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El Instituto Arqueológico de Santa Fe se erguía en una baja meseta, entre las estribaciones de los montes Sangre de Cristo y la propia ciudad de Santa Fe. Ningún museo asociado abría sus puertas al público y las clases se limitaban a seminarios de graduados, a los que sólo se asistía con invitación, y a los coloquios del profesorado. Tanto los especialistas visitantes como los profesores residentes superaban en número a los estudiantes. El campus se extendía a lo largo de unas doce hectáreas, con sus edificios bajos de adobe apenas visibles entre los jardines amurallados, los albaricoqueros, los parterres de tulipanes y las hileras de lilas en flor.

El instituto se dedicaba casi en exclusiva a la investigación, las excavaciones y la conservación, y albergaba una de las mejores colecciones del mundo de restos prehistóricos de las tribus indias del sudoeste de Estados Unidos. La institución, que contaba con una buena financiación, era muy reservada y estaba apegada a sus tradiciones, por lo que el resto de la comunidad de arqueólogos profesionales del país la contemplaba con una mezcla de envidia y admiración.

Nora vio salir de la clase al último de sus estudiantes y a continuación recogió sus papeles y los introdujo en un enorme portafolios de piel. Se trataba de la última clase de su seminario: «El abandono del Chaco: causas y circunstancias». Una vez más, le sorprendió la insólita actitud de los estudiantes del instituto: callados y respetuosos, parecían incapaces de creer la buena suerte que habían tenido al recibir una beca de diez semanas como estudiantes residentes.

Saliendo de la fría oscuridad hacia la luz del sol, avanzó despacio por el sendero de gravilla. Los edificios de la reconstrucción de un antiguo asentamiento en el campus, con sus paredes orgánicas inclinadas y las vigas de soporte, aparecían pintados de un cálido color de herrumbre por la luz de la mañana. Un cúmulo de nubes negras asomaba amenazadoramente por las montañas, coronadas por una aureola blanca y brillante. Cuando alzó la vista para mirarlas, una agudísima punzada de dolor le aguijoneó un costado de su cuello herido. Levantó la mano para aplicarse un masaje mientras una sombra oscura comenzaba a interponerse entre ella y el sol.

Tras cruzar el aparcamiento, dibujó una ruta tortuosa hasta llegar a la parte trasera del campus, girando en un camino de piedra flanqueado por columnas de álamos negros y olmos milenarios. El camino terminaba en un anodino edificio en cuyo pequeño rótulo de madera se leía únicamente la palabra «Archivos».

Nora le mostró su placa al guardia, firmó en el registro y avanzó por un pasillo hasta una entrada de baja altura, deteniéndose en los escalones de cemento que conducían a la penumbra, hacia el sótano de los mapas.

Se puso tensa unos instantes, pues la oscuridad de las escaleras le trajo a la memoria un recuerdo indeseado de la noche anterior. Una vez más, sintió los cristales rotos clavándose en su piel, la fuerza de aquellas garras apretándole el brazo, el olor enfermizo y dulzón…

Apartó de su mente aquel recuerdo y empezó a descender los estrechos escalones.

Las colecciones del instituto contenían numerosas piezas de valor incalculable, aunque no había nada en todo el campus ni en los anexos de las colecciones tan valioso ni vigilado como el contenido de aquel sótano. A pesar de que no albergaba ningún tesoro en su interior, la cripta servía de cobijo para algo mucho más valioso: la localización de los yacimientos arqueológicos conocidos del sudoeste de Estados Unidos. Había más de trescientos mil, desde el monolito más insignificante hasta las ruinas más gigantescas con cientos de estancias en su interior, todos cuidadosamente señalados en la colección de mapas topográficos del Departamento Estadounidense de Mediciones Geológicas del instituto. Nora sabía que sólo se había excavado una fracción minúscula de dichos yacimientos; el resto seguía durmiendo apaciblemente bajo la tierra u oculto en cuevas. Cada número de yacimiento correspondía a una entrada en la base de datos del instituto, rodeada de fuertes medidas de seguridad, que contenía cualquier cosa, desde inventarios detallados o mediciones, a esbozos digitalizados y cartas… mapas electrónicos del tesoro que conducían a millones de dólares en restos prehistóricos.

