22

Durante el desayuno de la mañana siguiente, los miembros de la expedición permanecieron inusitadamente silenciosos. Nora percibía una sombra de incertidumbre e inseguridad acechando el grupo. Sin duda los comentarios de Black de la víspera habían dejado huella en ellos.

Emprendieron la marcha hacia el noroeste, enfilando un cañón inhóspito y brutal desprovisto de vegetación. Pese a la temprana hora de la mañana, el calor ya empezaba a desprenderse de las rocas agrietadas, haciéndolas parecer etéreas e insustanciales. Sedientos, los caballos estaban irritables y resultaba difícil controlarlos.

A medida que avanzaban el sistema de desfiladeros se hacía cada vez más intrincado, bifurcándose y ramificándose hasta convertirse en un tortuoso laberinto. Seguía siendo imposible obtener una lectura por satélite desde el fondo del cañón, cuyas paredes eran tan escarpadas que Sloane no podría haberlas escalado sin poner en peligro su vida. Nora advirtió que pasaba tanto tiempo consultando el mapa como viajando. Varias veces se vieron obligados a dar marcha atrás y salir de un cañón bloqueado, mientras que otras la expedición tenía que esperar mientras Nora y Sloane se adelantaban para explorar una posible rula. Black permanecía en silencio —algo muy raro en él—, y en su rostro se reflejaba una tétrica expresión, mezcla de miedo e ira.

Nora luchaba con sus propias dudas. ¿Habría llegado su padre hasta allí realmente? ¿Se habían equivocado de camino en algún punto? De vez en cuando descubrían montones de carbón desperdigados aquí y allá, pero eran tan pequeños y poco frecuentes que podían deberse a cualquier cosa, quizá incluso fueran los restos de los incendios espontáneos y arrasadores. La asaltó una nueva duda, una idea que ni siquiera se atrevía a considerar seriamente: ¿y si su padre deliraba al escribir aquella carta? Le parecía imposible que alguien hubiese logrado atravesar aquel endiablado laberinto.

Otras veces pensaba en el cráneo roto y la sangre seca y en lo que ambos podían significar. En su cabeza Ruina Pete había pasado de ser un asentamiento sin demasiada importancia a transformarse en un pequeño y desconcertante enigma.

Hacia media mañana, el cañón había terminado en un súbito rompecabezas de rocas maléficas. Agachándose, atravesaron como pudieron una abertura y fueron a parar a un valle salpicado de enebros. Desde la cima, Nora miró a la derecha y vio la meseta de Kaiparowits en forma de una línea alta y oscura dibujada sobre el horizonte.

Luego miró hacia adelante y se sintió horrorizada y entusiasmada al mismo tiempo. En el extremo opuesto del valle, bañada por la luz del sol se alzaba lo que solo podía ser la Espalda del Diablo: la intrincada cadena montañosa que había estado anhelando y temiendo desde el comienzo de la expedición. Se trataba de una gigantesca e irregular cordillera de arenisca de al menos trescientos metros de altura y muchos kilómetros de longitud, plagada de huecos y hendiduras labradas por el viento y dividida en fracturas y grietas verticales. La cima era tan escarpada como el lomo de un dinosaurio, y en conjunto resultaba espantosa en toda su belleza.

Nora condujo al grupo hasta la sombra de una roca enorme, donde desmontaron. Se apartó a un lado en compañía de Swire.

—A ver si podemos encontrar nosotros un camino para subir —dijo Nora—. Parece muy complicado.

Swire tardó unos segundos en contestar.

—Desde aquí, «complicado» no es la palabra —corrigió el vaquero—. Yo lo llamaría imposible.

—Mi padre lo consiguió con sus dos caballos.

—Eso dijiste. —Swire soltó un esputo de tabaco—. Aunque lo cierto es que no es la única cordillera que hay por aquí.

—Es una cuesta rocosa —intervino Black, que había estado escuchando la conversación—. Se extiende a lo largo de al menos ciento sesenta kilómetros. La supuesta cordillera de tu padre podría estar en cualquier punto de esa cuesta.

—Ésta es la correcta —aseguró Nora un poco más despacio, tratando de borrar cualquier atisbo de incertidumbre en su voz.

Swire meneó la cabeza y empezó a liar un cigarrillo.

—Escucha, Nora, quiero ver el camino con mis propios ojos antes de hacer que los caballos suban por él.

—Me parece bien —convino Nora—. Pues vamos a buscarlo. Sloane, vigila esto un poco hasta que volvamos.

—De acuerdo —dijo con su voz de contralto.

