Tras una noche más llena de pesadillas casi buñuelianas (¿realmente he superado al adolescente acomplejado de unos años atrás?), me despierta una madrugadora llamada al móvil. Reconozco inmediatamente la voz de Sonia, que me cita para un café.
—Prefiero entregarte mi texto en mano, Santiago. —Aprovechando que tiene una hora libre justo antes del recreo, quedamos en una cafetería a un par de calles del instituto—. Necesito alejarme de todo… Y un poco de aire fresco.
Después de nuestro desencuentro a raíz del asunto de Ahmed, me apetece quedar con ella. Estoy más que arrepentido de haber cargado contra Sonia la ira que, en realidad, me despierta todo un sistema que, por lo que veo, no termina de funcionar. Siento haber sido tan duro contra una de las pocas personas que se dejan la piel en su trabajo y que creen, firmemente, en el poder de las tizas para cambiar las cosas. Además, en su tono de voz percibo que realmente necesita ese café —conmigo, con quien sea— para salir del pozo en el que parece estar cayendo.
Acudo puntual, pero ella ha llegado mucho antes y me espera sentada en una mesa al fondo del local. Hace tiempo fumando con un poco de rabia y un mucho de ira. Observándolo todo desde una distancia infinita, sin ver realmente nada ni a nadie, escudriñando el lugar con sus profundos ojos verdes y dejando que el humo nos convierta en fantasmas a quienes la rodeamos. Saca de su bolso el texto prometido y me lo deja encima de la mesa.
—¿Cómo estás, Sonia?
—¿Cómo estoy? —Hace una pausa y medita lo que está a punto de decirme—. Quizá pida una baja.
Estaba a punto de empezar a escribir este texto cuando sonó mi móvil. Esperaba que fuera mi hija y confiaba en que su llamada me ayudara a recobrar parte de la autoestima que he perdido este último mes. Y sí, es ella, pero sus palabras no me sirven para arreglar nada. Más bien, al revés. No sé a cuento de qué, pero en un momento de la conversación Elena dice que no me echa de menos. Y lo hace con un tono especialmente amargo, marcando cada sílaba. «Claro que estoy feliz, mamá. Alicia es muy maja conmigo. Mola un montón». Se mudó con ellos hace apenas unos días y, sin embargo, mi hija ya tiene clarísimo su veredicto. Es mucho más feliz ahora.
Y Alicia, también.
Lo que Alicia no sabe —y tú tampoco, Santiago: es uno de los datos que omití en mi primer informe— es que la relación entre Jaime y yo no es tan lejana como parece. Es más, en cierto modo, esa proximidad —turbia, no asumida— tuvo mucho que ver en mi falta de reflejos de aquel miércoles por la mañana. Porque el martes no llegué a casa tarde y sola después de la cena con él. El martes —en realidad— ni siquiera pegué ojo, porque Jaime y yo lo pasamos haciendo el amor como salvajes, repitiendo un error que no deja de sucedemos una y otra vez. Un maldito bucle del que ninguno de los dos —ni él ni yo— es capaz de salir.
Aunque le odie por robarme a mi hija. Aunque él se empeñe en que no me sienta nada bien este pelo rabiosamente corto. Aunque insista en que Alicia es la mujer perfecta y yo, una fanática del trabajo que jamás supo anteponer la pareja a su vocación. Aunque me jure a mí misma que ésta será la última vez que me acostaré con él. Que le dejaré acostarse conmigo. Pero el deseo es aún mayor ahora que ya no puede realizarse, así que nos buscamos convertidos en los dos amantes que nunca fuimos. En esos momentos olvido que le odio, que le desprecio, que no soporto que se haya convertido en el hombre cobarde y mediocre que es ahora. Y él tampoco recuerda que le acomplejo, que le asusto, que le sigue provocando terror mi carácter y mi necesidad de independencia.
