21

Skip siguió al policía al exterior del edificio, donde un coche estaba esperándolos. El detective era enorme y tenía un cuello impresionante, casi como el tronco de una secuoya, pero pese a ello, se movía con ligereza y agilidad, con delicadeza incluso. Martínez se paró junto al asiento del copiloto y, para sorpresa de Skip, le abrió la portezuela. Cuando el coche arrancó y empezó a alejarse del instituto, Skip miro al espejo retrovisor. Vio dos caras blanquecinas e inmóviles en la puerta abierta del edificio de Colecciones Arqueológicas, viendo alejarse al vehículo y empequeñeciéndose cada vez más hasta desaparecer de su vista.

—Hoy era mi primer día de trabajo —dijo Skip—. Debo de haberles causado una gran impresión.

Atravesaron las verjas del complejo y el vehículo aceleró. Martínez extrajo un paquete de chicles del bolsillo de su camisa y le ofreció uno a Skip.

—No, gracias.

El detective se llevó uno a la boca y empezó a mascarlo, moviendo lentamente los músculos de la mandíbula y del cuello. La forma irregular del hotel La Fonda se erguía a su derecha. Luego pasaron la plaza y el palacio de los Gobernadores, en cuyo portal los indios estaban vendiendo alhajas y la luz del sol se reflejaba en la plata bruñida y en las turquesas.

—¿Necesitaré un abogado? —preguntó Skip.

Martínez siguió masticando el chicle con aire diligente.

—No lo creo —contestó—, aunque puede llamar a uno si lo desea, por supuesto.

El coche pasó junto a la biblioteca municipal y aparcó detrás del viejo edificio de la policía. Había varios contenedores de escombros frente a la fachada, llenos de cascotes de mampostería.

—Estamos de reformas —explicó Martínez al entrar en un vestíbulo cubierto de plástico. El teniente se detuvo junto a una mesa y cogió una carpeta que le ofrecía una mujer de uniforme. Condujo a Skip por un pasillo que olía a pintura y ambos bajaron por unas escaleras. Después de abrir una puerta llena de arañazos, hizo pasar a Skip a una habitación desnuda donde no había más muebles que tres sillas de madera, un escritorio y un falso espejo.

Skip nunca había estado en ningún sitio parecido, pero había visto suficiente televisión para reconocer al instante el propósito de aquel cuartucho.

—Esto parece una sala de interrogatorios o algo así —comentó.

—Y lo es. —Martínez tomó asiento y la silla de madera protestó bajo su peso. Dejó la carpeta encima de la mesa y ofreció una silla a Skip. Luego señaló al techo. Skip levantó la cabeza y vio un objetivo que le apuntaba con aire casi insolente—. Vamos a grabarle en vídeo, ¿está de acuerdo?

—¿Es que tengo elección?

—Sí. Si se niega, la entrevista se dará por finalizada y podrá marcharse cuando quiera.

—Estupendo —dijo Skip, haciendo ademán de levantarse.

—Claro que en ese caso nos veremos obligados a enviarle una citación oficial y tendrá que gastarse el dinero en ese abogado. Ahora mismo no es usted un sospechoso, así que… ¿por qué no se relaja y contesta unas cuantas preguntas? Si en cualquier momento desea un abogado o quiere finalizar la entrevista, puede hacerlo. ¿Qué le parece?

—¿Ha dicho usted sospechoso? —preguntó Skip.

—Si. —Martínez le lanzó una confusa mirada con aquellos ojos negros. Skip advirtió que el hombre esperaba una respuesta por su parte.

—Estoy de acuerdo —convino, exhalando un profundo suspiro—. Adelante, dispare.

Martínez hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a alguien que había tras el espejo de una sola cara y luego se dirigió de nuevo a Skip.

—Por favor, diga su nombre, dirección y fecha de nacimiento.

Despacharon con rapidez las preguntas preliminares de rigor y luego Martínez prosiguió con el interrogatorio:

—¿Es usted el propietario de un rancho abandonado en las cercanías de Fox Run, cuya dirección es ruta rural dieciséis, Buzón número doce, Santa Fe, Nuevo México?

—Sí, mi hermana y yo somos los propietarios.

—¿Y su hermana se llama Nora Waterford Kelly?

—Exacto.

—¿Y cuál es el paradero de su hermana en este momento?

—Está en una expedición arqueológica en Utah.

