6

Lanzando un fuerte suspiro, Peter Holroyd se acomodó en el viejo asiento —que parecía el de un tractor—, giró a la derecha la empuñadura para retrasar el avance del encendido y el motor de la motocicleta cobró vida violentamente. Esperó unos minutos para dejar que se calentase y a continuación puso primera, salió del complejo para zambullirse en el tráfico de California Boulevard y tomó dirección oeste para ir hacia el auditorio Ambassador. Una fina bruma estaba suspendida sobre las montañas de San Gabriel. Como de costumbre, sus ojos —rojos tras una larga jornada frente a pantallas gigantes de ordenador e imágenes de colores falsos— le escocían en el ozono. Una vez liberada de la atmósfera purificada del complejo, la nariz empezó a moquearle sin cesar y arrojó un generoso esputo de flema sobre el asfalto. Había pegado una pequeña figura de plástico del muñeco de Michelín en el depósito de gasolina, y tendió el brazo para acariciarle la oronda tripa.

—Oh, dios del tráfico de California —entonó—, haz que tenga un buen viaje, sin lluvia ni gravilla suelta en la carretera ni conductores nerviosos.

Veinte minutos más tarde, después de haber recorrido diez manzanas, giró con la vieja motocicleta hacia el sur, en dirección a Atlantic Boulevard y al vecindario de Monterrey Park, donde residía. El tráfico se hacía allí menos denso, y cambió a tercera por primera vez desde que había puesto en marcha el vehículo, dejando que el viento se llevase consigo el calor de los cilindros que había bajo sus posaderas. Pensó de nuevo en la persistente arqueóloga que lo había tenido al teléfono tanto rato esa misma mañana. Imaginó a una de esas académicas rollizas con cara de rata de biblioteca, el pelo cortado casi al cero y sin habilidad ninguna para el trato social con los seres humanos. Sólo le había prometido un breve encuentro, lejos del LRPC, por supuesto; si Watkins llegaba a imaginar siquiera aquella clase de tratos fuera del ámbito del laboratorio, se metería en un buen lío. Sin embargo, toda aquella información acerca de una supuesta ciudad perdida le había intrigado mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Holroyd nunca había tenido mucha suerte con las mujeres, de modo que la idea de que una mujer —con cara de ratón o sin ella— estuviese dispuesta a dejar cuanto estuviese haciendo para conducir desde Santa Fe hasta allí para reunirse con él le parecía sumamente halagadora. Además, le había prometido que ella pagaría la cena.

Tras un breve y rápido recorrido, las calles empezaron a congestionarse y a hacerse cada vez más agresivamente urbanas. Una vez que hubo dejado atrás tres manzanas y otros tantos semáforos, subió la moto a la acera que había junto a una hilera de edificios de cuatro pisos. Extrajo una bolsa marrón de debajo de la cinta elástica del guardabarros trasero y levantó la cabeza para echar un vistazo a la ventana de su apartamento. Las viejas cortinas amarillas se movían con languidez entre la brisa cálida e intermitente. Eran un legado de un inquilino anterior y nunca habían conocido las bondades del aire acondicionado. Sorbiéndose la nariz de nuevo, Holroyd echó a andar hacia el cruce, donde el letrero de Alʹs Pizza brillaba en el contraste de la oscuridad creciente.

Miró alrededor y se deslizó en su reservado habitual, disfrutando del airecillo fresco del restaurante. Había llegado tarde por culpa del tráfico, pero el lugar todavía estaba vacío. Holroyd trató de decidir si se sentía decepcionado o, por el contrario, aliviado.

El propio Al en persona, un hombrecillo menudo y asombrosamente imberbe, se acercó a su mesa.

—¡Buenas tardes, profesor! —exclamó—. Se nos presenta una bonita noche, ¿no le parece?

—Sí, es verdad —contestó Holroyd. Por encima de los hombros de Al, vio un pequeño televisor cuyas imágenes veteadas luchaban por hacerse ver tras una tupida capa de grasa. Su dueño siempre tenía sintonizada la misma cadena, la CNN, con el sonido al mínimo, de forma que no se oía nada. En esos momentos se veía una imagen de la lanzadera Republic donde aparecía un astronauta flotando boca abajo, atado con una cuerda blanca, con la magnífica esfera azul de la Tierra como telón de fondo. Sintió una breve punzada familiar de nostalgia y se volvió hacia el rostro alegre y animado de Al.