Echaron a andar hacia el norte siguiendo la falda de la cordillera, en busca de una grieta o una muesca en la roca que señalara el comienzo de una senda. Al cabo de casi un kilómetro, llegaron a unas cuevas horadadas en la roca. Nora advirtió que en algunas de ellas había viejas manchas de humo negro en el techo.

—Aquí vivieron anasazis —comentó.

—Son unos agujeros horribles.

—Probablemente eran asentamientos temporales —le explicó Nora—. Tal vez cultivaban las tierras del lecho del cañón.

—Pues debían de cultivar chumberas, porque otra cosa… —murmuró Swire lacónicamente.

A medida que avanzaban hacia el norte, el cauce seco se dividió en varios afluentes igual de secos, separados por torres de piedra y pequeños afloramientos de minerales. Era un paisaje extraño, inacabado, como si sencillamente Dios hubiese decidido arrojar la toalla y dejar de poner orden entre las díscolas rocas.

De pronto, Nora apartó unos matorrales de cenizo y se paró en seco. Swire se acercó, jadeando.

—Mira esto —le dijo.

Había una serie de petroglifos sobre la superficie de barniz desértico que cubría la pared veteada del precipicio, grabados de tal forma que permitían ver una roca más blanda bajo la superficie. Nora se arrodilló para examinar los grabados más de cerca. Eran complicados y hermosos: un puma, una curiosa cenefa de puntos con un pequeño pie, una estrella en el interior de la luna, que a su vez aparecía en el interior del sol y una imagen detallada de Kokopelli, el flautista jorobado y supuestamente dios de la fertilidad. Como era habitual en aquella imagen, Kokopelli exhibía una enorme erección. La serie se completaba con otra complicada cuadrícula de puntos recubierta por una gigantesca espiral también invertida, según comprobó Nora, al igual que las que Sloane había visto en Ruina Pete.

Swire dio un resoplido.

—Ojalá tuviese yo ese problema —bromeó señalando a Kokopelli.

—No creo que te gustase —contestó Nora—. Según un relato de los indios pueblo, le medía quince, metros.

Apartaron unos cuantos arbustos y dieron con un barranco oculto, una grieta llena de rocas sueltas que se extendía en diagonal por el monolito de arenisca. Era muy angosto, la pendiente abrupta subía por la pared vertiginosa y luego desaparecía. La senda tenía un borde elevado de roca a lo largo de la orilla exterior, que producía el extraño efecto de hacer que buena parte de la misma desapareciese en la suave arenisca al cabo de unos pasos.

—Nunca había visto nada tan bien escondido —observó Nora—. Ésta tiene que ser la senda que andamos buscando.

—Espero que no.

Nora enfiló la estrecha grieta seguida por Swire y, gateando, se encaramó a las rocas que rellenaban el suelo de la misma. El camino terminaba en un sendero muy desgastado por la erosión, cortado en diagonal sobre la piedra desnuda. Medía menos de nueve metros de anchura, y por un lado se alzaba una imponente Pared vertical de roca y por el otro, el pavoroso vacío azul. Nora pisó cerca del borde y vanos guijarros rodaron por el suelo de roca, precipitándose al vacío. Aguzó el oído, pero no logró oír cómo alcanzaban el fondo. Se puso de rodillas.

—Decididamente ésta es una ruta antigua —dictaminó mientras examinaba las marcas erosionadas de cortes realizados con herramientas prehistóricas de cuarcita.

—Desde luego, no la construyeron para que los caballos pasasen por ella —señaló Swire.

—Los anasazi no tenían caballos.

—Pero nosotros sí —le recordó con acritud.

Avanzaron con cuidado un poco más. En algunos puntos el sendero labrado se separaba de la pared en declive del precipicio, de modo que no les quedaba otro remedio que dar un angustioso paso hacia el vacío. Nora bajó la vista y vio un cúmulo de rocas a más de ciento cincuenta metros por debajo de sus pies. Sintió una punzada de vértigo y siguió adelante presurosamente.

La cuesta fue suavizándose y al cabo de veinte minutos alcanzaron la cima. Un enebro muerto, con las ramas chamuscadas por la intensa luz, señalaba el punto donde la senda coronaba la cordillera. La propia cima era estrecha, sólo había seis metros de un lado al otro, y Nora tardó unos segundos en cruzarlos.

Miró abajo desde el otro lado y distinguió un profundo y exuberante laberinto de cañones y barrancos que se fundían en un valle abierto. El camino, mucho más suave allí arriba, serpenteaba cuesta abajo hasta sumirse en la penumbra que se extendía bajo sus pies.

Nora se quedó sin habla por un momento. Poco a poco, conforme alcanzaba su propia cumbre del mediodía, el sol iba invadiendo los huecos ocultos, penetrando en los profundos surcos y atrapando con sus poderosos rayos la oscuridad purpúrea de las rocas.

