Domingo

No soy capaz de encajar las piezas. Intento hacerlo, pero me resulta imposible entender qué papel pudieron jugar Sergio, Adolfo e Ignacio en todo esto. Si hago caso al e-mail de Raúl, debería descartar la opción de que Marcos fuera realmente el culpable de lo sucedido. Sin embargo, no hay ni una sola prueba policial que no lo acuse de manera nítida y rotunda como el único autor de los hechos.

El domingo transcurre con la morosidad habitual —y sin apenas resultados: no consigo escribir ni una sola línea que merezca la pena— hasta que el sonido de mi móvil me interrumpe cuando menos lo espero. Un sms breve, misterioso, procedente de un teléfono que no tengo en mi agenda y al que no sé si debería llamar. Por otro lado, casi me hace gracia la idea de dejarme llevar por el suspense, intentando convertirme en el detective de cine negro que nunca seré.

«El lunes a las 8 en el tuto».

No sé quién puede querer verme allí a esa hora y, por el texto, dudo que se trate de Sonia o de Gema. ¿Álex, tal vez? Es el único que ha empleado la palabra tuto en sus informes. Sin embargo, tampoco a él le va ese estilo seco y misterioso. Sea quien sea, quiere encontrarse conmigo antes de que suene el primer timbre a las 8.30, de modo que si acudo a esa cita no estaré incumpliendo mi pacto con Sonia. Le prometí que el viernes 6 sería mi último día dentro del Darío, pero jamás aseguré que fuera el último día de mi investigación.

A las ocho en punto, siguiendo fielmente las instrucciones del sms, estoy aparcado frente al instituto. Intento pasar desapercibido entre el griterío de los adolescentes que se agolpan ante la verja, pero ni siquiera ser invisible se me da bien.

—Sabía que volverías por aquí —me saluda Álvaro—. Ten, es tuyo.

—¿Y esto?

—Una bobada. Es para agradecerte que, bueno, ya sabes, que nos hicierais hablar tanto… de todo. A veces viene bien.

—No sé si Sonia opinará lo mismo…

—¿No te lo han contado? —Álvaro reacciona con rapidez ante mi cara de póquer—. No ha podido más y ha pedido la baja. Por depresión, me temo. De momento tendremos que esperar a que manden a alguien para cubrir su puesto… —Álvaro baja la cabeza y se aleja sin disimular la expresión de tristeza. O de derrota.

Ya solo, rompo el envoltorio del paquete que acaba de entregarme y me sonrío ante su tenacidad. Se trata de la primera temporada de A dos metros bajo tierra, una de las series de las que me habló en algunas de las conversaciones que mantuvimos cuando empezó todo esto. Está empeñado en hacerme partícipe de sus referencias y, en el fondo, siento algo parecido a la satisfacción (¿orgullo?, ¿vanidad?) al saber que se ha molestado en incluirme en lo que él considera su mundo.

Son casi las ocho y todavía no hay ni rastro de mi misteriosa cita. Mientras espero a que aparezca, veo llegar a Samir, el padre de Ahmed, que se acerca al centro impecablemente trajeado y con expresión compungida. Intento hablar con él para interesarme por su hijo y, aunque no parece entusiasmado de verme, no se niega a responderme algunas preguntas.

—¿Qué tal está Ahmed? ¿Algo más tranquilo?

Al preguntarle por su hijo, Samir se desinfla por completo.

—Mal… En realidad, muy mal… Para eso he venido, para hablar con Gerardo.

—¿Por qué motivo?

A Samir le cuesta responder. Noto que lo está pasando realmente mal.

—Ayer tuve que ir a buscar a Ahmed a la comisaría…

Siento un escalofrío. Mi imaginación se desboca por una —interminable— décima de segundo.

—Pero ¿qué pasó?

