Tres horas más tarde, el Laura del mar había dejado el caos del puerto deportivo de Wahweap ochenta kilómetros atrás. La amplia proa de la barcaza cortaba con facilidad la superficie turquesa del lago Powell mientras las máquinas vibraban ligeramente y el agua silbaba a través de los pontones. Poco a poco habían ido desapareciendo las lanchas motoras, las estridentes motos acuáticas y las casas flotantes de colores llamativos. La expedición se había adentrado en un majestuoso y místico mundo de piedra, rodeados de un silencio sepulcral, estaban solos sobre la extensión reverdeciente del lago, cercado por despeñaderos de miles de metros de altura y por un desierto de roca resbaladiza. El sol descansaba suspendido sobre el Grand Bench, la Neanderthal Cove hacía su aparición a la derecha y el nacimiento lejano de la bahía de Last Chance a la izquierda.
Media hora antes, Luigi Bonarotti había servido una comida a base de codorniz braseada al coñac y ahumada a la manzana con pomelos y hojas secas de ruca. Este sabroso plato, elaborado como por arte de magia en el mugriento hornillo de gas, incluso había conseguido acallar el murmullo de quejas de Black. Habían cenado en torno a la mesa de aluminio y brindado con un Orvieto bien fresco. Después el grupo se había desperdigado por la barcaza en una contemplación letárgica de la comida, esperando el atraque del barco al pie del nuevo camino.
Smithback, que había comido estupendamente y consumido una escandalosa cantidad de vino, se hallaba sentado junto a Black. Antes de la cena, el escritor había bromeado sobre la cocina de los campamentos y los estofados de alimañas, pero la llegada de la comida transformó el tono de su discurso en un inminente panegírico.
—¿No fue usted quien escribió ese libro sobre los asesinatos en el museo de Nueva York? —Le preguntó Black, y los labios de Smithback esbozaron una sonrisa de infinita satisfacción—. ¿Y lo de la matanza en el metro hace unos cuantos años?
Smithback se llevó la mano a un sombrero imaginario y se lo quitó con un ademán grandilocuente.
Black se rascó la barbilla.
—No me malinterprete, me parece estupendo —dijo—, pero es que… no sé, siempre había creído que el instituto era una entidad que prefería pasar inadvertida, no sé si me comprende…
—Bueno, lo cierto es que ya no soy Bill Smithback, el terror de la prensa sensacionalista —repuso Smithback—. Ahora trabajo para el solemne y respetable New York Times, y estoy en el puesto que antes ocupaba un tal Bryce Harriman. Pobre Bryce. El también cubrió la matanza del metro. Fue una pena que mi obra maestra en reportajes de investigación fuese su oportunidad perdida. —Se volvió y sonrió a Nora—. Verán, soy un modelo de respetabilidad periodística al que ni siquiera una institución tan honorable como su instituto puede oponerse.
Nora reprimió una sonrisa. No había nada gracioso en el jactancioso discurso de aquel reportero, aunque estuviese atenuado con un toque de autocrítica. Apartó la mirada con un gesto de irritación y una vez más tuvo serias dudas acerca de que Goddard hubiese acertado contratando a aquel petimetre. Luego miro a Holroyd, que estaba sentado en el suelo de metal de la barcaza con los codos apoyados en las rodillas y leyendo lo que a los ojos de Nora era un libro de verdad: un ejemplar en rústica algo maltrecho de Coronado y la ciudad del oro. Mientras lo observaba, Holroyd levantó la cabeza y le sonrió.