El hombrecillo dio un golpe encima de la mesa con la mano llena de harina.

—¿Qué le apetece esta noche? Tenemos una pizza de anchoas riquísima que saldrá del horno dentro de cinco minutos. ¿Le gustan las anchoas?

Holroyd dudó unos instantes. Seguramente aquella mujer se lo había pensado dos veces antes de emprender un viaje tan largo: a fin de cuentas, al hablar con ella por teléfono, no la había animado demasiado a venir.

—Me encantan las anchoas —dijo—. Tráeme dos trozos.

—¡Ángelo! ¡Dos trozos de pizza de anchoas para el profesor! —gritó Al, deslizándose de nuevo detrás del mostrador.

Holroyd lo observó mientras se alejaba y luego puso la bolsa marrón del revés para volcar su contenido encima de la mesa. De ella cayeron dos rotuladores fosforescentes de color azul, un cuaderno y unos ejemplares de bolsillo de The White Nile, Aku Aku, y el Endurance de Lansing. Lanzando un hondo suspiro, buscó entre las páginas de Endurance, localizó el punto de libro y se arrellanó en su asiento.

Oyó el chirrido familiar de la puerta de la pizzería y, de soslayo, vio entrar a una mujer joven con un enorme maletín. Su pelo, una mezcla de cobrizo y dorado muy poco corriente, le caía en ondas sobre los hombros, y tenía unos penetrantes ojos de color avellana. Exhibía una espléndida figura y, al arrastrar el maletín para introducirlo por la puerta, Holroyd no pudo evitar fijarse en su hermoso trasero. La mujer se volvió y él levantó la vista rápidamente, con gesto culpable, y se quedó embobado al ver la cara, el rostro despierto, inquieto e impaciente de aquella mujer.

No podía ser ella.

La mujer también levantó la mirada y lo observó con sus ojos avellana. Holroyd cerró el libro de golpe y se mesó el pelo, que llevaba despeinado por el trayecto en moto. La mujer avanzó directamente hacia él, arrojó su portafolio encima de la mesa y se sentó deslizándose en el otro extremo del reservado con un susurrante movimiento de sus largas piernas. Se echó hacia atrás el pelo cobrizo; estaba morena y Holroyd reparó en el reguero de pecas que le salpicaban el puente de la nariz.

Hola —dijo—. ¿Es usted Peter Holroyd?

El hombre asintió con la cabeza. Le asaltó un súbito ataque de pánico: aquella mujer no era la rata de biblioteca avejentada que había esperado, sino toda una belleza.

—Soy Nora Kelly —se presentó, tendiéndole la mano.

Holroyd titubeó unos instantes, dejó el libro encima de la mesa y estrechó la mano que le ofrecía la mujer. Tenía los dedos fríos e inesperadamente fuertes.

—Siento haberle acorralado de esta manera. Gracias por haber accedido a verme.

Holroyd trató de esbozar una sonrisa.

—Bueno, lo cierto es que su historia era interesante, aunque un poco vaga. Me gustaría oír más cosas acerca de esa ciudad perdida en el desierto.

—Verá, me temo que va a tener que seguir siendo una historia un poco vaga por el momento. Supongo que comprende la necesidad de guardar el máximo secreto…

—En ese caso, no estoy seguro de qué puedo hacer por usted —contestó Holroyd—. Ya se lo dije por teléfono; todas las solicitudes tienen que pasar antes por las manos de mi jefe. —Vaciló unos segundos—. Sólo estoy aquí para averiguar más cosas sobre ese proyecto.

—Y supongo que su jefe es el doctor Watkins. Sí, también he hablado con él. Un tipo realmente simpático. Y muy modesto, además. Me gusta la modestia en un hombre. Lástima que no pudiera dedicarme más que nueve segundos.

Holroyd se echó a reír y luego, rápidamente, cortó en seco su propia risa.

—¿Y bien? ¿Qué cargo ocupa en el instituto? —le preguntó, removiéndose en su asiento.

—Soy profesora adjunta.

—Profesora adjunta —repitió Holroyd—. ¿Y es usted quien está al frente de la expedición o hay alguien más?

La mujer le lanzó una penetrante mirada y respondió:

—Más o menos, estoy al mismo nivel que usted: bastante abajo en el escalafón y sin demasiado control sobre mi propio destino. Pero esto —añadió dando unas palmaditas al portafolio— podría cambiarlo todo.