—Había salido con unos amigos. En teoría, iba a pasar la noche en casa de uno de ellos para poder terminar un trabajo de Historia. A mí me extrañó, porque en el instituto me habían dejado bien claro que no querían que siguiera estudiando en el centro…, pero pensé que tal vez Ahmed había decidido esforzarse al máximo para demostrarles que estaban equivocados y conseguir, de ese modo, que no le expulsaran.

A Samir no le está resultando fácil hablar conmigo. Le cuesta no demostrar su ira (¿hacia su hijo?, ¿hacia el instituto?, ¿hacia él mismo?) y tiene que esforzarse para hacerme un relato claro y ordenado de los hechos. Le pido permiso para grabar su testimonio y accede con la condición de leer el original una vez que esté listo. Quiere estar seguro de qué voy a escribir sobre su hijo para evitar que mis palabras —con o sin intención— puedan hacerle daño.

—Pero aquellos cinco amigos no estaban haciendo un trabajo… Estaban siguiendo a un compañero para poder darle una lección. El mismo chico con el que Ahmed se había peleado antes… Esperaron a que estuviera solo y, cuando les pareció que nadie podría verles, lo rodearon. Por suerte, una vecina vio lo que pasaba y no dudó en llamar a la policía. Enseguida llegaron dos agentes, pero tardaron lo bastante como para que aquellos cinco chicos, comandados por mi hijo, hubieran infligido ya serios daños a su víctima… Ahmed ha pasado la noche en comisaría y ahora nos espera un complicado proceso por delante.

Me pregunto qué debo decir, pero no soy capaz de encontrar una sola respuesta que me parezca mínimamente adecuada. Además, odio tener que darle la razón a Gerardo. Quizá hicieron lo correcto expulsando a ese chico al que yo, equivocadamente, defendí.

—Por eso he venido hoy: para advertir a Gerardo de que acabo de denunciar al centro. —Creo que he escuchado mal. ¿Ha dicho que ha puesto una denuncia contra el Darío después de lo que ha hecho su hijo?—. Ahmed no era así, en absoluto. Es un chico tierno. Cariñoso. En realidad, es un niño. Nunca había tenido problemas hasta que llegamos aquí y ese tal Adrián comenzó a acosarle. Y lo cierto es que no ha sido el único… En los cuadernos y en los libros de mi hijo he visto todo tipo de insultos escritos por algunos de sus compañeros. Insultos ante los que ningún profesor reaccionaba nunca. Pero lo peor no es que hayan tolerado todo eso fingiendo no verlo, lo peor es que se han cebado con él culpándolo de conflictos en los que era la víctima… Por eso, cuando le dije que querían que abandonase el centro, se puso hecho una fiera. «Es injusto», gritaba. «¡Es muy injusto!». Supongo que culpaba a Adrián y que por eso decidió vengarse de esa forma. Y no pienses que lo estoy justificando, al revés, me entristece y me avergüenza profundamente lo que ha ocurrido. Sólo estoy diciendo que han convertido a mi hijo en un salvaje. En alguien que no es. Alguien a quien han conducido hasta la violencia más extrema un puñado de racistas que no deberían estar, bajo ningún concepto, trabajando al frente de una clase.

Samir eleva el tono y le pido que intente serenarse, no creo que esa actitud sea la más adecuada en las cercanías de un centro escolar. Él me da la razón y me insiste en que, cuando escriba mi texto, trate de ser fiel a la verdad. Le prometo que me limitaré a transcribir sus palabras y me pregunto si la indulgencia de Samir con su hijo no es excesiva y, peor aún, peligrosa. Entiendo su discurso, pero me sorprende que no revele ninguna grieta sobre su propio papel como padre del agresor. ¿Dónde queda su responsabilidad en todo esto?