Siempre le había parecido extraño que Owen Smalls fuese el encargado de custodiar aquel lugar. Resplandeciente en sus pieles hechas jirones y muy musculado, Smalls parecía que acabase de volver de una angustiosa expedición a los confines más recónditos de la Tierra. La mayoría de las personas que conocían a aquel hombre ni siquiera sospechaban que en realidad era un chico de la costa Este nacido en el seno de una familia acaudalada, un graduado summa cum laude de la Universidad de Brown que, en el caso improbable de formar parte de una expedición al desierto, por ejemplo, se perdería o moriría —o ambas cosas— en menos que canta un gallo.

Los escalones terminaban en una puerta metálica dotada con un ventanuco, cuyas hojas se abrían por medio de bisagras y con una luz roja encendida justo encima. Nora hurgó en el bolso, extrajo su tarjeta de segundad y la insertó en la ranura. Cuando la luz se puso verde, la mujer empujó la puerta y entró.

Smalls ocupaba un pequeño despacho obsesivamente limpio justo fuera de la cripta, orientado hacia la sala de lectura. Se levantó al verla entrar y colocó cuidadosamente un libro encima de su escritorio.

—Doctora Kelly… —empezó a decir—. Nora, ¿verdad?

—Buenos días —respondió Nora con la máxima naturalidad posible.

—Hacía mucho tiempo que no venía por aquí —señaló Smalls—. Es una pena. Oiga… ¿qué le ha pasado en el brazo?

Nora echó un vistazo al vendaje y respondió:

—Sólo es un rasguño. Owen, necesito localizar un par de mapas.

Smalls entrecerró los ojos como respuesta. Luego dijo:

—¿Ah, sí?

—En los cuadrantes C‐3 y C‐4 de Utah. La meseta de Kaiparowits.

Smalls siguió escudriñándola con la mirada, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro y haciendo que los pantalones de piel diesen un crujido que se oyó por toda la estancia.

—¿Cuál es el número del proyecto?

—Todavía no hay número de proyecto. Sólo es un estudio preliminar.

Smalls colocó dos manos peludas y gigantescas sobre la mesa y se apoyó sobre ellas, mirándola con mayor atención.

—Lo siento, doctora Kelly. Necesita que le aprueben un número de proyecto para poder buscar los mapas.

—Pero si sólo es un estudio preliminar.

—Ya conoce las reglas —repuso Smalls con una sonrisa desdeñosa.

El cerebro de Nora se puso a trabajar con rapidez. No había forma humana de que Blakewood, el presidente del instituto y jefe de Nora, le asignase un número de proyecto basándose únicamente en la escasa información que ella podía proporcionarle. Sin embargo, dos años atrás recordaba haber trabajado en un proyecto en otra parte de Utah. El proyecto todavía seguía vigente, aunque en ese momento se hallaba en punto muerto… tenía la mala costumbre de dejar las cosas a medias. ¿Cuál era el puñetero número del proyecto?

—Es el J‐40012 —dijo.

Las pobladas cejas de Smalls se arquearon.

—Lo siento, no me acordaba de que acaban de asignarlo. Escuche, si no me cree, llame al profesor Blakewood. —Sabía que su jefe estaba en un congreso en Window Rock.

Smalls se volvió hacia la pantalla del ordenador y golpeteó las teclas. Al cabo de un momento, miró a Nora de nuevo.

—Parece que está aprobado. ¿El C‐3 y C‐4 ha dicho? —Reanudó su trabajo con el teclado, de manera que las teclas se hacían ridículamente menudas en sus manos. A continuación se apartó del ordenador y se levantó de la mesa.

