Los faros de la camioneta de Nora temblaban entre los rayos de la aurora de la mañana, zigzagueando a través de las nubes de polvo que se levantaban del suelo de los corrales, iluminando las vallas de madera del rancho. Se detuvo en una zona de aparcamiento y apagó el motor, junto a un par de vehículos de color oscuro, una ranchera y una furgoneta, ambas con el emblema del instituto. Habían traído dos remolques para caballos hasta unas caballerizas próximas y los trabajadores del rancho estaban cargando los animales bajo las luces eléctricas.
Nora salió al aire fresco del amanecer y echó un vistazo alrededor. El cielo no empezaría a iluminarse hasta media hora después, pero el lucero del alba ya estaba desperezándose, una brusca mota de luz en la bóveda de terciopelo. Los vehículos del instituto estaban vacíos y Nora sabía que todo el mundo debía de encontrarse en el círculo de la hoguera, donde Goddard tenía planeado presentar a los miembros de la expedición y ofrecer un breve discurso de despedida. Al cabo de una hora, iniciarían el largo trayecto hasta Page, Arizona, al final del lago Powell. Había llegado el momento de conocer a los demás.
Sin embargo, aún retrasó un poco más el encuentro. El aire estaba impregnado con los sonidos de su infancia: los golpes del látigo, los gritos y silbidos de los vaqueros, el ruido de los cascos de los caballos en los remolques, el estruendo de las vallas de protección para el ganado… Cuando el aroma a piñas quemadas, caballos y polvo la embargó, el fuerte nudo que sentía en el estómago empezó a ceder. En los tres días anteriores se había mostrado extremadamente prudente, atenta y vigilante, y pese a toda su atención, no había vuelto a ver nada extraño que la alarmase. Habían completado la composición del equipo con bastante rapidez y discreción. Nadie ajeno al proyecto había oído una sola palabra acerca del mismo y una vez allí, lejos de Santa Fe, Nora advirtió que parte de la tensión que la había mantenido dolorosamente alerta todos aquellos días había empezado a aliviarse. El misterio de quién había enviado la carta de su padre seguía acechándola a cada instante, pero al menos sabía que en cuanto se pusieran en camino lograría despistar y dejar atrás a sus extraños perseguidores.
Un vaquero tocado con un viejo sombrero salió a pie del corral, guiando un caballo con cada mano. Nora se volvió para mirarlo. El hombre apenas medía metro cincuenta, estaba más bien flaco, aunque fornido, y era patizambo. Volvió la cabeza para reprender a los trabajadores del rancho que se habían quedado rezagados en la polvorienta oscuridad, jalonando sus órdenes con exabruptos y palabras malsonantes. Ése debe de ser Roscoe Swire, pensó Nora, el vaquero que había contratado Goddard. Parecía conocer bien su trabajo, pero tal como decía siempre su padre: «no se sabe si es un vaquero de verdad hasta que lo ves montar». De repente, Nora volvió a sentirse molesta por el hecho de que el presidente del instituto hubiese decidido la contratación de todo el personal, incluido el vaquero. Sin embargo, al fin y al cabo era Goddard quien pagaba las facturas.
Sacó su silla de montar de la parte trasera de la camioneta y rodeó el vehículo.
—¿Es usted Roscoe Swire? —le preguntó.
El hombre se volvió y se quitó el sombrero con un ademán que acabó siendo cortés e irónico a la vez.
—Para servirla —dijo con voz sorprendentemente grave. Lucía un bigote de dimensiones descomunales, tenía los labios caídos y unos ojos tristones y enormes. Sin embargo, había cierta rudeza, puede que incluso agresividad, en su actitud.
—Soy Nora Kelly —dijo estrechando su pequeña mano, tan áspera y postillosa que era como agarrar un erizo con las manos.
—Asi que es usted la jefa —señaló Swire con una sonrisa burlona—. Encantado. —Miró la silla de montar—. ¿Qué trae ahí?
—Es mía. Supuse que querría cargarla con el resto en la parte delantera del remolque.
Volvió a tocarse con el sombrero muy despacio.
—Parece que ha llevado un buen tute esa silla.
—La tengo desde los dieciséis años.
Swire esbozó una nueva sonrisa y comentó:
—Vaya, una arqueóloga que sabe montar a caballo.
—Soy una experta preparando buenas alforjas y, por si fuera poco, bateo al béisbol mucho mejor que algunos que se consideran profesionales —dijo Nora.
Al oír aquello, Swire sacó una cajita de galletas de jengibre del bolsillo, escondió una bajo el bigote y empezó a masticarla.
