Jueves

—Adolfo, ¿te acuerdas de mí?

Hoy he venido muy pronto al instituto para que Álex pueda darme su texto a primera hora. Me pasa un cd con el archivo y me pide que, en adelante, no le pregunte nada más. Necesita poner un poco de distancia entre los hechos y su trabajo para no enloquecer del todo. Hago tiempo leyendo su documento hasta que, a las once y diez minutos, suena por fin el timbre del recreo. Mi misión de este jueves consiste en localizar en el patio al hermano pequeño de Marcos y, aprovechando que en ese momento no estará vigilado por su tío, lograr hablar con él. Adolfo me reconoce enseguida y trata de esquivarme. Lleva un buen rato dándole patadas a un balón, solo y lejos de sus compañeros, como si no quisiera que nadie se le acercase.

—¿Unos pases?

—No jodas. —Está claro que mi intento de acercamiento ha sido lamentable. Tiene doce años, de manera que ni es un adulto ni es un niño. Me pregunto cómo se trata con alguien de su edad y pienso que quizá Álex tiene razón: ser claro y honesto es la medida más eficaz de todas.

—Mira, Adolfo, sé que tu tío no quiere que digas nada, pero yo creo que eso es un error. —Tampoco sé quién soy yo para meterme en su familia, pero obvio ese pequeño detalle y sigo hablando cargado de una razón que no poseo—. Tus hermanos se merecen que nos cuentes todo lo que pueda ayudarles.

—Yo no puedo ayudarles. Yo no puedo ayudar a nadie. —Y chuta el balón con tanta fuerza que lo lanza fuera de la verja del instituto. Tampoco parece importarle que se pierda. En realidad, da la sensación de que no le importa absolutamente nada.

—Claro que puedes.

—Ya he dicho lo que sé. Se lo he dicho a la policía —sube la voz progresivamente. Empieza a sentirse incómodo por mi culpa—. Se lo he dicho a mi tío. Se lo he dicho al juez.

—¿No puedes contarme nada sobre tu padre?

—No. —Intenta alejarse y zafarse de mí, pero yo le bloqueo la salida—. De eso no hablo.

—¿Ni de tu madre?

No sé qué resorte he tocado, pero Adolfo pierde por completo el control, se lanza furioso sobre mí y trata de tirarme al suelo. Afortunadamente, consigo esquivar su primer golpe e, impulsado por su propia fuerza, es él quien termina en el suelo. Los alumnos que están cerca de nosotros no tardan en venir y escucho cómo gritan «¡pelea, pelea!» mientras encienden las cámaras de sus teléfonos móviles. Adolfo se pone de nuevo en pie y duda un momento. No sé si quiere volver a intentarlo o si, por el contrario, prefiere desistir. Tampoco llego a saber cuál habría sido su siguiente reacción, porque la profesora que está de guardia en el patio acude enseguida y se interpone entre ambos.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —Por sus orondas formas reconozco enseguida a Carmen, la de religión, con la que apenas he cruzado más de un par de frases en estas dos semanas.

—Nada, un malentendido.

—¿No sabe que no puede hablar con los alumnos sin la autorización de sus familiares? —Me fulmina con la mirada y se lleva al hermano pequeño de Marcos—. Ahora mismo voy a dar parte de esto en dirección. Y como vuelva a acercarse a este alumno, tendrá que atenerse usted a las consecuencias.

Claro que firmé aquel informe, Santi. Como hicieron todos los demás. Quien diga que esos asuntos se toman de manera objetiva miente como un cabrón. Es igual que las notas, por eso se lo advierto a los chicos en cuanto me presento. Porque las cosas no funcionan de manera justa ni transparente, como ellos quieren creer. Eso se piensa a su edad, supongo, luego uno se deja llevar por el cinismo para salvar el pellejo y hacer que los días pasen más fáciles. Y hasta más rápidos. A mi chica le pareció que firmé aquel documento a la ligera, sin pensarlo ni un puto segundo. ¿Y qué iba a hacer? No había nada que les diese la razón sobre Eduardo. Nadie me presentó ni una sola prueba mínimamente convincente. Se quejaban de que hablaba con las alumnas. ¿Y qué? ¿Yo no lo hacía? Pues sí, claro que lo hago, y tampoco con todas. Sólo con las simpáticas, con las que molan. No me apetece que me escriban las plastas, ni las empollonas, ni nada de eso. Me gusta que me escriban las macarras, las atrevidas, las que me hacen gracia. ¿Eso también debe ser denunciable? Yo creo que no lo es. No hay ningún tipo de interés, tan sólo me divierten.