Aragon estaba de pie junto la barandilla, y Roscoe Swire se hallaba de nuevo junto a los caballos, metiéndose un poco de tabaco de mascar en la boca, garabateando algo en un viejo dietario y murmurando unas palabras a los animales de vez en cuando. Por su parte, Bonarotti estaba fumando tranquilamente su cigarrillo habitual, el de después de las comidas, con una pierna encima de la otra y la cabeza echada hacia atrás, disfrutando de la brisa. Nora estaba sorprendida y agradecida por los esfuerzos del cocinero en aquel primer día de viaje. No hay nada como una buena comida para hacer confraternizar a la gente, pensó, recordando el animado banquete, las amistosas discusiones sobre los orígenes de los cazadores clovis y la forma correcta de excavar un yacimiento. Incluso Black parecía haberse relajado y había contado un chiste increíblemente malo sobre un proctólogo, una secuoya gigante y los anillos de crecimiento de los árboles de por medio. Sólo Aragon había permanecido en silencio; no es que estuviese distante, sino más bien ensimismado en sus pensamientos.
Nora lo miró, de pie e inmóvil junto a la barandilla, contemplando la luz menguante con un brillo severo en la mirada. Tres meses en las montañas de Gallego, excavando el yacimiento del chacal calcinado, le habían enseñado que la dinámica humana en una expedición de aquellas características tenía una importancia capital, y no le gustaba el silencio pertinaz de aquel hombre. Había algo extraño en él. Se acercó con paso tranquilo hasta apoyarse en la barandilla, a su lado. Aragon la miró y luego hizo un ademán con la cabeza a modo de saludo cortés.
—Menudo banquete —comentó ella.
—Fabuloso —convino Aragon, entrelazando sus manos morenas por encima de la baranda—. El signore Bonarotti se merece nuestros mejores cumplidos. ¿Qué cree usted que lleva en ese armario tan curioso?
Se refería a un armario de madera de aspecto antiguo, una especie de baúl para transportar víveres y utensilios de cocina con innumerables y pequeños compartimientos, que el cocinero mantenía cerrados a cal y canto y bajo custodia permanente.
—No tengo ni idea —respondió Nora.
—No sé cómo se las apaña para preparar esos platos.
—Bueno, no se adelante a los acontecimientos. Ya verá como mañana nos tocará tocino y galletas duras.
Ambos se echaron a reír, hasta que Aragon volvió a dirigir la mirada hacia el lago y sus vastas murallas de piedra.
—¿Había estado aquí antes? —le preguntó Nora.
De repente una sombra cruzó fugazmente por aquel par de ojos hundidos, la sombra de una emoción intensa que se ocultó de inmediato.
—En cierto modo, sí.
—Es un lago precioso —comentó Nora, tratando de que el hombre participara activamente en la conversación.
Al cabo de unos segundos, Aragon se volvió hacia ella y puntualizó, ante la mirada atenta de Nora:
—Perdone, pero no estoy de acuerdo con usted. En los años sesenta vine aquí como ayudante en una expedición que trataba de documentar varios yacimientos en el cañón del Glen, antes de que el lago Powell lo anegara por completo.
De pronto, Nora lo comprendió todo.
—¿Había muchos?
—Logramos documentar alrededor de treinta y cinco y excavar parcialmente doce, antes de que el agua los sepultara, pero el total aproximado de yacimientos ascendía a unos seis mil. Creo que mi interés por los ZST se remonta a ese suceso. Recuerdo estar excavando con una pala en una kiva, con el agua a menos de un metro por debajo. Aquello no era forma de tratar un lugar sagrado, pero no tuvimos elección. El agua estaba a punto de destruirla.
—¿Qué es una kiva? —Preguntó Smithback mientras se acercaba a ellos y sus botas nuevas chirriaban sobre la cubierta de goma—. ¿Y quiénes fueron los anasazi?
—Una kiva es una estructura circular semienterrada que constituía el centro de la actividad religiosa de los anasazi y de sus ceremonias secretas —explicó Nora—. Solían acceder a ella a través de un agujero en el techo. En cuanto a los anasazi, eran los indios americanos que habitaron esta región hace mil años. Construyeron ciudades, altares, sistemas de irrigación y estaciones de señalización. Luego, hacia el año 1150 de nuestra era, su civilización desapareció de repente.