—Vaya —farfulló con la boca llena—, parece que no tiene usted abuela. —Examinó la montura más de cerca—. «Guarniciones Valle Grande», aparejo de tres cuartos con alforjas cheyenne. Si alguna vez quiere venderla, hágamelo saber. —Nora se echó a reír—. Oiga, los demás acaban de subir hacia la hoguera. ¿Qué sabe usted de ellos? ¿Qué son, una panda de neoyorquinos de vacaciones o qué?
Nora descubrió que Swire y su tono sarcástico empezaban a caerle bien.
—No conozco a casi ninguno de ellos. Es un grupo mixto. Al parecer, casi todo el mundo cree que los arqueólogos son como Indiana Jones, pero yo he conocido a muchos que son incapaces de montar a caballo, aunque sea cosa de vida o muerte, o que nunca se han aventurado a traspasar los muros de la clase y el laboratorio. Todo depende de la clase de trabajo que hayan hecho. Estoy segura de que más de uno acabará teniendo agujetas en el culo al final del primer día. —Se acordó de Sloane Goddard, la universitaria de las hermandades femeninas, y se preguntó cómo ella, Holroyd y los demás se las apañarían con la silla de montar.
—Bueno —repuso Swire—, si no les duele es que no están pasándolo bien. —Engulló otra galleta de jengibre y señaló hacia adelante—: Es por ahí.
El círculo de la hoguera quedaba al norte de las cuadras, oculto entre unos pinares y unos matorrales de junípero. Nora siguió el camino y enseguida distinguió la hoguera titilante entre los árboles. Unos enormes leños de pino americano estaban dispuestos en amplios anillos en columnas de tres troncos. El círculo yacía al pie de un alto risco, lleno de cuevas desperdigadas a lo largo de su extensión, y con un saliente que dominaba el cerro desde lo alto. La llama de la hoguera bailaba y temblaba, pintando los colores refulgentes de la arenisca del precipicio sobre la tela de la oscuridad. Nora sabía que encender una hoguera en círculo antes de iniciar un largo viaje era una vieja costumbre de los indios pueblo, y tras presenciar el incidente con las vasijas de Mimbres, no le había sorprendido lo más mínimo que a Goddard se le hubiese ocurrido aquella idea. Se trataba de una prueba más del respeto que sentía por la cultura india.
Se internó en los anillos de la hoguera. Había varias figuras sentadas en los troncos de pino, hablando en voz baja. Se volvieron al verla llegar y Nora reconoció de inmediato a Aaron Black, el insigne geocronólogo de la Universidad de Pensilvania: metro noventa de estatura o más, con una cabeza y unas manazas enormes. Su costumbre de levantar la barbilla y mantener la cabeza erguida le hacía parecer aún más alto, confiriéndole un aire ligeramente pomposo. Sin embargo, su aspecto desdecía de su prestigiosa reputación. Nora lo había visto en numerosos congresos arqueológicos, donde siempre parecía estar dando conferencias que desacreditaban la datación —poco fiable, pero prometedora— de un yacimiento por parte de otro colega arqueólogo; se trataba de un hombre de gran rigor intelectual, que a todas luces disfrutaba de lo lindo echando por tierra las teorías de sus colegas. Pese a todo, era un reconocido experto en datación arqueológica, temido y muy solicitado a la vez. Se decía que nadie había conseguido nunca demostrar que estuviese equivocado, y su gesto arrogante lo expresaba con claridad.
—Doctor Black —dijo Nora, dando un paso hacia adelante—, soy Nora Kelly.
—Ah —exclamó Black, levantándose y estrechándole la mano—, encantado de conocerla. —Parecía un poco confundido. Seguramente no le gustaba la idea de tener a una mujer joven como jefa, pensó. No había rastro de la característica pajarita ni de la chaqueta de cloqué de sus congresos arqueológicos, y ambas prendas se habían visto reemplazadas por un traje de explorador recién estrenado que parecía acabado de salir de una tienda de ropa para jóvenes inquietos. A éste seguro que le dolerá el trasero, se dijo Nora. Eso suponiendo que logre superar el primer día.
Holroyd se acercó y le estrechó la mano, le dio un breve y torpe abrazo y a continuación, sintiéndose incómodo y avergonzado, retrocedió unos pasos con gesto confundido. Tenía la cara radiante de un boy scout en su primera acampada, y los ojos verdes le brillaban intensamente, llenos de ilusión.
—¿La doctora Kelly? —preguntó alguien desde la oscuridad, y otra figura salió a la luz caminando hacia ella. Era un hombrecillo de escasa estatura, moreno y de cincuenta y tantos años, que provocaba una inquietante sensación, incluso cáustica. Su rostro era deslumbrante: de tez morena, tenía el pelo negro peinado hacia atrás, ojos enigmáticos y nariz larga y aguileña—. Soy Enrique Aragon —se presentó estrechándole la mano brevemente; tenía los dedos largos, sensibles, casi femeninos. Hablaba con voz precisa y elegante, y tenía un leve acento mejicano, apenas perceptible.