—Todo es tan asombrosamente verde… —masculló Nora al fin—. Todos esos álamos… y hierba para los caballos. ¡Mira, ahí hay un arroyo! —Al pronunciar aquellas palabras notó cómo los músculos de su garganta se contraían. Con su entusiasmo, casi había olvidado lo sedienta que estaba.

Swire no contestó.

Desde tan ventajoso mirador, Nora se impregnó de las imágenes del paisaje que yacía a sus pies. La Espalda del Diablo se extendía en diagonal hacia el noreste, y desaparecía en las inmediaciones de la meseta de Kaiparowits. Un vasto entramado de gargantas arrancaba en la falda de la explanada de Kaiparowits y se extendía por la región de piedra resbaladiza para acabar uniéndose al valle que se abría ante ellos. Un apacible arroyo fluía por la vaguada del centro, ocultando la gran llanura llena de marcas y grietas que, a ambas orillas, hablaban de años y años de innumerables riadas. Desperdigadas por las tierras que flanqueaban el cauce de aquel enorme valle, había rocas gigantescas, algunas del tamaño de una casa, que sin duda habían sido arrastradas desde las cotas más altas de la cuenca del río. Un poco más allá, el valle se abría paso entre los terrenos plagados de bancos de tierra y arena para acabar en escarpados precipicios de piedra rojiza, pináculos y torres. Para Nora, era como si el valle concentrase la totalidad de la cuenca de la meseta de Kaiparowits en un espantoso cauce.

En el otro extremo del verde valle, en el lugar donde se unía a los escarpados precipicios, el arroyo pasaba por una cañada y se internaba por un estrecho cañón, dividido por una meseta de arenisca. Estos angostos cañones —conocidos como gargantas secundarias— resultaban muy comunes en aquellos páramos sudoccidentales, pero prácticamente inexistentes en cualquier otro lugar. Eran senderos muy estrechos, a veces de tan sólo unos metros de anchura, y habían sido provocados por la acción erosiva del agua sobre la arenisca durante miles de años. A pesar de su angostura, a menudo tenían cientos de metros de profundidad y se prolongaban durante kilómetros antes de ensancharse y convertirse en cañones más convencionales.

Nora se asomó a la entrada de éste en particular, una hendidura oscura que acuchillaba el extremo opuesto de la vasta meseta. Medía aproximadamente tres metros de ancho en la entrada. Ésa debe de ser la garganta secundaria de la que hablaba mi padre, pensó Nora, sintiendo un creciente entusiasmo. Extrajo los prismáticos y miró alrededor lentamente. Vio numerosos huecos orientados al sur entre los precipicios que salpicaban el valle, idóneos para los asentamientos anasazi, se dijo, pero al observarlos con mayor atención, no vio absolutamente nada. Todos estaban vacíos. Examinó los precipicios verticales que conducían a lo alto de la meseta, pero si había un camino que la traspasase y llevase hasta el cañón oculto de detrás, permanecía oculto.

Tras guardar los prismáticos, se volvió y miró en derredor, observando la cima barrida por el viento de la cordillera. Una vista como aquélla era un lugar perfecto para que su padre hubiese grabado sus iniciales y una fecha, la tarjeta de visita de los exploradores y conquistadores desde tiempos inmemoriales. Y sin embargo, no había ni rastro de él. En cualquier caso, lo cierto era que, desde allí arriba, seguramente Holroyd lograría obtener su lectura por satélite.

Swire se apoyó de espaldas contra la roca y empezó a liar un cigarrillo. Se lo llevó a los labios y prendió una cerilla.

—No pienso hacer subir a mis caballos por ese sendero —dijo.

Nora le lanzó una rápida mirada y objetó:

—Pero es el único camino para subir.

—Lo sé —contestó Swire, aspirando el humo del cigarrillo.

—Y entonces… ¿qué sugieres? ¿Que demos media vuelta? ¿Que nos rindamos?

Swire asintió con la cabeza.

—Sí —respondió, y luego añadió—: Y no es una sugerencia.

En un solo instante la ilusión de Nora se hizo añicos. Respiró hondo y dijo:

—Roscoe, no es una senda imposible para los caballos. Los descargaremos y llevaríamos el equipo a cuestas nosotros mismos. Luego guiaremos a los caballos, sin atarlos, soltándoles las riendas. Puede que tardemos todo el día, pero podemos hacerlo.

Roscoe hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Algunos caballos morirán en ese camino, da igual lo que hagamos.

Nora se arrodilló junto a él e insistió:

—Tienes que hacerlo, Roscoe. Todo depende de esto. El instituto te compensará por cada caballo que resulte herido.