Eduardo me convenció de que a él le pasaba lo mismo, de que aquello era una caza de brujas, de que Sonia había estado en su contra desde que llegó al instituto. Me convenció de que él no había hecho nada y yo, bueno, yo sí firmé, joder, pues claro que firmé. Atestigüé que aquel profesor cumplía su horario y sus obligaciones, que jamás le había visto faltarle al respeto a nadie y que todo lo que se había dicho contra él no eran más que calumnias de dudosa procedencia.

También me aseguró que un alumno le molestaba desde que la jefa de estudios había empezado a culparlo de algo de lo que no era responsable. Me extrañó que Marcos hiciera algo así, pero Eduardo lo tenía clarísimo y, cuando pasó lo del coche, llamaron enseguida al padre para culpar al chico.

A raíz de aquello, Marcos faltó dos o tres días a clase, no lo recuerdo exactamente, y supongo que pensé que le habían castigado con una paliza. Así de simple. Pero no dije nada. ¿Qué coño iba a decir? No sabía si era cierto lo que había ocurrido, ni si la paliza había existido, ni si Eduardo era el tipo que Sonia decía que era. Marcos volvió al centro como si nada, así que me olvidé del tema y punto. Yo no he nacido para involucrarme en estas mierdas.

El incidente con Adolfo me ha dejado un pésimo sabor de boca. ¿Ha sido culpa mía? Me flagelo por mi torpeza y decido que lo más sensato es largarme del Darío y trabajar desde casa el resto del día. Está claro que yo también necesito un poco de distancia si no quiero enloquecer con esta historia.

—Perdona. —Un profesor con el que no he hablado todavía me detiene justo antes de salir—. Tú eres el periodista, ¿verdad?

—Sí, eso creo. —Nos reímos y me tiende la mano.

—Íñigo, de sociales.

—Santiago.

—¿Me acompañas un momento o tienes mucha prisa?

No sé qué es lo que va a contarme, pero sería poco profesional desperdiciar la ocasión de conseguir más material. Lo sigo a través del patio y, mientras caminamos, me fijo por primera vez en cómo se distribuyen los chicos en él. En general, tengo la sensación de que estamos cruzando una versión adolescente de la ONU, donde los alumnos se reúnen con sus compatriotas sin el más mínimo interés en mezclarse entre sí. Dominicanos con dominicanos, colombianos con colombianos, marroquíes con marroquíes, chinos con chinos, españoles con españoles… Algunos de ellos —los menos— sí desafían esa triste uniformidad, pero no observo un excesivo mestizaje. Confiaba en que la globalización —esa palabra tan manida y cada vez más vacía de significado— hubiese llegado de algún modo a las aulas. Iñigo me confirma que, lamentablemente, no es así.

—Vienen con los prejuicios de sus padres… En primaria sí se mezclan más, a fin de cuentas, están en la etapa del juego, de lo lúdico, así que no hacen grandes diferencias. Pero en cuanto llegan al instituto, todo cambia. Heredan, sin darse cuenta, muchas de las ideas que oyen en casa y tienden a buscar a sus iguales.

—Pero en el centro se trabajarán esas cuestiones.

—¿Con una orientadora para novecientos alumnos? Imposible… Y si el claustro fuera diferente…, pero ya nos vas conociendo. Aquí, la mayoría sólo aspira a cumplir sus horas y a largarse a casa cuanto antes. Dinamizar la convivencia supone un tiempo extra y, como casi todo en este trabajo, no remunerado, así que somos muy pocos los que nos encargamos de ello… Nadie se plantea algo tan lógico como pagarnos un plus por cuestiones como ésa, así que todo recae en el voluntarismo de unos cuantos.

—Tampoco cobráis tan mal, ¿no?

