13

La expedición llegó a Page, Arizona, a las dos de la tarde. Los remolques con los caballos iban seguidos por la ranchera y la furgoneta, abriéndose paso en caravana por la ciudad hasta llegar al puerto deportivo, donde fueron a parar al gigantesco aparcamiento de asfalto que había junte al lago Powell. Page era una de esas nuevas ciudades del oeste del país sin apenas historia que habían crecido, sucias y feas, como un sarpullido en medio del desierto. Los aparcamientos de autocaravanas y las casas prefabricadas, donde vivían los más desfavorecidos, se extendían hasta la orilla del lago a través de un paisaje yermo de árboles debido a la grasa y la ceniza. En los límites de la ciudad se alzaban, con aire surrealista, las tres columnas de humo de la central eléctrica Navajo Generation Station, cada una de las cuales casi alcanzaba los trescientos metros de altura, despidiendo auténticas llamaradas de vapor blanco.

En el extremo de la ciudad también se hallaba el puerto deportivo y el propio lago Powell, una masa sinuosa de agua verde que se extendía hasta una fabulosa jungla de piedra. Era enorme: casi quinientos metros de longitud y miles de kilómetros de costa. El lago era un espectáculo impresionante, en magnífico contraste con la banalidad de Page. Hacia el este, la enorme cúpula de la montaña Navajo se erguía como un casquete negro, y los barrancos de la cima estaban todavía moteados por manchas de nieve. Lago arriba, los desfiladeros, las mesetas y los cañones se solapaban unos encima de otros, y la propia masa de agua formaba una especie de camino hacia un infinito hecho de arenisca y cielo.

Al contemplar aquella vista, Nora meneó la cabeza. Treinta y cinco años atrás, aquél había sido el cañón del Glen, el que John Wesley Powell había definido como el cañón más bello del mundo. Más tarde habían construido la presa del cañón del Glen y las aguas del río Colorado habían ido creciendo poco a poco hasta formar el lago Powell. El paraje, hasta entonces silencioso y solitario, al menos en los alrededores de Page, se vio invadido por el fragor de las embarcaciones deportivas y las motos acuáticas, ruidos que se mezclaban con el olor de tubos de escape, humo de tabaco y gasolina. El lugar tenía el aire surrealista de un asentamiento encaramado en los confines del mundo conocido.

Junto a ella, Swire fruncía el entrecejo al mirar por la ventanilla. Habían estado hablando de caballos casi todo el camino, y Nora empezaba a sentir un gran respeto por el vaquero.

—No sé cómo les va a sentar a los caballos ir flotando sobre una barcaza —comentó—. Quizá acabemos dándonos un buen chapuzón en el agua.

—Podremos subir los remolques a la barca y desengancharlos —replico Nora—. No hará falta que hagamos bajar a los caballos.

—Hasta que lleguemos a la otra orilla, querrá usted decir. —Swire se acarició el tupido bigote—. Parece que esa tal Sloane no da señales de vida, ¿no?

Nora se encogió de hombros. Se suponía que Sloane Goddard iba a volar directamente hasta Page para reunirse con ellos en el puerto deportivo, pero no había rastro de ninguna exuniversitaria entre la multitud rolliza y de tripa oronda que merodeaba por los muelles. Tal vez estuviese esperándoles en el refugio equipado con aire acondicionado del despacho del encargado.

Los dos remolques aparcaron en la amplia zona de estacionamiento de la plataforma de acceso a los barcos. La furgoneta y la ranchera llegaron detrás y el grupo pronto se reunió de nuevo bajo el calor sofocante, seguido de los cuatro empleados del instituto que conducirían los vehículos de vuelta a Santa Fe.

Allí abajo, junto al agua, Nora contempló el puerto deportivo de Wahweap en todo su esplendor: vasos de espuma de poliestireno, latas de cerveza, bolsas de plástico y pedazos flotantes de periódico cabeceaban en los bajíos de agua marrón que rodeaban la parte interior de la plataforma. «Prohibido el esquí acuático en sentido contrario a las agujas del reloj», rezaba un cartel, mientras que otro anunciaba: «¡Todo el mundo a pasárselo bien!». Filas interminables de casas flotantes amarradas a los muelles cubrían la orilla en todas direcciones, gigantescas autocaravanas metalizadas meciéndose sobre las aguas. Estaban pintadas de colores llamativos —verdes y amarillos fosforescentes, marrones como de poliéster— y tenían nombres tan cursis como Mi casita y El orgullo de papá.

—Menuda vista tan espectacular —ironizó Holroyd, desperezándose y mirando alrededor.

