8.15. En mi coche, frente al Darío. Preguntándome qué hago realmente aquí. Intentando decidir si puedo averiguar algo que merezca la pena o si hoy, precisamente hoy, mi presencia sólo contribuirá a agravar las heridas. A reavivar temores. En el vestíbulo, una masa informe de alumnos y profesores caminan pensativos y cabizbajos. Esta mañana no resulta fácil distinguirlos. Sus siluetas se amontonan tristes sobre el fondo gris de este día densamente otoñal.
Bajo del coche y entro en el instituto por última vez —así se lo prometí a Sonia: hoy expira nuestro acuerdo— con la esperanza de poder hablar con Gema. O con Álex. O con alguien que pueda decirme algo que todavía no me hayan contado. Camino por los pasillos del centro y tropiezo con una rabia pegajosa que se traduce en murmullos apenas audibles. En las palabras de los alumnos se adivina, de vez en cuando, un no lo entiendo, un por qué, un qué ha pasado. Sólo tienen preguntas a las que esperan que alguien —¿quién?— les dé alguna respuesta, pero eso, evidentemente, no ocurrirá jamás.
Me siento en la cafetería y decido ponerme a leer el borrador de los textos que me han ido entregando hasta ahora. Pronto llegan un par de colegas dispuestos a cubrir la noticia, aunque ya sólo se trate de una breve reseña en la sección de sucesos. Sergio no va a ser primera plana. Ni siquiera dispondrá de un titular destacado en la sección local. Sergio hoy sólo es una víctima de la que apenas queda un nombre propio, no un protagonista. Quizá por eso mis compañeros hacen sólo un par de preguntas sin demasiado interés y se van en menos de un cuarto de hora.
En cambio, yo decido quedarme aquí un rato más, peleándome con mis notas y mis ideas mezcladas. Cada vez más confusas… A mi alrededor, casi todo es silencio. Nada que tenga que ver con el ambiente habitual de los viernes. Nada que se asemeje a esa euforia contagiosa que los adolescentes traen consigo ante la inminencia del fin de semana. Y es que este no es un viernes más. Por eso, supongo, no se habla demasiado en la cafetería. Nadie tiene ganas de volver a sacar el tema que ha alterado, sin remedio, el ritmo de este curso. Sólo intentan afrontar este huraño 6 de noviembre con una calma impostada y, sin embargo, necesaria.
Dani tampoco habla. Sirve los cafés como si ni siquiera estuviera aquí. Como un autómata al que hubieran programado para atender a los clientes sin ofrecer la más mínima muestra de empatía. Tan solo charla un poco con Álvaro, aunque enseguida se callan. Justo cuando Dani le hace un gesto indicándole que me encuentro sentado detrás de ellos. El saludo es cordial, pero frío, y no me cuesta darme cuenta de que no les ha gustado encontrarse conmigo.
Tampoco hay que ser especialmente listo para adivinar que ocurre algo entre ellos. A su manera, hacen buena pareja. Quizá porque los dos tienen un físico similar. Altos. Atléticos. Más imponente Dani —seguramente, también más hormonado— y algo más elegante Álvaro. Esta mañana Dani lleva una camiseta negra exageradamente ceñida marcando todos y cada uno de sus músculos. Da algo de miedo con su expresión ausente y esos brazos descomunales.
No puedo evitar pensar en la mañana en la que Marcos se lanzó contra él. ¿Contra aquella mole? Sigue sin tener demasiado sentido que hubiera medido tan mal sus fuerzas, por muy temerarios que sean los adolescentes. Dani lo habría podido tumbar de un simple manotazo, así que no acabo de entender por qué Marcos decidió ir precisamente a por él. ¿No había otro posible adversario con el que descargar su furia? Mi pregunta me lleva a tomar la decisión éticamente equivocada. No es la primera, pero sí quizá la que me obliga a darme cuenta de que esta historia ya no es simplemente un libro de investigación. Es una obsesión. Una maldita obsesión que no podré quitarme de encima hasta que recomponga el puzle.
—Nunca tendrá todas las piezas, señor Kent —me advirtió Gema nada más conocerme con su habitual insolencia pelirroja.
Puede que lleve razón, pero prefiero consumirme buscándolas a consumirme interrogándome por su existencia. Por eso, decido que voy a sentarme en mi coche y a esperar a que Dani termine su turno. Sólo he de aguantar un par de horas para poder seguirlo y, si veo algo que me resulte interesante, tratar de hablar con él. El plan me resulta tan idiota como arriesgado —nunca he seguido a nadie: mi trabajo no me exige semejantes alardes policiales—, pero no se me ocurre nada más. Quizá si consigo entender qué le pasó a Marcos en la cafetería pueda atar algún otro cabo.
—¿Y si no hay nada que entender? ¿No has pensado en esa posibilidad? —Gema intenta ejercer de escéptica, pero no lo consigue. Ella también cree que hay algo más debajo de todo esto. Algo menos evidente—. Puede que sólo sea lo que parece. Un doble asesinato violento y brutal. ¿Sabes? Puede que estés buscando una verdad que ni siquiera existe, porque quizá esa verdad es la que vemos. La que tenemos delante de nuestras narices.
No sé si el escepticismo de Gema es real o si sólo se trata de la consecuencia más que comprensible de su agotamiento. Está exhausta. De recordar. De interrogarse. De afrontar cada nueva hora de clase como si jamás hubiera ocurrido nada. Como si se pudiera abrir el libro de texto por la misma página y fingir que la vida está modélicamente dividida en unidades teóricas y prácticas. Sin nada que la interrumpa. Ni que la emborrone.
Dani sale a las dos y media y coge su moto. Lo sigo a duras penas y, como no podía ser de otra forma, se da cuenta. Al cabo de unos veinte minutos aparca. No le resulta difícil encontrar un hueco. Yo, sin embargo, desearía poder volatilizar mi coche ahora mismo. No veo ni un sitio libre y me siento especialmente inútil. Nunca había pensado que una persecución pudiera frustrarse por no ser capaz de hallar aparcamiento. Eso no pasa en el cine negro. Eso no creo que le pase a nadie más que a mí.