Nora lo siguió mientras subía los escalones del sótano y abría la puerta.

—Espere aquí —le ordenó.

—Ya conozco las reglas. —Nora observó al hombre entrar en la cripta. En el interior, bañadas por la implacable luz fluorescente, había dos filas de cajas fuertes de metal, con puertas cerradas a cal y canto sobre la parte superior. Smalls se aproximó a una de ellas, introdujo un código y abrió la compuerta. En el interior de la caja fuerte había miles de mapas, envueltos en capas de plástico protector.

—¡Hay dieciséis mapas en esos cuadrantes! —gritó Smalls desde dentro—. ¿Cuáles quiere ver?

—Todos, por favor.

Smalls permaneció en silencio unos segundos.

—¿Los dieciséis? Eso son dos mil doscientos kilómetros cuadrados.

—Como ya le he dicho, se trata de un estudio. Aunque si quiere, puede llamar al presidente…

—Está bien, está bien. —Sosteniendo los mapas por los bordes de sus barras metálicas, Smalls salió de la cripta y le hizo señas de que se dirigiese a la sala de lectura. Esperó hasta que la mujer tomó asiento y luego colocó los mapas con cuidado sobre la superficie rayada de la mesa de formica—. Póngase esto —le ordenó, señalando una caja de guantes de algodón desechables—. Tiene dos horas para terminar su estudio. Cuando acabe, avíseme, devolveré los mapas a su sitio y le abriré la puerta. —Esperó hasta que Nora se hubo colocado los guantes, esbozó una sonrisa y regresó a la cripta.

Nora se sentó a la mesa mientras Smalls cerraba primero la caja fuerte, luego la puerta del sótano y finalmente regresaba a su despacho. Ya te enterarás cuando acabe, no te preocupes, se dijo. La «sala de lectura» consistía en una mesa enorme con una sola silla, colocada en un lugar perfectamente visible desde el despacho acristalado de Smalls. No había demasiado espacio y era un lugar desprotegido, nada recomendable para llevar a cabo sus planes.

Inspiró hondo y flexionó los dedos, enfundados en aquellos guantes blancos. De inmediato, con sumo cuidado, desplegó los mapas encima de la mesa y el plástico empezó a crepitar cuando alisó los bordes con las manos. La secuencia de mapas de 7,5 minutos —los mapas del Departamento Estadounidense de Mediciones Geológicas más detallados existentes— cubría un área extremadamente remota del sur de Utah, con el lago Powell al sur y al oeste y el Bryce Canyon al este. Casi todo formaba parte de las tierras del Departamento de Gestión del Terreno, territorio federal para el cual, efectivamente, nadie tenía ninguna utilidad. Nora tenía una idea aproximada de cómo era aquella zona: tierra de arenisca y roca resbaladiza, bisecada por una diagonal… un auténtico laberinto de cañones abismales y escarpas, paredes verticales y peñascos yermos.

Dieciséis años atrás, su padre había desaparecido en aquel triángulo desolado.

Recordó con lacerante intensidad cómo, siendo una chiquilla de doce años, había suplicado de rodillas poder formar parte de la partida de búsqueda. Pero su madre se había negado en redondo y ella se había pasado dos angustiosas semanas escuchando el parte radiofónico, enfrascada en mapas topográficos. Mapas iguales que aquél. Sin embargo, nunca hallaron rastros de su paradero. Más adelante, su madre inició los procedimientos para declararlo legalmente muerto. Nora no había vuelto a mirar un mapa de la región desde entonces.

Inspiró hondo de nuevo. Aquélla iba a ser la parte más difícil. Se aseguró de dar la espalda a Owen Smalls, deslizó dos dedos en su chaqueta y extrajo la carta, la misma cuya existencia no había comunicado a nadie desde que la había encontrado, apenas unas aterradoras horas antes.

