Mesa Calaveras descansaba apaciblemente bajo el cielo de la medianoche. Era un islote impreciso irguiéndose en medio de un océano de rocas quebradas y anfractuosas, la basta llanura de lava de El Malpaís, en pleno centro de Nuevo México. Una pantalla de nubes había apartado a un lado a las estrellas para hacerse sitio, y la meseta yacía inmóvil bajo la misma, silenciosa, oscura y deshabitada. El asentamiento más cercano era Quemado, a ochenta kilómetros.
Mesa Calaveras no siempre había estado deshabitada. En el siglo XIV los indios anasazi se habían desplazado a sus precipicios, orientados al sur, excavando cuevas en la suave roca volcánica. Sin embargo, el lugar había resultado muy poco acogedor, y las cuevas habían quedado abandonadas durante medio milenio. En aquella zona remota de El Malpaís no había carreteras ni senderos, y las cuevas permanecían tranquilas e intactas.
Dos figuras oscuras se movieron entre las mudas plataformas de roca quebrada y los bloques de lava petrificada que envolvían los costados de la mesa. Iban cubiertas con pieles gruesas y sus movimientos poseían la rapidez y el sigilo de un lobo. Ambas figuras llevaban pesadas joyas de plata: cinturones con forma de conchas, collares de flores de calabaza, discos de turquesas y viejas empuñaduras de textura granulada. Bajo las pesadas guarniciones, la piel desnuda estaba embadurnada con pintura gruesa.
Llegaron a la ladera aurífera que había bajo las cuevas e iniciaron el ascenso, avanzando entre rocas grandes y alisadas por la erosión y otras piedras que habían caído a causa de los desprendimientos. Al final del mismo precipicio enfilaron con rapidez un angosto sendero y desaparecieron por la boca oscura de una cueva.
Una vez en el interior, hicieron un alto en el camino. Una figura permaneció en la entrada de la cueva mientras la segunda se internaba velozmente hacia el fondo. Apartó una roca a un lado y ésta reveló un pasaje estrecho que daba a una sala más pequeña. Se oía un débil ruido, como si alguien estuviera rascando algo, y la luz temblorosa de una tea encendida reveló que la estancia no se hallaba vacía: era una pequeña cámara funeraria anasazi. En los nichos excavados en la pared del fondo yacían tres cadáveres momificados, acompañados de unas cuantas vasijas rotas y patéticas que alguien había dejado allí como ofrenda. La figura depositó en un saliente de gran altura una bola de cera con un trozo de paja en su interior y la encendió, desprendiendo un brillo vacilante.
A continuación se desplazó hasta el cadáver del medio, una forma gris y delicada, envuelta en una piel de bisonte en estado de putrefacción. Sus labios momificados dejaban los dientes al descubierto y tenía la boca abierta en un rictus monstruoso de hilaridad, tenía las piernas recogidas contra el pecho y le habían atado Las rodillas con cordeles; los ojos eran un par de agujeros, enmarañados con hebras de tejido, y las manos estaban contraídas en dos puños arrugados, con las uñas rotas y colgando, roídas por las ratas.
La figura extendió los brazos y acunó el cadáver con una ternura infinita, lo retiró del nicho y lo tendió sobre la gruesa capa de polvo del suelo cavernoso. Hurgando entre las pieles, extrajo una pequeña cesta entretejida a mano y un fardo de medicinas. Después de abrir el paquete, sacó algo y lo sostuvo en el aire bajo la luz temblorosa: un par de delicados cabellos de bronce.
La figura se volvió de nuevo hacia la momia y, muy despacio, le introdujo en la boca ambos cabellos, empujando con fuerza hasta que alcanzaron la garganta. Acto seguido se oyó un chisporroteo y la figura retrocedió unos pasos, la vela se apagó y una vez más reinó la oscuridad más absoluta. Del fondo de la cueva surgió un sonido grave, un murmullo y luego un nombre, entonado una y otra vez en voz baja y regular: «Kelly… Kelly… Kelly…».
Pasó mucho rato; se oyó de nuevo la fricción de una cerilla y la cera volvió a encenderse. La figura rebuscó en la cesta y luego se inclinó sobre el cadáver. Un cuchillo de obsidiana muy afilado reverberó bajo la escasa luz. Se produjo un sonido de raspadura débil y rítmico, el ruido de una piedra cortando carne seca y crujiente. Al punto, la figura se incorporó, sosteniendo en la mano un pequeño redondel de cuero cabelludo moteado con los remolinos de pelo de la parte posterior de la cabeza momificada. La figura lo depositó reverentemente en la cesta.
Luego se inclinó de nuevo y esta vez se oyó un ruido parecido al de una pala, aún más estrepitoso. Al cabo de unos minutos, se produjo un golpe seco. La figura sostuvo en el aire un pedazo circular del hueso del cráneo, lo examinó y lo colocó en la cesta junto a los restos de cuero cabelludo. A continuación, deslizó el cuchillo por el cuerpo de la momia hasta llegar a los puños cerrados y atrofiados. Con sumo cuidado, apartó los jirones de piel de bisonte podrida de sus manos y las acarició con las suyas. Luego introdujo el cuchillo entre los dedos y fue seccionándolos metódicamente, arrancándolos uno a uno, para retirar con el cuchillo la piel de las yemas y echar los parches de piel disecada en la cesta. Cuando terminó, la figura procedió a repetir la operación con los dedos de los pies de la momia, partiéndolos como si fueran bastoncillos y recortando rápidamente la parte de las yemas de nuevo. Una débil lluvia de polvo caía sobre el suelo de la cueva.
La cestilla fue llenándose de fragmentos del cadáver mientras la vela improvisada se consumía. La figura se apresuró a envolver a la momia y la colocó de nuevo en su nicho de la pared, antes de que la llama se extinguiera por completo. Después de recoger la cesta, salió de la cámara y volvió a colocar la roca en su sitio. Con cuidado, extrajo una bolsa de gamuza de entre sus pieles, deshizo el fuerte nudo que la cerraba y la abrió. Apartándola de su propio cuerpo, esparció minuciosamente un fino reguero de una sustancia polvorienta por la base de la roca. Acto seguido, volvió a cerrar la bolsa con cautela y se reunió con su compañero a la entrada de la cueva. Deprisa y sin hacer ruido, bajaron por la pared del precipicio y de nuevo los engulló la oscuridad de la vasta llanura de lava de El Malpaís.