—¿Me estás buscando?
Ahora sí que impresiona. Lo tengo enfrente, sin ningún tipo de barra que me separe de esta montaña a la que me parece que debo de haber cabreado.
—¿Me vas a decir lo que quieres?
A su modo, es un borde simpático. No quiere asustarme. Ni siquiera creo que esté enfadado. Juraría que intenta controlar la risa tras haber sido testigo de mi lamentable peripecia automovilística. Debo de darle algo de lástima.
—¿Me lo cuentas o no?
Como tampoco tengo mucho que contar, le respondo de forma lacónica. Le digo que me gustaría saber si hay algo más, algo que explique por qué Marcos se enfrentó a él dos veces en la misma semana. Niega con rotundidad haber mentido y me cuesta explicarle que no busco mentiras, sino omisiones, pero el debate semántico no le interesa lo más mínimo. Se siente insultado, así que tengo que calmarle para evitar que se vaya y me deje tirado sin las respuestas que necesito que me dé. Sé que está guardándose algo y me gustaría que me lo dijese, que me dejase valorar a mí si es pertinente o no para comprender lo sucedido.
—Sí, estaba cabreado. Mucho. Marcos estaba cabreado de cojones conmigo. Pero lo que pasara entre nosotros no tiene nada que ver con lo que tú investigas. Yo no conocía ni a su padre, ni a sus hermanos, ni a nadie de esa familia, joder. ¿Tan difícil es entender eso?
Sigo insistiendo. Tal vez si llego a agotar su paciencia me dirá lo que necesito. Puede que sólo se trate de un ejercicio de constancia, una de las escasas virtudes de las que no carezco. Sabe que no va a librarse de mí de momento, así que propone, al menos, hablar con una cerveza delante. No es mala idea. Ha sido una noche difícil y quizá algo de alcohol me venga bien para retomar fuerzas. No conozco mejor reconstituyente que la cerveza, así que buscamos un bar y nos sentamos en una pequeña mesa al fondo. Gema se sonreiría si nos viera aquí a los dos. Su Clark Kent delgaducho junto al camarero fornido y más deseado de su instituto. Creo que alguien en la barra hace un comentario despectivo. Algo así como «maricones de mierda».
—Nada que no sea habitual —se ríe Dani. Luego se levanta y le echa una mirada gélida al tipo de la barra. Se calla y mira su copa temiendo que le den un puñetazo, pero eso no sucede. Acaba de dejármelo claro: Dani no es, ni de lejos, un camorrista.
—¿Qué quieres? No puedo partirle la cara a todos los que siguen siendo homófobos. Y son muchos más de los que tú crees. Todo el mundo se piensa que con la nueva ley ahora esto es más sencillo. Y no lo es, joder. Ahora es legal, sí, pero no sencillo. Mucha gente sigue dudando de que el matrimonio gay sea válido. Lo ponen en duda con sorna, como si no dijeran nada, pero en el fondo están atentando contra un derecho que ha costado mucho tiempo conseguir. Los maricas casados estamos menos casados que los heteros, así de simple. Así de imbéciles son. Y ésos son los peores. No estos gilipollas que te insultan. Porque a éstos se les contesta y se les calla con un par de miradas. Son todos unos cobardes, así que no hay nada que temer al respecto. Pero los que se callan sí que son unos auténticos cabrones. Son los que te marginan en un curro. O los que te la clavan por la espalda en cuanto pueden. Pero ellos van de guays y de modernos. Eso es lo que ha cambiado. Que ahora hay mucha más gente que se finge tolerante, pero poco más. No creas que las cosas son muy distintas de un tiempo a esta parte.
El tipo de la barra se marcha del bar. Probablemente nos ha escuchado. Dani ha subido la voz lo suficiente como para dejar clara su posición ante todos los que están en este sitio. Puede que no sea un camorrista, pero sí tiene un punto de provocador.
—Y una mierda. Yo no provoco a nadie. Yo me defiendo. ¿He sido yo el que ha insultado?
No quiero perder más tiempo hablando de esto, así que le doy la razón y le pido que me responda a la pregunta que nos ha llevado a fingir que somos pareja de hecho en ese bar.
—¿Yo contigo? No creo. Demasiado delgado para mí…
Se ríe por primera vez en toda la mañana. No es que me acabe de gustar que mi cuerpo sea el motivo de su chiste —siempre pensé que resultaba atractivo a la mayoría de los gays—, pero prefiero que se relaje un poco. Si no, esta vez tampoco conseguiré que diga nada.
—Lo de seguirme no ha sido una buena idea, Santi. Estabas ridículo. Aunque quizá por eso estoy sentado ahora mismo contigo. Porque hay que ser un ingenuo para hacer algo así y yo, lo que no quiero, es hablar con alguien que pueda darle la vuelta a lo que pueda contarle. El tema es delicado. Una tontería, en realidad, pero en este puto instituto hay que tener cuidado con todo lo que se dice.
Pido otro par de cervezas y siento la necesidad de advertirle. Temo echar por tierra el testimonio que he perseguido toda la mañana, pero es justo que sepa que todo lo que me diga va a ser escrito y publicado. No puedo dejar que se juegue su puesto de trabajo sin que tenga conciencia de ello. Mi obsesión no justificaría algo así.
—No importa. Voy a dejar la cafetería del Darío de todos modos. He encontrado otra cosa. Creo que hasta voy a cobrar un poco más.