El sobre estaba descolorido y parecía a punto de romperse. La dirección aparecía escrita con trazos débiles a lápiz y justo en ese momento, tal como había hecho a la luz de los faros la noche anterior, leyó el nombre de su madre, muerta seis meses atrás, y la dirección del rancho que llevaba abandonado cinco años. Poco a poco, casi sin querer, sus ojos se detuvieron en el remitente: «Padraic Kelly», escrito con la letra generosa y serpenteante que tan bien recordaba. «En algún lugar al oeste de Kaiparowits».

Era una carta de su padre muerto a su madre muerta, escrita y sellada hacía dieciséis años.

Despacio y con cuidado, bajo el silencio fluorescente de aquel sótano, extrajo las tres hojas de papel amarillento del sobre y las colocó, alisándolas, junto a los mapas, protegiéndolas de la vista de Smalls con su cuerpo. Una vez más se fijó en los detalles más llamativos: el matasellos reciente y la marca de FRANQUEO INSUFICIENTE, donde se revelaba que la carta había sido enviada desde Escalante, Utah, sólo cinco semanas antes.

Pasó la yema de los dedos por el papel viejo y sucio, por la marca roja de FRANQUEO INSUFICIENTE y el desteñido sello de diez centavos. Parecía como si el sobre hubiese estado mojado y alguien lo hubiese secado después; tal vez había aparecido flotando en el lago Powell, tras ser transportado a través de los cañones en una de las repentinas riadas que caracterizaban aquella región.

Por enésima vez desde que abriera el sobre que contenía aquella carta la noche anterior, se vio obligada a reprimir un leve destello de esperanza. No había ninguna posibilidad de que su padre siguiese con vida. Sin duda, alguien había encontrado la carta y había decidido enviarla.

Pero ¿quién? Y… ¿por qué?

Y lo que era aún más aterrador: ¿sería acaso la carta que andaban buscando las extrañas criaturas de la casa abandonada?

Nora tragó saliva, pues tenía la garganta seca. Debía de ser la misma carta, no había otra respuesta posible.

Un fuerte chirrido quebró el silencio cuando Smalls cambió de postura en su silla. Nora se sobresaltó y escondió el sobre bajo el mapa que tenía más cerca. Luego regresó a la carta.

Jueves, 2 de agosto (aproximadamente) de 1983.

Querida Liz:

Aunque estoy a más de cien kilómetros de distancia de la oficina de correos más próxima, ya no podía esperar más para escribirte. Enviarte esta carta será lo primero que haga cuando ponga un pie de nuevo en la civilización; mejor todavía, incluso es posible que te la entregue en mano, personalmente, y con ella mucho más que una simple carta.

Sé que piensas que he sido un mal marido y un mal padre, y puede que tengas razón, pero por favor… por favor, lee esta carta hasta el final. Sé que te lo he dicho otras veces, pero ahora puedo prometerte que todo va a cambiar. Estaremos juntos de nuevo y Nora y Skip recuperarán a su padre. Y seremos ricos. Sí, ya lo sé, ya lo sé… pero, cariño mío, esta vez va en serio. Estoy a punto de entrar en la ciudad perdida de Quivira.

¿Te acuerdas del trabajo para el colegio que hizo Nora acerca de Vázquez de Coronado y su búsqueda de Quivira, la legendaria ciudad de oro? Yo la ayudé con la investigación, leí los informes y las leyendas de algunas de las tribus indias pueblo y empecé a darle vueltas y más vueltas. ¿Y si todas las historias que escuchó Coronado eran ciertas? Recuerda la Troya de Homero: la arqueología está llena de leyendas que han resultado ser hechos verídicos. Puede que haya una ciudad de verdad ahí fuera, intacta, con un fabuloso tesoro de plata y oro en su interior. Encontré unos documentos muy interesantes que me dieron una pista sorprendente y… aquí estoy.

En realidad no esperaba encontrar nada. Ya me conoces, siempre estoy soñando, con la cabeza en las nubes, pero Liz… esta vez lo encontré.