Una vez solo, hago tiempo (ya son casi las ocho y cinco, ¿me habrán tomado el pelo?) revisando mi cuaderno en busca de puntos de partida para enfocar mi análisis. La lista de opciones es escueta y ridícula. Estúpidamente esquemática si se compara con cualquiera de las visiones que mis testigos me han ido dando:

Tesis 1: un asesinato brutal y sin sentido. Malas compañías. Hábitos de vida poco aconsejables. Salidas nocturnas con chicos mayores que él de inclinaciones violentas y asociales. Un padre que no sabe cómo llevar el tema. Un doble y horrendo crimen como consecuencia de todo ello.

Tesis 2: un acto de defensa ante lo que el adolescente considera una agresión continua de su espacio vital. Un arrebato desproporcionado que se ve potenciado por su consumo de alcohol y drogas (de esto no tengo pruebas, salvo el relato de Dani, posiblemente manipulado) y que culmina con la muerte de dos miembros de su familia.

Tesis 3: un crimen producto de un profundo desarreglo emocional originado por dos factores diferentes, esto es, la muerte de su madre y el descubrimiento de su propia sexualidad, dificultado por la actitud intolerante del padre, sumido —a su vez— en su propia crisis personal.

Tesis 4: una venganza desproporcionada ante las palizas —¿físicas?, y verbales— infligidas por su padre desde los episodios de vandalismo por los que fue acusado Marcos en su centro durante el curso anterior y que se prolongaron durante el mes de septiembre.

Releo las notas y trato de escoger un punto de vista, pero no me siento cómodo en ninguno de ellos. Me aterra caer en el maniqueísmo —¿no ha sido eso lo que han hecho tanto Gerardo como Samir en el caso de Ahmed?— y me preocupa influir, de algún modo, en el transcurso de los hechos. Dudo que mis aportaciones posean una relevancia excepcional —la tendrían si encontrase un hilo conductor entre ellas—, pero, aun así, me inquieta alterar la situación si no soy capaz de enfocar con habilidad el discurso. De repente, alguien me da en la espalda. «Cógelo», y me entrega un sobre tamaño folio con lo que parece ser un trabajo escolar. «Cógelo, por favor».

Sandra está a punto de echarse a llorar, así que la invito a entrar en mi coche hasta que se tranquilice un poco. «¿Lo quieres o no?». Reacciono con torpeza —no imaginaba que fuera ella la autora de ese sms— y cojo el sobre mientras ella sale corriendo otra vez. No controlo mi impaciencia y lo abro allí mismo, deseando saber qué contiene.

Está escrito a mano. Con letra redonda y pulcra. Una de esas letras que me provocaban envidia cuando tenía su edad. No tiene fecha. Ni firma. Pero, a pesar de todo, sé que es su historia y que ha sido ella, con esa caligrafía esmerada, quien la ha puesto por escrito. Contengo las ganas de leer el documento hasta llegar a casa y arranco de una vez.

No me gusta escribir a ordenador. Se me da mal teclear y pierdo mucho tiempo para contar cualquier cosa. Lo que sea. En clase suelen permitirme que entregue los trabajos a mano. Dicen que tengo buena letra. Por eso en mi blog cuelgo tantas fotos y escribo sólo cuentos muy breves, porque las imágenes se cargan deprisa y esos relatos exigen poco texto. Pocas teclas. A veces los textos ni siquiera son míos. Se los inventaba Marcos. O Raúl. Dependía de la foto que yo hubiera colgado. Casi siempre películas que veíamos juntos o que decíamos que queríamos ir a ver. Sólo tenemos dieciséis, así que hay muchas que no hemos tenido tiempo de descubrir aún.

Raúl y yo nos encargamos de anotar los títulos que nos apetecen. Los sacamos de revistas de cine y de un par de fanzines on line que leemos casi a diario. La última que he anotado es El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder. Sé de qué va y hasta he visto algunas escenas en YouTube, pero nada más. Es el tipo de película que le gustaría a Marcos, así que Raúl y yo vamos a tener que hacer un esfuerzo cuando nos sentemos a verla para no echarle demasiado de menos. Lo extraño a todas horas, sólo que no todas las horas son iguales. Las hay peores. Muchísimo. Como cuando es viernes por la tarde y Raúl y yo nos vamos a su casa, o él se viene a la mía, eso depende, y nos ponemos un dvd de la colección de nuestros padres. El suyo es todavía más consumista que el mío, así que las tiene casi todas. Anoche me confirmó por sms que sí, que también tiene El crepúsculo de los dioses y que le ha sorprendido que no la hayamos visto antes.

