18

A la mañana siguiente, después de un desayuno casi tan milagroso como el del día anterior, Nora reunió al grupo junto a los caballos, ya preparados con la carga.

—Hoy va a ser un día duro —anunció—. Seguramente tendremos que andar mucho.

—A mí no me importa andar —intervino Holroyd—. Tengo agujetas en partes de mi cuerpo que ni siquiera sé cómo se llaman. —Se oyó un murmullo de asentimiento.

—¿Podéis darme otro animal de carga? —preguntó Smithback, apoyándose contra una roca.

Swire soltó un escupitajo de tabaco de mascar.

—¿Hay algún problema?

—Sí, uno muy gordo. Perezoso sigue intentando morderme.

El caballo movió la cabeza como si quisiera asentir aparatosamente y luego soltó un relincho diabólico.

—Supongo que le gustará el sabor del jamón —conjeturó Swire.

—Señor Prosciutto para ti, amigo.

—El pobre animal sólo quiere un poco de diversión. Si de verdad quisiera morderte, te darías cuenta. Como ya te dije, tiene mucho sentido del humor, igual que tú. —Swire miró a Nora.

—Roscoe tiene razón —convino Nora, que se vio obligada a reconocer que la turbación del reportero le resultaba íntimamente satisfactoria—. Preferiría no hacer ningún cambio hasta que no nos quede otro remedio. Démosle otro día. —Se encaramó a la montura y dio la señal para que los demás hiciesen lo propio—. Sloane y yo iremos delante, abriendo camino. Roscoe cubrirá la retaguardia.

Avanzaron por el lecho seco del arroyo y los caballos se abrieron paso a través de los espesos matorrales. El Recodo Tortuoso era un cañón muy cerrado y caluroso, y carecía de los atractivos de la marcha del día anterior. Sobre una de las paredes laterales del cañón se proyectaba una oscura sombra de color violáceo, mientras que en la otra incidía de pleno la luz del sol, un contraste casi doloroso para la vista. Los cenizos y los sauces se arqueaban sobre las cabezas de los jinetes, creando un túnel abrasador en el que unos tábanos monstruosos y gigantescos zumbaban sin cesar.

La vegetación se hizo aún más espesa y Nora y Sloane desmontaron para abrir un camino. La marcha estaba resultando penosa y agotadora y, para empeorar las cosas, sólo encontraron unos pocos manantiales subterráneos de agua estancada, cuyo escaso contenido no podía saciar la sed de los animales. Los miembros de la expedición parecían llevarlo bastante bien, salvo por la sarcástica protesta de Black cuando se anunció que debían racionar el agua durante un rato. Nora se preguntó cuál sería la reacción del científico cuando llegasen a la Espalda del Diablo, en algún lugar del páramo que se extendía ante ellos. Su carácter empezaba a resultar un precio muy alto que pagar por su experiencia y profesionalidad.

Al fin llegaron a una extensa charca de agua pantanosa oculta al otro lado de un tobogán de piedra. Los caballos se agolparon hacia adelante y, con la excitación, Holroyd soltó la cuerda de Charlie Taylor, su animal de carga, que sin dudarlo un instante, se precipitó hacia la charca.

Swire se volvió al oírlo.

—¡Espera! —gritó, pero era demasiado tarde.

Todo se detuvo de repente, en medio de un horrible silencio, cuando el caballo se percató de que estaba hundiéndose en aquellas arenas movedizas. Acto seguido, en una exhibición de sus músculos flexores, el animal intentó retroceder levantando las natas, salpicando montones de barro espeso y relinchando de puro terror. Al cabo de unos segundos, volvió a desplomarse sobre el lodo, temblando de miedo.

Sin tiempo para vacilaciones, Swire llegó de un salto al lodazal y se situó junto al caballo, sacó su cuchillo y asestó dos golpes a las cinchas, cortándolas de cuajo. Nora vio cómo noventa kilos de provisiones se deslizaban por el lomo del animal hasta hundirse en el barro. Swire agarró la cuerda y tiró de la cabeza del caballo hacia un lado mientras lo fustigaba en la grupa. Finalmente, el caballo logró salir ileso de la trampa. Swire se alejó del lodo por sus propios medios, arrastrando al animal tras de sí. Tras enfundar de nuevo el cuchillo, recogió la cuerda que guiaba al animal y se la devolvió a Holroyd.