—Depende de cómo lo mires… Digamos que nuestro sueldo es el mismo si lo haces bien o si lo haces mal. No hay extras más allá de tareas tan anodinas como la de corregir pruebas de selectividad, por ejemplo. Eso sí que se paga bien, pero cualquier otra iniciativa que repercuta en una mejora de la calidad de la enseñanza, como montar un grupo de teatro o una revista escolar, es algo que depende únicamente de las ganas que tú quieras ponerle. Ni medios, ni horas extra, ni compensaciones en tu horario de trabajo. Nada.

—Pero si es bueno para los chicos…

—¿Tú sueles trabajar más horas de las que te pagan por el mero hecho de que «es bueno para tus lectores»? Pues aquí pasa algo parecido. El sueldo es bueno, sí, pero no invita a implicarse más. Y si te involucras, no te premia nadie. Es más, con un poco de suerte, incluso te castigan. Eso de fomentar el pensamiento crítico está muy mal visto y a los padres tampoco creas que les gusta mucho…

Íñigo me invita a pasar a lo que, supuestamente, es el aula de prensa, tal y como se indica en la puerta gracias a un cartel improvisado y cutre, un letrero pintado con rotulador negro sobre un folio con el membrete del centro.

—En realidad, es un aula normal y corriente…, pero conseguí que Gerardo nos la cediera a los que trabajamos en la revista.

—¿Tenéis una revista? —Ahora entiendo mejor por qué se quejaba de la falta de estímulo externo que reciben ciertas iniciativas docentes.

—Bueno… Algo parecido. Hacemos lo que podemos y sacamos un número por curso. Mira, aquí tengo el último.

Lo ojeo con curiosidad y me encuentro con una publicación anárquica, maquetada de forma deficiente y llena de errores que un buen corrector habría detectado inmediatamente. Sin embargo, pese a todos esos fallos, me llama la atención la heterogeneidad de los textos que allí aparecen. Poemas, relatos, columnas de opinión… Puede que los chicos no sean todavía muy buenos maquetando y que, como parece obvio, no dominen la ortografía ni la puntuación, pero en esas páginas queda claro que, como ya me contó Álvaro, sí que tienen mucho que decir.

—La fundamos entre otra profesora y yo hace cuatro años. A ella la mandaron a otro centro, total, a la Administración le importa un bledo mantener una plantilla mínimamente estable que beneficie a los alumnos, y yo me quedé solo con todo este marrón… No te imaginas las horas que lleva sacar esto adelante y la de problemas que trae consigo.

—¿Hay algún tipo de censura?

—Por supuesto… Gerardo se lee cada ejemplar línea a línea y luego, si encuentra algo que le parece «discutible», envía una copia a la presidenta de la AMPA. Como ellos son los que ponen el dinero, si a los padres de la Asociación no les gusta algo, hay que quitarlo. Y punto. El año pasado, por ejemplo, nos censuraron un anuncio de una marcha de COGAM a favor de la visibilidad gay y lésbica en los centros escolares. Me amenazaron con cerrar la revista si no lo retiraba.

Íñigo me cuenta alguna anécdota más vivida por culpa del periódico en estos cuatro años. De todas ellas, se queda con el lío que armó un artículo de opinión escrito hacía un par de cursos por una alumna de 3.º de la ESO. La chica sólo pretendía quejarse de los criterios de evaluación de la asignatura de plástica y aportaba unos argumentos dudosos, pero, en cualquier caso, respetables. Sofía, la jefa de departamento, se sintió atacada y contestó con otro artículo incendiario en el que no sólo respondía a su alumna, sino también a todo el claustro, afirmando que estaba harta de que su asignatura fuera considerada «una maría» y que no soportaba más «la pedantería, la estupidez y el aire de superioridad» que, según ella, reinaban en el Darío. Por supuesto, ese segundo artículo dio pie a una encarnizada guerra entre dos bandos: Sofía y su pequeño grupo de afines frente a Gerardo y su coro de aduladores.

—Yo me quedé al margen, desde luego, porque si tomaba partido corría el riesgo de que me cancelaran la revista. A la alumna, por cierto, la suspendieron en junio y septiembre, de modo que pasó a 4.º con la plástica pendiente. Curioso, ¿verdad?

—Pero, a pesar de todo esto, ¿te compensa?