Todo eso da igual, porque en cualquier momento llega un sms que nos estremece, que nos obliga a fingir que no hay nadie al otro lado del móvil, que nos hace salir y escondernos en cualquier pasillo para mantener una conversación breve, tensa, morbosa. Y nos llenamos de palabras que no nos dijimos entonces, porque construimos un amor correcto y apropiado, sin la suciedad con la que ahora nos gusta adornar las nuevas noches, las que compartimos en algún hotel para sentirnos aún más culpables y retorcidos.
Aquel martes, tras nuestra cena, vivimos uno de esos momentos. Creo recordar que nos emborrachamos. Que nos acostamos. Que hicimos el amor con rabia en cualquier hotelucho del centro. Que acabé agotada de alcohol y sexo. Que nos fuimos de allí sin despedirnos y que, cuando llegué a casa, le odiaba y le deseaba un poco más. Luego, al día siguiente, me tocó lidiar con la resaca y los remordimientos, y quizá por eso no me di cuenta de la gravedad de lo que sucedía a mi alrededor. Puede que ahora, si añadimos este diminuto detalle, tenga más sentido que me sintiera confusa y agotada aquel maldito miércoles.
Llegamos al Darío quince minutos antes de que suene el timbre del recreo. Alumnos y profesores están encerrados en sus aulas, de las que proviene un rumor cada vez más intenso. Casi estridente.
—Cuanto más se aproximan las once y diez, mayor es el ruido. Resulta casi imposible hacerles callar…
Cuando estamos a punto de entrar al instituto nos llama la atención un nuevo graffiti pintado en el muro del Darío.
—Lo que me faltaba…
Alguien ha escrito con espray negro y en mayúsculas un rotundo «La jefa de estudios = bollera» que ahora Paco, el conserje, tendrá que hacer desaparecer con un par de capas de pintura.
—Se ve que hay a quien no le ha gustado mi nuevo corte de pelo… —Ella intenta restarle importancia a lo que, en el fondo, puede que no sea más que una broma de mal gusto, pero le cuesta disimular su rabia—. Estoy cansada de tanta gilipollez, Santi, de verdad. Me gustaría explicarles a esos energúmenos lo jodido que resulta venir a trabajar aquí cada vez en peores condiciones: menos sueldo, más horas, más alumnos, menos medios, más exigencias… Y todo a cambio de esto. De que nadie se moleste en valorar nuestro trabajo, ni en diferenciar a la bazofia, que la hay, de quienes nos creemos esto de la educación y nos implicamos cien por cien en ello. Yo me implico, joder. Me implico mucho, Santi… No me lo merezco, maldita sea. Yo no me lo merezco.
Paco reacciona deprisa y consigue hacer desaparecer el graffiti antes de que los chicos salgan al patio. Por un instante me acuerdo de esa profesora lesbiana —¿quién será?— que, según me dijo Álvaro, se iba a casar en secreto con su novia. Ahora entiendo que, lamentablemente, ese tipo de cautela es necesaria. Los chicos no saben medir siempre sus palabras y son capaces de hacer más daño del que se imaginan.
—No siempre son ellos, Santi —los defiende Sonia. No puede evitarlo, a pesar de todo, los quiere de verdad—. Ellos repiten lo que escuchan en casa.
—Es cierto. —Álvaro, que se ha unido a nosotros en la cafetería, le da la razón. El incidente del graffiti lo ha vivido, en cierto modo, como algo personal—. Reproducen lo que dicen sus padres. O lo que ven por la tele en todos esos programas de mierda que se tragan por las tardes. Total, como no hay nadie en casa, ellos se sientan y fagocitan esos bodrios en los que se extienden rumores sobre vidas ajenas. ¿Cómo no van a imitar esos mecanismos? ¿Cómo no van a usar esos mismos insultos cuando están tan habituados a verlos diariamente?
Suena el timbre del final del recreo y los dos me abandonan para volver a sus obligaciones. Yo me quedo un rato más leyendo el texto de Sonia y preguntándome cuánto tiempo podrá seguir aguantando sin romperse del todo.