Tras unos segundos de silencio, Black se sumó al grupo.
—¿Eran importantes esos yacimientos en que trabajaba cuando el agua los barrió? —preguntó metiéndose un palillo entre dos dientes molares.
Aragon levantó la vista e inquirió a su vez:
—¿Acaso hay algún yacimiento que no lo sea?
—Pues claro —repuso Black—. Algunos tienen más cosas que decir que otros. Unos cuantos marginados anasazi, luchando desesperadamente por sobrevivir en una cueva durante diez años, no nos dejan tanta información como, por ejemplo, mil personas viviendo en un asentamiento de un precipicio durante dos siglos.
Aragon le lanzó una mirada gélida a Black.
—Hay suficiente información en una sola vasija anasazi como para mantener ocupado a un investigador durante toda su carrera profesional. Tal vez no sea una cuestión de yacimientos poco importantes, sino de arqueólogos poco importantes.
El rostro de Black se ensombreció.
—¿En que yacimientos trabajó usted? —se apresuró a intervenir Nora.
Aragon señaló con la cabeza hacia estribor.
—A casi dos kilómetros de aquí, a unos ciento veinte metros de profundidad se halla el Templo de la Música.
—¿El Templo de la Música? —repitió Smithback.
—Sí, una gran hendidura en la pared del cañón, donde se juntan los vientos y las aguas del río Colorado para emitir unos sonidos aterradores, sobrenaturales. Fue descubierto por John Wesley Powell, que le puso ese nombre. Excavamos el fondo y hallamos un insólito yacimiento arcaico, además de otros muchos en los alrededores. —Señaló en otra dirección y agregó—: Y por allí había otro llamado el Pozo de los Deseos, un asentamiento de ocho estancias construido alrededor de una kiva excepcionalmente profunda. Un pequeño yacimiento, trivial, de ninguna importancia. —Lanzó una elocuente mirada a Black—. En dicho yacimiento los anazazi habían enterrado con sumo cariño a dos niñas, envueltas en telas tejidas, con collares de flores y conchas, pero para entonces ya no quedaba tiempo. No pudimos salvar cuanto había enterrado porque el agua ya estaba subiendo. Ahora el agua lo ha disuelto todo, incluyendo las estructuras de adobe que mantenían las piedras de la ciudad en su sitio. Todas las piezas delicadas han quedado destruidas para siempre.
Black resopló y meneó la cabeza.
—Que alguien me dé un kleenex…
La barca dejó atrás el Grand Bench. Nora vio entonces la negra proa de la meseta de Kaiparowits alzándose, majestuosa, salvaje e inaccesible, teñida de un rosa oscuro por el sol del crepúsculo. Como reaccionando ante aquel estímulo, la barca empezó a virar, dirigiéndose a una estrecha apertura en las paredes de arenisca: el comienzo del cañón del Serpentine.
Una vez que la barca se adentró en los angostos confines del desfiladero, el agua se tiñó de un verde más oscuro. Las paredes de piedra caían en picado, reflejándose con tanta nitidez que resultaba difícil saber dónde terminaba la piedra y empezaba el agua transparente. El capitán le había dicho a Nora que casi nadie subía hasta aquel cañón, ya que no había lugares donde acampar ni playas, y las paredes eran tan altas y verticales que las excursiones a pie se hacían imposibles.
Holroyd se desperezó.
—He estado leyendo cosas sobre Quivira —comentó, señalando el libro—. Es una historia apasionante. Escuchen esto: «Los indios cicuye ordenaron dar un paso al frente a uno de los esclavos que habían capturado en tierras remotas para mostrárselo al general. Éste interrogó al esclavo por medio de varios intérpretes y el esclavo le habló de una ciudad lejana llamada Quivira. Es una ciudad santa, dijo, donde viven los sacerdotes de la lluvia, que custodian los anales de su historia desde el principio de los tiempos. Explicó que era una ciudad muy próspera; el servicio de mesa era del oro puro más refinado imaginable, y las jarras, los platos y los cuencos también estaban hechos con oro, refinado, pulido y decorado. Dijo que despreciaban cualquier otra clase de material».