Cuando Swire fue a ayudar a colocar los remolques, Nora se fijó en un detalle bastante incongruente en la escena: una enorme limusina avanzaba a toda prisa por el aparcamiento hacia los muelles. La multitud también reparó en ella y se produjo cierto revuelo. El corazón le dio un vuelco. No puede ser Sloane Goddard, pensó Nora. En una limusina no, por favor… Sintió un gran alivio cuando el vehículo se detuvo y de la parte trasera salió un hombre joven y larguirucho que con paso vacilante, recompuso su estilizada figura y echó un vistazo al puerto deportivo a través de sus Ray-Ban negras.

Presa de curiosidad, Nora lo observó atentamente. No era un hombre especialmente guapo, pero sus marcados pómulos y aquella nariz aguileña le hacían parecer atractivo, sobre todo por el modo en que observaba la escena, con aire divertido y seguro de sí mismo. Llevaba el pelo castaño y suave despeinado, completamente revuelto, como si acabara de levantarse de la cama. ¿Quién narices debe de ser?, se preguntó Nora.

Varios adolescentes de la multitud se acercaron a él instintivamente y muy pronto se formó alrededor un remolino de gente. Nora vio que el hombre estaba hablando animadamente.

Black miró en su misma dirección e inquirió:

—¿Quién será ese tipo?

Apartando la mirada, Nora abandonó el grupo para recoger el equipo y fue en busca de Ricky Briggs, uno de los encargados del puerto deportivo. De camino a la oficina central, pasó cerca de la limusina e, intrigada se detuvo junto al grupo de curiosos, mirando de nuevo al hombre. Iba vestido con unos vaqueros nuevos que parecían recién planchados, un pañuelo rojo y botas camperas de piel de lagarto muy caras. Apenas podía escuchar lo que decía por culpa del barullo de la muchedumbre, pero le oía hacer comentarios mientras sostenía un libro en rústica en la mano y lo agitaba en el aire. Luego firmó un autógrafo en él y se lo dio a una chica despampanante ataviada con un tanga. El pequeño corro de gente se echó a reír, siguió charlando con animación y le pidió más libros.

Nora se volvió hacia la mujer que había a su lado.

—¿Sabe quién es?

No tengo ni idea —contestó—, pero tiene que ser famoso.

Cuando se disponía a marcharse, Nora oyó con claridad pronunciar su nombre. Se detuvo.

—Se trata de un proyecto confidencial —estaba diciendo el hombre con voz nasal—. No puedo hablar de ello, pero podrán leer cosas sobre el proyecto muy pronto…

Nora empezó a abrirse paso entre la multitud.

Tanto en el New York Times como en forma de libro…

Avanzó a codazos apartando a un corpulento hombre que lucía pantalones cortos floreados.

—… una fantástica expedición al rincón más lejano de…

—¡Eh! —exclamó Nora, irrumpiendo en la primera fila de curiosos. El hombre la miró con gesto de sorpresa e indignación. Luego esbozó una sonrisa.

Usted debe de ser… —Nora le tomó de la mano y empezó a empujarle entre la multitud—. Mi equipaje… —dijo.

—¡Cállese de una vez! —le ordenó ella, arrastrándole fuera de la multitud que se apartaba a su paso al verla fuera de sí.

—Espere un momento… —protestó el hombre.

Nora siguió tirando de él, hasta cruzar el asfalto en dirección a los remolques y dejar tras de sí una muchedumbre perpleja que comenzó a dispersarse.

—Soy Bill Smithback —dijo el hombre, tratando de tenderle la mano mientras daba brincos junto a ella.

—Ya sé quién es usted, pero no sé qué diablos pretende, organizando semejante espectáculo.

—Un poco de publicidad previa nunca viene mal…

—¡Publicidad! —exclamó Nora. Se detuvo al llegar a uno de los remolques y se enfrentó a él, respirando con fuerza.

—¿Es que he hecho algo malo? —preguntó Smithback con aire inocente y apretando un libro contra su pecho como si fuera un escudo.

—¿Malo? Llega aquí en una limusina, como si fuera una estrella de cine…

—La alquilé por muy buen precio en el aeropuerto. Además, hace un calor asfixiante por aquí y las limusinas tienen un sistema de aire acondicionado fabuloso…

—Se supone que esta expedición —lo interrumpió Nora—, tiene que ser algo estrictamente confidencial.

—Pero si no les he dicho nada… —se excusó—. Sólo he firmado un par de libros.

Nora sintió que empezaba a enojarse de verdad.

—Puede que no les haya dicho dónde está Quivira, pero desde luego sí les ha avisado de que está pasando algo. Yo quería entrar y salir de aquí con la máxima discreción posible.

—Pues resulta que yo estoy aquí para escribir un libro y…

—Otra escenita como ésa y no habrá libro que valga, ¿lo ha entendido bien?

Smithback se quedó en silencio.

De repente, Black se dirigió hacia ellos con una sonrisa amable y le tendió la mano.

