Nora se detuvo frente a una puerta de roble que estaba cerrada y exhibía un cartel que rezaba: «Presidente del Consejo de Administración, Instituto Arqueológico de Santa Fe». Aferrándose con más fuerza al portafolios que ahora la acompañaba a todas partes, miró con cautela a ambos lados del pasillo. No estaba segura de si los nervios que sentía tenían que ver con lo sucedido la noche anterior o con la inminente reunión con el presidente del consejo. ¿Cabía acaso la posibilidad de que le hubiesen llegado rumores de sus tejemanejes en el laboratorio? No, era imposible, pero quizá aquella conversación supusiese su despido de todas formas. ¿Por qué otra razón iba a querer Ernest Goddard entrevistarse con ella? Le dolía la cabeza por la falta de sueño.
Lo único que sabía acerca del presidente era cuanto había leído sobre su persona, además de haber visto ocasionalmente su fotografía en los periódicos y haberle visto pasar por el campus, con su porte distinguido, en ocasiones más raras todavía. Puede que el doctor Blakewood hubiese sido el impulsor y el capataz del proyecto del instituto, pero Nora sabía que Goddard ostentaba el verdadero poder fáctico y era quien manejaba el dinero detrás del trono de Blakewood. Además, a diferencia de éste, poseía un don casi sobrenatural para relacionarse con la prensa, y conseguía que colocaran el ocasional artículo elogioso y brillante justo en los medios adecuados. Habían llegado hasta los oídos de Nora numerosas historias sobre la ingente riqueza de aquel hombre, desde que había heredado una fortuna procedente de los pozos de petróleo hasta que había descubierto un submarino cargado de oro nazi… ninguna de las cuales parecía demasiado verosímil.
La mujer respiró hondo varias veces y asió el pomo de la puerta con firmeza. Al fin y al cabo, puede que un despido fuese lo mejor dadas las circunstancias. De ese modo podría lanzarse a la búsqueda de Quivira sin cortapisas de ningún tipo. El instituto, bajo la forma del doctor Blakewood, ya había emitido su veredicto acerca de su proyecto de expedición. Holroyd la había provisto de la munición que necesitaba para llevar su idea a otra parte. Si el instituto no estaba interesado, sabía que encontraría otra institución que sí lo estuviese.
Una secretaria menuda y nerviosa la condujo a través del área de recepción hasta el despacho interior. La frialdad y el aire espartano de la habitación conferían al lugar el aspecto de una iglesia, con paredes de adobe encaladas y el suelo embaldosado con azulejos mejicanos. En lugar del imponente escritorio que Nora esperaba encontrar, había una enorme mesa de trabajo de madera con numerosas marcas provocadas por el uso y el desgaste. Miró alrededor con gesto sorprendido; era todo lo contrario del despacho del doctor Blakewood. Salvo por una hilera de vasijas que había sobre la mesa de trabajo, alineadas como si alguien les hubiese ordenado la posición de firmes, la habitación carecía de cualquier otro motivo ornamental.
De pie tras la mesa de trabajo estaba Ernest Goddard, cuya melena de cabello blanco le enmarcaba la cara, adusta y delgada. Una barba cenicienta nacía bajo unos vivos ojos azules y el hombre sostenía un lápiz en la mano. Un pañuelo arrugado de algodón sobresalía del bolsillo de su chaqueta, De cuerpo enjuto, su aspecto era frágil, y el traje gris le sobraba por todas partes en aquella figura esquelética. Nora habría pensado que aquel hombre estaba enfermo de no haber sido por el brillo, la transparencia y la llama que resplandecían en su mirada.
—Doctora Kelly —la saludó dejando el lápiz y rodeando la mesa para ir a estrecharle la mano—. Me alegro mucho de conocerla por fin. —Su voz, baja y seca, era muy poco corriente, apenas un poco más audible que un susurro, y a pesar de ello estaba cargada de una autoridad imponente.
—Por favor, llámeme Nora —contestó no sin cierto recelo. Aquella calurosa bienvenida era lo último que esperaba de aquel encuentro.