Por la expresión de su cara, Nora supo que acababa de cometer un error.

—Sabes lo bastante sobre caballos como para ser consciente de que eso no son más que estupideces —replicó el vaquero—. No me refiero a que los caballos no puedan hacerlo, sino a que el riesgo es demasiado alto. —Su voz había adquirido un tono agresivo—. Nadie en su sano juicio haría subir a unos caballos por ese camino. Y si quieres saber mi opinión, no creo que ni yo ni ninguno de los demás hayamos encontrado un jodido camino, ni anasazi ni de cualquier otra clase.

Nora lo miró e inquirió:

—¿Así que todos creéis que me he perdido?

Swire asintió y dio una calada al cigarrillo.

—Todos menos Holroyd, pero ese muchacho sería capaz de seguirte hasta un volcán en erupción.

Nora se ruborizó.

—Piensa lo que quieras —le contestó señalando hacia la meseta de arenisca—, pero esa garganta secundaria de ahí es la que encontró mi padre. Tiene que serlo, no hay otra alternativa. Y tampoco hay otro camino, lo que significa que subió a sus dos caballos por esta senda.

—Lo dudo.

Nora le miró fijamente.

—Cuando decidiste incorporarte a esta expedición, conocías los riesgos. Ahora no puedes echarte atrás. Puede hacerse y vamos a hacerlo, contigo o sin ti.

—No —repitió.

—¡Entonces eres un cobarde! —exclamó Nora, airada.

Swire abrió mucho los ojos y luego volvió a entrecerrarlos. Se quedó mirando a Nora durante largo rato, en silencio.

—Dudo que pueda olvidar nunca lo que acabas de decir —dijo al fin en voz baja y serena.

La brisa sopló por la cima de la cordillera y un par de cuervos siguieron la corriente de aire para zambullirse de nuevo en el espacio abierto. Nora se desplomó sobre la roca, apoyando la frente en las manos. No sabía qué hacer ante la categórica negativa de Swire. No podían continuar adelante sin él y, técnicamente, los caballos eran suyos. Cerró los ojos mientras una creciente sensación de fracaso se apoderaba de ella, definitiva y terrible. Luego se le ocurrió algo.

—Si quieres dar media vuelta —susurró mirando a Swire—, será mejor que lo hagas cuanto antes. El último manantial de agua que recuerdo está a dos días de camino.

El rostro de Swire mostró un repentino y curioso desconcierto. Luego empezó a mascullar improperios en voz baja al caer en la cuenta de que el agua que los caballos necesitaban tan desesperadamente se hallaba en el valle verde que se abría ante ellos, a sus pies.

Meneó la cabeza con gesto impotente y escupió en el suelo. Luego miró a Nora de hito en hito.

—Parece que vas a salirte con la tuya —dijo, y hubo algo en su mirada que hizo estremecer a Nora.

Para cuando regresaron al campamento, era mediodía. El ambiente de ansiedad que rodeaba al grupo era palpable, y los caballos sedientos, atados en la sombra, estaban brincando y moviendo la testuz con nerviosismo.

—Por casualidad no habréis pasado por ninguna cafetería, ¿verdad? —Les preguntó Smithback con forzada jovialidad—. Me muero por un café con hielo.

Swire pasó junto a ellos y se alejó sin decir palabra hacia los caballos.

—¿Qué mosca le ha picado? —inquirió Smithback.

—Nos espera un caminito bastante duro —le informó Nora.

—¿Cómo de duro? —soltó Black; y Nora volvió a ver la viva imagen del miedo reflejada en su rostro.

—Muy duro. —Contempló las caras sucias que la rodeaban. El hecho de que a su vez algunas de ellas estuviesen mirándola en busca de orientación y seguridad le hizo sentir de nuevo el aguijón de la duda. Respiró hondo y agregó—: La buena noticia es que hay agua al otro lado de la cordillera; la mala, que vamos a tener que transportar el equipo a cuestas. Luego Roscoe y yo traeremos los caballos.

Black lanzó un quejido de desesperación.

—No llevéis más de trece kilos y medio cada vez —prosiguió Nora—. Y no tengáis prisa. Es una senda muy dura, incluso a pie. Tendremos que hacer un par de viajes cada uno.

Black parecía estar a punto de decir algo, pero no lo hizo. Sloane se puso en pie de un salto, se acercó al lugar donde habían colocado el equipo y se cargó una alforja al hombro. Al punto, Holroyd la imitó, caminando con paso inseguro, seguido de Aragon y Smithback. Finalmente Black también se puso en pie, se pasó una mano temblorosa por los ojos y los siguió.