Esa semana fue un completo desastre, una de las peores que recuerdo desde que llegué al Darío. Y como si la tragedia de la familia de Marcos no fuera suficiente, apenas unos días después me enteré de que acababan de detener a un profesor de inglés al que acusaban de realizar y distribuir vídeos pornográficos con sus alumnas. Supongo que ante una noticia como ésa, todas las madres (¿también los padres?) tenemos que hacer un esfuerzo para no pensar inmediatamente en nuestras hijas e imaginarlas como víctimas de esos depredadores. El día que dieron la noticia en el telediario, Elena aún vivía conmigo, así que cuando hablaron de ello me contuve para no mirarla y subí el volumen del televisor.
Yo conocía a aquel tipo. Igual que Elena. Ambas lo reconocimos a pesar de que él intentara esconderse debajo de la cazadora. No era posible. Se podían adivinar los rasgos de Eduardo, un profesor que había pasado por nuestro centro el curso anterior. Mi hija no hizo ningún comentario al respecto, a pesar de que yo habría agradecido un «tenías razón» o, simplemente; una breve disculpa. A ella le gustaba, le parecía simpático, así que nunca entendió por qué me irrité tanto cuando supe que le había agregado en su Facebook. «Es un profe enrollado, mamá», así fue como zanjó aquella cuestión.
Era un profe enrollado, por eso facilitaba su perfil de Facebook a ciertas alumnas para que pudieran estar en contacto con él. No me habría extrañado si aquello fuera algo general, si toda la clase dispusiese de esa dirección. Hay profesores que prefieren romper la barrera del estrado y situarse en la misma pantalla que sus alumnos, como si en esa acrobacia virtual consiguieran una proximidad que sirviese de atajo al éxito. En realidad, sólo sirve para generar un clima de falsa confianza que se diluye en cuanto el curso se termina, justo cuando todos esos profesores enrollados se convierten en uno más de los cientos de amigos que los adolescentes suman entre Facebook, Tuenti y MySpace. No es más que un proceso de pura higiene mental que nosotros ejercemos en cuanto llega julio. Olvidamos caras, nombres, apellidos y calificaciones. Lo desechamos todo para dejar espacio a los que vengan, dispuestos a llenar con sus nombres las casillas antiguas. El empollón, el simpático, el popular, el conflictivo… Normalmente, todos encajan en este peculiar lego de prejuicios y eso, admitámoslo, nos facilita mucho la tarea. Por eso no creo que tenga sentido acercarse demasiado a ellos, convertirlos en personas reales, cuando en el fondo no son más que alumnos, adolescentes en construcción, con demasiado que cambiar de sí mismos como para creer que en ellos hay posibles amigos. De Facebook o de cañas, da lo mismo.
Pero Eduardo era un profe enrollado, me decía Elena, y yo me habría callado si no fuera por la peculiar selección de alumnas que había hecho. Tuve que entrar en el ordenador de mi hija, desde luego, pero era necesario hacerlo para obtener respuestas. Por eso entendí que Roberto hiciera lo mismo cuando Marcos comenzó a preocuparle. Cuando —como me ocurrió a mí— creyó que su familia estaba en algún tipo de peligro. Y no, Santiago, no sé si esto es válido y ético, pero si alguien conoce un método mejor que me lo haga saber. Hace tiempo que no tengo claros los límites entre el derecho a la intimidad de Elena y mi derecho —y mi deber— de protegerla.
No encontré nada interesante. Sólo un par de comentarios inofensivos que no revestían segunda intención alguna. Hablé con Elena del tema y, lógicamente, aquél fue el principio del fin. A partir de ese momento, Jaime sólo tuvo que presionar lentamente hasta que ella misma decidió irse con él, convencida de que yo había irrumpido en su vida privada robándole sus secretos más íntimos. Lamentablemente, ni siquiera entendí bien esos secretos, porque se me escapaba el lenguaje con el que se comunicaba con aquellos amigos en el muro de Facebook. Solo entendí los mensajes de Eduardo y decidí obrar en consecuencia.