—Encantado de conocerle, señor Smithback —dijo—. Soy Aaron Black y estoy ansioso por empezar a trabajar con usted.

Smithback estrechó aquella mano amistosa y Nora contempló la escena con irritación. Estaba viendo una faceta de Black que nunca había visto antes en las reuniones del SAA. Se volvió hacia Smithback.

—Dígale a su chófer que le traiga sus cosas y las coloque junto a las de los demás. Y haga el favor de pasar inadvertido, ¿de acuerdo?

—Bueno, no es exactamente mi chófer…

—¿Me ha entendido bien?

—Oiga, ¿no podría hablar sin gritar? —dijo—. Porque su voz es un poco estridente para mis delicados oídos.

Nora lo fulminó con la mirada.

—¡Vale! ¡Vale! Lo he entendido.

Nora lo observó mientras se alejaba arrastrando los pies hacia la limusina, con la cabeza gacha fingiendo vergüenza. Volvió enseguida cargado con un petate de grandes dimensiones. Lo lanzó encima de la pila y se volvió hacia Nora con una amplia sonrisa en los labios, tras haber recuperado su aire risueño.

—Este lugar es perfecto —señaló, mirando alrededor—. Es como Central Station. —Nora lo miró con gesto interrogador—. Sí, ya sabe, Central Station… Ese pequeño punto del mapa que aparece en El corazón de las tinieblas. El último reducto civilizado, donde la gente se detenía antes de proseguir camino hacia el interior de África.

Nora meneó la cabeza y se encaminó hacia un complejo de edificios cercano con vistas al lago. Encontró a Ricky Briggs instalado en un despacho donde reinaba el desorden más absoluto. Era un hombre de baja estatura y rollizo que no dejaba de vociferar al teléfono.

—¡Malditos texicanos de mierda! —exclamó, colgando el auricular de golpe cuando Nora entró. Alzó la vista y observó el cuerpo de la mujer de arriba abajo, muy despacio. La actitud de aquel hombre la irritó—. Dime, nena, ¿qué puedo hacer por ti? —le preguntó con un tono de voz muy distinto, arrellanándose en la silla.

Soy Nora Kelly, del Instituto Arqueológico de Santa Fe —contestó fríamente—. Se suponía que iba a tener una barcaza lista para nosotros en el puerto.

—Ah, sí, por supuesto —dijo borrando la sonrisa de su rostro. Volvió a levantar el auricular y marcó un número de teléfono—. Ya está aquí el grupo con los caballos. Trae la barca. —Dejó el teléfono en su sitio y, sin añadir una sola palabra, se volvió y se dirigió a toda prisa hacia la puerta. Cuando Nora se levantó para seguirlo, pensó que estaba excediéndose con el tono autoritario que le correspondía como responsable de aquella expedición. Se preguntó si Smithback tendría la culpa de su repentino malhumor.

Nora siguió a Briggs por el lateral de los edificios y atravesó la zona de embarque hasta llegar a un muelle flotante. En la orilla del muelle, Briggs empezó a vociferar a los patrones de barco que navegaban por las cercanías para que se apartasen de allí. A continuación se dirigió a Nora:

—Dé media vuelta a los remolques y colóquelos marcha atrás hasta llegar al agua. Descargue el resto de su equipo y colóquelo sobre el muelle.

Cuando Nora hubo dado las órdenes, Swire se acercó a ella e hizo un ademán con la cabeza señalando a Smithback.

—¿Quién es el llanero solitario? —le preguntó.

—Es nuestro reportero —contestó Nora.

Swire se acarició el bigote con aire pensativo.

—¿Reportero?

—Fue idea de Goddard —le informó Nora—. Cree que necesitamos a alguien para que relate por escrito el descubrimiento. Iba a añadir algo, pero se contuvo; sus críticas a Goddard o Smithback no le harían ningún bien a la expedición. Le había dejado perpleja que Goddard, que tan bien había sabido escoger a los demás miembros del grupo, hubiese elegido a alguien como Smithback. Lo vio levantar el equipo del suelo, con sus brazos tensos por el esfuerzo, y sintió una nueva punzada de cólera. Me he pasado todos estos días yendo con pies de plomo para mantener la expedición en secreto para que ahora venga este imbécil y lo mande todo a paseo, pensó.

Cuando Nora regresó a la plataforma para ayudar a los remolques, una barcaza de enormes dimensiones apareció a la vista, con las grúas salpicadas de suciedad y los pontones de aluminio agujereados y abollados por todas partes. Las palabras Laura del mar estaban pintadas bajo el diminuto puente de mando en letras negras de trazo grueso. La barcaza aminoró al llegar a un recodo del puerto y los motores empezaron a girar en sentido inverso a medida que fue aproximándose a la plataforma de cemento.