Nora también lo había visto en diversos congresos, un personaje distante y de cuya vida privada nada se sabía. Estaba considerado como el mejor fisicoantropólogo del país y había obtenido la medalla Hrdlicvka, aunque también era médico, una combinación más que conveniente para la expedición y sin duda un factor decisivo en la elección de Goddard. Nora se maravilló de nuevo por el hecho de que éste hubiese logrado reunir a profesionales de la talla de Black y Aragon en tan breve plazo de tiempo, y le asombraba aún más que fuese ella la encargada de dirigir a aquellos dos hombres, muy superiores a ella tanto en edad como en prestigio y reputación. Trató de librarse de la súbita punzada de inseguridad: si iba a encabezar aquella expedición, más le valía empezar a pensar y comportarse como una líder, y no como una simple profesora adjunta siempre supeditada a sus colegas más veteranos.
—Hemos estado haciendo las presentaciones —explicó Aragon con una leve sonrisa—. Éste es Luigi Bonarotti, director de acampadas y cocinero. —Se apartó a un lado y señaló a otra persona que se había situado detrás de él para conocer a Nora.
Un hombre de oscuros ojos sicilianos inclinó el tronco y le tomó la mano. Iba impecablemente acicalado y vestido con unos pantalones recién planchados, y Nora percibió el leve aroma de un aftershave muy caro. El hombre se inclinó en una especie de reverencia con cierta circunspección típicamente europea.
—¿De verdad vamos a tener que ir a caballo todo el camino hasta el yacimiento? —preguntó Black.
—No —repuso Nora—. También habrá que caminar un poco.
El rostro de Black se crispó con un gesto de desagrado.
—Pues en mi modesta opinión, habría sido mucho más lógico utilizar helicópteros. Siempre me ha bastado con ellos para hacer mi trabajo.
—No en esta zona —puntualizó Nora.
—¿Y dónde está el periodista que va a documentar todo esto para la posteridad?
¿No debería estar aquí? Tengo muchas ganas de conocerle.
—Se incorporará al grupo en el puerto deportivo de Wahweap junto con la hija del doctor Goddard.
Los demás empezaron a situarse alrededor de la hoguera y Nora se acomodó en un tronco, disfrutando del calor e inspirando el olor a humo de madera de cedro, escuchando cómo los silbidos del viento y el crepitar del fuego se burlaban de la oscuridad circundante. Como si estuviera muy lejos de ella, oyó a Black seguir quejándose por tener que realizar el viaje a caballo. Las llamas danzaban frente al precipicio de arenisca, iluminando las entradas recortadas de las cuevas. Creyó ver un destello fugaz de luz en el interior de una de las grutas, pero desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. No, seguramente sus ojos la habían engañado. Por algún extraño motivo, le vino a la cabeza el mito de la caverna de Platón. ¿Y qué aspecto tendríamos para esos hombres de las rocas que, en la profundidad de la cueva contemplasen las sombras de la pared?, se preguntó.
Advirtió que el murmullo de la conversación que la rodeaba había cesado. Todos observaban el fuego, absortos en sus propios pensamientos. Nora miró de reojo al entusiasmado Holroyd, satisfecha de que el especialista en detección por radar no se hubiese echado atrás. Sin embargo. Holroyd no estaba contemplando el fuego, sino mirando más allá, a la oscuridad de la pared del despeñadero.
Nora vio a Aragon mirar hacia arriba y luego a Black. Tras seguir la mirada de ambos, distinguió de nuevo un fucilazo de luz en el interior de una de las cuevas, irregular pero inconfundible. Se oyó un débil chasquido y se vieron más fogonazos amarillos. A continuación, una silueta solitaria y grisácea se dibujó encima de la oscuridad de la cueva. Cuando la figura emergió de las sombras del precipicio de arenisca, Nora reconoció las facciones ajadas de Ernest Goddard, que se acercó al grupo en silencio, con el pelo blanco teñido de carmesí por las llamas, mirándolos a través del humo y la fogata. Movió algo que llevaba en la mano y de nuevo aparecieron los fogonazos, titilando entre sus finos dedos.
Permaneció de pie durante largo rato, fijando en su mirada a cada una de aquellas personas, una a una. Acto seguido, introdujo el objeto que llevaba en la mano en una bolsa de piel y se la entrego a Aragon por encima de las llamas, el que tenía más cerca en el corro.
—Frótelas —le ordenó con su voz susurrante, casi inaudible por el crepitar del fuego—. Luego déselas a los demás.