En el fondo, su padre tiene a Raúl un poco idealizado. Cree que es más listo de lo que realmente es. Pero a todos los padres les sucede lo mismo. No me refiero a que nos idealicen. Lo que quiero decir es que no nos conocen. Y pasa en todas partes. Y en todas las épocas. Por eso me gusta el cine clásico, porque me hace gracia darme cuenta de que lo que allí pasa sigue ocurriendo hoy. Como en las de James Dean, que son las que más le gustan a Marcos. Incluso se enfadó con Raúl cuando le robó el nick. Marcos quería ser Dean, pero Raúl fue más rápido y se quedó con el apodo y con la cuenta de e-mail. Yo por e-mail no tengo una identidad especialmente interesante. No es el tipo de cosa que me preocupa. Tampoco mando demasiados correos, soy una rara —dice mi madre— y prefiero seguir mandando postales e incluso alguna carta.

Nunca he sabido si Marcos se enfadó con Raúl por haberle robado el nick o por no hacerle caso. Estaba colgado por él, así que tenía que dolerle que Raúl pasara del tema. Es más, tardó mucho en darse cuenta. Su padre lo idealiza un montón, pero Raúl es más bien despistado para las cosas importantes. No tiene capacidad de observación. Ni paciencia para enterarse de lo que sí que importa. Como que Marcos quería algo con él, por ejemplo.

Yo tuve mala suerte, pero eso tampoco es una novedad. Mi madre dice que soy una tremendista, que a los dieciséis años no se puede decir que se ha tenido mala suerte en nada. Pero en mi caso es cierto.

No creo que sea tener mucha suerte ver cómo encierran al chico del que estás enamorada. Ni saber que ese chico no puede enamorarse de ti aunque quiera hacerlo. Por eso me parecía bien seguir siendo tres, porque era mucho mejor ser tres que pasar a ser uno. Que volver a estar sola. A mí no me resulta fácil hacer nuevos amigos y Raúl y Marcos eran bastante más que eso. Mi madre dice que soy muy joven para ir de novio en novio, pero es que no lo entiende. No son ligues ni rollos, ni tampoco soy una cursi como algunas compañeras de clase que dicen «es mi chico» y cosas por el estilo. No tengo nada que ver con el rollo Lol, ya sabes, esa peli francesa donde todo era muy bonito y muy cool y las chicas tenían a sus chicos y los chicos tenían a sus chicas. No, qué va. Marcos no fue mi chico, y Raúl no lo será nunca. Son mis amigos, mi mundo, mis compañeros para ir al cine y mis dos mejores razones para pensar que a lo mejor sí tengo buena suerte.

Hay una parte de mí que me dice que yo tuve la culpa. Es una parte de mí que disfruta haciéndome daño con todo lo que hago. Mi madre cree que deberíamos ir a un psicólogo, que mi inseguridad podría ser peligrosa, pero yo creo que sólo es una manera de ser, y no una enfermedad. Y en este caso, esa parte de mí tiene algo de razón. No debí contarle a Marcos lo de los e-mails del cerdo de Eduardo. Cuando se lo confesé, se cabreó muchísimo. «Mataría a ese cabrón», me dijo, pero yo sabía que no era capaz de algo así. Además, me di cuenta muy pronto de que aquel tío era peligroso. No me gustó el tono de sus correos. No soy una presa fácil, eso pienso. A la semana, el coche de Eduardo apareció rayado. Una especie de llamada de atención, supongo.