Al cabo de casi tres horas, Nora se hallaba en la cima de la Espalda del Diablo con los demás, jadeando, casi sin resuello y compartiendo las últimas reservas de agua. Habían subido la totalidad del equipo en tres arduos viajes, y ahora las provisiones y los instrumentos yacían agrupados a un lado. Black estaba destrozado: sentado en una roca, bañado en sudor y con las manos temblorosas, parecía un despojo humano, y los demás estaban casi igual de exhaustos. El sol se había desplazado hacia el oeste y sus rayos incidían directamente en las largas alamedas que se extendían bajo sus pies, transformando el arroyo en un ondulado hilillo de plata. La vista se les antojaba indescriptiblemente exuberante y hermosa después de los interminables eriales que habían dejado atrás. Nora estaba muriéndose de sed.

Se volvió para mirar de nuevo la escarpada cordillera por la que habían subido. Aún le quedaba la peor parte, la de conducir a los caballos hasta allí arriba. Dios, pensó, son dieciséis… El dolor de los músculos cedió un poco para dar paso a una leve náusea que le ascendía por la boca del estómago.

—Yo os ayudaré con los caballos —se ofreció Sloane.

Cuando Nora se disponía a contestarle, Swire replicó:

—¡No! ¡Ni hablar! Cuantos menos seamos en esa montaña, menos resultarán heridos.

Dejando a Sloane al mando del equipo, Nora bajó la senda de nuevo. Swire, con expresión adusta, reunió a los animales, completamente desnudos salvo por los cabestros. Sólo su propio caballo, que iría en cabeza, llevaba una cuerda atada al cabestro.

—Los guiaremos cuesta arriba en fila india —ordenó el vaquero con acritud—. Yo guiaré a Mestizo y tú cubrirás la retaguardia con Fiddlehead. No apartes la vista del frente y mantén la cabeza erguida. Si un caballo se cae, quítate de en medio enseguida.

Nora asintió.

—En cuanto lleguemos al camino de arriba, no podrás parar. Bajo ningún concepto. Si le das tiempo de pensar a un caballo en esa montaña, le entrará el pánico e intentará dar media vuelta, así que no dejes que se paren ni un solo instante, pase lo que pase, ¿me has entendido?

—Perfectamente.

Enfilaron la senda, con cuidado de mantener los caballos separados unos de otros. En un momento dado, los animales vacilaron, como si se hubiesen puesto de acuerdo; sin embargo, después de fustigar a Mestizo, Swire consiguió que se pusiera de nuevo en marcha y el resto lo siguió instintivamente, mirando al suelo y abriéndose paso entre las rocas. El sonido del viento iba acompañado por el ruido de los cascos al pisar las piedras y por el que emitían los caballos al escarbar la roca cuando alguno de ellos resbalaba y trataba de recuperar el equilibrio. A medida que ganaban altura, los caballos estaban más asustados, sudando y resoplando con fuerza, enseñando el blanco de los ojos.

A medio camino, la grieta llena de escombros se interrumpía y daba paso a la senda de roca resbaladiza, mucho más peligrosa. Nora estiró el cuello para ver mejor lo que les deparaba el sendero. La peor parte del trayecto se extendía ante sus ojos, una simple sima en la cuesta de arenisca, erosionada por el paso del tiempo hasta convertirse en la sombra apenas de un camino. En los lugares donde la roca se había gastado hasta desaparecer del todo, los caballos iban a tener que pasar por encima de un hueco azul. Examinó con la mirada la serie de pronunciados y endiablados recodos, tratando de reprimir la ansiedad que se acumulaba en su interior.

Swire se detuvo y se volvió para mirarla con ojos fríos. Todavía podemos dar media vuelta, parecía proclamar su rostro. Pero a partir de aquí ya no tendremos esa posibilidad.

Nora le devolvió la mirada al vaquero patizambo, cuyos hombros apenas superaban la cruz del caballo. Por su aspecto, parecía tan asustado como ella.

Cuando cesó el cruce de miradas, Swire se volvió y, en silencio empezó a guiar a Mestizo hacia adelante. El animal dio unos pasos vacilantes y se detuvo, negándose a continuar. El vaquero lo obligó a avanzar un poco más y luego el caballo se paró otra vez, relinchando de miedo. Su herradura patinó ligeramente y se agarró de nuevo al suelo de arenisca.

Susurrándole al oído y sacudiendo el extremo del lazo por detrás del animal, Swire consiguió que Mestizo reanudara la marcha. Los demás lo siguieron, pues su experiencia anterior con las veredas y el poderoso instinto gregario de la manada los ayudaba a seguir adelante. Avanzaban cuesta arriba a un paso inseguro, los únicos sonidos que se oían correspondían al golpear y el rascar de las pezuñas de hierro contra la roca inclinada y resbaladiza, y los ocasionales resoplidos de auténtico pavor. Swire empezó a canturrear con voz temblorosa una canción lastimera y relajante, de letra apenas inteligible.