Tardaron media hora en cargar los remolques. Roscoe Swire se había ocupado de los caballos como un verdadero experto, tranquilizándolos pese al ruido y el caos. Bonarotti, el cocinero, estaba cargando las últimas piezas de su equipo y no dejaba que nadie le ayudase. Holroyd estaba comprobando los cierres de las bolsas impermeables que contenían el equipo electrónico. Agobiado por el calor, Black estaba apoyado contra una grúa, aflojándose el cuello de la camisa.

Nora consultó su reloj. Sloane Goddard seguía sin dar señales de vida. Tenían que realizar el trayecto de noventa y seis kilómetros antes de que anocheciese, pues descargar los caballos de noche sería demasiado complicado y peligroso.

Subió a bordo y entró en el diminuto puente de mando. El capitán de la barcaza estaba manipulando un aparato de sonar. Por su aspecto físico, parecía recién salido de una cabaña de los Apalaches: lucía barba blanca y larga, sombrero de paja y mono de granjero. Llevaba cosidas las palabras «Willard Hicks» en letras blancas en el bolsillo de su chaleco.

El hombre la miró y se quitó de la boca una pipa hecha con una mazorca de maíz seco.

—Hay que darse prisa —dijo—. No queremos que se cabree todavía más.

Sonrió y señaló con un gesto hacia la ventana, al otro lado de la cual Briggs estaba gritándoles:

—¡Muévanse ya! ¡Vamos! ¡Fuera de una vez!

Nora miró por la plancha hacia el aparcamiento, que brillaba por el calor.

—Así pues, preparados para zarpar —ordenó la mujer—. Informaré al grupo.

Los miembros de la expedición estaban reunidos delante del puente de mando, donde habían colocado varias sillas plegables muy sucias en torno a una mesita de café de aluminio. Muy cerca había un destartalado hornillo de gas, cubierto de gruesas capas de grasa.

Nora observó a las personas con que iba a pasar las siguientes semanas, la expedición que descubriría Quivira. A pesar de sus impresionantes credenciales, se trataba de un grupo muy variopinto. Enrique Aragon, cuyo rostro de tez oscura ocultaba una emoción que parecía poco dispuesto a compartir con los demás; Peter Holroyd, con su perfil romano, ojos pequeños, boca exageradamente grande y las manchas de suciedad que decoraban su camiseta; Smithback, que había recuperado por completo su buen humor, estaba enseñándole un ejemplar de su libro a Black, quien le escuchaba con atención; Luigi Bonarotti, encaramado a su equipo, fumando un Dunhill, tan relajado como si estuviera sentado en un café del boulevard Saint Michel; Roscoe Swire, de pie junto a los remolques, murmurando palabras tranquilizadoras a los inquietos caballos. ¿Y yo?, se preguntó, una mujer de pelo cobrizo con unos vaqueros viejos y una camiseta rota. No infundo demasiada autoridad, que digamos. ¿En qué me he metido?, se preguntó, sintiendo otro acceso momentáneo de inseguridad.

Aaron Black dejó a Smithback y se acercó a ella, mirándola con el entrecejo fruncido.

—Esta bañera es asquerosa —soltó con una mueca de asco.

—¿Y qué esperaba? —le preguntó Aragon con tono seco e impasible—. ¿El lie de Frunce?

Bonarotti extrajo un pequeño frasco de su chaqueta caqui cuidadosamente planchada, desenroscó la parte superior de vidrio y lo rellenó con dos dedos de líquido. A continuación añadió agua de una cantimplora y agitó la mezcla amarillenta. Volvió a colgar la cantimplora en un gancho y ofreció el vaso a los presentes.

—¿Qué es eso? —preguntó Black.

—Pernod —respondió—. Lo mejor para los días calurosos.

—No bebo —repuso Black.

—Yo sí —intervino Smithback—, pásemelo.

Nora volvió a mirar a Willard Hicks, que estaba dando golpecitos a un reloj ficticio en su muñeca. La mujer asintió con la cabeza y soltó las amarras del muelle. Los motores emitieron un rugido como respuesta y, en medio de terribles chirridos, la barca empezó a abandonar la plataforma marcha atrás.

Holroyd miró alrededor e inquirió:

—¿Y la doctora Goddard?

—No podemos esperar más —contestó Nora con una extraña sensación de alivio: puede que al final no tuviese que vérselas con aquella chica misteriosa. Que Sloane Goddard los siguiese si quería.

Los miembros del equipo intercambiaron miradas de sorpresa mientras la barcaza iniciaba un lento giro y el agua bullía por la popa. Hicks hizo sonar la sirena brevemente.

—¡No puede estar hablando en serio! —Exclamó Black—. No se marchará sin ella, ¿verdad?

Nora miró fijamente aquel rostro sudoroso e incrédulo.

—Pues claro que sí —respondió—. Claro que me marcho sin ella.