—De acuerdo, creo que así lo haré. —Goddard dejó de hablar un momento para sacar el pañuelo y toser, tapándose la boca con él en un ademán casi femenino—. Tenga la bondad de sentarse. Ah, pero antes, eche un vistazo a estas vasijas de cerámica, ¿quiere? —Volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo.
Nora se acercó a la mesa. Contó una docena de cuencos pintados, todos ellos muestras únicas de la antigua técnica alfarera del valle de Mimbres en Nuevo México. Tres de ellos eran geometría pura con ritmos vibrantes, y otros dos contenían dibujos abstractos de insectos: una chinche hedionda y un grillo. Los demás estaban recubiertos de figuras antropomorfas: formas humanas geométricas y asombrosamente precisas. Cada vasija tenía un agujero perfecto en la parte de abajo.
—Son magníficas —dijo Nora.
Cuando Goddard se disponía a decir algo, volvió la cabeza para toser. Luego se oyó el sonido de un timbre en la mesa de trabajo.
—Doctor Goddard, la señora Henigsbaugh desea verle.
—Hágala pasar —dijo Goddard.
Sorprendida, Nora le miró e inquinó:
—¿Quiere que…?
—Usted quédese donde está —la interrumpió Goddard, señalando la silla—. Sólo tardaré un minuto.
La puerta se abrió y una mujer de unos setenta años entró majestuosamente en la habitación. Nora reconoció al instante de qué clase de mujer se trataba, la típica matrona de la alta sociedad de Santa Fe: rica, delgada, bronceada, sin apenas maquillaje, en estupenda forma física, con un exquisito pero infravalorado collar navajo de flores de calabaza sobre una blusa de seda a conjunto con una falda larga de velvetón.
—¡Ernest, qué delicia verte! —exclamó.
—Yo también me alegro mucho de verte, Lily —aseguró Goddard, y señaló hacia Nora con una mano moteada—. Te presento a la doctora Nora Kelly, profesora adjunta del instituto.
La mujer miró a Nora y luego dirigió la vista a la mesa de madera.
—Ah, muy bien. Éstas son las vasijas de que te hablé. —Goddard hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Mi tasador asegura que tienen un valor de quinientos mil dólares. Son piezas únicas y están en perfectas condiciones. Harry las coleccionaba, pero eso ya lo sabes… Quería que, a su muerte, se las quedase el instituto.
—Son muy bonitas…
—¡Y que lo digas! —lo interrumpió la mujer, mesándose el pelo impecable—. Y ahora, hablemos de la exposición. Por supuesto, comprendo que el instituto no dispone de ningún museo abierto al público ni nada parecido, pero en vista del valor de las vasijas, supongo que querréis construir algo especial. Quizá en el edificio administrativo. He hablado con Simmons, mi arquitecto, y ha estado preparando unos planos para una instalación a la que hemos bautizado con el nombre de Fundación Henigsbaugh…
—Lily —el bisbiseo de Goddard adquirió un deje de autoridad muy sutil—, como pensaba decirte, agradecemos de todo corazón este legado de tu difunto marido, pero me temo que no podemos aceptarlo.
Se produjo un silencio cargado de tensión.
—Perdón, ¿qué dices? —preguntó la señora Henigsbaugh con voz repentinamente glacial.
Goddard extrajo de nuevo su pañuelo.
—Estos cuencos proceden de nichos mortuorios. No podemos aceptarlos.
—¿Qué quieres decir con eso de que proceden de nichos mortuorios? ¿Te refieres a unas tumbas? Harry compró las vasijas a unos marchantes de confianza. ¿Es que no recibiste los papeles que te envié con ellas? Ahí no dice nada de ningunas tumbas.
—Los papeles son del todo irrelevantes. La política del centro nos prohíbe aceptar objetos mortuorios. Además —añadió Goddard con más delicadeza—, éstas son muy bonitas, es cierto, y nos sentimos muy honrados por tan amable gesto, pero tenemos mejores muestras en la colección.
¿Mejores muestras?, se preguntó Nora. Jamás había visto cuencos de Mimbres más bellos, ni siquiera en la Smithsonian.
Sin embargo, la señora Henigsbaugh todavía estaba asimilando lo que consideraba el insulto más abyecto.