Martínez asintió con la cabeza.

—¿Cuándo se marchó?

—Hace tres días. No volverá hasta dentro de un par de semanas por lo menos. —Una vez más, Skip hizo amago de ponerse en pie—. ¿Tiene esto algo que ver con ella?

Martínez obvió la pregunta con un ademán desdeñoso.

—Sus padres están muertos, ¿no es así?

Skip asintió.

—Y ahora trabaja usted en el Instituto Arqueológico de Santa Fe.

—Lo hacía hasta que apareció usted.

Martínez sonrió.

—¿Y cuánto tiempo hace que trabaja en el instituto?

—Ya se lo dije en el coche. Hoy era mi primer día.

Martínez asintió de nuevo, esta vez más despacio.

—¿Y antes dónde trabajaba?

—He estado buscando trabajo.

—Comprendo. ¿Y cuándo trabajó por última vez?

—Nunca. No desde que me gradué en la universidad el año pasado, vaya.

—¿Conoce a Teresa González?

Skip se humedeció los labios.

—Sí, conozco a Teresa. Era nuestra vecina en el rancho.

—¿Cuándo vio a Teresa por última vez?

—Dios, no lo sé. Hace diez meses, quizá once. Poco después de graduarme.

—¿Y su hermana? ¿Cuándo vio a la señorita González por última vez?

Skip se removió en el asiento.

—Veamos… Hace un par de días, creo. Ayudó a Nora en el rancho.

—¿Se refiere a Nora, su hermana? —Preguntó Martínez—. ¿Cómo la ayudó?

Skip vaciló unos segundos antes de contestar.

—Mi hermana fue víctima de una agresión.

Los músculos del cuello de Martínez se tensaron unos instantes.

—¿Le importaría explicarme eso?

—Teresa solía llamar a mi hermana cuando oía ruidos en el viejo caserón; vándalos, críos, esa clase de cosas… Últimamente ha habido mucho jaleo por allí, de modo que ha llamado a mi hermana varias veces. Nora fue allí hace una semana más o menos y me dijo que la habían atacado. Teresa oyó ruidos, se acercó con una escopeta y los asustó.

—¿Le dijo algo más? ¿Una descripción de los agresores?

—Nora me contó… —Skip titubeó unos instantes—. Verá, Nora me contó que fueron dos personas. Dos personas disfrazadas de animales. —Decidió no mencionar la carta. Sea lo que fuere lo que estaba pasando, no le convenían más complicaciones.

—¿Por qué no denunció su hermana la agresión? —inquirió Martínez al fin.

—No lo sé exactamente. Lo de acudir a la policía no es su estilo, siempre quiere hacerlo todo ella sola. Creo que le preocupaba que pudiese retrasar su expedición.

Martínez pareció reflexionar unos segundos y luego añadió:

—Señor Kelly, ¿puede explicarme cuáles han sido sus movimientos durante las últimas cuarenta y ocho horas?

Skip se quedo atónito. Luego se reclinó en la silla y respiró hondo.

—Excepto por mi visita al instituto de esta mañana, he pasado todo el fin de semana en mi apartamento.

Martínez consultó una hoja de papel.

—¿En el número 2113 de la calle de Sebastián, apartamento 2-B?

—Sí.

—¿Y vio usted a alguien en ese período de tiempo?

Skip tragó saliva.

—Larry, el de la tienda de licores El dorado, me vio el sábado por la tarde. Mi hermana me telefoneó el sábado por la noche, tarde.

—¿Alguien más?

—Bueno, mi vecino me llamó tres o cuatro veces.

—¿Su vecino?

—Sí. Reg Freiburg, el de la puerta de al lado. No le gusta que ponga la música alta.

Martínez se recostó en la silla, mesándose su cortísimo pelo negro. Guardó unos segundos de silencio que a Skip le parecieron eternos y al final se irguió de nuevo en su asiento.

—Señor Kelly, Teresa González fue hallada muerta anoche en el rancho de su propiedad.

De repente, Skip sintió que el cuerpo le pesaba enormemente.

—¿Teresa?

Martínez asintió.

—Todos los domingos por la tarde recibe un pedido de comida para los animales del rancho. El domingo pasado, no abría la puerta y el repartidor se extrañó al ver que los animales no habían comido y que el perro estaba encerrado en el interior de la casa. Como seguía sin abrir la puerta a la mañana siguiente, cuando fue de nuevo, el hombre se preocupó y nos llamó.