Me alegra oír eso, así que le felicito mientras saco la grabadora. Él mira su reloj y me dice que tiene prisa. No sé si es una excusa, pero me niego a perder la oportunidad de contar con su testimonio. De algún modo, intuyo que no es tiempo lo que necesita, sino valor. Necesita hacer un esfuerzo enorme para abrirse a mí y explicarme lo que yo necesito saber. Seguramente este bar no sea el mejor lugar para un testimonio como el que él puede darme, así que decido arriesgar y hacerle una peculiar oferta. Con un sí, bastará.
—¿Que me la lleve? —Coge la grabadora con desconfianza. No está muy seguro de que sea una buena idea seguirme el juego.
—Exacto. Llévatela y esta tarde, cuando tengas un momento, habla sobre todo lo que recuerdes de Marcos. Cómo lo conociste, qué pasó entre vosotros, por qué te atacó de ese modo en el Darío…
—Se me hará raro hablar con este trasto…
—Pero es más rápido y más cómodo que escribirlo, ¿no te parece? —Dani asiente—. Y también menos violento que contármelo aquí y ahora, cara a cara.
—Ya… ¿Y por qué debería hacerlo, Santiago?
Soy consciente de que necesito implicarlo emocionalmente en mi historia si quiero que colabore conmigo. Así que, en vez de volver a argumentos más o menos neutrales, opto por sacar partido del pequeño incidente que acabamos de vivir en este mismo bar. Tal vez así pueda entender hasta qué punto debería comprometerse con lo que le ha sucedido a Marcos.
—Porque me gustaría poder dar una visión sincera de esta historia y porque creo que, en el fondo, lo que nos acaba de pasar —señalo el lugar donde se encontraba el tipo que nos ha insultado— no está demasiado lejos de la verdad que se oculta tras los hechos de este caso. Ya ni siquiera sé si Marcos hizo lo que dicen que hizo, pero lo que sí sé es que, desde que manifestó su homosexualidad, nadie se lo puso demasiado fácil.
—Eso me suena.
La mirada de Dani se vuelve amarga de repente y me revela que, en su pasado, hay una historia no demasiado lejana a la que pudo haber vivido Marcos. Ese cruel juego de espejos le hace reaccionar y, finalmente, se lleva mi grabadora. Está claro que ahora sí que ha encontrado los motivos que necesitaba para abrirse y contarme todo lo que sabe.
—¿Dónde te la devuelvo?
—Aquí mismo. Hoy a las diez. ¿Te parece?
—Hecho.
Salgo de allí con la sensación de haber dado un paso importante en este laberinto y regreso a mi apartamento dispuesto a afrontar una noche en la que, de nuevo, jugaré mis cartas de detective de segunda fila. En esta ocasión no se tratará de seguir a nadie por medio Madrid —actividad en la que ya he dejado clara mi torpeza—, sino de encontrar a alguien en cierto lugar. Quizá ese encuentro, sumado a la grabación de Dani, me ayude a entender cómo se produjo ese doble asesinato que cada vez me cuesta más atribuir a Marcos.
En un mes dejo el instituto, Santi. Me han ofrecido currar como monitor en un gimnasio. El sueldo no es gran cosa, pero sí mejor que lo que tengo ahora. Y sin poner ni un puto café más. No los soporto. Hay gente maja, como Álvaro o Sonia. Pero la mayoría de los profesores que he conocido son unos gilipollas. Te miran por encima del hombro, como si fueras una mierda. No entiendo ese clasismo en un sitio así. Igual que el director, ése sí que es un indeseable. Tenías que haber visto cómo me miró cuando nos presentaron. Creo que hasta le pidió a mi jefe que buscara a otra persona para reemplazarme, pero en la agencia no había nadie disponible en ese momento y tuvo que aguantarse conmigo. Por eso te he evitado estas semanas, porque lo último que me hacía falta era hablar del asunto de Marcos y darle motivos para largarme a casa.
Ahora que voy a dejarlo ya sí que me da igual. Lo del gimnasio promete. No mucho, para qué vamos a engañarnos, pero al menos es la primera vez que voy a trabajar en algo relacionado con lo mío. En el fondo, lo único que realmente me gusta es el balonmano, pero desde que estoy aquí ni lo practico. No encuentro ni el tiempo, ni el momento, ni las ganas. El pluriempleo se lleva las horas y los brazos se quejan al verse tan desaprovechados. Ya, ya sé que se nota que me los he currado. En el bar donde trabajo por las noches a más de uno se le van las manos, para eso me contratan. Para dejar que me babeen encima de vez en cuando.
El balonmano sí que era lo mío. Lo único en lo que me sentía especial. Lo único en lo que sabía que no era vulgar. Que no soy tan vulgar… Pero desde hace meses, desde que estoy aquí, no puedo jugar. No encontré equipo. Ni compañeros. Ni motivación. Y tampoco echo de menos lo que dejé atrás. Una ciudad pequeña. Una familia que ni me entiende ni pretende llegar a hacerlo. Unos amigos de cervezas y partidos por la tarde, pero de poco más. No es nostalgia, lo sé, es otra historia. Otro vacío.
Se me hace raro soltar todo este rollo, Santi. Y más aún, delante de esta máquina… Como si me hubiera vuelto loco y necesitara ponerme a largar solo de repente. Además, nunca he hablado tanto de esto con nadie. Ni siquiera con Álvaro. Ya te habrá dicho que hemos pasado alguna noche juntos. Y luego qué. Luego se va corriendo diciendo que no puede complicarse con nadie, que ya tiene bastante con su vida. Creo que es un cobarde que se refugia en su drama para no tener que avanzar más. Y eso me jode, porque me gusta un poco y sé que, sin esforzarme demasiado, podría gustarme mucho. Aunque no sepa escucharme cuando le hablo. Igual que los clientes que vienen a menudo al bar de copas. Los habituales, los que se hacen los simpáticos para que les invite a un chupito o a un último gin-tonic.