—¡Objetos mortuorios! ¿Cómo te atreves a insinuar que fueron saqueados…?
Goddard tomó una vasija entre sus manos y sacó un dedo por el agujero de la parte inferior.
—Alguien ha matado a este cuenco.
—¿Que lo han matado?
—Sí. Cuando los Mimbres enterraban un cuenco con sus difuntos, realizaban un orificio en la parte de abajo para liberar al espíritu del cuenco para que pudiese ir a encontrarse con los muertos en el mundo de las tinieblas. Los arqueólogos lo llaman «matar al cuenco». —Volvió a colocar el cuenco encima de la mesa—. Alguien mató todos estos cuencos, así que salta a la vista que procedían de varias tumbas, no importa lo que digan esos documentos.
—¿Insinúas que vas a rechazar un regalo valorado en medio millón de dólares como si tal cosa? —exclamó la mujer.
—Me temo que sí. Haré que los embalen con mucho cuidado y que te los devuelvan. —Tosió en el pañuelo—. Lo lamento muchísimo, Lily.
—De eso estoy segura. —La mujer giró sobre sus talones y salió del despacho bruscamente, dejando una estela de perfume carísimo tras de sí.
En el silencio que siguió a su marcha Goddard se apoyó en el borde de la mesa con expresión taciturna.
—¿Conoce usted la cerámica de Mimbres? —le preguntó a Nora.
—Sí —contestó ella, incapaz de creer que el doctor hubiese rechazado aquel regalo.
—¿Y qué opina de esto?
—Que otras instituciones tienen vasijas de Mimbres procedentes de monumentos funerarios en sus colecciones.
—Pero nosotros no somos las otras instituciones, ¿me comprende? —repuso Goddard con su voz sibilante—. Estos cuencos fueron enterrados por personas que respetaban a sus muertos y tenemos la obligación de perpetuar ese respeto. Dudo mucho que a la señora Henigsbaugh le pareciese bien que anduviésemos registrando el sepulcro de su amantísimo Harry. —Se acomodó en una silla que había tras la mesa—. Nora, el otro día recibí la visita del doctor Blakewood. —La mujer se puso tensa. Efectivamente había llegado el momento de confirmar sus sospechas—. Me mencionó que iba un tanto atrasada en sus proyectos y que creía que no saldría bien parada de la revisión de su plaza como titular de departamento. ¿Quiere decirme algo con respecto a este asunto?
—No hay nada que decir —respondió Nora—. Presentaré mi dimisión cuando sea necesario.
Para su sorpresa, Goddard esbozó una sonrisa burlona al oír sus palabras.
—¿Su dimisión? —le preguntó—. ¿Y por qué diablos iba a querer dimitir?
Nora carraspeó antes de contestar.
—No hay forma humana de que en seis meses pueda terminar de redactar los informes de Río Puerco y las Gallego y de… —Se interrumpió.
—¿Y de qué? —la apremió Goddard.
—De hacer lo que tengo que hacer —terminó—. De modo que más vale que dimita ahora mismo y así le ahorraré a usted la molestia.
—Ya comprendo. —Los ojos centelleantes de Goddard no dejaron de mirarla—. De hacer lo que tiene que hacer… ¿No estará refiriéndose a la búsqueda de la ciudad perdida de Quivira? —Nora lo miró con gesto severo y, una vez más, el presidente esbozó una sonrisa—. Sí, Blakewood también me habló de eso. —Nora permaneció en silencio—. Así como de su repentina ausencia del instituto en los últimos días. ¿Tuvo algo que ver con esa idea suya, con sus planes de encontrar Quivira?
—Estuve en California.
—Creía que Quivira se encontraba hacia el este.
Nora suspiró y dijo:
—Lo que hice, lo hice fuera de mi horario de trabajo.
—El doctor Blakewood no opina lo mismo. ¿Encontró usted Quivira?
—En cierto modo, si.
Se produjo un grave silencio en la habitación y Nora escrutó el rostro de Goddard. La mueca burlona se había esfumado de repente.
—¿Podría explicarme eso con más claridad?