Llegaron a la primera revuelta pronunciada. Poco a poco, Swire guio a Mestizo por la curva y siguió camino arriba por la pared rocosa, dejando atrás una profunda grieta hasta situarse directamente encima de la cabeza de Nora. En ese momento Sweetgrass se resbaló y rascó el borde de la roca con los cascos. Por unos segundos, Nora creyó que ella misma iba a caer al vacío. Luego se recobró, con los ojos muy abiertos por la impresión y las piernas temblorosas.

Al cabo de unos minutos angustiosos, llegaron al segundo recodo, una terrible y pronunciadísima curva a lo largo de una sección particularmente estrecha del camino. Al llegar al otro extremo, Mestizo volvió a detenerse. El segundo caballo, Perezoso, le imitó y empezó a retroceder. Observándolo desde abajo, Nora vio al animal colocar una pata trasera en el borde y luego dejarla suspendida en el aire.

Se quedo inmóvil Los cuartos traseros del caballo se tambalearon hacia atrás, y el animal empezó a cocear, en busca de un inexistente suelo donde apoyarse. Irremediablemente el caballo perdió el equilibrio y cayó por el borde del camino, rodó por la pared rocosa y se precipitó hacia ella, soltando un relincho extraño y estridente. Nora lo observaba, paralizada por el miedo. La escena parecía transcurrir a cámara lenta mientras el caballo caía y sus patas coceaban en un aterrador paso de ballet. Sintió cómo la sombra del animal pasaba junto a su cara y luego el peso de aquel cuerpo se desplomó sobre Fiddlehead, justo delante de sus ojos, con un terrible golpe mortal. Fiddlehead desapareció cuando ambos animales se precipitaron al vacío por el borde del precipicio. Se produjo un terrible momento de silencio, expectante, seguido de dos golpes sordos y el crujido seco de las rocas al desprenderse. El eco de los sonidos parecía repetirse sin cesar por todo el valle, retumbando en paredes todavía más lejanas.

—¡Vamos, sigue adelante! —exclamó Swire desde arriba. Obligándose a moverse, Nora hizo avanzar al nuevo caballo que cubría la retaguardia, el caballo de Smithback, Huracán. Sin embargo, el animal no quería moverse, unos espasmos de horror le sacudían los costados. De pronto, en un instante frenético, el animal se encabritó y empezó a dar vueltas alrededor de Nora, que, instintivamente lo agarró por el cabestro. En medio de los furiosos arañazos del acero sobre la roca, Huracán empezó a rascar el borde del camino con los cascos, mirándola con ojos desorbitados. Al darse cuenta de su error, la mujer soltó el cabestro de inmediato, pero ya era demasiado tarde y, en su caída, el caballo le hizo perder el equilibrio a ella también. En unos segundos vio cómo se abría ante sí un abismo azul. Aterrizó sobre un costado y sus piernas rodaron hasta el borde del precipicio, mientras con las manos escarbaba desesperadamente para agarrarse a la suave arenisca. Oyó los gritos de Swire como si éste se hallase a kilómetros de distancia y luego el ruido sordo de un saco húmedo cuando Huracán tocó fondo.

Desesperada, se aferró a la roca, luchando para no caer en el abismo insondable sobre el que estaba suspendida. Notaba el cosquilleo de las corrientes de viento ascendentes en las piernas. Consciente de que le iba la vida en ello, se agarró a la piedra con más fuerza mientras arañaba la roca con las uñas, que se le rompían al resbalar su cuerpo por la superficie de la pendiente. De repente palpo con la mano derecha un pequeño saliente que no llegaba al centímetro de altura, pero cuya superficie bastaba para poder agarrarse a él. Tensó el cuerpo, sintiendo que poco a poco le abandonaban las fuerzas. Ahora o nunca, pensó, y balanceando las piernas de lado a lado, tomó un fuerte impulso, lo suficiente para lograr que uno de sus pies volviese a la superficie del sendero. Con un segundo impulso consiguió subir el resto del cuerpo y regresar. Tendida boca arriba, el corazón le latía desbocado. Desde arriba, oía los relinchos de terror y el sonido de los cascos sobre la piedra.

—¡Haz el puto favor de subir! ¡Sigue adelante! —gritó Swire a lo lejos. Temblando, se puso en pie y echó a andar, como en un sueño, guiando al resto de la recua camino arriba.