Nora pasó a la segunda hoja, la página crucial. La letra se hacía cada vez más desigual y febril, como si su padre se hubiese quedado sin aliento por la excitación y apenas hubiese tenido tiempo de garabatear las palabras.

Yendo en dirección este desde Old Paria, llegué al barranco de Hardscrabble pasado el Rameyʹs Hole. No estoy seguro de qué lado del cañón tomé, en realidad me guie por mi instinto, puede que fuese Muleshoe. Allí encontré el rastro fantasmal de una antigua ruta anasazi y decidí seguirla. Era un rastro muy débil, más incluso que los senderos que conducen al cañón del Chaco.

Nora miró los mapas. Después de localizar Old Paria junto al río Paria, empezó a rastrear la zona del cañón aledaño con la mirada. Había docenas de barrancos y pequeños desfiladeros, muchos sin nombre. Al cabo de unos minutos, el corazón le dio un brinco: allí estaba Hardscrabble, un pequeño barranco que se adentraba en el cañón de Scoop. Revisando el área con rapidez, halló Rameyʹs Hole, una enorme depresión circular interrumpida por una curva en el barranco.

El camino seguía hacia el noreste. Salía del cañón de Muleshoe, no estoy seguro de en qué punto exactamente, pero en una vieja senda se acercaba mucho a la arenisca y puede que atravesara tres cañones más del mismo modo, siguiendo sendas antiguas. Ojalá hubiese prestado mayor atención, pero estaba muy nervioso y se estaba haciendo tarde.

Nora trazó una línea imaginaria en dirección noreste desde Rameyʹs Hole, siguiendo todavía Muleshoe. ¿En qué lugar aquel camino había abandonado el cañón? Escogió un punto al azar y contó otros tres cañones, hasta llegar a un desfiladero que no tenía nombre, muy angosto y profundo.

Viajé durante todo el día siguiente cañón arriba, cambiando de dirección hacia el noroeste, a veces perdiendo el camino y otras encontrándolo de nuevo. Se hacía cada vez más difícil seguirlo. El sendero seguía hasta el siguiente cañón a través de una especie de brecha. Aquí fue donde me perdí, Liz.

Respirando cada vez más rápido, Nora siguió con el dedo el cañón sin nombre, pasando por la esquina del mapa siguiente y llegando a un tercero. Cada vez que desplazaba el dedo un centímetro, aquello representaba kilómetros y kilómetros de desierto sobre el terreno. ¿Hasta dónde habría llegado su padre ese día? No había forma de saberlo hasta que ella misma viese el cañón con sus propios ojos. ¿Y dónde estaba la brecha de la que hablaba?

Su dedo se detuvo en medio de una sucesión de desfiladeros, esparcidos en más de mil quinientos kilómetros cuadrados. Un sentimiento de frustración se apoderó de ella. Las instrucciones de la carta eran tan vagas… Su padre podía haber ido hacia cualquier parte.

El cañón se dividía en dos una y otra vez, sabe Dios cuántas veces. Estuve caminando durante dos días enteros. Es una zona de desfiladeros increíblemente inhóspita, Liz, y cuando estás al pie de uno de ellos, resulta imposible encontrar señales que te ayuden a orientarte. Es como hacer senderismo por un túnel. A pesar de los exasperantes recovecos, de algún modo tenía la sensación de hallarme en un sendero anasazi, pero no fue hasta que llegué a lo que llamo la Espalda del Diablo y al pronunciado desfiladero que hay detrás de ella cuando estuve completamente seguro.

Nora empezó a leer la última página.