—No —se limitó a responder.
La sorpresa de Goddard sólo duró unos segundos.
—¿Y por qué no?
—Porque se trata de mi proyecto —contestó Nora con un tono de voz entre malhumorado y agresivo.
—Vaya, ya entiendo. —Goddard se apartó un poco de la mesa y se inclinó hacia Nora—. Es posible que el instituto pueda ayudarla con su proyecto. Y ahora, dígame: ¿qué encontró en California?
Nora se removió en su asiento, dudando entre contárselo o no.
—Tengo varias imágenes obtenidas por medio de un radar donde aparece una antigua ruta anasazi que conduce a lo que estoy convencida de que es Quivira.
—¿De veras tiene esas imágenes? —El rostro de Goddard expresaba su asombro y otra reacción indeterminada—. ¿Y de dónde las ha sacado?
—Tengo un contacto dentro del Laboratorio de Reacción de Propulsión. Consiguió manipular digitalmente las imágenes por radar del área, eliminando los caminos y las carreteras modernas y dejando la antigua ruta. Conduce directamente al corazón de la zona de roca rojiza que aparece en las primeras crónicas de los conquistadores españoles.
Goddard hizo un gesto de asentimiento, con una expresión curiosa y expectante a la vez.
—Esto es extraordinario —dijo—. Nora, es usted una caja de sorpresas. —La profesora no respondió—. Por supuesto, el doctor Blakewood tenía sus razones para decir lo que dijo, pero tal vez se precipitó. —Apoyó una mano en el hombro de ella con delicadeza—. ¿Qué le parece si hacemos de la búsqueda de Quivira nuestro proyecto en común?
Nora se quedó pensativa unos instantes.
—No sé si le entiendo, doctor Goddard.
El hombre retiró la mano, se levantó y empezó a andar por la habitación con paso lento, apartando la vista de Nora.
—¿Y si el instituto financiase esa expedición y retrasase la revisión de su titularidad? ¿Qué le parecería?
Nora miró la espalda contraída y menuda del hombre, asimilando lo que acababa de decir.
—Me parece muy poco probable que eso suceda, si me permite que se lo diga —respondió.
Goddard se echó a reír con todas sus fuerzas, hasta que un acceso de tos le cortó la risa. Regresó a la mesa de trabajo.
—Blakewood me habló de sus teorías y de la carta de su padre. Algunas de las cosas que dijo no fueron demasiado magnánimas, por decirlo suavemente, pero da la casualidad de que yo también llevo años dándole vueltas a la quimera de Quivira. Nada menos que tres de los primeros descubridores españoles que recorrieron el sudoeste de este país prestaron oídos a esas historias acerca de una fabulosa ciudad de oro: Cabeza de Vaca hacia 1530, fray Marcos en 1538 y Coronado en 1540. Sus relatos son demasiado similares entre sí para ser producto de la imaginación. Además, en 1770 y más tarde alrededor de 1830 hubo numerosas personas que salieron de aquellos parajes asegurando haber oído hablar de una ciudad perdida. —Goddard la miró a los ojos—. Nunca he tenido la más mínima duda acerca de la existencia de Quivira. El enigma siempre ha consistido, sobre todo, en saber dónde está.
Rodeó la mesa y volvió a sentarse en la esquina de la misma.
—Conocí a su padre, Nora. Si dijo que había encontrado pruebas de la existencia de esta ciudad perdida, yo le creo. —Nora se mordió el labio al sentir una repentina oleada de emoción—. Cuento con los medios para que el instituto respalde su expedición como es debido, pero antes tengo que ver las pruebas. La carta y, sobre todo, los datos de localización de la ruta. Si lo que dice usted es cierto, la apoyaremos.
Nora echó mano de su portafolios. Aquel giro en el rumbo de los acontecimientos le parecía increíble, pero había visto a demasiados arqueólogos jóvenes dejar que sus colegas más veteranos se llevasen toda la gloria por su esfuerzo.
—Ha dicho que éste sería nuestro proyecto. Pues bien, me gustaría que siguiese siendo mi proyecto y sólo mío, si no tiene inconveniente.