Durante un tiempo todo volvió a la calma, pero luego los e-mails de ese cerdo se repitieron. Empeoraron. Yo no quería contárselo a Marcos, llevaba unos meses tan triste por lo de su madre que no podía compartirlo con él. Ni con Raúl. No sabía a quién decirle que aquel tipo había vuelto a escribirme y que sentía ansiedad cuando llegaba al instituto. Entonces mi madre insistió en el psicólogo y mi padre volvió a sus interrogatorios sobre el tráfico de drogas y yo, que no podía con tanta presión, acabé llorando como una tonta y abrazándome a Marcos.

Se lo conté. Le dije que estaba muy asustada. Que en esos correos me pedía cosas. Me amenazaba. Que me daba pánico hablarlo en casa. ¿Y si mis padres pensaban que era culpa mía? ¿Y si no lo entendían? Lloré, lloré como no lo había hecho nunca y Marcos me consoló lo mejor que pudo. Cuando nos despedimos vi una expresión en él totalmente desconocida para mí. Estaba tan cabreado que me temí que, esta vez sí, hiciese una locura. Quise retenerlo, calmarlo, pero ni me sentía con fuerzas ni él quiso dejarse serenar. Esa misma tarde tuvo que hablar con Henry, porque a la mañana siguiente el coche de Eduardo apareció completamente destrozado. Por segunda vez había volcado su ira en el objeto, jamás en la persona. ¿No lo entiendes? Si Marcos no fue capaz de agredir a ese pervertido, ¿cómo iba a atacar a su familia?

Después de todo aquello, a Marcos le pusieron una buena sanción. Yo intenté ayudarle y me fui a hablar con Sonia. Ella tomó nota de todo y me exigió que fuera muy discreta. Que no contara nada «por el bien de la investigación policial». Ojalá no le hubiera hecho caso… En el instituto empezaron a mirar a Marcos como si fuera un delincuente y en casa fue su padre el que le recordó la sanción a golpes. Él no me lo decía, es un tío muy orgulloso, pero de vez en cuando aparecía con moratones mal disimulados, casi siempre en zonas donde no se vieran a simple vista. En eso su padre, que presume de ser muy creyente y muy recto y muy moral, aplicaba la palabra de Dios según le convenía, sin demasiado diálogo.

A partir de lo de Eduardo, Roberto empezó a creer que su hijo no sólo era un maricón y un degenerado, sino que también era, cómo no, un violento y poco menos que un terrorista. Es lo malo de tener esta edad, que todo se interpreta a la tremenda, como si no pudiéramos tener ataques de ira o de rabia sin que todo el mundo pensara que vamos a ser unos asociales o unos psicópatas. Marcos no lo es, desde luego. Marcos sólo estaba harto de no poder ni respirar. De que su padre y el chulo de su hermano Ignacio se metieran con él por ser gay. De que no le dejaran hablar ni con Raúl, ni conmigo, ni con Henry. Por eso les pedí a mis padres en verano que me ayudaran con la idea de la casa de la playa. Sólo eran cinco días fuera. Cinco días juntos y en libertad… Ellos me hicieron caso y hablaron con Roberto. Se pusieron tan pesados y le dieron tantas explicaciones que no pudo negarse, habría quedado como un capullo si lo hubiera hecho.

Desde la playa todo empezó a ser distinto entre nosotros. Raúl se creyó que era mi chico y Marcos asumió que debía renunciar a Raúl y cambiarlo por otros tíos. Yo me quedé un poco en tierra de nadie, entre un novio majo pero del que no estoy enamorada y un amigo genial con el que era imposible ir más allá. Un desastre, la verdad. Porque los tres sabíamos que aquello no podía durar mucho de esa manera, aunque nos empeñásemos en llevarle la contraria a lo que, según la mayoría, es lo normal. A Raúl esa palabra le pone enfermo. Y a Marcos, también.