—Ajá —exclamó Smithback, frotándose las manos con gesto histriónico—. Eso me ha gustado: «Despreciaban cualquier otra clase de material». Oro. Qué palabra tan sumamente agradable, ¿no les parece?
—No existe la más mínima prueba de que los indios anasazi poseyesen oro alguno —aclaró Nora.
—¿Platos de oro? —Repuso Smithback—. Perdone, señora directora, pero eso suena de lo más convincente.
—En ese caso, prepárese para llevarse una gran decepción —prosiguió Nora—. Los indios sólo estaban diciéndole a Coronado lo que éste quería oír para que siguiese su camino y los dejase en paz.
—Pero escuchen —intervino Holroyd—, hay más: «El esclavo le advirtió al general que no se acercase a la ciudad. Los sacerdotes de la lluvia y el sol de Xochitl custodian la ciudad, dijo, e invocarán al dios del Mal de las Cenizas para que su ira caiga sobre todos aquellos que se acerquen sin su permiso y los destruya».
—¡Qué miedo! —se burló Smithback.
Nora se encogió de hombros.
—Es normal que aparezca en esos viejos documentos. Una pizca de verdad en lo que se cuenta, adornada para intensificar el efecto dramático.
Hicks salió del puente de mando y su silueta nervuda apareció enmarcada bajo la maltrecha luz de la cabina.
—El sonar indica que por aquí empieza a haber bancos de arena —anunció—. Pronto aparecerá el fondo del cañón. Seguramente llegaremos al final del lago después de un par de recodos más.
Todos se reunieron en la barandilla de proa, mirando con ansiedad hacia la penumbra. Un reflector se encendió en lo alto del puente de mando e iluminó el agua que se extendía ante ellos. Había vuelto a cambiar de color, esta vez a un marrón chocolate algo sucio. La barcaza se abría paso entre troncos de árbol hechos pedazos, rodeando las oscuras cortinas de piedra que se erguían hasta alcanzar cientos de metros de altura.
Dejaron atrás un nuevo meandro muy pronunciado y de pronto la consternación se apoderó del corazón de Nora. Bloqueando el extremo opuesto del cañón, había una gigantesca masa de desechos naturales a la deriva: leños, ramas y hediondas marañas de agujas de pino podridas. Algunos de los troncos medían hasta metro y medio de diámetro, y habían sido destrozados y arrancados de tal forma que parecía obra de una fuerza sobrenatural. Más allá de la maraña, Nora logró divisar el final del lago, un cúmulo de arena al comienzo de un riachuelo, de un profundo carmesí bajo la penumbra reinante.
Hicks puso el motor en punto muerto y salió del puente de mando, resoplando y mirando hacia el haz de luz del reflector.
—¿De donde han salido todos esos troncos? —Preguntó Nora—. No he visto un solo árbol desde que salimos de Page.
—Es por las riadas —explicó Hicks, mascando una mazorca—. Todo eso baja por las montañas por la fuerza del agua, a veces llega a recorrer cientos de kilómetros. Cuando el torrente va a parar al lago, arrastra todo consigo y lo arroja sobre la superficie. —Movió la cabeza con resignación—. Nunca había visto semejante berenjenal.
—¿Puede atravesarlo?
—Ni hablar —repuso Hicks—. Se cargaría las hélices.
Mierda, pensó Nora, que inquirió:
—¿Qué profundidad tiene el agua?
—El sonar indica que unos dos metros y medio, con agujeros y canales que pueden llegar a los quince. —Le lanzó una mirada extraña y sugirió—: Puede que sea un buen momento para ir pensando en dar media vuelta.
Nora observó el rostro plácido del marino.