—Bueno, quizá sí lo tenga. Si voy a financiar esta expedición, aunque sea a través del instituto, claro está, me gustaría tener cierto control, en especial sobre los miembros de la expedición.
—¿Y en quién está pensando para que lidere el equipo? —le preguntó.
Se produjo una pausa apenas perceptible mientras la mirada de Goddard sostenía la de ella.
—En usted, naturalmente. Aaron Black se incorporaría como geocronólogo y Enrique Aragon sería el médico y paleopatólogo.
Nora se reclinó en el asiento, sorprendida por la asombrosa rapidez con que trabajaba el cerebro de aquel hombre. No sólo estaba planeando la expedición, sino que estaba asignándole los mejores científicos del mundo en sus especialidades.
—Eso será si consigue que acepten —objetó Nora.
—Bueno, estoy bastante seguro de que lo conseguiré. Les conozco muy bien, y el descubrimiento de Quivira marcaría un hito en la historia de la arqueología de la zona. Es precisamente la clase de bocado que un arqueólogo no puede rechazar, y puesto que yo no puedo ir… —Extrajo de nuevo su pañuelo como explicación—. Verá, me gustaría enviar a mi hija en mi lugar. Se licenció en Smith y acaba de doctorarse en arqueología norteamericana por la Universidad de Princeton, y se muere de ganas de realizar un poco de trabajo de campo. Es joven, y puede que un tanto impetuosa, pero como arqueóloga posee uno de los mejores cerebros con los que me he tropezado en mi vida. Además, es toda una experta en fotografía de campo.
Nora frunció el entrecejo. ¿Licenciada en Smith?, se preguntó.
—No estoy del todo segura de que sea una buena idea —repuso—. Podría dificultar la cadena de mando, y va a ser un viaje difícil, sobre todo para una… —vaciló antes de añadir—: chica acostumbrada a las hermandades femeninas.
—Mi hija tiene que ir. Es del todo imprescindible —sentenció Goddard con calma—. Y no es la típica chica de las hermandades femeninas, tal como descubrirá usted misma. —Una sonrisa enigmática y amarga afloró fugazmente a sus labios antes de desaparecer.
Nora miró al anciano y se dio cuenta de que aquel punto no era negociable. Consideró sus opciones con rapidez. Podía quedarse con la información que tenía, vender el rancho y adentrarse en el desierto con personal de su propia elección, apostando por encontrar Quivira antes de que se le acabara el dinero. También podía llevar los datos a otra institución, donde seguramente tardarían un par de años en organizar y financiar una expedición. O podía compartir su descubrimiento con aquel patrocinador tan receptivo, que estaba cualificado como ninguna otra persona para designar a los miembros de una expedición con todas las de la ley, encabezada por los mejores arqueólogos del país. El precio que había que pagar por ello era admitir a la hija del patrocinador en la aventura. Creo que ya está decidido, pensó.
—De acuerdo —dijo sonriendo—. Pero yo también tengo una condición: debo llevarme conmigo al técnico del laboratorio que me ayudó en calidad de especialista en detección por radar.
—Lo siento, pero me gustaría reservarme las decisiones que conciernen a la elección del personal.
—Fue el precio estipulado a cambio de ayudarme a conseguir los datos.
Al cabo de un instante, Goddard inquirió:
—¿Responde usted de sus credenciales?
—Sí. Es joven, pero tiene mucha experiencia.
—En ese caso, de acuerdo.
A Nora le sorprendió la capacidad de Goddard para aceptar un reto, sopesarlo y tomar una decisión. Descubrió que aquel hombre empezaba a caerle bien.
—También creo que deberíamos llevar este asunto en secreto —agregó Nora—. Hay que reunir a los miembros del equipo con la mayor celeridad y la más absoluta discreción.
