja carta. Pero él es la razón por la que me hice arqueóloga.

—¿Crees que todavía puede estar vivo?

—No —repuso Nora—. Eso es imposible. Nunca nos habría abandonado de esa manera. —Aspiró el fragante aire nocturno mientras el silencio se asentaba sobre el cañón—. Pero tú también tienes un padre extraordinario —añadió al fin.

Una súbita ráfaga de luz cruzó el cielo oscuro.

—Una estrella fugaz —susurró Sloane, y guardó silencio unos instantes—. Dijiste lo mismo cuando íbamos por el sendero. Supongo que es verdad: es un padre extraordinario. Y espera que yo sea una hija aún más extraordinaria.

—¿En serio?

Sloane siguió contemplando el cielo.

—Supongo que podría decirse que es uno de esos padres que exigen a sus hijos un nivel casi imposible de alcanzar. Siempre me he visto obligada a estar a la altura de lo que se esperaba de mí, a competir. Sólo me permitían traer a casa amigos capaces de participar en una charla intelectual durante la cena, pero nada de lo que hacía era nunca lo bastante bueno, y ni siquiera ahora confía en que logre tener éxito. —Meneó la cabeza con resignación—. Recuerdo que cuando estaba en séptimo curso, mi profesor de piano nos hizo tocar a todos sus alumnos en un recital. Yo había practicado mucho una invención de Bach de tres partes muy difícil y me sentía orgullosa, pero el profesor tenía otra alumna, Úrsula Rein, que era una auténtica virtuosa. Ahora es profesora en Juilliard. El caso es que tocaba justo antes que yo, e interpretó un vals de Chopin al doble de la velocidad normal. —La expresión de su rostro se endureció—. Cuando mi padre la oyó tocar, me hizo levantarme y marcharme con él. Me enfadé tanto… Pasé tanta vergüenza… Había practicado muchísimo y creía que estaría orgulloso de mí. En fin… se inventó una excusa y dijo que le dolía el estómago o algo así, pero yo sabía que el verdadero motivo era que no podía soportar que fuese una segundona. —Se echó a reír y añadió—: Aún me sorprende que me quisiese en esta expedición.

Nora percibió la amargura en su risa.

—Pues eso no parece haberte hecho daño —señaló.

—Porque no lo permito —repuso Sloane, mirando a Nora con un ademán desafiante al apartarse el pelo.

Nora se dio cuenta de que Sloane había malinterpretado su comentario.

—No, no me refería a eso. Lo que he querido decir es que eres…

—¿Y sabes una cosa? —La interrumpió Sloane, como si no la hubiese oído—. No recuerdo ni una sola vez en que mi padre me haya dicho que me quiere.

Apartó la mirada. Nora, sin saber muy bien qué contestar, decidió cambiar de tema.

—Siento curiosidad. Tienes el dinero, el físico y el talento para ser cualquier cosa en la vida. ¿Por qué has querido ser arqueóloga?

Sloane se volvió hacia ella y la sonrisa volvió a su rostro.

—¿Por qué? ¿Es que los arqueólogos tienen que ser pobres, feos y tontos?

—Por supuesto que no.

—Bueno, es algo así como el negocio familiar. Los Rothschild son banqueros, los Kennedy son políticos y los Goddard son arqueólogos. Soy hija única. Me crio para que fuese arqueóloga y no tuve el coraje suficiente para decirle que no.

Otra vez su padre, pensó Nora. Miró a Sloane a la cara e inquinó:

—¿No te gusta la arqueología?

—¡Me encanta! —Respondió, con una breve nota de pasión resonando en su rica voz—. Nunca dejo de pensar en todas las cosas y los secretos preciosos que yacen ocultos bajo el suelo. Están esperando para enseñarnos algo, si es que somos lo bastante listos para encontrarlos. Pero nunca seré lo bastante buena para él, nunca estaré a la altura. —Se interrumpió un momento y luego prosiguió más deprisa—. Es curioso, Nora, pero si encuentro Quivira, ¿sabes a quién van a recordar por esto? ¿Sabes quién va a pasar a la historia como Wetherill y Earl Morris? Yo no. Él. —Puso punto final a la frase con una risa áspera y breve. Luego inquirió—: ¿No te parece irónico?