—La verdad es que sí… Y te voy a dar dos motivos. El primero son esos textos y esas imágenes. Ya sé que parece todo muy precario, Santiago, pero si te lees el ejemplar que acabo de darte, te darás cuenta de que hay un montón de ideas interesantes ahí dentro.

—¿Y el segundo?

—Mira. —Abre la revista y me señala la página de créditos—. Lee.

—¿El qué?

—Esto.

Íñigo me señala el recuadro donde aparecen los alumnos que componen el consejo de redacción de la revista. Tiene gracia el hecho de llamar «consejo de redacción» al grupo de chicos que colaboran en esta iniciativa, un nombre de lo más pretencioso que —supongo— posee una intención claramente motivadora.

—Elena, Bryan, Ingo, Marta, Ahmed, Federico, Yussuf, Raúl, Xiaomei, Marcos…

—¿Te das cuenta? Se mezclan… Si consigues involucrarlos en un proyecto común, hasta se olvidan de las dichosas fronteras mentales con las que nos vienen de casa.

En ese «consejo de redacción» tan peculiar hay un nombre que llama mi atención: Marcos. Los alumnos aparecen citados sin su primer apellido, así que no sé si se trata de él o si, por el contrario, es otro chico del Darío. Por si acaso, lo intento.

—¿Este Marcos es…? —No hace falta que complete la pregunta, sabe perfectamente a quién me refiero.

—Sí, por eso quería hablar contigo.

—Así que Marcos colaboraba en la revista…

—No mucho, la verdad —me explica Íñigo—. El que realmente curraba aquí era Raúl, pero como los dos eran tan amigos, se venían juntos muchos recreos y Marcos, por pura inercia, empezó a tomar partido en las reuniones.

—¿Y por qué lo pusiste en los créditos del último número?

—Porque me prometió que iba a entregarme un relato.

—¿Lo hizo?

—No… Pero yo sabía que, antes o después, escribiría algo. Necesitaba hacerlo.

Busca un papel en su cajón y me entrega un sobre en el que sólo figura un destinatario («Para la revista») y un remitente («B. K.»).

—Lo recogí del buzón del periódico justo después del asesinato. Casi es un buzón simbólico, porque la mayoría de los chicos que quieren que les publiquemos algo me lo envían por e-mail. Aun así, de vez en cuando hay alumnos que nos dejan dibujos o imágenes que les da pereza escanear y que prefieren entregarme en papel. El caso es que cuando vi este sobre firmado con seudónimo no supe de quién era. Hasta que lo abrí y me encontré con un microrrelato escrito a máquina. Con una Olivetti que ya nadie usa… Cuestión de gustos, se titula. No puedo demostrarlo, Santiago, pero estoy seguro de que este texto es de Marcos y, sinceramente, me gustaría que lo incluyeras en tu libro.

Cuestión de gustos

A Dios no le gusta cómo soy.

Mi padre tiene muy claro que no cumplo los criterios divinos, así que ha empezado a mantener largas charlas conmigo para convencerme del modelo de personalidad que debería adoptar de aquí en adelante.

Yo, por si acaso, he intentado ponerme en contacto con Dios para ver qué opina de todo esto, pero no he conseguido que me responda al móvil. Ni que me conteste a uno solo de mis e-mails.

Según los que sí tienen línea directa con Él, a Dios no le molesta mi forma de vestir. Ni mi forma de hablar. A Dios lo que le molesta es mi forma anormal de sentir. Estoy yendo a un psicólogo para que la forma anormal se convierta en normal, pero, de momento, no hemos conseguido ni un avance. Es una pena, porque a pesar de todo el dinero que nos dejamos en su consulta, sigo siendo anormal.

Esta noche voy a intentar hablar de nuevo con Dios para discutir este pequeño asunto. Es más, creo que ya sé lo que voy a decirle en cuanto se digne a cogerme el teléfono:

—Dios, siento no gustarte, de verdad, pero si somos francos, creo que debería confesarte una cosa: a mí tampoco me gustas tú.

B. K.

Le agradezco a Íñigo su ayuda y le prometo que publicaré ese relato. Ya que Marcos se ha negado a hablar desde que tuvo lugar la tragedia, parece justo que aquellos que se preocupan realmente por él le devuelvan —aunque sólo sea en parte— su verdadera voz.