—Lo siento —se disculpó tímidamente el joven, mirando avergonzado a Nora.

Swire introdujo una bola de tabaco de mascar en sus voluminosos carrillos.

—No te preocupes. Puede pasarle a cualquiera. Tanto Swire como el caballo estaban cubiertos de un barro hediondo de pies a cabeza.

—Puede que sea el momento de parar para almorzar —sugirió Nora.

Después de una rápida comida, con las cantimploras llenas de agua depurada y una vez que hubieron abrevado a los caballos, se pusieron en marcha de nuevo. El calor creciente había sumido al cañón en una especie de sopor opresivo, y todo estaba en silencio salvo por el repiqueteo de los cascos de los caballos y los insultos ocasionales que Smithback le dirigía a su bestia de carga.

—¡Maldita sea, Elmer, quítame tus labios peludos de encima! —exclamó.

—Le gustas —comentó Swire con sorna—. Y te recuerdo que se llama Perezoso.

—En cuanto regresemos a la civilización, se va a llamar Elmer —dijo Smithback—, y lo llevaré personalmente al primer matadero que encuentre.

—De ese modo, lo único que conseguirás es herir sus sentimientos —sentenció Swire, y escupió un salivazo.

El camino se dividía de nuevo en un cañón sin nombre cuyas paredes eran más estrechas y habían sido erosionadas por las riadas, aunque había menos maleza y la marcha se hizo un poco más llevadera. Al llegar a un amplio recodo, donde el desfiladero se ensanchaba temporalmente, Nora hizo detenerse a su caballo y esperó a que Sloane la alcanzase. Mirando con aire distraído alrededor, de repente su cuerpo se tensó y señaló hacia un montículo llano en el interior del recodo, donde las riadas habían surcado el viejo lecho del arroyo.

—¿Ves eso de ahí? —preguntó a la joven, señalando una aglomeración alargada de tierra sucia junto a lo que parecía una hilera lineal de piedras.

—Carbón —sentenció Sloane, acercándose con su caballo.

Ambas mujeres desmontaron y examinaron la capa de materia. Con la respiración agitada por la emoción, Nora se agachó para tomar unas muestras de carbón con unas pinzas y las introdujo en un tubo de ensayo.

—Igual que en el Gran Camino del Norte que conduce al Chaco —murmuró entre dientes. Se incorporó y añadió:

—Creo que lo hemos encontrado. Me refiero al camino que estaba siguiendo mi padre.

Sloane sonrió y dijo:

—Nunca lo dudé.

Al cabo de unos minutos, reemprendieron la marcha. A partir de allí, cada vez que el cañón tomaba un pronunciado recodo y el viejo fondo aparecía en forma de banco de arena muy por encima del arroyo, veían tierra mezclada con fragmentos de carbón y de vez en cuando, hileras de piedras. Constantemente Nora se sorprendía a sí misma pensando en su padre, imaginándolo cabalgar por aquel mismo camino, contemplar el mismo paisaje… Aquello le daba una sensación de cercanía que no había vuelto a sentir desde su muerte.

Hacia las tres de la tarde se detuvieron para que descansaran los caballos, refugiándose bajo una saliente.

—Eh, mirad —dijo Holroyd, señalando una gigantesca planta de color verde que crecía en la arena, cubierta de enormes flores blancas acampanadas—. Es una datura meteloides. Sus raíces están llenas de atropina… el mismo veneno que contiene la belladona.

—No dejéis que la vea Bonarotti —bromeó Smithback.

—Algunas tribus indias se comen las raíces para tener visiones —explicó Nora.

—Además de lesiones cerebrales permanentes —repuso Holroyd.

Mientras los demás se sentaban de espaldas a la roca, comiendo frutos secos y nueces, Sloane sacó los prismáticos para examinar una serie de huecos que había en el cañón ciego de enfrente.