Algunos preguntan que cómo me va y, cuando ya no puedo más, hablo y me desahogo con ellos, aunque ellos se limiten a manosearme con torpeza mientras fingen que sí me oyen. Y entonces meten su mano en mi pantalón como si fuera una buena idea abrirlo allí mismo y lanzarse a comerme la polla delante de los demás clientes. O de mi jefe. Han visto demasiado Queer as folk, tío. ¿Sabes de lo que te hablo? Y ese bareto no es Babylon, es un local de mierda donde pongo copas a hombres desesperados por restregarse conmigo para que su noche no sea tan aburrida ni su llegada a casa tan absurda.
Dani acude puntual a nuestra cita y me devuelve la grabadora asegurándome que me ha contado en ella todo lo que sabe. En su afirmación hay un implícito «déjame en paz» que, supongo, se debe al hecho de que habrá tenido que bucear demasiado en sus propios fantasmas como para poder asumir otra sesión más de esta misma naturaleza. Entiendo y respeto su petición, así que le prometo que no volveré a molestarle y que, desde luego, tampoco intentaré perseguirle de nuevo por todo Madrid, al menos, hasta que haya depurado mi técnica un poco más.
—No ha sido fácil contarlo todo, Santi, pero creo que es lo justo. Tal vez sirva para que otros que han vivido o que viven mi infierno se sientan menos solos. No sé. Tal vez no sirva para nada y lo único que he hecho ha sido soltarte toda mi mierda en plan psicólogo.
—Sea lo que sea, te lo agradezco. Seguro que me resulta muy útil.
Subo de nuevo al coche y, antes de arrancar, escucho la grabación de Dani. Su declaración es aún más jugosa de lo que imaginaba y me permite, por primera vez, entender qué pasó entre él y Marcos durante aquella semana. Convencido de que estoy yendo en la dirección correcta, conduzco hacia el Darío, aunque esta vez no es exactamente allí donde pretendo ir. Aparco por la zona y busco, con la ayuda del plano que hemos confeccionado entre Meri, Google y yo, la ubicación del Kansas. El parque donde pasan sus fines de semana la mayoría de los chicos del centro. Hoy es viernes por la noche, así que confío en encontrarme con los grupos habituales disfrutando de su botellón.
—¡Foto Tuenti!
Reconozco la voz de Adrián, que pide a un amigo que les haga una foto de grupo. Imagino que su grito de guerra es la versión virtual del «momento Kodak» de mi generación. En realidad, como me advirtió Álvaro, tampoco hay tantas diferencias entre ellos y nosotros.
—¿Y tú qué haces aquí? —Adrián, nada más reconocerme, me increpa sin ningún tipo de reparos. Me guarda un profundo rencor por haberlo expulsado de mi grupo de alumnos entrevistados y como ahora no estamos en el instituto, ya no tiene por qué respetar ninguna de las reglas ni de los límites que le imponen allí. Sus amigos abandonan inmediatamente la postura que habían adoptado para su «foto Tuenti» y vienen corriendo a rodearnos en una actitud de abierta hostilidad—. ¿Que qué coño haces aquí?
—Tranquilo, no vengo a hablar con vosotros. Estoy buscando a alguien.
—Ya, seguro. —No cree nada de lo que le digo—. Pero ¿tú qué eres? ¿Un espía o algo de eso?
No puedo evitar sentirme incómodo. De repente, me veo rodeado por ¿siete?, ¿ocho?, quinceañeros tan altos como yo y con más alcohol de la cuenta encima. Las litronas vacías —otro ejemplo de que el tiempo no cambia tanto como queremos creer— dan cuenta de ello y varios de los amigos de Adrián sostienen las botellas como si fueran bates de béisbol.
—Me preguntó por el Kansas y yo le dije dónde era —interviene Meri—. Venga, tío, pasa de éste, que es un cotilla pero no va de malas.
Le agradezco sus palabras y confío en que eso baste para dispersar a este grupo de adolescentes cabreados que, en el fondo, estarían encantados de pagar conmigo su rabia. Rabia porque, según he podido saber gracias a la propia Meri, los padres de Adrián —igual que los de muchos de ellos— se han quedado recientemente en el paro por culpa de la crisis. Rabia porque la mayoría están viviendo su adolescencia en un contexto gris y violento, un entorno de enfrentamiento y de egoísmo, donde los adultos no empleamos otras armas muy diferentes a las litronas con las que me amenazan. Distintas, tal vez; pero igual de sangrientas.
—Pasa de él, Adri. De verdad…
Meri lo agarra de la cintura y le da un sensual mordisco en el cuello. Las hormonas pueden más que la ira y el líder pide a sus acólitos que abandonen la posición de ataque. De pronto, todos regresan a sus bancos y ellos y ellas vuelven a beber y a morrearse como si yo jamás hubiera estado allí. Respiro tranquilo y me interno en el parque en busca de la persona que, realmente, me ha llevado hasta allí. Un chico alto, de unos veintipocos, que —ojalá— debería llevar una camiseta negra con algún tipo de dibujo de cómic en ella. Confío en que su guardarropa no sea demasiado amplio y, sobre todo, en que mi intuición me permita llegar hasta él. No tengo ni su nombre ni una fotografía de su rostro, tan sólo la certeza —gracias a la grabación que acaba de entregarme Dani— de que su presencia en la vida de Marcos fue fundamental para entender lo que sucedió aquel maldito domingo de septiembre.
El curro en el bar fue lo primero que encontré cuando llegué a Madrid. Yo no tenía más que dieciocho recién cumplidos, pero sabía que aparentaba más. Mi jefe no puso reparos. Es un cabronazo al que los temas morales se la sudan. Si hubiera sido menor de edad, también me habría contratado. Sólo necesitaba un puto culo para calentar a sus clientes. Perdona, Santi, soy un bruto, como decía mi padre. Tiene gracia, mi padre. Joder, no sé cómo vas a resumirlo todo, es como si llevara años sin hablar con nadie de nada. Me he pasado tanto tiempo acostumbrado a no abrir la boca que ya ni lo noto. Por no aburrir. Los gays nos aburrimos enseguida, Santi. Lo de que somos comprensivos y dialogantes es un mito. Un puto mito. En la noche nadie quiere a un tipo dialogante. Quieren tíos callados y que follen como posesos. Nada más. Lo del diálogo mejor con las amigas para ejercer de maricas enrollados con los que irse de compras. El maldito tópico de siempre. Ya sabes.