Holroyd no estaba seguro de si debía sentirse ofendido.

—Bien, ¿y para cuándo necesitan los datos exactamente? Tal vez si el director del instituto en persona se pusiera en contacto con mi jefe el proceso podría acelerarse. Le impresionan los nombres importantes, ¿sabe? —Se reprendió por haber hecho un comentario tan desdeñoso sobre su jefe. Nunca se sabía cuándo una cosa así podía volverse en contra de uno, y Watkins no era de los que perdonaban un desliz semejante.

La mujer inclinó el cuerpo para acercarse a él y susurró:

—Señor Holroyd, tengo que confesarle algo. De momento no cuento con todo el apoyo del instituto. De hecho, ni siquiera piensan considerar la posibilidad de organizar una expedición para localizar la ciudad hasta que les traiga pruebas más convincentes. Por eso necesito su ayuda.

—¿Y por qué tiene tanto interés en encontrar esa ciudad?

—Porque podría ser el descubrimiento arqueológico más importante de nuestros días.

—¿Y cómo lo sabe?

De pronto, Al apareció con dos gruesos trozos de pizza recubiertos de anchoas y los colocó bajo la nariz de Holroyd. La pizza despedía un olorcillo salado que se quedó flotando en el aire.

—¡Encima del portafolios no! —exclamó Nora. Confuso por la enérgica voz de autoridad, Al dejó los dos trozos de pizza en la mesa contigua y se deshizo en disculpas a medida que se alejaba.

—¡Y tráigame un té helado, por favor! —le ordenó de nuevo antes de dirigirse a Holroyd—. Escucha, Peter… ¿te importa que te tutee? No he venido hasta aquí para hacerte perder el tiempo con un yacimiento de tres al cuarto. —Se acercó un poco más a él y Holroyd percibió un leve olor a champú—. ¿Te suena el nombre de Francisco Vázquez de Coronado, el explorador español? Llegó al sudeste en 1540 en busca de las Siete Ciudades de Oro. Unos años antes un fraile había emprendido el camino hacia el norte, para salvar unas cuantas almas, y había regresado con un gigantesco cristal tallado de esmeralda y un montón de historias sobre ciudades perdidas. Sin embargo, cuando el propio Coronado se dirigió hacia el norte, sólo encontró los pueblos de adobe de las tribus indias de Nuevo México, ninguna de las cuales poseía oro ni riquezas. Pero, en un lugar llamado Cicuye, los indios le hablaron de una ciudad de sacerdotes llamada Quivira, cuyos habitantes comían en platos de oro y bebían de copas también de oro. Como puedes suponer, aquello exaltó los ánimos de Coronado y sus hombres.

Al trajo el té y Nora rompió el sello de plástico para abrir la botella.

—Algunos nativos le informaron de que Quivira estaba muy lejos, hacia el este, en lo que hoy en día es Texas. Otros le dijeron que estaba en Kansas, de modo que Coronado y su ejército pusieron rumbo al este. Pero cuando llegaron allí, los indios aseguraron que Quivira estaba mucho más hacia el oeste, en la tierra de las Rocas Rojas. Al final Coronado regresó a México, destrozado y convencido de que sólo había estado persiguiendo una quimera.

—Esa historia es muy interesante —intervino Holroyd—, pero no prueba nada.

—Coronado no fue el único que dio crédito a esas historias. En 1776 dos frailes españoles, Escalante y Domínguez, viajaron hacia el oeste desde Santa Fe, tratando de descubrir una ruta por tierra que llevase a California. He traído sus crónicas conmigo, tienen que estar por aquí… —Empezó a hurgar en su portafolio, extrajo una hoja arrugada de papel y empezó a leer—: «Nuestros guías paiutes nos condujeron a través de unas tierras sumamente hostiles, en lo que se nos antojaba una ruta perversa, hacia el norte en lugar de hacia el oeste. Al llamar su atención sobre dicha circunstancia, nos contestaron que los paiutes nunca viajaban por el país en dirección oeste. Cuando les preguntamos la razón de tan extraña costumbre, nos miraron con gesto lúgubre y se quedaron en silencio. A medio camino, cerca del Paso de los Padres por el río Colorado, la mitad de ellos desertaron, y los demás nunca llegaron a esclarecer del todo qué era lo que había en el oeste que les causaba tan intensas emociones. Uno de ellos habló de una gran ciudad, destruida porque sus sacerdotes habían esclavizado al mundo y tratado de arrebatarle su poder al mismísimo sol. Otros relataban con voz sombría la existencia de un demonio durmiente a quien no se atrevían a despertar».