Al cabo de un minuto se dirigió a Nora.

—Lo suponía. Ahí hay un pequeño asentamiento, en ese precipicio. Es el primero que veo desde que salimos.

Tomando los prismáticos, Nora observó la pequeña ruina, encaramada en lo alto de la cara del precipicio. Se hallaba en una oquedad poco profunda y estaba orientada hacia el sur, tal como solían estar los asentamientos anasazi a fin de resguardarse del calor en verano y del frío en invierno. Vio un muro de contención de escasa altura que recorría la base del hueco, de tal forma que parecía haber construidas varias habitaciones en la parte posterior y un granero circular a un lado.

—Déjame ver —pidió Holroyd, y observó la ruina completamente inmóvil—. Es increíble —musitó.

—Existen miles de pequeñas ruinas como ésa en toda la región de los cañones de Utah —explicó Nora.

—¿Cómo vivían? —preguntó Holroyd sin dejar de mirar a través de los prismáticos.

—Probablemente cultivaban el lecho del cañón: maíz, calabazas y judías. Cazaban y recogían plantas. Supongo que ese asentamiento albergaba a una sola familia numerosa.

—No puedo creer que criaran a sus hijos ahí arriba —dijo Holroyd—. Hay que ser muy valiente para vivir en la pared de un precipicio como ése.

—O estar muy nervioso —añadió Nora—. Hay una gran controversia en torno a por qué los anasazi abandonaron sus pueblos en las llanuras y se refugiaron en esos asentamientos inaccesibles. Algunos creen que lo hicieron para defenderse.

—¡Pues claro! ¿Qué otra razón iba a haber si no? —Intervino Smithback, arrebatándole los prismáticos a Holroyd—. ¿Quién querría vivir ahí arriba pudiendo elegir no hacerlo? No hay ascensor, y seguro que Pizza Hut no cubre esta zona.

Nora lo miró y agregó:

—Lo extraño es que no tenemos ninguna prueba concluyente de que hubiese una guerra o una invasión. En el fondo, lo único que sabemos es que de repente los anasazi se retiraron a estos asentamientos colgantes, permanecieron ahí durante un tiempo y luego abandonaron la región de Cuatro Esquinas por completo. Algunos arqueólogos sostienen que la extinción total se debió a una profunda crisis social.

Sloane había estado observando los precipicios poniendo la mano como visera, pero entonces le arrebató los prismáticos a Smithback y escudriñó la roca más atentamente.

—Creo que veo un sendero para subir —anunció—. Si subimos por esa cuesta aurífera, hay un pequeño sendero pegado a la roca resbaladiza que conduce justo hasta el saliente. Desde allí es posible llegar. —Bajó los prismáticos y miró a Nora con un brillo de entusiasmo en los ojos ambarinos—. ¿Tenemos tiempo de intentarlo?

Nora consultó la hora. Llevaban un retraso considerable, así que… una hora más no importaría y, de hecho, tenían la obligación de inspeccionar tantas ruinas como les fuese posible. Además, puede que aquello animase a algunos espíritus decaídos. Levantó la vista para contemplar la pequeña ruina, sintiendo cómo su propia curiosidad iba en aumento. Siempre quedaba la posibilidad de que su padre hubiese explorado aquel yacimiento, tal vez incluso hubiese grabado sus iniciales en una roca para dejar constancia de su presencia.

—De acuerdo —anunció, llevándose la mano a su cámara—. No parece difícil.

—A mí también me gustaría ir —añadió Holroyd con entusiasmo—. Practiqué un poco de alpinismo cuando estaba en la universidad.

Nora miró aquel rostro ansioso, rojo de emoción. ¿Por qué no?

—Estoy segura de que Swire preferirá quedarse con los caballos mientras descansan un rato. —Nora se dirigió al grupo—: ¿Alguien más quiere venir?

Black dejó escapar una breve carcajada.

—No, gracias —repuso—. Le tengo mucho apego a mi vida.

Aragon levantó la vista de su cuaderno y negó con la cabeza. Bonarotti había ido a recoger setas. Smithback se apartó de la pared de roca y se desperezó con gesto exagerado.