Verás, he encontrado la ciudad. Lo sé. Y comprendes que existe una buena razón para que nadie la haya encontrado hasta ahora cuando ves cuán diabólicamente la escondieron. El desfiladero conducía a un cañón secreto, muy profundo, detrás del primero. Hay un angosto sendero que precede a la pared rocosa de lo que debe de ser un hueco oculto en los precipicios. Está muy erosionado, pero todavía se aprecian signos de su uso. He visto caminos como éste bajo los yacimientos prehistóricos indios de Mesa Verde y Betatakin, y estoy seguro de que éste también conduce a un yacimiento prehistórico, a uno muy grande además. Ahora voy a intentar enfilar el camino, pero es excepcionalmente abrupto y cada vez se hace más oscuro. Si puedo llegar a la pared rocosa sin el equipo de escalada, intentaré llegar a la ciudad mañana.

Tengo comida suficiente para unos cuantos días más, y gracias a Dios hay agua de sobras. Estoy convencido de que debo de ser el primer ser humano que pisa este cañón en ochocientos años.

Todo esto es tuyo si lo quieres. Podemos dar marcha atrás a lo del divorcio y hacer borrón y cuenta nueva. El resto es agua pasada. Sólo quiero recuperar a mi familia.

Liz, cariño, te amo con toda mi alma. Dales un millón de besos a Nora y a Skip de mi parte.

PAT.

Eso era todo.

Nora volvió a meter la carta con cuidado en el sobre. Tardó más tiempo del necesario y se dio cuenta de que le temblaban las manos.

Se incorporó en la silla, abrumada por sus sentimientos enfrentados. Siempre había sabido que su padre era una especie de arqueólogo aficionado, pero le avergonzaba pensar que hubiese planeado saquear aquel yacimiento extraordinario en beneficio propio.

Sin embargo, sabía que su padre no era un hombre codicioso. El dinero le importaba poco y lo que más le apasionaba era la búsqueda. Además, pese a todo lo que hubiese dicho su madre, estaba segura de que quería a sus hijos más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Echó un nuevo vistazo a los mapas que tenía desplegados ante sí. Si el yacimiento era verdaderamente tan importante como su padre decía, debía de seguir siendo desconocido, porque no había nada parecido señalado en los mapas. El asentamiento humano más cercano parecía ser un poblado indio extremadamente apartado señalado con el nombre de Nankoweap, y se hallaba a varios días de camino en el rincón más lejano del laberinto de desfiladeros. Según el mapa, ni siquiera había una carretera que condujese al poblado, sino un camino sólo apto para montañistas.

La arqueóloga que había en su interior sintió una punzada de excitación y entusiasmo. La posibilidad de encontrar Quivira sería una forma de justificar la vida de su padre y también un modo de averiguar, por fin, qué le había sucedido. Además, pensó no sin cierto arrepentimiento, tampoco le vendría mal para su carrera profesional.

Luego, se levantó de la silla. Por supuesto, era imposible saber adonde se había dirigido su padre con sólo mirar aquellos mapas. Si de veras quería encontrar Quivira y resolver el misterio de la desaparición de su padre, tendría que aventurarse en aquella zona ella misma.

Smalls levantó la vista del libro que estaba leyendo cuando Nora asomó la cabeza por su despacho.

—Ya he terminado, gracias.

—De nada —respondió él—. Oiga, es hora de almorzar, y en cuanto cierre me iré por un burrito. ¿Le apetece almorzar conmigo?

Nora rehusó la invitación.

—Tengo que volver a mi despacho, gracias. Me queda mucho trabajo por hacer esta tarde.

—En ese caso, lo dejamos para otra ocasión, un día que no esté tan ocupada, ¿de acuerdo? —sugirió Smalls.

—Me temo que el día que eso suceda se congelará este desierto. —Nora salió por la puerta mientras el hombre soltaba una risa áspera.

Mientras subía por las escaleras, las vendas le tiraron de la piel del brazo y le recordaron una vez más la agresión de la noche anterior. Sabía que, si hacía caso del sentido común, debía denunciar el suceso a la policía, pero cuando pensó en la investigación, en todo el tiempo que perdería y en el hecho de que lo más probable era que no diesen crédito a su versión, decidió no hacerlo. No había nada, nada en absoluto, capaz de interponerse entre ella y lo que tenía que hacer.