Nora devolvió la hoja de papel a su sitio.

—Y eso no es todo. En 1824 un montañero norteamericano llamado Josiah Blake fue hecho prisionero por los indios ute. En aquellos tiempos, a los prisioneros excepcionalmente valientes a veces se les daba a escoger entre morir o convertirse en miembro de la tribu. Por supuesto, Blake optó por unirse a la tribu. Más tarde se casó con una mujer ute. Los ute son nómadas, y en determinadas épocas del año se aventuraban en las profundidades de la zona de los desfiladeros de Utah. En cierta ocasión, en un área particularmente remota al oeste de Escalante, un ute señaló hacia la puesta de sol y mencionó que en aquella dirección yacían las ruinas de una ciudad de fabulosas riquezas. Los utes nunca llegaron a aproximarse a ella, pero le regalaron a Blake un disco de turquesa grabado que supuestamente procedía de la ciudad. Cuando al cabo de diez años regresó a la civilización blanca, juró que algún día encontraría la ciudad perdida. Al final se marchó en su busca, pero nunca más se supo de él. —Nora bebió otro sorbo de té y colocó la botella al lado del portafolio con cuidado—. Hoy en día la gente cree que todo esto no son más que mitos o mentiras que contaban los indios, pero personalmente no creo que sea así. La ubicación de la ciudad perdida concuerda con todas las versiones. En mi opinión, la razón por la que nadie ha encontrado nunca la ciudad se debe a que está escondida en la sección más recóndita del bajo cuarenta y ocho. Como otras ciudades anasazi, probablemente la construyeron en lo alto de un precipicio, en una especie de hueco excavado en la roca o bajo un saliente. O puede que haya estado enterrada todos estos años bajo acumulaciones de arena. Y ahí es donde entras tú. Tienes lo que necesito, Peter, un sistema de radar que pueda localizar con exactitud la ciudad.

Muy a su pesar, Holroyd no podía evitar sentirse atraído por la historia y la promesa de aventura que encerraba en su interior. Carraspeó y trató de encontrar las palabras que le hiciesen parecer un hombre razonable.

—Perdona por lo que voy a decirte, pero creo que lo que me pides es imposible. En primer lugar, si la ciudad está escondida, no hay radar capaz de detectarla.

—Pero tengo entendido que vuestro Imager terrestre es capaz de ver a través de la arena tan bien como si lo hiciese a través de las nubes o de la oscuridad.

—Cierto, pero no a través de las rocas. Si está bajo un saliente, olvídalo. En segundo lugar…

—No hace falta que el radar encuentre la ciudad, sino sólo el camino que conduce hasta ella. Mira, echa un vistazo a esto. —Abrió el portafolio y extrajo un pequeño mapa del sudoeste, atravesado por vanas líneas delgadas y rectas—. Hace mil años, los anasazi construyeron este misterioso sistema de rutas y caminos que conectaban entre sí sus ciudades más importantes. Éstas son las rutas que se han hallado hasta el momento. Cada una de ellas conduce o sale de una de las ciudades principales. Tu radar seguro que puede detectar esos caminos desde el espacio, ¿verdad?

—Tal vez.

—Tengo en mi poder un viejo informe, bueno, en realidad es una carta, donde se afirma que existe un camino similar que conduce a este laberinto de desfiladeros. Estoy segura de que lleva directamente a la ciudad perdida de Quivira. Si pudiéramos captar esa carretera a través de una imagen por satélite, sabríamos exactamente dónde mirar.

Holroyd levantó la palma de las manos para interrumpirla.

—Pero no es tan sencillo. Está la lista de espera. Seguro que Watkins ya te lo ha dicho, porque le encanta hablar de ella. Tenemos para dos años con…

—Sí, ya me ha explicado todo eso, pero ¿quién decide en realidad qué objetivo debe examinar el radar?

—Bueno, se da prioridad a las solicitudes de inspección según la urgencia y la fecha de recepción, y entonces yo me encargo de los trabajos pendientes y…

—Tú —asintió Nora con gesto satisfecho.