Goddard la miró con aire interrogador.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque… —Nora no terminó la frase. Porque creo que me están siguiendo unas criaturas muy extrañas que no se detendrán ante nada con tal de averiguar dónde se encuentra Quivira, pensó en silencio. Por supuesto, no podía contárselo a Goddard, pues sin duda pensaría que estaba loca o, peor aún, retiraría su oferta al instante. Cualquier indicio de posibles problemas complicaría o quizá incluso daría al traste con la expedición—. Porque se trata de información muy delicada —respondió al fin—. Piense en qué ocurriría si los buscadores de antigüedades y reliquias se enterasen de nuestros planes e intentasen saquear el yacimiento antes de que podamos llegar hasta él. Además, teniendo en cuenta cuestiones más prácticas, debemos movernos con rapidez. La estación de las lluvias y las riadas se nos echarán encima muy pronto.
Tras unos segundos, Goddard empezó a asentir con la cabeza lentamente.
—Me parece una observación muy acertada —señaló—. Me gustaría incorporar a un periodista a la expedición, pero estoy seguro de que podemos confiar en su discreción.
—¿Un reportero? —exclamó Nora—. ¿Para qué?
—Para redactar la crónica de lo que puede ser el mayor descubrimiento en la arqueología norteamericana del siglo XX. Piense en la historia que el mundo habría perdido si Howard Cárter no hubiese hecho que el Times londinense cubriese su descubrimiento. Lo cierto es que ya tengo a alguien en mente, un periodista del New York Times con varios libros en su haber, incluida una excelente reseña sobre el Acuario de Boston. Creo que podemos confiar en que, además de ser un buen excavador, logrará realizar una crónica bastante favorable de usted y su trabajo. Espero que con su ayuda el evento obtenga mucha repercusión. —La miró fugazmente y añadió—: No tendrá nada que objetar a un poco de publicidad expost facto, ¿no?
Nora dudó unos instantes. Todo aquello estaba sucediendo muy deprisa, era como si Goddard lo tuviese preparado antes incluso de hablar con ella. Al reflexionar sobre la conversación de ambos, dedujo que efectivamente ésa tenía que ser la única explicación, y se le ocurrió que podía haber una razón oculta que explicase el entusiasmo de aquel hombre.
—No —repuso—, supongo que no.
—Eso me parecía. Y ahora, vamos a echar un vistazo a esos datos.
Goddard se apartó un poco de la mesa mientras Nora hurgaba en su portafolios y extraía un mapa topográfico de 30 x 60 minutos del Departamento Estadounidense de Mediciones Geológicas.
—El objetivo es esta zona triangular situada justo al oeste de la meseta de Kaiparowits, aquí mismo. Como ve, contiene decenas de sistemas de desfiladeros que van a parar al lago Powell y al Gran Cañón, al sur y al este. El asentamiento humano más cercano es un pequeño campamento indio nankoweap a casi cien kilómetros al norte.
Acto seguido le mostró a Goddard una hoja de papel: un mapa topográfico de 7,5 minutos también del Departamento de Mediciones, en el que Holroyd había superpuesto en rojo la imagen final de su ordenador a una escala adecuada.
—Se trata de una imagen tomada la semana pasada desde la lanzadera espacial, procesada digitalmente. La delgada línea intermitente de color negro que recorre la zona es la antigua ruta anasazi.
Goddard tomó la hoja entre sus manos estrechas y pálidas.
—Extraordinario —murmuró—. ¿Ha dicho durante el vuelo de la semana pasada? —Miró a Nora de nuevo con un brillo de curiosidad y admiración en los ojos.
—La línea de puntos muestra una reconstrucción del recorrido que siguió mi padre por la zona, siguiendo lo que creía que era la ruta. Cuando extrapolamos el camino que obtuvimos a partir de la imagen del radar para colocarlo sobre este mapa, descubrimos que coincidía punto por punto con la ruta de mi padre. La carretera parece conducir hasta el extreme noroccidental desde las ruinas de Betatakin a través de este laberinto de cañones y por encima de esta enorme cordillera, que mi padre bautizó con el nombre de la Espalda del Diablo. Entonces parece adentrarse en un desfiladero muy angosto para ir a parar a esta diminuta garganta escondida de aquí. Es en algún lugar del desfiladero donde esperamos encontrar la ciudad.
Goddard empezó a menear la cabeza.
—Es asombroso, pero Nora… los antiguos caminos anasazi que conocemos, Chaco y el resto, siguen una línea recta, mientras que esta ruta se retuerce y serpentea como una culebra.