—¿Y por qué íbamos a querer hacer eso?
—No es asunto mío —dijo Hicks, encogiéndose de hombros—, pero yo no me metería en ese pedregal ni por todo el oro del mundo.
—Gracias por el consejo —repuso Nora—. Tiene usted un bote salvavidas, ¿verdad?
—Sí, inchable. Pero desde luego, no puede transportar caballos.
La expedición se agrupó alrededor de ellos, escuchando. Nora oyó a Black mascullar algo sobre la pésima idea que había sido traer aquellos caballos.
—Haremos que los caballos lleguen hasta la orilla a nado —dijo Nora— y traeremos el equipo a bordo del bote.
—Eh, espere un momento… —protestó Swire.
Nora lo interrumpió.
—Lo único que necesitamos es un buen caballo que haga de guía y el resto de la manada lo seguirá. Roscoe, estoy segura de que hay un buen nadador en esa recua.
—Sí, claro, Mestizo, pero…
—Bien, bájelo usted mismo y nosotros empujaremos a los demás para que vayan detrás. Pueden pasar a través de uno de esos huecos entre los troncos.
Swire observó los obstáculos que tenían ante sí, una maraña de troncos tétricamente oscura bajo la iluminación fantasmal del reflector.
—Esos huecos son muy estrechos. Los caballos podrían quedarse enganchados en la maleza o incluso desangrarse si se clavan uno de los leños que haya debajo del agua.
—¿Se le ocurre alguna otra idea?
Swire miró al agua y respondió con aire pensativo:
—No. Supongo que no.
Hicks abrió uno de los enormes contenedores que había sobre la cubierta y, con la ayuda de Holroyd, extrajo una masa de goma pesada e informe del interior. Swire condujo a un caballo de gran tamaño hacia el exterior de uno de los remolques y procedió a colocarle una montura sobre el lomo. Nora reparó en que no le había puesto ronzal ni brida. Aragon y Bonarotti empezaron a trasladar el equipo a la balsa, preparándola para el transporte. Black estaba de pie cerca de los remolques, observando los preparativos con gesto escéptico. Swire le tendió una fusta.
—¿Para qué es esto? —preguntó Black, sosteniéndola con la punta de los dedos como si quisiese guardar las distancias con aquel objeto.
—Ahora voy a llevar a este caballo hasta la orilla —sentenció Swire—. Nora conducirá al resto uno a uno. Su tarea consistirá en hacer que salten al agua después de mí.
—¿Ah, sí? ¿Y quiere decirme cómo voy a conseguir que salten?
—Fustigándolos.
—¿Qué dice?
—Dándoles con la fusta en el trasero. No les dé tiempo a pensar.
—Es una locura. Me darán una coz.
—Ninguno de estos caballos suele dar coces, pero por si acaso, prepárese para esquivarlas de todos modos. Y haga este sonido con la boca. —Swire emitió un ruido fuerte y desagradable, como una especie de beso, con los labios.
—Tal vez con una caja de bombones y un ramo de flores resultaría más sencillo —soltó Smithback.
—Pero yo no sé nada de caballos —protestó Black.
—Eso es evidente, pero no hace falta ser un jinete profesional para azotar el trasero de un caballo.
—¿Y no les hará daño a los caballos?
—Les escocerá un poco —contestó Swire—, pero no tenemos toda la noche para engatusarlos.
Black siguió observando la fusta con gesto de preocupación. Nora no estaba segura de qué era lo que más molestaba al científico, el tener que fustigar a los caballos o el obedecer las órdenes de un vaquero.
Swire se encaramó a la montura.
—Que bajen de uno en uno, pero dejen el agua despegada para que no salten unos encima de otros.
Se volvió y espoleó a su caballo. El animal obedeció de inmediato y se lanzó al agua, desapareciendo momentáneamente para luego volver a la superficie, resoplando y con la nariz hacia arriba. Swire desmontó como un auténtico experto, aterrizando junto al caballo sin soltar la silla de montar. A continuación instó al animal a que siguiera adelante en voz baja.