Me vine pronto a Madrid, porque en casa ya no aguantaba más. Allí tampoco eran muy dialogantes… En realidad, de mi padre no he oído muchas palabras. Eso sí, muchas hostias. Sin motivo ni nada que las justificase. Supongo que lo mío lo lleva mal, no es un padre moderno y todo eso. Es de los que sigue pensando que somos unos degenerados, unos maricones, unos pervertidos. Eso lo dice a golpes, que le pone mucho más. Y mi madre se calla, porque para eso están casados, para eso ellos sí que son un matrimonio de verdad, y no una mierda progre de esas que se inventan —nos inventamos— ahora. Así que ella no dice nada. Ella mira como si todo pasara en otra parte, en otra casa, en otra familia donde el padre maltrata a su hijo y alguien debería denunciarlo.
Lo hice. Sí, lo hice. Aún recuerdo la llamada. Y la cara del policía que me atendió. Compañero de curro de mi padre. Hay que joderse. No es fácil denunciar a tu padre cuando también él es un madero. Pero allí fui. Y esa noche, la de la denuncia, ésa sí fue realmente memorable. Lo peor no fueron las lesiones, ni las marcas. Lo peor fue la impotencia cuando la denuncia no prosperó, cuando se quedó enterrada en algún cajón de alguna oficina de la que jamás iba a salir. Por eso mandé a la mierda al balonmano y me largué a Madrid. Con dieciocho y sin nada. Igual que ahora. Sin nada.
No, claro, ya no son dieciocho. Ahora son diez más… Joder, cómo pasa el tiempo, hace ya diez años que vivo aquí. Desde hace unos tres comparto un piso pequeño con dos tíos más. Ni amigos ni novios ni rollos ni colegas. Sólo compartimos. Es la mejor manera, así no hay historias personales de por medio y nadie juega a formar una familia. No quiero. Ya tuve una y fue más que suficiente. Ahora prefiero mi habitación y los apartamentos de los tíos que me ligo en el bar. Con ésos tampoco suelo repetir, así que me he visto medio Madrid y, si sigo follando a este ritmo, acabaré visitando los dormitorios del otro medio. Hace años que no les doy mi móvil ni les pido el suyo. Bueno, excepto a Álvaro, pero es que ese tío es diferente.
Más de una vez, por cierto, me pregunta por Marcos. Él también quiere saber lo que pasó entre ese chico y yo aquella primera semana. A veces me pregunto si se acuesta conmigo por eso: porque espera respuestas. Él, como es un freaky de las series, los llama spoilers. Qué cabrón. Y me pide esos spoilers antes, durante o después del polvo. El cuándo es lo de menos. También quiere saber por qué Marcos estaba tan cabreado conmigo. Igual que tú, Santi. Sólo que Álvaro no me da una grabadora (imagino que pulirás esto un poco, ¿no?) ni quiere publicar nada de lo que yo le cuente. No lo he hecho todavía. Supongo que le mandaré luego un sms para vernos. Esperaré a que hayamos terminado de follar para contárselo. Ahora que te lo voy a decir a ti no tiene sentido que se lo oculte a él. Tampoco es gran cosa. Simplemente me pareció mejor guardármelo. Ahora ya no. Ahora que voy a mandar este curro a la mierda ya me da todo igual.
Es curioso. Han pasado sólo unas horas y, sin embargo, parece que la muerte de Sergio hubiera sucedido meses atrás. No vislumbro ninguna huella de la tragedia en la actitud festiva de estos grupos de amigos, los mismos adolescentes que esta misma mañana deambulaban como zombies por los pasillos del instituto. No sé si es un claro ejemplo de su capacidad para superar una crisis o si se trata más bien de una prueba de la facilidad con la que integran la violencia en su vida cotidiana. Observándolos, no puedo dejar de sentirme terriblemente mayor en este parque. Es como si, de repente, alguien hubiera duplicado mi edad, dejándome claro que estoy a años luz de los jóvenes que invaden el Kansas.
En realidad, no hacen nada del otro mundo. Beben. Hablan. Ríen. Algunos grupos usan la música de sus móviles para dar un poco de ambiente a la reunión. Otros prescinden de la banda sonora y se limitan a charlar de sus cosas mientras apuran minis y botellas de cerveza. De vez en cuando, el flash de una cámara (otra «foto Tuenti») y, rara vez, el grito desde algún balcón cercano exigiendo silencio. Me dan algo de envidia y pienso que me habría gustado ser uno de ellos quince años atrás, un chico más sociable y menos tímido con amigos que le llevaran a uno de esos botellones donde no parece difícil ganarse el primer beso.
La mayoría finge no verme, pero mi presencia allí les despierta algo de curiosidad. No acaban de entender qué pinta un treintañero como yo en medio de su mundo. Yo sigo caminando mientras busco a la persona que me ha traído hoy hasta aquí. Estoy a punto de rendirme cuando un grupo de chicos llama mi atención. Son mayores que el resto y van todos de riguroso negro. Me acerco con disimulo con la esperanza de encontrarme con una camiseta de Joker que, por supuesto, no voy a hallar. Sin embargo, el azar hace que mi idea no resulte tan descabellada. Ni la noche tan infructuosa.
—¿Quieres algo?
Es un chico alto. Muy delgado. ¿Veinte? ¿Veintiuno, tal vez? A priori, encaja con la descripción que me han dado de él.
—Busco a alguien.
—¿A quién?