Holroyd guardó silencio.

—Lo siento —se disculpó Nora de improviso—, se te está enfriando la cena. —Introdujo el mapa en su portafolio mientras Holroyd tomaba entre sus manos las porciones de pizza, a punto de solidificarse—. De modo que te resultaría bastante sencillo colocar, por ejemplo, una de las solicitudes entre las primeras, ¿no es así?

—Supongo que sí. —Holroyd mordisqueó la pizza sin ni siquiera saborearla.

—¿Lo ves? Yo relleno una solicitud, tú la colocas en lo alto del montón y conseguimos las imágenes que queremos.

Holroyd tragó saliva e inquirió.

—¿Y qué crees que pensará el doctor Watkins, o los chicos de la NASA, cuando se enteren de que he dado órdenes para que la lanzadera espacial realice un cambio de órbita y sobrevuele la zona que te interesa? ¿Por qué tengo que ayudarte? Estaría jugándome el pescuezo, bueno… el trabajo.

Nora lo miró y respondió:

—Porque creo que eres algo más que un simple funcionario, porque creo que tienes la misma clase de fuego en las entrañas que yo, el mismo afán de encontrar algo que lleva perdido siglos y siglos. —Señaló hacia la mesa—. ¿Por qué si no ibas a leer esta clase de libros? Todos ellos versan sobre el descubrimiento de lo desconocido. Encontrar Quivira sería como descubrir esos poblados de Mesa Verde, sólo que constituiría un hallazgo aún más importante.

Holroyd vaciló unos instantes antes de responder.

—No puedo —repuso al cabo de un momento en un susurro—. Estás pidiéndome lo imposible. —Advirtió, no sin cierto temor, que por un momento había llegado incluso a considerar seriamente la posibilidad de ayudarla, pero el plan en sí era una locura. Aquella mujer no tenía pruebas ni credenciales, no tenía nada. Y pese a todo, se sentía inexplicablemente atraído por la idea, por la pasión de aquella mujer y su entusiasmo. Había estado en Mesa Verde de niño y el recuerdo de aquellas enormes ruinas silenciosas e inertes todavía lo perseguía por las noches. Miró alrededor, tratando de pensar con claridad, y luego a Nora, que a su vez lo observaba con gesto expectante. Nunca había visto a nadie con un pelo de ese color, un brillo cobrizo bruñido, casi metálico. A continuación, su mirada se posó de nuevo en la pequeña imagen del monitor de televisión con la lanzadera Republic flotando en el espacio.

—No es imposible —musitó Nora—. Me das la solicitud, yo la relleno y tú haces lo que tengas que hacer.

Pero Holroyd seguía contemplando la imagen, el contorno de la nave marfil brillante vagando por el espacio, las estrellas duras como diamantes y la Tierra debajo, a miles de kilómetros de distancia. Siempre era así. La excitación de un descubrimiento que había anhelado durante toda su vida, la ocasión de explorar un nuevo planeta o de viajar a la Luna… todos aquellos sueños habían ido desvaneciéndose en un cubículo cerrado del laboratorio, mientras veía cómo el sueño de otra persona se hacía realidad en una pantalla sucia.

En ese momento dio un respingo al advertir que Nora había estado observándolo.

—¿Cuándo empezaste a trabajar en el LRPC? —le preguntó, cambiando de tema con brusquedad.

—Hace ocho años —contestó—, justo al salir de la facultad.

—¿Porqué?

Se quedó en silencio, sorprendido por una pregunta tan directa.

—Bueno, verás… —empezó a decir—, siempre quise tomar parte en el programa de exploración espacial.

—Seguro que creciste soñando con ser el primer hombre en pisar la Luna.

Holroyd se ruborizó.

—Llegué un poco tarde para eso, pero sí soñaba con ir a Marte.

—Y ahora ellos están allí arriba, dando vueltas alrededor de la Tierra y tú estás aquí abajo, sentado en una pizzería grasienta.

—Era como si le hubiese leído el pensamiento. Holroyd sintió que le invadía una oleada de resentimiento.

—Escucha, me siento satisfecho con mi trabajo. Esos chicos no estarían ahí arriba de no ser por mí y por otros como yo.

Nora asintió con la cabeza y preguntó con delicadeza:

—Pero no es exactamente lo mismo, ¿verdad que no?