Inquietos, el resto de los caballos se alzaban sobre sus patas dentro de los remolques, dando bufidos a través de los ollares dilatados y entornando los ojos con aprensión.
—¡Vamos! —exclamó Nora, empujando hacia adelante al segundo caballo. Éste se acercó al borde de la barcaza y luego se detuvo—. ¡Dele con la fusta! —ordenó a Black. Se sintió aliviada al ver que Black se aproximaba con paso resuelto y fustigaba al caballo en la grupa. El animal se detuvo y luego saltó, aterrizando en medio del fragor del agua y luchando por seguir al caballo de Swire.
Smithback observaba el proceso con regocijo. Luego exclamó:
—¡Muy bien! Venga Aaron, no me digas que es la primera vez que manejas un látigo. Estoy seguro de haberte visto frecuentar los bares de sadomaso del oeste del Village.
—Smithback, vaya a ayudar a Holroyd con el bote inflable —intervino Nora.
—Sí, señora, lo que usted mande —ironizó Smithback, y se alejó de allí.
De uno en uno, lograron meter al resto de los caballos en el agua hasta que formaron una fila irregular, pegados unos a otros y abriéndose paso a través de un hueco en la maraña de árboles, en dirección a la orilla. Nora cerró con llave los remolques y luego se volvió para ver a Swire salir vadeando del agua en el extremo opuesto, empapado y chorreando bajo el resplandor amarillo del reflector. En cuanto puso a salvo su caballo, volvió sobre sus pasos y se metió de nuevo en el agua, vociferando y dando gritos de aliento, espoleando al resto para que alcanzasen tierra firme. No tardó en reunidos en una horda extenuada y los empujó cañón arriba, despejando la zona.
Nora observó las maniobras de Swire y luego se dirigió a Black.
—Lo has hecho muy bien, Aaron.
El geocronólogo se ruborizó, sintiéndose orgulloso de sí mismo.
—Y ahora, a descargar el equipo —ordenó al resto del grupo—. Capitán, muchas gracias por su ayuda. Nos aseguraremos de que la balsa quede a buen resguardo mientras estemos arriba. Le veremos dentro de un par de semanas.
—A menos que yo les vea primero —repuso Hicks secamente mientras entraba en el puente de mando.
Hacia las once, en el intenso silencio de la noche desértica, Nora dio una última vuelta por el campamento aletargado y luego arrojó su saco de dormir a cierta distancia del resto, esculpiendo con cuidado la arena de debajo para estar más cómoda. A fin de hacer más llevaderos los precipitados ajustes de última hora que siempre acompañaban aquella clase de expediciones, se había encargado personalmente de que el equipo ya estuviese pesado y guardado en las alforjas, listo para cargarlo por la mañana. Los caballos descansaban a cierta distancia, masticando con satisfacción los últimos restos de alfalfa. Los demás miembros del grupo dormían en sus tiendas o en los sacos de dormir, junto a la llama moribunda del fuego. Por su parte, el Laura del mar ya se dirigía de vuelta al puerto deportivo. La expedición había comenzado.
Nora se acomodó en el saco de dormir, respirando con calma. De momento todo estaba saliendo a las mil maravillas. Black era un pelmazo, pero su experiencia compensaba su carácter huraño. Smithback había supuesto una sorpresa muy molesta, pero con su ancha espalda y sus fornidos brazos sería un buen excavador, y ya se aseguraría ella de mantenerlo ocupado con la pala, le gustase o no. Antes de ir a dormir, había insistido en regalarle una copia de su libro, pero ella lo había arrojado dentro de un petate sin ni siquiera echarle un vistazo.