No es maleducado, pero sí algo cortante. Resulta evidente que no quiere que nadie interfiera en su mundo y tampoco parece que mi presencia allí le genere excesiva confianza.
—No sé su nombre.
—Pues lo llevas claro —se ríe abiertamente y me mira tomándome por un borracho más. Una especie de residuo etílico que se ha colado en este parque adolescente por error.
—Era amigo de un alumno del Darío. Del chico al que han condenado por el asesinato de su padre y de su hermano. —Su sonrisa se borra de un plumazo—. ¿Te suena de algo?
—¿Quién coño eres tú? ¿Otro familiar suyo o qué?
—No, soy periodista. Llevo dos semanas intentando entender qué pasó ese domingo y todavía no he conseguido saber nada… —Me observa con cierta desconfianza, así que decido que tengo que llevármelo a mi terreno cuanto antes—. Quiero ayudar a Marcos… ¿Conoces a alguien que pueda echarme un cable?
Asiente y me pide que lo acompañe a un banco algo más apartado, lejos de todos. Un lugar tranquilo donde poder hablar sin el ruido del reggaeton y del tecno que suenan —contrarios y cacofónicos— en algunos móviles.
—Por cierto, perdona que no me haya presentado. Me llamo Santiago.
Duda un segundo antes de estrecharme la mano.
—Ok. Yo soy Henry.
Imagino que ya habrás deducido que Marcos y yo nos habíamos conocido antes de que yo llegara al Darío. Nunca tuvo razones reales para darme una hostia, pero entiendo que quisiera hacerlo. Lo que pasa es que yo no podía contarlo. Era mejor callar, tanto para mí como para él mismo. Por eso ninguno de los dos dijo nada. Creí que no le hacía ningún favor explicándole a la jefa de estudios dónde lo había visto por primera vez.
Fue un jueves (a mediados de julio, más o menos). Una o una y media de la noche. En el local de Chueca donde curro ésa es una de las horas más populares. Vienen muchos tíos solos a tomar unas copas mientras observan el panorama. Eligen a alguien y se lo llevan a la cama sin demasiados esfuerzos. Los jueves son el mejor día para cazar, la gente trabaja al día siguiente, así que no está dispuesta a pasarse la noche trasnochando para poder echar un polvo. Seleccionan antes y, si hace falta, ingieren cantidades descomunales de alcohol para alcanzar ese punto en el que serán capaces de decirle algo al tío que tienen a su lado en la barra. Se supone que esto es ya de la prehistoria y que la gente lo hace todo por Internet, para ahorrarse la copa y el paseo, pero no es cierto. Hay quienes necesitan ese tipo de morbo, sentirse parte del ganado que acude cada jueves para saberse mirados y rozarse —casualmente— hasta que la casualidad deja de serlo y se convierte en una pura y durísima certeza. En el garito hacemos una buena caja y a mí me resulta más cómodo que los viernes y los sábados, en los que el local se pone hasta arriba y la gente aguanta hasta horas imposibles bailando chorradas.
Aquel día el bar estaba medio vacío. No sé si era por la crisis o por el verano, pero el caso es que había mucha menos clientela de la habitual. Sólo unos cuantos cuarentones y cincuentones aburridos y algún grupo de treintañeros metiendo bulla para disimular que estaban hartos de hacer todas las noches el mismo recorrido. Era lógico que esos dos chicos tan jóvenes llamaran la atención nada más entrar. Uno de los dos, el más alto, me pidió un par de copas y se las serví con reservas, porque me parecía que su amigo era menor de edad. Intenté comentárselo a mi encargado, pero se limitó a alzarse de hombros y a fingir que no me había escuchado. Supongo que pensó que era poco sensato dejar escapar a un cliente —de la edad que fuera— en una noche como aquélla.
El más alto de los dos iba de riguroso negro. Una camiseta más bien ancha y unos pantalones de cuero, como si se hubiera disfrazado de ochentero desfasado. El otro iba con una camiseta con dibujos de cómic —un superhéroe o algo por el estilo, no me fijé bien—, marcando brazos. No estaba nada mal, pero se notaba que era todavía un crío. Sus músculos prometían, como su rostro, pero el conjunto era más bien aniñado. ¿Quince? ¿Dieciséis? No estaba seguro, pero no me gustaba nada verlo en aquel lugar. Intenté decirle algo a su amigo, pero pasó de mí completamente. Sumaron un par de copas más y luego empezaron con los chupitos. Se los cargué menos de lo debido, pero no dejaron de mezclar bebidas imposibles mientras llamaban, cada vez más, la atención del resto de clientes. De repente, se habían convertido en la presa más cotizada de aquella noche. La única caza realmente excepcional en un lugar donde todos les superaban ampliamente la edad.
El más joven me miró un par de veces. No sé si porque le gusté o porque sabía que no le quería allí dentro. Se acercó a la barra y, con la excusa de pedir otro par de chupitos, intentó darme un morreo. El intento se quedó en un tímido pico y lo aparté enseguida. Sin violencia, te lo aseguro, Santi. Pero con brusquedad. Me jodía que un tío de su edad estuviera en un sitio de mala muerte como ése. Podía verme reflejado en él, justo cuando llegué a Madrid. Yo tenía dieciocho, sí, una mierda de frontera legal que, en realidad, no es mucho más que eso. Un niño —ahora sé que era un crío, joder— que empezó a currar en esto para poder huir. Y me vi otra vez sirviendo copas en el primer bar donde me contrataron, dejando que tíos que ni siquiera me gustaban me manosearan. Que me babearan. Según lo mal que anduviera de pelas, hasta que me follaran. Todavía me dejo de vez en cuando. Si la oferta es buena y el tío no me da grima… ¿Empiezas a entender por qué no quería contarte nada?