—Supongo que será mejor que la acompañe, señora directora —dijo—. No sería correcto que encontrarais una piedra Roseta anasazi mientras yo estoy holgazaneando por aquí abajo.

Cruzaron el arroyo, subieron las rocas gateando y luego la cuesta aurífera, mientras la gravilla se desprendía a su paso. La cuesta de arenisca se hacía más pronunciada hasta alcanzar un ángulo de cuarenta y cinco grados, plagada de agujeros provocados por la erosión.

—Esa es la senda —anunció Nora—. Los anasazi las construían con martillos de cuarcita.

—Yo iré primero —dijo Sloane. Sorprendida, Nora comprobó que subía ágilmente, con las piernas y los brazos enrojecidos por el sol, los pies y las manos encontrando los huecos donde sujetarse con la seguridad instintiva de una veterana montañista—. ¡Vamos! ¡Arriba! —los alentó al cabo de un minuto, arrodillándose en el saliente que había encima de sus cabezas.

Holroyd fue el siguiente y luego Nora vio a Smithback subir poco a poco y con sumo cuidado por la pared de roca resbaladiza, agarrándose con sus desgarbadas extremidades a los estrechos huecos y con la cara bañada en sudor. En aquel momento hubo algo en él que la hizo sonreír. Esperó a que hubiese completado con éxito la escalada para finalmente subir tras él.

Al cabo de unos minutos, los cuatro estaban sentados en el saliente, jadeando. Nora miró hacia el campamento que se desplegaba bajo sus pies, los caballos pacían sobre una extensión de arena y los seres humanos parecían manchas de color que salpicaban los precipicios rojos.

Sloane se puso en pie e inquirió:

—¿Estáis listos?

—Adelante —ordeno Nora.

Echaron a andar por el estrecho saliente. A pesar de que medía unos sesenta centímetros de anchura, el suelo estaba ligeramente inclinado y lleno de fragmentos de arenisca que caían aparatosamente al vacío a medida que iban avanzando. Unos metros después el saliente se ensanchó, doblaron una esquina y el asentamiento apareció a la vista.

Nora realizó una rápida inspección visual. El hueco debía de medir aproximadamente quince metros de longitud, tres metros de altura en su punto más alto y unos cuatro metros de profundidad. Habían construido un muro de contención de mampostería, no muy alto, en la entrada del agujero y lo habían rellenado con escombros para nivelar la superficie. Detrás había cuatro pequeñas estancias de piedras planas unidas entre sí con barro, una de ellas con una abertura diminuta a modo de puerta y el resto con ventanucos. Los constructores habían utilizado el techo natural de arenisca del agujero como tejado.

Nora se dirigió a Holroyd y Smithback.

—Creo que Sloane y yo deberíamos hacer un reconocimiento previo. No os importará esperar aquí unos minutos, ¿verdad?

—Sólo si nos prometes no encontrar nada —contestó Smithback.

Nora desenfundó la cámara y se deslizó con cuidado por la fachada para fotografiar el exterior del yacimiento. A pesar de que la experiencia de Sloane con la Graflex de 4x5 pulgadas la convertía en la fotógrafa oficial de la expedición, a Nora le gustaba sacar sus propias fotografías de los yacimientos que exploraba.

Se detuvo para examinar más de cerca el muro de contención, donde vio las huellas de la persona que había amasado el adobe. Asiendo la cámara de nuevo, tomó una fotografía de primer plano y una más cuando descubrió otra serie de huellas muy claras. No era raro encontrar huellas en las piezas de yeso y cerámica anazazi, pero le gustaba documentarlas siempre que podía, pues ayudaban a recordar que, en el fondo, la arqueología se dedicaba al estudio de personas, no de objetos, algo que, a su juicio, muchos colegas suyos olvidaban a menudo.

En el suelo yacían los restos habituales de vasijas de cerámica: la mayoría utensilios de cocina Mesa Verde Pueblo III y otras piezas de cerámica rudimentaria de finales del período tusayano. Del año 1240 d. C., pensó Nora sin sorprenderse.