En diciembre, Sonia habló por primera vez con la inspección y con ciertos miembros del claustro sobre Eduardo, justo antes de que su coche apareciera rayado por primera vez. Ninguno quisimos creer su versión, pero la duda caló hondo entre nosotros, lo que hizo que el resto del curso resultara especialmente tenso.

Hubo algún anónimo en su casillero, algún comentario inoportuno en la cafetería, alguna que otra mirada hostil en los pasillos. Yo fui el más gilipollas —cómo no— y me acerqué a Eduardo para ofrecerle mi amistad. Eso no te lo dije, Santi, pero es que no resulta fácil asumir que no sólo te has equivocado, sino que te has dejado engañar como si no fueras más que un crío estúpido e inexperto. Y sí, quizá lo soy. Quizá no soy más que un puto niño y por eso me entiendo tan bien con los alumnos y tan mal con mis compañeros, porque soy de esos treintañeros que nos hemos creído lo del síndrome de Peter Pan y toda esa mierda de los psicólogos para justificar por qué no asumimos ni la madurez, ni las nuevas etapas, ni los compromisos. Yo no asumo nada, ya lo ves.

Alguna vez me fui de cañas con Eduardo. Necesitaba alguien con quien desahogarse, así que me ofrecí como voluntario. No es que yo sea un tío altruista, pero nunca he sabido cómo comportarme cuando alguien se desmorona cerca de mí. En esos casos siempre recurro al mismo truco: la cerveza. De esa manera nunca ayudo a nadie, pero como están deseando hablar, acaban emborrachándose a mitad de su monólogo. Ellos tienen la sensación de haberlo soltado todo, yo sólo me entero de parte de su historia (odio conocer los secretos ajenos) y al final todos nos vamos a casa más o menos satisfechos. El ritual, por supuesto, es tan inútil como cualquier otro, pero nunca he sabido reaccionar de otra manera y, por mucho Peter Pan y demás gaitas, ya es algo tarde para aprender a reinventarme.

De aquellas cañas nunca saqué un solo dato que me hiciera dudar de mi compañero. Una simple víctima perseguida por una jefa de estudios empeñada en hacerle la vida imposible. Luego, según el número de cervezas, salía la palabra mobbing en diversas variantes. Todo dependía de la capacidad que tuviéramos para pronunciarla con un mínimo de dignidad (dos o más profesores juntos, un viernes después de clase, pueden ingerir cantidades indecentes de alcohol). Las jornadas etílico-catárticas se sucedieron con normalidad hasta final de curso. Hasta aquel viernes de junio en el que Eduardo estaba más nervioso que de costumbre. Durante aquellos meses su rabia se había ido limando hasta quedarse convertida en una especie de rencor sordo e inofensivo al que noqueábamos a la segunda caña. Pero aquella tarde el odio parecía renovado, igual que sus ganas de hablar y de seguir bebiendo.

Le habían vuelto a rayar el coche y esta vez, además, le habían pinchado los neumáticos y roto las cuatro ventanillas. Según me dijo, no sabía a quién acusar, así que, conforme sumamos cervezas, los fue acusando a todos. A Sonia, que era una cabrona, a nuestro jefe de departamento, que lo odiaba, a los alumnos, que eran unos imbéciles, y a sus padres, que eran unos tremendistas y unos malnacidos. Las cervezas, según cómo sea la catarsis, tampoco ayudan mucho a edulcorar el léxico. Yo le escuchaba insultarnos a todos —creo que también me cayó algo de aquella mierda— y gracias a ese silencio él empezó a perderse en su propio discurso. Nada mejor que callar para que el contrario se confunda y se extravíe entre sus palabras. Sólo hay que esperar, cerveza en mano, a que el laberinto sea tan confuso que se necesite una verdad, por mínima que sea, para salir de él. Y su primera verdad fue que sí intuía quién o quiénes le habían rayado el coche. Y no era ni Sonia, la culpable del mob, del mop, de lo que coño fuera que le estaba haciendo. Ni nuestro jefe de departamento. No, qué va. Era aquel niñato que se la tenía jurada desde que salió el tema. El predelincuente aquel que se pasaba las horas morreándose con la guarra de su novia. La descripción tampoco era especialmente lírica, pero su nivel de poesía descendía a la vez que aumentaba su índice de alcohol en la sangre.