Pero después de la playa no sólo cambiaron las cosas entre nosotros tres. Fue mucho peor lo de Marcos y su familia. Su padre seguía cabreado con él, por haberse ido y haberlo dejado en evidencia, eso le dijo, así que volvió con el castigo del curso anterior. Ni móvil, ni salidas, ni Internet. Igual que en una cárcel, pero sin rejas. Ahora ya ha conseguido lo que quería. Ahora ya sí está en una cárcel de las de verdad. Como la de En el nombre del padre, que fue otra de esas pelis antiguas de los noventa que nos gustó a los tres (creo que la vimos en la tele, no sé, no lo recuerdo).

Como controlar a Marcos no era tan fácil, se buscó un aliado: Ignacio. Es el mayor de todos y, desde siempre, ha sido el más perfecto. O eso decía su padre. El más estudioso, el de las menciones de honor, el más responsable de los cuatro… Y el más cabrón. Se pasaba el día machacando a Marcos, y su padre, en vez de poner paz, le reía las gracias. No sé, no tengo hermanos, pero si los tuviera, no creo que mis padres pasaran del tema como hacía él. Su madre sí que intervenía cuando todavía estaba viva, pero tampoco pintaba mucho en aquella casa. Marcos dice que no fue un accidente. Que simplemente no pudo más. Estaba obsesionado con que su padre la maltrataba, pero jamás vio nada que le pudiera hacer pensar eso.

Su madre tampoco hablaba mucho. Ángela era maja, pero un poco antigua, como de otra generación. Marcos me dijo que la había visto beber cuando su padre no estaba en casa. Que una vez estuvo a punto de hacer la maleta y largarse, pero que no fue capaz porque se dio cuenta de que Marcos la había descubierto. Él sólo tenía seis o siete años, así que tampoco podía estar seguro de haberlo visto bien. Desde pequeño siempre se había sentido un bicho raro en esa casa.

Raúl y yo creíamos que debía contárselo a alguien. Pero Marcos no tenía pruebas de nada. Su padre era rígido, pero perfecto en su matrimonio. Ni un insulto. Ni un grito. Ni una amenaza. Por lo menos, cuando él y sus hermanos estaban delante. Puede que Marcos se lo inventara para llamar nuestra atención —es un poco egocéntrico—, y que su madre simplemente no siguiera enamorada de su padre y que atravesaran una mala racha. Puede que ella bebiera un poco más de la cuenta tras una discusión y que tuviera aquel accidente sin que su padre fuera el monstruo que él nos contaba. Eso no tengo forma de saberlo. Marcos dice que a lo mejor había otra maleta en ese coche. Que quizá se han ocultado datos. Que a lo mejor no fue un accidente, sino una huida. Que desde que él empezó a saber quién era de verdad las cosas empeoraron mucho en casa. Su madre intentaba entenderlo y su padre…, bueno, su padre decidió que aquello era una enfermedad que había que erradicar. Una estupidez pasajera, eso le dijo, culpa de sus malas amistades.

Según Marcos, las discusiones empezaron a ir a más. A él sí que lo llevaron a un psicólogo, uno de esos que quieren convencerte de que eres otra persona distinta a la que eres. Uno que le decía que estaba enfermo y que tenía que curarse cuanto antes… Su madre no estaba de acuerdo. Ni en eso ni en casi nada de lo que pasaba en esa casa. Por eso, según Marcos, empezó a beber cada vez más. Como la noche en la que cogió el coche para no regresar. Marcos culpó a su padre de la muerte de su madre. Y su padre pensaba que el culpable era Marcos. Eso hizo que la convivencia entre los dos fuera un infierno. Y cada vez peor… Marcos dejó de hablarnos del tema y Raúl y yo teníamos que deducir lo que pasaba. Y lo que pasaba, al menos lo poco que veíamos, no parecía nada fácil. Hasta que… Bueno, hasta que estalló todo. Y quizá sí, quizá Marcos no ha querido darnos su versión porque todo ocurrió como nos han contado… Pero no. No fue así.