Sloane, que había estado trazando un pequeño plano de la ruina, extrajo de su mochila unas pinzas y unas cuantas bolsas de plástico de cierre hermético. Etiquetando las bolsas con un rotulador, avanzó unos pasos con sumo cuidado y, usando las pinzas, recogió unas muestras de los fragmentos de cerámica y unas cuantas mazorcas que había desperdigadas por el suelo. Las introdujo en las bolsas y señaló en el cuaderno el lugar exacto donde las había recogido. Trabajaba con suma agilidad y rapidez, y Nora la observaba con creciente asombro. Sloane parecía saber exactamente qué hacer en todo momento o, para decirlo de otro modo, se desenvolvía como si llevase años participando en aquella clase de expediciones.

Hurgando de nuevo en su bolsa, Sloane sacó un pequeño instrumento de cromo accionado a pilas y avanzó hasta una viga de madera que surgía de una de las habitaciones. Se oyó una especie de pitido y Nora advirtió que estaba tomando una muestra de la viga para su datación según los anillos de crecimiento anual del tronco. Estudiando el patrón de crecimiento de los anillos, un especialista en dendrocronología como Black podría averiguar el año exacto en que el árbol fue cortado. Cuando el pitido ceso de repente y se hizo el silencio de nuevo, Nora sintió una súbita punzada de enojo por aquella perturbación mecanizada del yacimiento… o tal vez por el hecho de que Sloane lo hubiese llevado a cabo con tanta despreocupación, sin su consentimiento. Avanzó unos pasos de forma instintiva.

Al mirarla Sloane leyó sus pensamientos al instante.

—¿Te ha molestado…? —le preguntó, arqueando las oscuras cejas.

—La próxima vez lo hablaremos antes, ¿de acuerdo?

—Lo siento —se disculpó Sloane con un tono aún más irritante por su evidente falta de sinceridad—. Creí que podría ser útil…

—Y lo será, obviamente —repuso Nora, tratando de calmarse—, pero no se trata de eso.

Mirándola más de cerca, Sloane le lanzó una mirada crítica y fría que rayaba en la insolencia. Luego esbozó su habitual sonrisa lánguida y dijo:

—Lo prometo.

Nora se volvió y se acercó a la entrada. En ese momento descubrió que su irritación se debía en parte a un vago temor irracional de perder su liderato en el grupo; no se había percatado hasta entonces de que Sloane tuviese tanta experiencia en el trabajo de campo, rompiendo sus esquemas previos según los cuales pretendía enseñar a la hija de Goddard los pasos básicos. De inmediato lamentó haberse puesto en evidencia: no tenía más remedio que admitir que aquella muestra del tamaño de un lápiz, probablemente contenía la información más útil que podían obtener en aquella ruina.

Enfocó con una linterna hacia el interior de la primera estancia y descubrió que había resistido relativamente bien el paso del tiempo y se conservaba en buenas condiciones. Las paredes estaban revocadas y todavía se veían señales de motivos decorativos pintados. Iluminó el suelo, que estaba cubierto de la arena y el polvo acumulados año tras año. En un rincón vio un metate que asomaba entre un montón de escombros, junto a una mano de mortero rota.

Activando el flash, tomó otra secuencia de fotografías en aquella habitación y en la contigua. Ésta, extraordinariamente polvorienta, parecía haber sido pintada en algún momento con pintura negra muy espesa, lo cual era algo muy poco frecuente, aunque quizá se debiese a los efectos del humo al cocinar. Atravesando una puerta baja, entró en la tercera habitación. También estaba vacía salvo por una chimenea con varios morillos que todavía sostenían un comal, una especie de cazuela. El techo de arenisca estaba oscurecido por los restos del humo, y todavía se percibía el leve aroma a carbón. Una serie de agujeros en la pared de yeso podían haber servido para sostener un telar.

Al regresar a las demás habitaciones, Nora se asomó a la repentina calidez del sol y les hizo señas a Holroyd y Smithback, que continuaban esperando. La siguieron a la habitación, agachándose para pasar.

—Esto es increíble —exclamó Holroyd en un susurro lleno de admiración—. Nunca había visto nada parecido. Todavía no puedo creer que aquí arriba viviese gente.