Le pedí que bajara la voz —habíamos empezado a llamar la atención en el bar— y le pregunté por qué sospechaba de ellos. Entonces empezó a decirme que recibía e-mails supuestamente anónimos llenos de insultos, que el niñato ese había llegado a empujarlo en un pasillo aprovechando un momento de confusión. No era la primera vez que Marcos hacía algo así, de modo que su teoría me pareció, lamentablemente, muy verosímil.

—El mamón ese. El niñato de los cojones. Y todo porque me escribí con su novia. Con la puta esa que me escribía unas guarradas increíbles. Son todas iguales. Unas zorras. Van de mosquitas muertas. Eso es lo que hacen. Ir de mosquitas muertas. Pero están salidas. Y me calientan. Me ponen a mil porque les gusta hacerlo. Luego se morrean con sus novios en la puerta de clase. Pero saben que ellos son unos mierdas. Unos putos críos con los que no se correrían ni una sola vez. Como el gilipollas que me ha rayado el coche. Ni media hostia. No tiene el tío ese ni media hostia, ¿te enteras?

No fue la cerveza —yo no había bebido tanto como él—, pero tuve que ir al baño a vomitar. La culpa. El asco. No sé qué me pasó. Simplemente fui al baño y me encerré allí unos minutos. Luego dije que no me sentía nada bien y que teníamos que irnos. Deseé que cogiera su coche rayado y se estrellara contra cualquier cosa. Tuve pensamientos homicidas —soy un cobarde pragmático, pero un temerario mental— y después me dediqué a autofustigarme por haber sido tan necio y, sobre todo, tan ingenuo. Esa misma tarde hablé con Sonia y llamamos a la policía. Seguíamos sin pruebas, pero conseguimos que se comprometiesen a iniciar una investigación en serio.

A mí me pidieron que, durante las dos escasas semanas de curso que nos quedaban, no cambiase mis costumbres. No querían que se diera cuenta de que pasaba algo. Eso lo habría estropeado todo. Así que aprendí a controlar las ganas de vomitar y soporté su compañía durante dos viernes más. Luego, cuando lo cambiaron de centro, Sonia y yo discutimos sobre si debíamos avisar o no a la dirección del nuevo instituto. La policía nos pidió que callásemos y nos aseguró que lo mantendría bajo una estrecha vigilancia. No debió de ser tan estrecha cuando le dio tiempo a seducir y chantajear a otra chica más. Su encarcelamiento habría calmado mis remordimientos si esa pobre chica no hubiera decidido suicidarse. Si no me sintiera cómplice de una muerte de la que no sé si soy responsable. Porque yo sí firmé. Claro que yo firmé aquel jodido informe donde decíamos que Eduardo era un tío competente. Un profesor cojonudo que chantajeaba a sus alumnas y las trataba como si fueran basura sin que nadie se diera cuenta de ello.

El artículo de Marcos me ha destrozado. Y no sólo por la amargura que expresa, sino, sobre todo, porque me conduce irremisiblemente a mi propio pasado. Me veo a mí mismo con su edad, en estas mismas aulas, tratando de ser el hijo que mi padre siempre había soñado y que jamás encontró en mí. Creía que, con los años, había superado ese fantasma, pero al leer el relato de Marcos me doy cuenta de que esa victoria no es real, ni siquiera su muerte hace ya casi cuatro años me ha librado del peso de sus opiniones —siempre destructivas— sobre mí.

Recuerdo cómo me hacía saber —directa e indirectamente— que le parecía un chico demasiado débil, demasiado vulnerable y, para colmo, demasiado progresista. No sé si los profesores de Marcos se imaginan lo castrante que puede resultar ser educado en un ambiente profundamente conservador y represivo, un entorno donde todo lo que se sale de esas normas constituye una provocación. Especialmente cuando otro de tus hermanos —en mi caso, era el menor; en el de Marcos, el mayor— sí que encarna el ideal al que tú no puedes ni podrás jamás acercarte.