No recordaba el resto del trayecto. El último recuerdo nítido que conservaba era el de ella misma tumbada boca abajo, abrazada a la roca polvorienta y cálida de la cima de la montaña; luego un par de manos ayudándola a volverse con cuidado, y el rostro sereno y serio de Aragon examinando el suyo. Junto a él estaban Smithback y Holroyd, observándola con gran preocupación. El gesto de Holroyd en particular era una máscara de dolorosa inquietud.

Aragon ayudó a Nora a apoyarse contra una roca.

—Los caballos… —masculló Nora.

—No había otra solución —la interrumpió Aragon con delicadeza, tomando sus manos—. Estás herida.

Nora bajó la vista. Tenía las manos cubiertas de la sangre que manaba de sus uñas destrozadas. Aragon abrió el botiquín y añadió:

—Cuando estabas balanceándote en ese precipicio, creí que ibas a morir. —Le frotó los dedos y extrajo fragmentos de arenilla y uña con unas pinzas. Trabajaba deprisa, con manos de experto, aplicando antibiótico tópico y colocándole vendajes en la punta de los dedos—. Ponte guantes durante unos días —le aconsejó—. Estarás un poco incómoda, pero las heridas son superficiales.

Nora miró a los demás miembros del grupo que, inmóviles y en silencio por la impresión de lo sucedido, también la observaban.

—¿Dónde está Roscoe? —acertó a preguntar.

—Abajo, al pie del sendero —contestó Sloane.

Nora hundió la cabeza entre las manos con gesto apesadumbrado. A modo de respuesta, se oyeron tres disparos espaciados procedentes de abajo, retumbando ensordecedoramente por los cañones antes de extinguirse como un trueno lejano.

—Dios —gimió Nora. Fiddlehead, su propio caballo; Perezoso, el enemigo de Smithback; Huracán los tres habían muerto. Recordaba con claridad los ojos implorantes de Huracán, sus dientes, largos y extraños, expuestos en una última mueca de terror.

Al cabo de diez minutos apareció Swire, jadeando. Pasó junto a Nora y se dirigió hacia los caballos, redistribuyendo y cargando las alforjas en silencio. Holroyd se acercó a la mujer y la tomó de la mano con delicadeza.

—He conseguido una lectura por satélite —le susurró. Nora alzó la vista para mirarlo; sin importarle sus palabras—. Estamos en la senda correcta —añadió sonriendo.

Pero Nora se limitó a menear la cabeza.

Comparado con la aterradora ascensión, el descenso hacia el valle, una vez que la escarpada cordillera fue quedando atrás, presentaba pocas dificultades. Los caballos, percibiendo la proximidad del agua, avanzaban al trote. Pese al cansancio extremo, el grupo echó a caminar a paso ligero y Nora advirtió que los sucesos de las últimas horas perdían nitidez en su memoria a causa de la sed abrasadora. Se arrojaron al agua río arriba, a cierta distancia del lugar donde bebían los caballos. Nora se tiró boca abajo, hundiendo la cara en el agua. Era la sensación más exquisita que había experimentado jamás y empezó a beber con desesperación, deteniéndose únicamente para tomar aire, hasta que un repentino espasmo de náuseas le contrajo el estómago. Se apartó del arroyo, refugiándose bajo los álamos susurrantes, respirando con fuerza y sintiendo el escozor de la evaporación bajo sus ropas húmedas. Las náuseas cesaron paulatinamente. Vio a Black doblado sobre su estómago en la arboleda, vomitando agua, y al cabo de unos instantes Holroyd se sumó a él. Smithback estaba arrodillado en el arroyo, totalmente ajeno a lo que le rodeaba, refrescándose la cabeza con las manos. Sloane se acercó con paso vacilante, chorreando, y se arrodilló junto a Nora.

—Swire necesita nuestra ayuda con los caballos —dijo.

Bajaron por el arroyo y ayudaron al vaquero a sacar a los caballos del agua, para impedir que alguno de ellos bebiese demasiada y le provocara la muerte. Durante el proceso, Swire eludió la mirada de Nora.

Tras un descanso, el grupo montó de nuevo y continuó riachuelo abajo hacia el interior del nuevo mundo del valle. El agua fluía por el lecho empedrado, impregnándolo todo con su apacible murmullo. Por todas partes se oían los sonidos de la vida: el canto de las cigarras, el zumbido de las libélulas e incluso el croar ocasional de alguna rana. Una vez mitigada la sed, el horror apabullante del accidente regresó con toda su fuerza a la mente de Nora. Montaba un nuevo caballo, Arbuckles, y cada movimiento brusco parecía un recuerdo lleno de reproche de Fiddlehead. Pensó en el poema que Swire le había escrito a Huracán, casi una balada amorosa, y se preguntó cómo iba a conseguir que se arreglasen las cosas entre los dos.