—Ni yo tampoco —admitió Smithback—. ¡Sin tele!

—No hay nada como la sensación de estar en una de estas ruinas antiguas —señaló Nora—. Aunque sea una tan insignificante como ésta.

—Quizá sea insignificante para ti —replicó Holroyd.

Nora lo miró y preguntó:

—¿Nunca habías estado en unas ruinas anasazi?

Holroyd negó con la cabeza mientras entraban en la segunda habitación.

—Sólo en Mesa Verde, cuando era un crío. Pero he leído todos los libros que se han publicado al respecto. Wetherill, Bandelier… todos. Más adelante, cuando me hice mayor, nunca tuve el tiempo ni el dinero necesarios para viajar.

—En ese caso la llamaremos Ruina Pete.

Holroyd se ruborizó e inquirió:

—¿De verdad?

—De verdad —contestó Nora con una sonrisa—. Somos el instituto, podemos llamarla como nos dé la gana.

Holroyd la miró durante un buen rato, con los ojos muy brillantes. Acto seguido, tomó la mano de ella entre las suyas y la apretó un instante. Nora sonrió y la retiró discretamente. Puede que no haya sido tan buena idea, se dijo.

Sloane apareció desde la parte posterior del yacimiento con la mochila al hombro.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó Nora, y bebió un trago de su cantimplora antes de ofrecerla a los demás. Sabía que la mayor parte del arte rupestre de la historia se hallaba en la parte posterior de asentamientos como aquél.

Sloane asintió con la cabeza.

—Aproximadamente una docena de pictografías. Incluyendo tres espirales invertidas.

Con gesto de evidente sorpresa, Nora intercambió con su compañera una elocuente mirada, que no pasó inadvertida para Holroyd.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre.

Nora lanzó un suspiro y contestó:

—Veréis, en la iconografía anasazi el sentido opuesto a las agujas del reloj suele asociarse con fuerzas sobrenaturales negativas. Se consideraba que el sentido de las agujas del reloj era la dirección en que viajaba el sol al recorrer el cielo. Por tanto, el sentido opuesto suponía una perversión de la naturaleza, una inversión del orden normal.

—¿Una perversión de la naturaleza? —preguntó Smithback con súbito interés.

—Sí, en algunas culturas indias de hoy en día la espiral invertida todavía se asocia con la brujería y las prácticas de hechicería.

—Además, he encontrado esto —añadió Sloane, mostrándoles una pequeña calavera humana, rota.

Nora se volvió, perpleja al principio, y Sloane acentuó su sonrisa perezosamente.

—¿Dónde has encontrado eso? —le preguntó Nora con acritud.

La sonrisa de Sloane permaneció inalterable.

—Ahí detrás, junto al granero.

—¿Y la has cogido así, sin más?

—¿Y por qué no? —preguntó Sloane, entrecerrando los ojos Aquel gesto, apenas perceptible, le recordó a Nora un gato a la defensiva, sintiéndose amenazado.

—En primer lugar —la reprendió—, los restos humanos no se tocan a menos que sea absolutamente necesario para la investigación: tú has tocado esos restos, lo que significa que no podremos practicarles la prueba de ADN por colágeno óseo. Y aún peor, ni siquiera la fotografiaste in situ.

—Lo único que he hecho ha sido recogerla del suelo —se excusó Sloane en voz baja.

—Creí que había quedado claro que íbamos a discutir estas cosas primero.

Se produjo un tenso silencio. Luego Nora oye un sonido extraño a sus espaldas y se volvió para mirar a Smithback.

—¿Qué narices estás haciendo? —le espetó. El periodista había sacado su libreta y estaba garabateando en ella.

—Tomar notas —contestó a la defensiva, apretándose la libreta contra el pecho.

—¿Estás transcribiendo nuestra discusión? —exclamó Nora.

—¿Y por qué no? —replicó Smithback—. Oye, el drama humano también forma parte importante de la expedición, igual que…

Holroyd se acercó a él y le arrebató la libreta de un manotazo.