Mantuvimos una conversación breve a finales de noviembre. Especialmente desagradable. No era sencillo pedirle que cortara de raíz aquellos mensajes con alumnas sin dejar de insinuar que existía un propósito perverso en ellos. Por otro lado, él tampoco parecía responder a ese tipo de perfil. Sobrio, educado, elegante. No resultaba sencillo sacar el tema sin ofenderle, así que aquellos quince minutos fueron tensos y espinosos, llenos de palabras no dichas y de silencios complicados. Eduardo pareció acceder y evitó cualquier tipo de polémica. Fingió sorprenderse ante mis comentarios y resumió el asunto en una diferencia de métodos sin mayor trascendencia. A mí no me convenció su reacción, pero hasta ahí llegaba todo cuanto podía hacer. Al menos, de momento.
Sin embargo, sus buenas palabras se quedaron exactamente en eso: en palabras. Sólo unos días después recibí la llamada de unos padres intrigados por los correos que se intercambiaba su hija con cierto profesor de inglés. «Nos parecería bien si ella no reaccionara como lo hace…, no sé, la notamos algo más alterada de lo que debería, como si esperase que el e-mail fuera de otra persona…». Eran los padres de Sandra, uno de esos matrimonios que jamás se quejan ni protestan si no tienen una razón para ello. De nuevo había que reunirse con Eduardo y, esta vez, parecía necesario ser más directa.
No había imaginado que Sandra hubiera podido tener relación alguna con ese individuo. Ahora que lo sé, vuelvo a revisar con atención su blog. No encuentro apenas nada relacionado con ese tema, salvo un microrrelato inspirado en uno de los grandes clásicos de Kubrick.
I’m not your babe
—Merece la pena vivir por ver a chicas como tú.
—Me alegras la mañana, bonita.
—Quiero que me regales una sonrisa cada día.
—Tengo ganas de saber más de ti.
Él siguió intentando derribar, con palabras como ésas, su muro de Facebook. Y ella, que no quería dejarlo pasar, se protegió con el silencio. Hasta que él consiguió hacerse con su e-mail y encontró, de esa forma, un hueco para acceder al muro.
Ahora, acorralada por las palabras, ella sólo quiere que él desaparezca. Y para siempre.
Posteado por gilda92 el 3 de diciembre a las 17:08 h.
(Nota: este post aparece junto a un fotograma de Lolita).
Es evidente que no fue casual que Marcos rayara el coche de Eduardo. Seguramente, su relación con Sandra tuvo que ver algo en todo aquello. En su momento, pareció tratarse de un simple acto de vandalismo adolescente, pero, a la luz de los nuevos datos, quizá ya no se pueda resumir ese doble episodio en algo tan simple como eso. Tal vez esos ataques fueran una llamada de atención con la que Marcos intentaba proteger a su amiga, una conducta errónea, pero ¿comprensible?
En ese post, tan sólo dos comentarios. Uno de Raúl y otro, escueto pero contundente, de Marcos:
1 comentario enviado el 4 de diciembre a las 8:37 h.
The-new-Dean dice… Denúncialo de una vez. Esto no puede seguir así, Gilda. Ya no.
1 comentario enviado el 4 de diciembre a las 9:26 h.
B. K. dice… Lo mataría.
Es la única vez que Marcos emplea un verbo tan violento en todo el blog. Pero su «lo mataría» resulta demasiado duro como para no estremecerse ante él. ¿Y si no supo ni pudo contenerse más? ¿Y si ese asesinato que jamás cometió contra Eduardo alimentó, de algún modo, la violencia que luego estallaría contra su propia familia? ¿Y si fue capaz de controlarse durante todo un curso hasta que su capacidad de aguante se vio desbordada por la dureza de los acontecimientos? Tal vez todo se deba a una cadena de errores —y de represiones— que acabaron conduciendo a un adolescente aparentemente normal a vivir una reacción extrema. Y fatal.