Yo sé que no fue así. Y lo sé porque sigo enamorada de él como una imbécil. Aunque prefiera hacérselo con Henry, el creído ese que va de chulo porque es mayor que nosotros y porque se pone camisetas oscuras en plan gótico. Sí, soy una idiota. Porque hasta le dije que me gustaba la chorrada esa de Batman —creo que llegué a poner una imagen en mi blog— para que me contase lo que se traía con aquel chico y por qué no se quitaba esa camiseta… Como si fuera el amor de su vida. Incluso después de que su novio el gótico viniera al Darío en el recreo para dejarle claro que no eran nada, tan sólo colegas, porque eso sí que me lo contó. Marcos quiso darle un morreo allí mismo, pero Henry se apartó y le ofreció seguir siendo amigos, salir de fiesta, ligar con alguien si podían y, si no, enrollarse juntos de vez en cuando. Una pasada, vamos. Para eso, pensaba yo, podía seguir todo como en la casa de la playa. Saliendo los tres y, cuando se pudiera, enrollándonos sin más problemas.

Le odié por preferir a Henry. Marcos hacía esfuerzos de todo tipo por verlo y hablar con él. En los recreos. Cinco minutos antes y después de las clases. Por chat. Aquella semana, en concreto, estaba medio tonto con el tema. Debió de pasarles algo en verano, ese algo que tanto había cabreado a su padre y por el que casi no le deja venirse a la playa con nosotros, porque Marcos insistía mucho en no sé qué aventura nocturna y en cómo se lo había tomado su padre. Como el tema me cabreaba, no le pregunté más. No quería saber ni una palabra de aquella tontería. Las aventuras de verdad eran las que vivíamos juntos. Marcos, Raúl y yo. Lo demás era estúpido. Como Henry. Como Marcos cuando estaba con Henry. Raúl me dijo que estaba harto de mis celos y aquella primera semana del curso los tres nos rayamos muchísimo. Poco a poco se nos fue pasando y Marcos nos propuso ver una película juntos el domingo. Ese último domingo.

A Raúl y a mí nos sorprendió su idea, porque sabíamos que su padre seguía sin dejarle salir de casa. Estoy convencida de que odiaba saber que su hijo era gay, por eso insistió en lo del psicólogo y en que cambiara de amistades. Ignacio y él habían leído su correo: se habían metido en su ordenador y hasta en su móvil. Ignacio era quien se encargaba de vigilar, el hacker soplón de la familia. Es un antiguo, como su padre, de esos que van mucho a misa y se creen todo lo que les cuentan, porque están seguros de que todo es pecado y de que se van a quemar en el infierno si no se encargan de llevarnos a los demás por lo que ellos piensan que es el buen camino. A mí Ignacio siempre me ha parecido un cobarde, sobre todo porque machacaba a su hermano y se metía con él. Marcos pasaba, pero le dolía mucho que le llamase maricón, porque se lo llamaba así, a la cara, delante de su padre y delante de todos. Los otros dos hermanos hacían como si nada, no querían que les tocase el encierro también a ellos, así que se callaban. Sabían que lo que le estaba sucediendo a Marcos no era justo y lo apoyaban mucho fuera de aquella casa, pero dentro nunca hicieron nada, les daba miedo que les castigasen y marginasen también a ellos. Fueron muy egoístas, supongo, igual que lo fue Marcos cuando conoció a Henry y pasó de mí. Tanto egoísmo debe de ir en los genes de esa familia, la verdad.