—Oh, Dios mío —masculló Skip, meneando la cabeza con gesto consternado—. Teresa… No puedo creerlo.

El teniente se removió en la silla sin dejar de mirar a Skip.

—Cuando fuimos a la casa, tenía la cama sin hacer y la ropa tirada. El perro estaba aterrorizado. Era como si algo le hubiese hecho levantarse de la cama de repente, en plena noche, pero no había ni rastro de ella en toda la propiedad, de modo que decidimos hacer una visita a los ranchos más cercanos. El suyo fue el primero. —Inspiró lentamente—. Vimos movimiento en el interior y resultaron ser unos perros que estaban disputándose algo. —Se interrumpió y apretó los labios.

Skip apenas lo escuchaba. Estaba pensando en Teresa, tratando de recordar la última vez que la había visto. El y Nora habían ido a la casa a recoger unos cuantos trastos para decorar el apartamento de ella. Teresa estaba fuera en el jardín, los había visto y los había saludado con su entusiasmo característico. Aún podía verla, bajando por el sendero que conducía hasta el rancho, con su melena castaña despeinada y mecida por el viento.

De pronto Skip reparó en la única carpeta que había en el centro del escritorio. En un lado se leían las palabras GONZALEZ, T. El borde brillante de una fotografía en blanco y negro asomaba por una de las esquinas de la carpeta, e instintivamente hizo ademán de tirar de ella.

—Yo que usted no haría eso —le advirtió Martínez, pero no hizo nada por detenerlo. Skip tomó el borde de la fotografía con los dedos, dejando al descubierto la totalidad de la misma, y el horror lo paralizó.

Teresa estaba tumbada sobre su espalda, con una pierna cruzada sobre la otra y la mano izquierda extendida hacia arriba, como si pretendiese atrapar un balón de fútbol errático. Skip creía que se trataba de ella, porque reconoció en aquella habitación la vieja cocina del rancho familiar, con el antiguo horno de su madre en la esquina superior derecha de la fotografía.

La propia Teresa resultaba casi irreconocible; tenía la boca abierta, pero le faltaban las mejillas. A través de los huecos horadados en la carne despedazada, los empastes de los dientes relucían sardónicamente bajo el flash de la cámara. Pese a que la fotografía era en blanco y negro, Skip advirtió que la piel tenía una tonalidad oscura muy poco natural. Le faltaban varias partes: algunos dedos, un pecho, la parte más carnosa de un muslo… Unas manchitas negras y unas líneas irregulares le salpicaban todo el cuerpo, la tarjeta de visita de los animales de rapiña que, sin ninguna prisa, habían estado atiborrándose a su entera satisfacción. Lo que había sido la garganta de Teresa era ahora una cavidad descarnada de huesos y cartílagos, rodeada por pellejos en carne viva. La sangre coagulada fluía en un pavoroso reguero hasta llegar a un agujero en los viejos tablones de madera del suelo. Rodeando el río de sangre había numerosas marcas que a Skip le parecieron huellas de animales.

—Perros —le informó Martínez, retirando con delicadeza la mano de Skip y cerrando la carpeta.

Skip empezó a abrir y cerrar la boca sin lograr emitir sonido alguno.

—¿Qué dice? —acertó a decir al fin.

—Unos perros callejeros han estado ensañándose con su cuerpo durante un día o más.

—¿La mataron unos perros?

—Eso creíamos al principio. Le habían arrancado el cuello de un solo mordisco y tenía señales de zarpas y mordeduras por todo el cuerpo. Sin embargo, el examen inicial del juez de instrucción reveló pruebas concluyentes de que se trata de un homicidio.

Skip lo miró e inquirió:

—¿Qué clase de pruebas?

Martínez se levantó con una ágil afabilidad que parecía contradecirse con el tono de sus palabras.

—Un tipo de mutilación muy poco frecuente de los dedos de las manos y los pies, entre otras cosas. Tendremos más datos cuando finalice la autopsia esta tarde. Mientras tanto, tiene usted que hacerme tres favores: no le diga nada de esto a nadie, no se acerque al rancho y, lo más importante de todo, esté localizable y no se marche a ninguna parte sin avisarnos primero.

Sin añadir una sola palabra, condujo a Skip al exterior de la sala hasta el pasillo.