Yo no tuve demasiada suerte entre las paredes del Darío. No hubo ningún profesor que me marcara —ni para bien, ni para mal— en todo el BUP. Ningún Álvaro, ninguna Sonia, ningún Íñigo que supiese motivarme, así que tuve que esperar unos años para empezar a fortalecer mi identidad a pesar de no contar con la aprobación de mi padre, esa que jamás dejé de buscar sin ninguna fortuna. Quizá si hubiese encontrado mi personalidad tan pronto como Marcos las cosas hubieran sido muy distintas. Mucho más complicadas. Puede que ésa sea la gran diferencia entre nosotros dos, que yo no tuve el valor de afianzar mi forma de ser hasta que —pasados unos años— pude alejarme de la sombra de mi padre, mientras que él reclamó su derecho a ser quien deseaba ser demasiado pronto, cuando los demás todavía lo consideraban poco menos que un crío.

Durante aquellas dos semanas de silencio obligado se demostró que Marcos era quien había rayado el coche las dos veces, así que hubo que sancionarlo oficialmente. Tanto Sonia como yo estábamos convencidos de que se estaba cometiendo una injusticia, pero ni podíamos alentar a los alumnos a que se tomasen la revancha por sí mismos ni era aconsejable alertar a Eduardo de que estaba ocurriendo algo más a sus espaldas. Así que, por el bien de la investigación y de la educación ético-cívica de nuestros alumnos, ni Sonia ni yo dijimos nada. No podíamos llamar a su padre y contarle que la violencia de su hijo respondía a una causa, que ese vandalismo supuestamente injustificado sí tenía un porqué. Desde ese momento se agravó el estado policial en el que Marcos viviría hasta el domingo negro.

No sé. Intento ponerme en la piel de su padre y supongo que estos temas te desbordan. A nosotros también nos pasa en el aula, cuando se te ponen chulos y no sabes cómo coño pararles. En esos momentos se te cruzan mil locuras por la cabeza y hay que tener mucha sangre fría para no soltar una barbaridad ni cometer un disparate. Demasiadas energías en muy poco espacio, supongo. Tal vez a Roberto le pasó un poco eso. Era la segunda vez que le llamaban desde el centro por el mismo asunto. Dos veces en las que su hijo había actuado contra un profesor intachable sin motivo alguno. Dos sanciones por un mismo acto de violencia. Demasiado para cualquier padre, sobre todo si ese padre era tan estricto y férreo en sus principios como Roberto.

No sé si Gerardo dejó que Marcos se explicara, pero —conociéndolo— apostaría a que no. Lo intimidaría con sus preguntas y su maldito usted hasta noquearlo verbalmente. Luego daría la verdad por sentada y zanjaría la reunión con alguno de sus discursos sobre el orden y el civismo y toda esa mierda que predica desde una actitud hipócrita y cobarde… Ni Sonia ni yo podíamos abrir la boca para defender a Marcos. Ni siquiera ante Gerardo. A la policía le preocupaba que Eduardo tuviera más información de la necesaria, así que nos pidieron que siguiéramos «como si nada». Lo jodido es que ese «como si nada» incluía a Marcos. Y a su familia. Así que su padre tuvo que oír cómo su hijo destrozaba coches «como si nada». Sin motivo alguno. ¿Cómo coño te iba a contar eso, Santi? ¿Cómo narices querías que te lo contara sin sentirme un completo gilipollas? Un cómplice —por omisión— en toda esta historia.

Desde el incidente del coche, Marcos empezó a vivir en una especie de cárcel. Como en la que se encuentra ahora, pero en versión doméstica. Sin poder usar su móvil. Ni Internet. Ni coger el teléfono fijo de su casa. Siempre debía estar acompañado de, al menos, uno de sus hermanos o, en su defecto, de su tío. Al parecer era Ignacio, el mayor de todos, quien se encargaba de echarle un cable a Roberto en el tema de la vigilancia. Supongo que eso complicó aún más las relaciones en aquella casa, pero de ahí a… No sé, sigue sin tener mucho sentido, sobre todo porque no me creo que Sergio se pusiera del lado de su padre. Era obvio que admiraba a su hermano Marcos, e incluso que lo tenía como modelo. Hasta yo, que he dejado bien claro que de genio tengo poquísimo, me di cuenta de ello. Por eso no entiendo que lo atacara con esas malditas tijeras. Por eso sigo sin entender una mierda.