—Ya, yo también lo he pensado —dijo Nora—. Todo el mundo ha creído siempre que el cañón del Chaco era el centro de la cultura anasazi, las catorce Casas Grandes del Chaco con Pueblo Bonito en el centro, pero mire esto…
Desplegó otro mapa que mostraba la totalidad de la meseta del Colorado y la cuenca del río San Juan. En el extremo inferior derecho alguien había superpuesto un esquema del yacimiento arqueológico del cañón del Chaco, de manera que las gigantescas ruinas de Pueblo Bonito aparecían rodeadas por un círculo de comunidades dispersas. Habían trazado una gruesa línea roja desde Pueblo Bonito que pasaba a través del círculo y atravesaba media docena de otros yacimientos importantes, para proseguir en línea recta hacia el extremo superior izquierdo del mapa y terminar en una X.
—Esta X señala lo que calculo que debe de ser la ubicación exacta de Quivira —dijo Nora con voz queda—. Todos estos años hemos dado por sentado que era el mismísimo Chaco el punto de destino de las rutas anasazi, pero… ¿y si no lo era? ¿Y si, por el contrario, sólo era un punto de recogida en la peregrinación ritual a Quivira, la ciudad de los sacerdotes?
Goddard meneó la cabeza lentamente.
—Es fascinante… Aquí hay pruebas más que suficientes para justificar una expedición. ¿Ha pensado ya en cómo va a llegar hasta allí? ¿En helicóptero tal vez?
—Bueno, fue lo primero que se me ocurrió, pero no se trata de un yacimiento remoto normal y corriente. Esos cañones son demasiado estrechos y la mayoría de ellos tienen más de trescientos metros de profundidad. Hay fuertes vientos, numerosos despeñaderos y muy pocas zonas llanas donde aterrizar. He estudiado los mapas a fondo y no hay ningún lugar en ochenta kilómetros a la redonda donde posarse con un helicóptero sin peligro. Por razones obvias, los todoterrenos quedan descartados, así que no nos quedará más remedio que utilizar caballos. Son baratos y pueden cargar con buena parte del equipo.
Goddard resopló mientras consultaba el mapa.
—No parece mala idea, pero no estoy seguro de que sea posible recorrer esa ruta, aunque sea a caballo. Todos estos desfiladeros cierran el paso ya en su mismísimo nacimiento. Aunque utilizase ese asentamiento indio del norte como punto de partida para la expedición, el simple trayecto hasta el pueblo sería un auténtico infierno. Y luego no verían ni una gota de agua durante los siguientes cien kilómetros. El lago Powell bloquea el acceso al sur. —De pronto, alzó la vista y musitó—: A menos que…
—Así es. Embarcaremos a toda la expedición para atravesar el lago. Ya he hablado con el puerto deportivo de Wahweap en Page y tienen una barcaza de veinte metros de eslora que nos servirá. Si empezásemos en Wahweap, llevásemos los caballos a bordo de la barca hasta el principio del cañón del Serpentine y cabalgásemos desde allí, llegaríamos a Quivira en tres o cuatro días.
Una sonrisa iluminó el rostro de Goddard.
—Nora, es un plan perfecto. Hagámoslo realidad.
—Una última cosa… —empezó a decir mientras guardaba los mapas en el portafolios sin levantar la mirada de ellos—. Mi hermano necesita trabajo. Sabe hacer cualquier cosa, se lo aseguro, y me consta que con la supervisión adecuada podrá realizar sin problemas la clasificación y catalogación del material de Río Puerco y las Gallego.
—El reglamento del instituto prohíbe el nepotismo… —Goddard no concluyó la frase al ver la media sonrisa que involuntariamente había asomado a los labios de Nora. El anciano la miró de hito en hito y, por un momento, ella creyó que iba a montar en cólera. Sin embargo, su cara se iluminó de nuevo—. Nora, es usted digna hija de su padre —señaló—. No confía en nadie y es una negociadora de primera. Tiene alguna petición más que realizar. Preséntela ahora o calle para siempre.
—No, eso es todo.
En silencio, Goddard le tendió la mano.