Holroyd guardó silencio.

—Te ofrezco la oportunidad de formar parte de lo que puede llegar a ser el mayor descubrimiento arqueológico desde la tumba del faraón Tutankamón.

—Sí —contestó Holroyd—, y mi parte consistiría en hacer para ti lo mismo que hago para Watkins: reunir unos cuantos datos y dejar que otra persona se encargue de llevarlos a la práctica. Lo siento, pero la respuesta es no.

Sin embargo, la mujer no apartó su cautivadora mirada de él ni un solo instante. Permanecía en silencio, y a Holroyd le pareció que estaba tomando una decisión personal.

—Tal vez pueda ofrecerte algo más que eso —musitó al fin.

Holroyd frunció el entrecejo bruscamente.

—¿Como qué?

—Un puesto en la expedición.

De inmediato Holroyd sintió cómo se le aceleraba el pulso.

—¿Qué?

—Creo que ya me has oído. Necesitaremos a un especialista en informática y detección de imágenes por radar. ¿Sabes manejar un equipo de comunicaciones?

Holroyd tragó saliva al notar que, de repente, tenía la garganta seca. A continuación asintió.

—Mejor que nadie.

—¿Y podrías tomarte unas vacaciones? ¿Dos o tres semanas tal vez?

—Nunca he hecho vacaciones —se oyó decir a sí mismo—. Me deben tantos días que podría marcharme seis meses y todavía tendrían que pagármelos.

—Entonces ya está decidido. Tú me consigues los datos y yo te incluyo en la expedición. Te lo garantizo, Peter, no te arrepentirás. Será una aventura que recordarás el resto de tu vida.

Holroyd desvió la mirada hasta las manos de la mujer, menudas y hermosas, entrelazadas en actitud expectante. Nunca había conocido a nadie capaz de apasionarse tanto por una cosa así. De pronto cayó en la cuenta de que le resultaba difícil respirar.

—Yo… —farfulló.

Nora se inclinó hacia adelante con rapidez.

—¿Sí?

Holroyd empezó a menear la cabeza con gesto pensativo.

—Todo esto es demasiado repentino. Necesito tiempo para pensarlo.

La mujer lo miró, estudiando su rostro, y luego asintió con la cabeza.

—Lo comprendo —contestó con voz queda, y metiendo la mano en el bolso, extrajo un trozo de papel y se lo ofreció—. Ten, éste es el número de teléfono del piso donde voy a quedarme estos días. Peter… no lo pienses demasiado porque sólo estaré aquí un par de días.

Pero Holroyd no estaba escuchando, sino que estaba concentrado en otra cosa.

—No estoy diciendo que vaya a hacerlo, entiéndeme —dijo con tono evasivo—, pero voy a explicarte cómo creo que habría que hacerlo. Verás, no haría falta que rellenases ninguna solicitud. La lanzadera va a dedicar los tres últimos días de la misión a realizar barridos con radar, sesenta y cinco órbitas en distintas latitudes. Hace tiempo que una compañía de exploración mineral está esperando que efectuemos un barrido de algunas zonas de Utah y Colorado. Llevamos algo de retraso con ese proyecto, de modo que ahora podría meterlos en la lista y extender un poco el radio de acción para incluir las zonas que tú quieres. Lo único que tendrías que hacer es enviar una solicitud de compra en cuanto descarguemos los datos de la lanzadera. Normalmente los datos están sometidos a derechos exclusivos de propiedad durante un período de dos años, pero las solicitudes académicas adecuadas pueden superar ese obstáculo sin problemas. Ya te guiaré a través de los trámites burocráticos cuando llegue el momento.

—¿Una solicitud de compra? ¿Insinúas que tengo que pagar dinero por los datos?

—Es muy caro —le advirtió Holroyd.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? ¿De doscientos pavos?

—Más bien de veinte mil.

—¡Veinte mil dólares! ¿Te has vuelto loco?

—Lo siento. Es algo que ni el mismísimo Watkins puede controlar.

—¿Y de dónde narices voy a sacar veinte mil dólares? —le espetó Nora.

—Escucha, voy a preparar una alteración en la órbita de una nave espacial de Estados Unidos por ti. Eso ya me parece bastante grave. ¿Qué más quieres? ¿Que robe los puñeteros datos?

Se produjo un silencio y Nora contestó:

—Pues no es mala idea, ¿sabes?