Los dos estaban ya borrachos, así que se sentaron en una especie de sofá para meterse mano y comerse la boca. No parecían novios, en realidad, tan sólo debían de ser dos amigos que querían experimentar la noche juntos. Los demás los miraban como si aquello fuera un espectáculo contratado por el local. A ninguno de los dos parecía importarles, más bien al revés, les gustaba exhibirse y ser el centro de atención. Al rato, el más alto se levantó y se encaminó al baño. Su amigo, el más joven, se quedó solo en el sofá, completamente pedo. Uno de los tíos de la barra —un sesentón con el que ni siquiera yo me lo haría por dinero— fue a sentarse a su lado y comenzó a acariciarle la entrepierna. El chico no reaccionaba, estaba tan borracho que no podía ni moverse, así que el otro comenzó a envalentonarse y fue un poco más allá. Sentí náuseas cuando vi cómo le metía la lengua en la boca mientras intentaba desabrocharle el pantalón. Miré hacia los servicios deseando que pasara algo, pero su amigo estaba enrollándose en la puerta con uno de los del grupo de treintañeros.
No pude controlarme y salí de la barra. Mandé a la mierda al sesentón baboso —tuve que contenerme para no romperle la cara— y saqué al chico fuera del local. Lo apoyé contra un coche para que no se cayera al suelo. Era incapaz de hablar y no supo ni siquiera decirme su nombre. No había llegado al coma etílico de pura casualidad, pero tal vez sólo le faltaran un par de chupitos de tequila más para hacerlo. Busqué en sus bolsillos una cartera, el DNI, algo que lo identificara, pero no llevaba nada encima. Tampoco dinero. Era evidente que su amigo se había encargado de pagarlo todo aquella noche. Por lo menos, sí tenía móvil, así que busqué en la agenda hasta que di con la palabra casa.
Llamé sin pensármelo dos veces y me respondió una voz masculina —visiblemente afectada— que resultó ser su padre. Hubiera preferido que respondiese cualquier otro familiar, pero con el tiempo he aprendido a no generalizar y a creer que no todas las familias son tan nauseabundas como lo fue la mía. Así que cogí aire para explicarle que su hijo se encontraba mal y que necesitaba que viniese a recogerlo. Le ahorré todos los detalles escabrosos y omití cuanto me pareció que era mejor que su padre no llegase a saber. Mientras le daba la dirección salió el más alto. Enmudeció al verme hablar con el móvil de su amigo. Me gritó desencajado («¿pero qué coño haces?» o algo por el estilo) y se abalanzó sobre mí para quitarme el teléfono. No me costó esquivar su golpe y sujetarlo hasta que se calmó: era bastante menos fuerte que yo y estaba demasiado borracho como para pelear con un mínimo de dignidad. Su amigo ni siquiera se movió. Seguía tumbado sobre el capó del coche donde yo le había dejado a la espera de que su padre viniese a recogerle.
Cuando el más alto se calmó al fin, me decidí a soltarlo. Recuerdo perfectamente lo que dijo justo en ese momento. Se me quedó grabada tanto la frase como su mirada: «No tienes ni idea de lo que has hecho». Lo repitió varias veces mientras cogía a su amigo y se marchaba con él. Intenté convencerle de que no se fueran y esperasen a que viniesen a buscarlos, pero no me sentí con autoridad moral como para exigir eso. ¿Y si tenían razón? ¿Y si había cometido un error llamando a quien no debía llamar? Seguramente aquel chico habría mentido en casa para poder salir aquella noche. Habría dicho que se iba a dormir con un amigo. O al chalé de una amiga. O cualquier historia que ahora había resultado ser falsa. De todas formas, ese tipo de mentiras no son tan raras. Todos las hemos necesitado contar alguna vez.
El relato que Henry me hace de aquella noche se corresponde exactamente con la versión de Dani. No hay ninguna diferencia entre ambos, salvo los pequeños olvidos que, por culpa del alcohol, Henry se siente incapaz de completar.
—Fue una noche especial… Marcos había conseguido escaparse de casa unas horas y había que celebrarlo. Lo pasábamos muy bien juntos. Mucho. Él creyó enamorarse de mí y por eso discutimos cuando empezaron las clases en la verja del Darío, pero luego se dio cuenta de que no tenía razón para cabrearse. Somos amigos. Sólo eso. Buenos amigos.
—¿Cómo os conocisteis?
—Aquí. Un viernes. Fue raro, porque él no estaba muy seguro y yo estaba demasiado pedo… Me lancé yo, claro. Y le di un morreo que te mueres aquí mismo…
—¿Cómo reaccionó Marcos?
—El muy cabrón me tiró al suelo de una hostia. Es un bestia el tío… Salió corriendo y luego vino a la semana siguiente a pedirme perdón. Desde entonces empezamos a vernos más y a chatear por el Messenger y todo eso, hasta que su padre se enteró, claro.
—¿Roberto habló contigo?
—No, pero sé que tenía pensado ir a la policía para denunciarme por pervertir y acosar a su hijo. Al final, no pudo hacerlo.
—¿Y si fue ése el móvil del asesinato?
Henry me mira furioso. Teme haber estado hablando para el enemigo, en vez de para ese tipo que, supuestamente, quiere ayudar a Marcos.
—Él jamás hizo nada, ¿está claro?
—Esa semana de septiembre —intento ganarme otra vez su confianza— no se quitó nunca tu camiseta…
Henry, algo más tranquilo, sonríe con tristeza.
—Las compramos un poco antes de que pasara lo del verano. Dos camisetas iguales con uno de nuestros ídolos: Heath Ledger… Él la estrenó esa noche, la que pasamos juntos en Chueca… Marcos nunca me lo confesó, porque era muy orgulloso, pero su padre tuvo que darle una paliza brutal después de aquello. Desde ese momento, apenas se quitó esa camiseta. Era como un símbolo. Una forma de gritarle a todos que no iban a poder con él. Ni con nosotros… —traga saliva—. Y no han podido.