—Era una conversación privada —dijo. Luego arrancó la página y le devolvió el cuaderno.

—Eso es censura —protestó Smithback.

De pronto, Nora oyó una especie de débil ronroneo gutural que fue intensificándose hasta convertirse en una carcajada melosa. Se volvió y vio a Sloane, con la calavera todavía en la mano, observándolos a los tres con un brillo divertido en los ojos.

Nora respiró hondo e hizo caso omiso de su risotada. No pierdas la calma, Nora, se dijo.

—Ahora que ya la has tocado —susurró— se la llevaremos a Aragon para que la analice. Tratándose de un purista como él, defensor del ZST, es posible que ponga alguna objeción, pero ahora ya está hecho. Sloane, no quiero que vuelvas a hacer nada parecido sin mi consentimiento expreso, ¿lo has entendido?

—Entendido —contestó Sloane con gesto de arrepentimiento al entregarle la calavera a Nora—. No lo pensé. Supongo que me dejé llevar por el entusiasmo.

Nora deposito el cráneo con cuidado en el interior de una bolsa de plástico y la introdujo en su mochila. Al reflexionar sobre lo ocurrido tuvo la impresión de que había algo desafiante en el modo en que Sloane se había acercado con la calavera en la mano y, por un momento, se preguntó si se trataba de una provocación en toda regla. A fin de cuentas, saltaba a la vista que Sloane era toda una experta en el protocolo a seguir en el trabajo de campo. Sin embargo, prefirió pensar que quizá estaba volviéndose paranoica. Recordó el desafortunado incidente que ella misma provocó cuando, durante una excavación, halló una magnífica punta folsom y la extrajo del estrato con sus propias manos. Al volverse se encontró con las miradas horrorizadas de sus compañeros de expedición.

—¿Qué es el ZST? —Preguntó el impenitente Smithback—. ¿Un método anticonceptivo?

Nora negó con la cabeza.

—Son las siglas de «Zero Site Trauma», que expresa el principio de que nunca habría que tocar ninguna de las piezas halladas en un yacimiento arqueológico. Las personas como Aragon creen que cualquier intrusión o alteración del medio, por cuidadosa o sutil que sea, destruye el yacimiento e impide el trabajo de los arqueólogos del futuro, capaces de explorarlo con herramientas más sofisticadas. Suelen trabajar con artefactos que ya han sido excavados por otros arqueólogos.

—Los seguidores del ZST consideran a los arqueólogos tradicionales una especie de mercenarios de los artefactos arqueológicos, siempre excavando en busca de antigüedades en lugar de reconstruir la cultura original —añadió Sloane.

—Y si Aragon piensa de ese modo, ¿por qué se ha incorporado a esta expedición? —preguntó Holroyd.

—No es un purista total. Supongo que en un proyecto tan potencialmente importante como éste, hasta cierto punto está dispuesto a dejar sus sentimientos personales a un lado. Creo que piensa que si alguien tiene que tocar Quivira con sus manos, es mejor que sea él. —Nora miró alrededor—. ¿Qué me dices de estas paredes? —Preguntó a Sloane—. No es hollín, sino una especie de sustancia seca y espesa, como pintura, pero nunca había visto una habitación anasazi pintada de negro.

—Yo tampoco lo entiendo —admitió Sloane, sacando un pequeño tubo de vidrio y una espátula de su mochila. Luego miró a Nora y esbozo una sonrisa—. ¿Puedo tomar una muestra… señora directora? —preguntó con sorna.

No tiene ninguna gracia que Smithback me llame así, pensó Nora. Pero aun tiene menos gracia viniendo de ti. No obstante, asintió en silencio y la observó descascarillar unos fragmentos con suma destreza e introducirlos en el tubo de ensayo.

El sol ya se hundía en el horizonte y dibujaba unas largas franjas que contrastaban con las vetustas paredes.

—Regresemos al campamento —sugirió Nora. Cuando se volvían para echar a andar por el saliente, Nora dirigió la mirada hacia las espirales invertidas que había en el muro, detrás de la ruina, y, pese al calor asfixiante, sintió un leve escalofrío.