Aquel domingo Marcos nos dijo que se lo iba a saltar todo. A su padre. A su hermano Ignacio. Lo que hiciera falta. «Esta noche salgo. Sí o sí», ése fue el sms que me mandó por la mañana. A la policía le pareció que aquello lo explicaba casi todo. Bueno, en realidad no explicaba gran cosa, pero es todo lo que han encontrado. A mí, cuando lo vi, el mensaje me pareció increíble. No sólo iba a salir de casa, sino que contaba conmigo para eso. Yo (sí, yo, y no Henry) era su plan. El primero de todos. Eso me hizo feliz por un momento. Pero el momento no duró casi nada, porque enseguida todo se fue a la mierda.

No sé cuántas veces me han preguntado por lo que te voy a contar ahora. La policía ha insistido una y otra vez. Lo entiendo, claro que lo entiendo. Pero lo que no entiendo es que no hayan hecho ningún caso de lo que les he contado. Aquel domingo, cuando todo ocurrió, Marcos hizo sólo una llamada con su móvil. Podía haber intentado contactar con Henry, pero no fue eso lo que hizo. Me llamó a mí. A mí. Aunque las nuevas aventuras las viviera con ese imbécil, la vida de verdad la seguía compartiendo conmigo.

Cuando descolgué me asusté mucho. No me respondía. No decía nada. Sólo el silencio. Y de fondo, alguien que lloraba. No sé quién era. El llanto no se cortaba y Marcos seguía sin abrir la boca. Le pregunté. Intenté que me dijera qué hacer. Me dio la impresión de que tomaba aire y lo único que me dijo fue: «Oigas lo que oigas, yo no he hecho nada». Luego escuché la puerta y la voz de su hermano mayor. Ignacio comenzó a gritar y debió de lanzarse sobre Marcos, porque el móvil se cayó al suelo.

Entonces fue todo muy confuso, yo seguía oyendo voces, pero ni siquiera estaba segura de quién decía qué. Marcos sólo repetía algo así como «ha sido él» y me pareció que Ignacio le golpeaba, no sé, sólo se oía ruido. El llanto de fondo continuaba, así que me imaginé que quien lloraba era Adolfo, el hermano pequeño. Enseguida pude escuchar cómo Ignacio llamaba a una ambulancia y, justo antes de que se diera cuenta de que el móvil de Marcos seguía abierto, Adolfo intentó decir algo. «Marcos no. Él y yo… Marcos no». Lo repitió tres veces antes de que alguien —Ignacio, Marcos, quien fuera— cortara la comunicación. Todo lo demás sucedió muy deprisa. Se lo conté a mis padres, llamaron a la policía y, bueno, lo demás ya lo sabemos. O creemos que sí que lo sabemos.

Desde ese día he tenido muchas ideas sobre lo que pudo suceder, pero ninguna me parece posible. Lo peor de todo es que carezco de pruebas para demostrar que tengo razón, pero estoy completamente segura de que Marcos no me mintió en aquella llamada. «Oigas lo que oigas, yo no he hecho nada». Marcos nunca ha sido un cobarde. Ni un mentiroso. Es un egoísta, sí, como cuando nos quiso cambiar a Raúl y a mí por el plasta de Henry. Pero no un asesino.

La policía habló con sus hermanos. Ignacio declaró que había encontrado a Marcos con las tijeras en la mano, después de que se las hubiera clavado a Sergio. La última persona que habló conmigo del caso era una investigadora bastante simpática a la que no le cuadraba que Marcos hubiese empleado primero una máquina de escribir y luego unas tijeras. Si es un animal, o un loco, como han dicho en la televisión, ¿por qué no seguir con la maldita máquina? ¿Y por qué si sus hermanos estaban allí no lo detuvieron? ¿No les dio tiempo? ¿No fueron cómplices suyos, en cierto modo?

Haz lo que quieras con esta carta. Publícala. O quémala. O utilízala para lo que te venga en gana. Yo sé que Marcos no lo hizo. Porque si Marcos hubiera hecho algo así jamás me habría llamado para negármelo. Aunque se enrolle con Henry, me quiere demasiado como para mentirme. Al menos, en lo que sí que importa. En eso, Marcos no ha mentido jamás.