Después de aquello, Sonia y yo nos consolamos con la esperanza de que el nuevo curso nos diera razones para felicitar al padre de Marcos por la buena conducta de su hijo. Acordamos que, en cuanto fuera posible, llamaríamos a Roberto para hablar con él y que le retirase el castigo. Pero no podíamos hacer nada hasta que Eduardo estuviera ya fuera del centro. Ambos conocíamos a Roberto y éramos conscientes de que necesitábamos argumentos para que dejase respirar a su hijo, devolviéndole la confianza que había perdido en él. Aquellas amistades de las que hablaba le preocupaban en exceso y, al parecer, creía que debía de haber sido idea suya agredir a Eduardo. «Son violentos. Unos indeseables». No tenía más argumento que su aspecto, así que ni Sonia ni yo podíamos darle crédito, sobre todo porque Roberto no sabía que sí que había un motivo en aquel acto de supuesto vandalismo indiscriminado. Marcos no había rayado cualquier coche. Había rayado el coche de Eduardo. El del tipo que se había acercado peligrosamente a Sandra, su mejor amiga y supuesta novia.

A esos amigos tan violentos y peligrosos a los que odiaba Roberto debía de pertenecer, supongo, el chico que apareció el primer jueves de este curso. Un chico mayor que Marcos con quien mantuvo una breve conversación cerca del instituto. Seguramente los dos sabían que no debían verse y que, si alguien lo descubría, Marcos tendría problemas. ¿Era posible agravar aún más su situación de aislamiento en casa y fuera de ella? No vi nada, creo que escribí. Y no mentí del todo. Porque vi un intento, pero nunca llegó a consumarse. Marcos se acercó a su amigo y trató, imagino, de darle un beso. O eso me pareció. El otro apartó la cara y le dio un abrazo. Marcos se separó con rabia y lo empujó lejos de sí. Su amigo intentó acercarse de nuevo, pero entonces fue cuando apareció Gerardo dispuesto a llevarse a Marcos a su despacho.

Apenas he llegado a mi apartamento cuando suena mi móvil. Es Gema. No es más que la una y media, así que imagino que todavía debe de estar en el instituto. Durante un instante pienso que me llama por culpa de mi incidente de esta mañana con Adolfo. Seguramente ya se ha corrido la voz de lo que ha pasado en el patio y ahora Gerardo estará pidiendo mi cabeza… Sin embargo, no pretende hablarme de eso. Nada más descolgar, noto que su voz suena muy diferente. No hay nada sensual hoy en ella. Ni un rastro de su cómplice «¿sabes?». Tan sólo un deje triste y un timbre roto y entrecortado.

—Es terrible… —Y rompe a llorar sin que pueda calmarla. No consigo que me cuente lo que sucede y sólo insiste en que vaya a verla—. Estoy aún en el trabajo —me dice. Y cuelga.

Llego en veinte minutos al instituto y me encuentro un panorama desolador. La sensación de abatimiento es generalizada y los chicos se agrupan en círculos apenas audibles. Alguien llora. Pero son los menos. La mayoría se limita a mirar al suelo. A dar patadas a la tierra. A las paredes. La rabia, aunque sorda, se hace física a cada paso.

—¿Qué ha pasado, Gema?

Se abraza a mí por primera vez desde que nos conocemos. Dejo que llore. Solloza mientras yo miro de reojo a mi alrededor.

—Sergio, es Sergio… —Y vuelve a llorar. Entonces lo veo claro—. Ha muerto hace una hora.

Ya no soy capaz de calmarla, así que me limito a llevarla a mi coche para acompañarla hasta su casa. Me pide que me quede un momento a su lado y, sin demasiada convicción, la obedezco. Me estoy implicando. Demasiado. Ella habla de manera caótica. Desordenada. Recuerda que le dio clases a ese chico de quince años a quien ha matado su propio hermano.

—Con unas tijeras. Unas putas tijeras. —Y llora como no había imaginado que pudiera ser capaz de llorar.

Gema saca toda la rabia que ha acumulado durante estas semanas y se aferra a mí como un náufrago que quiere que lo lleven a la orilla. Permanezco casi una hora junto a ella y confío en que eso sea suficiente para calmarla. Me alejo en silencio y vuelvo a mi apartamento cargado de interrogantes. Y, para qué negarlo, de ira y de impotencia.