Cuando Aragon le dio la bolsa, Nora rebuscó en su interior y palpó dos piedras duras y lisas. Las extrajo y las expuso a las llamas de la hoguera. Se trataba de dos hermosas muestras de cuarzo que, a juzgar por su aspecto, debían de provenir del río, y llevaban grabado el dibujo de una espiral, que era el símbolo del ritual sipapu, la entrada anasazi en el reino de los muertos.
En ese instante Nora reconoció su significado. Apartándolas del resplandor del fuego, frotó una contra la otra y vio cómo las milagrosas chispas internas iluminaban el corazón de las piedras, parpadeando con ferocidad en la penumbra. Al verla, Goddard asintió con la cabeza.
—Son piedras relampagueantes anasazi —informó con su tono de voz habitual.
—¿Son auténticas? —preguntó Holroyd, arrebatándoselas a Nora y sosteniéndolas frente al fuego.
—Por supuesto —contestó Goddard—. Proceden de un almacén de medicinas encontrado en la Gran Kiva de Keet Seel. Antes creíamos que los anasazi las empleaban en las ceremonias de la lluvia como símbolo de la aparición de los relámpagos, pero ahora no estamos tan seguros. La espiral grabada representa el sipapu, pero también puede simbolizar un manantial. Nadie lo sabe con certeza. —Tosió durante unos segundos—. Y eso es lo que he venido a decirles. En los años sesenta creíamos saberlo todo acerca de los anasazi. Recuerdo cuando el gran arqueólogo del suroeste Henry Ash les pidió a sus estudiantes que buscaran nuevos campos de investigación. «Éste es como una naranja exprimida», solía decir.
»Sin embargo, ahora, después de tres décadas de misteriosos e inexplicables descubrimientos, vemos que no sabemos prácticamente nada sobre los anasazi. No entendemos su cultura, no entendemos su religión, no sabemos leer sus petroglifos ni sus pictogramas, no sabemos qué idiomas hablaban… No sabemos por qué plagaron el sudoeste de este país de faros, altares, rutas y estaciones de señalización. No sabemos por qué de repente, en 1150, abandonaron el cañón del Chaco, prendieron fuego a los caminos y se retiraron a los desfiladeros más remotos e inaccesibles de la zona, construyendo auténticas fortalezas en las paredes de los precipicios. ¿Qué sucedió? ¿De quién tenían miedo? Al cabo de un siglo, abandonaron incluso estas fortalezas y dejaron la totalidad de la meseta del Colorado y la cuenca del San Juan deshabitada, alrededor de ochenta mil kilómetros cuadrados. ¿Por qué? El hecho es que, cuanto más cosas descubrimos, más inextricables son esas preguntas. Ahora algunos arqueólogos creen que nunca llegaremos a conocer las respuestas.
Su voz se hizo aún más inaudible. Pese al calor del fuego, Nora no pudo evitar estremecerse.
—Pero tengo una corazonada —susurró con voz ronca—. Tengo la firme convicción de que Quivira encierra las respuestas a estos enigmas. —Volvió a mirar a cada uno de ellos—. Todos ustedes están a punto de embarcarse en la aventura de su vida. Inician el camino hacia un yacimiento que puede llegar a ser el mayor descubrimiento arqueológico de la década, tal vez incluso del siglo. Pero no nos engañemos. Quivira será un lugar lleno de misterios además de una revelación en sí misma. Puede muy bien plantear tantas preguntas como respuestas, y supondrá un reto para todos ustedes, tanto física como mentalmente, de una forma que ni siquiera pueden imaginar. Habrá momentos de triunfo y de desesperación, pero no deben olvidar ni por un solo instante que representan al Instituto Arqueológico de Santa Fe, y lo que éste representa es el ejemplo a seguir en investigación arqueológica y conducta ética. —Miró a Nora de hito en hito y añadió—: Nora Kelly lleva en el instituto sólo cinco años, pero ha demostrado ser una excelente arqueóloga sobre el terreno, está al mando de esta expedición; he depositado toda mi confianza en ella y no quiero que nadie lo olvide. Cuando mi hija se incorpore al grupo en Page, también se pondrá a las órdenes de la doctora Kelly, no puede haber ninguna confusión con respecto a quién encabeza esta misión.
Retrocedió un paso del fuego, dirigiéndose de nuevo hacia la oscuridad del precipicio en saliente. Nora se inclinó esforzándose por oír sus palabras mientras éstas, en un susurro, se mezclaban con el fuego crepitante.
—Hay quien piensa que la ciudad perdida de Quivira no existe. Creen que esta expedición es una locura, que estoy derrochando mi dinero. Temen incluso que pueda resultar un fracaso muy embarazoso para el instituto. —Hizo una pausa—. Pero la ciudad está allí. Ustedes lo saben y yo lo sé. Ahora, pónganse en camino y encuéntrenla.