Atravesaron el valle, que se estrechaba al alcanzar la extensa meseta de arenisca que se alzaba ante ellos, a menos de un kilómetro. Nora alzó la vista para contemplar los precipicios que les flanqueaban el paso y de nuevo le llamó la atención que no hubiese rastro de ruinas. Si bien era un valle idóneo para los asentamientos prehistóricos, seguía sin haber nada interesante. Si después de todo lo ocurrido aquél no resultaba ser el sistema de desfiladeros que andaban buscando… Trató de alejar aquel pensamiento de su mente.

Se acercaron a un nuevo meandro. La meseta desnuda se hallaba cada vez más cerca y el arroyo desaparecía al fin en la angosta garganta secundaria que se abría a su lado. De acuerdo con el mapa del radar, el cañón debía dar acceso, al cabo de un kilómetro y medio aproximadamente, al pequeño valle donde —esperaba— se hallaba Quivira. Pero sin duda la garganta secundaría que había entre ellos y el valle interior era demasiado estrecha para permitir el paso a los caballos.

Mientras se acercaban al enorme muro de arenisca, Nora reparó en una roca gigantesca que había junto al arroyo y en cuyos costados se apreciaban unas curiosas marcas. Desmontó y se acercó a la mole, descubriendo un pequeño panel de petroglifos similares a los que habían encontrado en la falda de la cordillera: una serie de puntos y un pequeño pie, junto con otra estrella y un sol. Asimismo, observó que había una enorme espiral invertida grabada encima de las demás imágenes.

El resto del grupo se acercó a ella. Aragon examinó los dibujos detenidamente.

—¿Tú que crees? —le preguntó.

—He visto otros ejemplos de cenefas de puntos como estas en los antiguos caminos de acceso a poblados hopi —comentó—. Creo que facilitan información sobre distancias y direcciones.

—Sí, claro —ironizó Black—. Y sobre los enlaces de autopistas y el emplazamiento de la siguiente estación de servicio, seguro. Todo el mundo sabe que los petroglifos anasazi son indescifrables.

Aragon hizo caso omiso de sus palabras.

—El dibujo del pie significa el camino a pie y los puntos indican la distancia. Basándome en otros yacimientos que he explorado, cada punto representa una distancia a pie de unos dieciséis minutos, alrededor de un kilómetro.

—¿Y el antílope? —Preguntó Nora—. ¿Qué significa?

Aragon la miró.

—Un antílope —se limitó a responder.

—O sea, ¿que no es un tipo de escritura?

Aragon volvió a examinar la roca y añadió:

—No en el sentido en que solemos entenderlo. No es fonético ni silábico ni ideográfico. En mi opinión, se trata de una forma completamente distinta de utilizar los símbolos, pero eso no significa que no sea escritura.

—En el otro lado de la montaña —explicó Nora— vi una estrella dentro de la luna y ésta en el interior del sol. Nunca había visto nada semejante.

—Sí. El sol es el símbolo de la deidad suprema, la luna el símbolo del futuro y la estrella un símbolo de verdad. Yo lo interpretaría como un indicador de que más adelante hay una especie de oráculo, el Delfos de los anasazi.

—¿Te refieres a Quivira? —preguntó Nora.

Aragon hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y qué significa esta espiral? —inquirió Holroyd.

Aragon vaciló unos segundos antes de contestar.

—Añadieron esa espiral más tarde. Está invertida, por supuesto. —Bajó el tono de voz y agregó—: Dentro del contexto general, yo diría que se trata de una advertencia, una señal de mal agüero que abarca todo lo demás. Algo así como un aviso a los viajeros de que no sigan adelante, una señal de peligro.

Se produjo un súbito silencio.

—¡Rayos y centellas! ¡Maldición! —exclamó Smithback con sorna.

—Por supuesto, todavía hay muchas cosas que no sabemos —dijo Aragon, poniéndose a la defensiva—. Puede que usted, señor Smithback, con sus vastos conocimientos acerca de los hechiceros anasazi y sus descendientes modernos, los lapapieles, sepa ilustrarnos mejor.

El escritor hizo una mueca divertida con la boca y arqueó las cejas, pero no dijo nada.

Cuando se alejaban de allí, Holroyd llamó a los demás. Se había aproximado hasta el lateral de la roca, a la entrada de la garganta secundaria, y estaba señalando una inscripción que parecía mucho más reciente, grabada en la roca con un cuchillo. Cuando Nora la vio, sintió cómo sus mejillas se encendían. Sin apartar la vista de la marca, se arrodilló junto a la piedra y, muy despacio, empezó a acariciar con los dedos los finos trazos que componían «P. K. 1983».