Nora no halló respuesta para sus palabras.

Sloane descruzó las piernas y se tumbó sobre su saco de dormir. Suspiró y se remetió el pelo hacia atrás con un dedo.

—¿Sales con alguien?

Nora guardó silencio un momento para considerar aquel brusco cambio de conversación.

—La verdad es que no —contestó—. ¿Y tú? ¿Sales con alguien?:

—Con nadie a quien no pueda dejar de la noche a la mañana si aparece la persona adecuada. —Sloane hizo una larga pausa, como si estuviese pensando en algo—. Dime una cosa, ¿qué opinas de los hombres de nuestro grupo? Ya sabes, como hombres.

Nora vaciló de nuevo antes de contestar, sintiéndose un poco incómoda por tener que hablar de ese modo de unas personas que estaban bajo sus órdenes en la expedición, pero la vaporosa calidez del saco de dormir y el brillo de las estrellas, cómplices por su proximidad, disiparon sus recelos.

—La verdad es que no había pensado en ellos como en… bueno, ya sabes, como en futuros maridos o algo así.

Sloane soltó una risa grave.

—Bueno, pues yo sí. A ti te había emparejado con Smithback.

Nora se incorporó de golpe.

—¿Con Smithback? —exclamó—. Es insufrible.

—Pues podría hacer mucho por tu carrera si todo esto sale bien. Además, es un hombre divertido, si te gustan sus ironías. Ha llevado una vida bastante interesante estos dos últimos años. ¿Has leído su libro sobre los asesinatos en el museo de Nueva York?

—Me regaló un ejemplar, pero lo cierto es que todavía no lo he abierto.

—Ese libro es pura adrenalina. Y el tipo tampoco está mal físicamente, para ser de ciudad, por supuesto.

Nora meneó la cabeza con resignación.

—Es el hombre más engreído que he conocido en mi vida.

—Puede, pero creo que en parte sólo es apariencia. Se le ve muy capaz de reírse tanto de sí mismo como de los demás. —Hizo una nueva pausa y añadió—: Y algo en esa boca me dice que tiene que besar muy pero que muy bien.

—Si lo averiguas, ya me lo contarás. —Nora miró a Sloane e inquinó—: ¿Le has echado el ojo a alguien?

A modo de respuesta, Sloane empezó a abanicarse con aire ausente. Luego dijo:

—Black.

Nora tardó un momento en asimilar aquella respuesta.

—¿Qué? —exclamó.

—Si tuviese que elegir a alguien, elegiría a Black.

—No lo entiendo —señaló Nora, meneando la cabeza.

—Bueno, ya sé que puede ser odioso. Le aterra estar lejos de la civilización, pero espera y verás. Cuando encontremos Quivira, recuperará su verdadero ego. Es fácil olvidar aquí, en mitad del desierto, que es uno de los arqueólogos más prominentes del país y por sobrados méritos. Ése sí que podría hacer grandes cosas por la carrera de una… —Se echó a reír—. Y fíjate en ese armario de cuerpo… Apuesto a que está muy bien dotado en todos los aspectos… —Tras pronunciar aquellas palabras se puso en pie, dejando que la camiseta se deslizara por sus brazos y cayese al suelo—. Mira qué ha pasado por tu culpa —dijo—. Me voy al arroyo a refrescarme un poco…

Nora se recostó hacia atrás. A lo lejos, oyó a Sloane en el arroyo, chapoteando suavemente. Regresó al cabo de unos minutos, y su esbelto cuerpo relució bajo la luz de la luna. Se deslizó sin hacer ruido en el saco de dormir.

—Felices sueños, Nora Kelly —murmuró.

Luego se volvió y, en cuestión de segundos, Nora oyó la respiración serena y regular de la joven. Sin embargo, Nora permaneció inmóvil, con los ojos abiertos y contemplando las estrellas durante largo rato.