Resulta curiosa su visión de los hechos y, sobre todo, su negativa a aceptar cualquier clase de derrota. Según Henry, consiguieron imponerse al entorno y vencerlo juntos, a pesar de que su amigo haya arruinado su vida por culpa de un crimen atroz y brutal. ¿Acaso está justificándome ese uso extremo de la violencia en pos de la defensa de la identidad? Por un momento desfilan ante mí muchas de las imágenes de las que he sido testigo —e incluso víctima— estos días y me pregunto hasta qué punto las fronteras entre lo correcto y lo incorrecto están difusas en esta generación donde quizá el error no resida en los medios empleados, sino en su incapacidad para entender por qué esos medios no son, en absoluto, respetables.
—Mira, tío, no sé qué es lo que buscas aquí, pero lo único que puedo decirte es que Marcos no hizo nada de eso.
Henry se aleja y regresa con sus amigos, dispuesto a continuar —ahora menos animado— con su viernes noche. Resulta obvio que ese grupo no es, en absoluto, el entorno de agitadores que creía ver en ellos Roberto. Sólo son unos cuantos jóvenes que intentan pasar, de mejor o peor manera, su fin de semana.
Vi cómo el más alto se llevaba casi a rastras a su amigo y me sentí jodidamente mal. Tampoco tenía ningún motivo para ello, pero estaba hecho una mierda. Era como si alguien hubiera abierto de repente todas las puertas de mi pasado y me hubiera obligado a pasar otra vez por ellas. De repente, todo en esa noche me parecía sórdido, sucio y asqueroso. No era sólo un sentimiento, era algo físico. Entré al bar y le dije a mi encargado que tenía que marcharme. El local empezaba a vaciarse, así que no puso demasiadas pegas. Sabe que atraigo a muchos clientes y por eso suele ser más o menos tolerante conmigo, aunque se empeñe en que hay cientos de tíos como yo que lo harían tan bien o incluso mejor si algún día me echara. Aquella noche no llegó a chantajearme con toda esa mierda, debió de quedarse sorprendido al verme tan pálido, con ganas de vomitar. Fue una crisis de ansiedad, supongo, una de esas mamonadas en las que yo no creo y que, sin embargo, sufro con frecuencia.
Al día siguiente mi encargado me contó que había entrado al local un señor buscando a su hijo. Cuando le dijeron que no estaba allí se puso hecho una furia y le tiró un vaso a la cabeza. Hubo suerte y pudo esquivarlo antes de que los seguratas lo sacaran a patadas del local. A mí, afortunadamente, nunca me vio, así que jamás supo que el chico de la cafetería del instituto donde estudiaba su hijo era el mismo tío que le había llamado aquella noche.
¿Y por qué no lo he contado antes? Porque no creo que a Sonia y a Gerardo les guste saber nada sobre ese otro curro mío. Además, el director es un homófobo de cuidado, Santi. ¿No te has fijado? Lo disimula un poco, pero el cabrón nos odia. Igual que a Álvaro, por eso lo tiene amargado con todo tipo de chorradas. A él tampoco se lo quería contar, porque no hay nada entre nosotros, eso está claro, pero tampoco me apetece joder lo poco que hay con mi parte más turbia. No sé si le apetecerá seguir enrollándose con alguien que de vez en cuando deja que algún cliente baboso se la chupe a cambio de una cantidad más o menos razonable. Y eso es lo peor de todo, que en este caso no resulta nada evidente qué es lo razonable y qué no lo es.
En cuanto a Marcos, si yo hubiera contado esto en el instituto, la historia habría corrido como la pólvora y no creo que sea el tipo de relato que un padre quiere que circule sobre su hijo. Por eso me callé. Y por esa misma razón, él tampoco contó nada. Supongo que cuando Marcos intentó pegarme, sólo estaba desesperado por culpar a alguien de lo que había pasado al volver a casa. Imagínate. Conociendo cómo cuentan que se las gastaba Roberto, su reacción tuvo que ser terrible. Por eso me está costando tanto decirte todo esto, Santi, porque me siento culpable de que su padre hiciera algo parecido a lo que me hacía a mí el mío. No puedo demostrarlo, claro, ni siquiera estoy seguro de que sea así, pero la mirada de su amigo cuando se lo llevaba se me quedó clavada. Había terror en aquella expresión. Auténtico pánico. Un miedo profundo ante algo que yo había provocado con mi llamada. Pero creí hacerlo bien, Santi, te lo aseguro. Necesitaba sacar a aquel chico de ese sitio antes de que aquel sesentón tan salido abusara de él.
Sé que cuando se lo cuente a Álvaro se sentirá peor aún. Puede que me mande a la mierda y hasta que no quiera verme en una temporada. O quizá pase de todo y siga acostándose conmigo. Sacará las mismas conclusiones que he sacado yo y seguramente nos equivocaremos ambos. Imaginará que la cagué, que el padre le dio a Marcos una paliza de las que hacen época y que el chico se vengó machacándole la cabeza. Eso es lo que yo creo que pasó, Santi. Así de simple.
Ya en mi apartamento, me pongo una copa —necesito un vodka— y enciendo un cigarrillo. Demasiada información para una sola noche. Repaso, con cierta cautela, la teoría de Dani sobre lo sucedido. No está del todo mal —a pesar de que Henry niegue que su amigo pueda haber sido el responsable de la masacre— y su descripción de Roberto coincide con los rasgos que he podido ir esbozando a partir de los relatos de mis otros entrevistados. Sin embargo, su explicación sigue sin responder a una pregunta que hoy, precisamente hoy, tiene más trascendencia que nunca.
¿Por qué hirió a su hermano y agredió a los otros dos? ¿Qué pintaba Sergio en todo esto? El relato de los hechos de aquel domingo sigue estando incompleto, con demasiados huecos. Un doble crimen absurdo e injustificable. Y, por culpa de esa máquina de escribir con la que Roberto intentaba alejar a su hijo del diablo de Internet, insólitamente anacrónico.