Por otra parte, Peter Holroyd había demostrado ser un verdadero experto en partidas de expedición, siempre dispuesto a echar una mano. Nora lo había sorprendido mirándola fugazmente durante el trayecto por el lago Powell, y se preguntaba si se habría encaprichado de ella. Tal vez, sin darse cuenta, se había aprovechado de ello al persuadirle de que robase la información del LRPC. Sintió una súbita punzada de remordimiento, aunque lo cierto era que había mantenido su promesa. Holroyd formaba parte de la expedición. Seguramente está confundiendo la gratitud con otra cosa, pensó, dando por zanjada la cuestión. Bonarotti era una de esas personas imperturbables que nunca parecían alterarse por nada, además de ser un cocinero de primera. Con respecto a Aragon, lo más probable era que se mostrase más abierto en cuanto abandonasen su odiado lago Powell.
Nora se estiró por completo en el interior del saco. Finalmente parecía haberse formado un buen grupo y lo mejor de todo era que no había ninguna Sloane Goddard con quien tener que vérselas. Black, Aragon y ella misma, reunían experiencia más que suficiente para seguir adelante. El doctor Goddard no podía echarle las culpas más que al retraso de su propia hija.
La luz de las estrellas brillaba tenuemente desde los riscos lejanos y las torrecillas de arenisca navajo. El fresco se había apoderado del aire en pleno desierto, y la noche llegaba deprisa y resuelta. Oyó un leve murmullo y percibió el olor vagabundo del cigarrillo de Bonarotti. En el silencio, el eco repetía sin cesar los débiles gritos de los carrizos del cañón, tintineando como campanas, mezclándose con el leve arrullo del agua al bañar la orilla, justo debajo del campamento. Estaban a muchos kilómetros del reducto de civilización más cercano, y el cañón distante y oculto al que se dirigían se hallaba mucho más lejos todavía.
Al pensar en Quivira. Nora sintió el peso de la responsabilidad caer sobre sus hombros. Era consciente de que también allí existía la posibilidad del fracaso. Puede que no encontrasen la ciudad. La expedición podía irse al garete por culpa de los conflictos personales. Pero además, la Quivira de su padre podía resultar no ser más que un asentamiento normal y corriente de cinco estancias. Eso era lo que más le preocupaba. Quizá Goddard la perdonara por haberse marchado sin su hija, pero pese a todas sus buenas palabras, ni él ni el instituto la perdonarían si regresaba con un informe excelente sobre un diminuto yacimiento de los indios pueblo III. Y sólo Dios sabía qué clase de artículo mordaz sería capaz de escribir Smithback si creía haber estado malgastando su precioso tiempo.
Se oyó el aullido distante de un coyote y Nora se aferró con fuerza al embozo del saco. Espontáneamente sus pensamientos regresaron a Santa Fe, a la noche en el rancho desierto. Había tenido mucho cuidado de mantener los mapas y las imágenes del radar bajo su control en todo momento. Había impresionado a todo el mundo con la necesidad de guardar la máxima discreción, esgrimiendo a los saqueadores de tumbas y los buscadores de tesoros como excusa. Y luego, a pesar de sus cuidadosos planes, Smithback lo había echado todo a perder…
Sin embargo, sabía que era poco probable que los comentarios de Smithback llegasen hasta Santa Fe y, aparte de la mención de su nombre, nada de cuanto había dicho era lo bastante explícito como para deducir el propósito de la expedición. Lo más probable era, pues, que las extrañas criaturas que la habían atacado ya se hubiesen dado por vencidas. Para seguirla al lugar al que se dirigía, hacía falta ser una persona muy decidida, incluso desesperada, alguien que conociese el desierto y sus sorpresas como la palma de su mano, mejor aun que el mismísimo Swire. Desde luego, ninguna barca los había seguido por el lago. El miedo y la angustia cedieron y dieron paso a un estado de duermevela, y luego a los sueños donde aparecían ruinas polvorientas y columnas verticales de luz acuchillando la oscuridad de una cueva prehistórica, y dos niñas muertas cubiertas con flores.