Aquél fue un curso infame. Un curso en el que no paré de rellenar papeles e informes —¿recuerdas los dosieres que te enseñé en mi despacho, Santiago?— para que la inspección tomara una decisión sobre Eduardo, que no dudó en acusarme de acoso laboral. Contra él, no había nada académicamente relevante. Ni era impuntual. Ni faltaba a sus clases. Ni decía ningún tipo de inconveniencia en el aula. Se mostraba respetuoso con padres y alumnos y no incurría en ningún tipo de error deontológico en el ejercicio de su labor. Para colmo, en el mes de junio su coche apareció, por segunda vez, completamente rayado. Y, esta vez, además, habían destrozado los neumáticos y las ventanillas. Eduardo llegó a insinuar que podía haber sido obra de ciertos miembros del claustro, a pesar de que tanto Gerardo como yo estábamos convencidos de que el responsable tenía que ser un alumno. Es más, ambos sabíamos de qué alumno se trataba.
Gerardo decidió no informar a la tutora y llamó personalmente a Roberto para hablarle del destrozo del coche. No me convocó a aquella reunión y se limitó a informarme de las medidas disciplinarias que se iban a adoptar, independientemente de cuál fuera mi opinión al respecto, para sancionar a Marcos. Cuando me lo comunicó, me sentí profundamente insultada. Gerardo estaba obligado a citarme en ese tipo de reuniones, no podía ningunear a la jefa de estudios de modo tan flagrante. Indignada, le advertí que si volvía a hacer algo parecido, dejaría mi cargo a su disposición.
En cuanto a Eduardo, la inspección se mantuvo de su lado durante todo ese curso y a mí se me advirtió de que un nuevo error de esas dimensiones podría tener graves consecuencias. ¿Consecuencias? Las hubo. Una detención, la de Eduardo, y un suicidio, el de Bárbara. Una tal Bárbara que pudo haber sido Sandra, o hasta mi propia hija. No sé qué pensará ahora aquel inspector. ¿Se molestaría en revisar su historial? ¿En comprobar cómo se había comportado en otros centros? No he querido remover más el tema, pero sí sé cuánto me desgastó aquella lucha. Cuánto me quemó dejarme las fuerzas en una batalla donde nadie quiso darme la razón. Por eso, supongo, ahora trato de sacar menos conclusiones que antes.
Y por eso, supongo, no me di cuenta de que la semana en que Marcos se rebelaba nos estaba dando una severa llamada de atención. Nos estaba gritando que le sucedía algo. Que se encontraba a punto de cometer una atrocidad tan sólo unos días después.
Pero para darme cuenta de algo así debería haber hecho caso de signos poco fundamentados, de pruebas inexistentes y de juicios de valor basados en mi instinto. Todo aquello me había costado una sanción hacía sólo unos meses, por no hablar de la pérdida de autoridad ante mis compañeros y de la sensación de ridículo cuando tuve que soportar que Eduardo se quedara con nosotros hasta el último minuto de aquel curso. No podía caer en la misma trampa. Otra vez no. A pesar de signos tan obvios como los gritos que Marcos dio aquel miércoles cuando salía de mi despacho… Aún hoy me resulta imposible olvidar cómo me miró justo antes de tirarme al suelo.
—¿Por qué no hiciste nada, joder? ¡No hiciste nada!
Soltó aquellas frases como si las hubiera estado conteniendo durante semanas, quizá meses. Quise acercarme a él. Incluso forcé una caricia. Pero la rechazó con la misma violencia con la que me empujaría segundos después. No tuve miedo. No podía tenerlo ante aquel chico al que conocía desde hacía cuatro años. Me era inevitable seguir viendo en él al niño y no al adolescente violento que parecía querer agredirme. Sabía que no lo haría. Yo no era el problema. Yo, de repente, parecía haber sido una posible solución. Una respuesta fallida que no se comportó como él esperaba.
—¿Por qué no hiciste nada, joder? ¡No hiciste nada!
No reaccioné. No le pregunté a qué se refería. No pude hacerlo. Me sentía completamente bloqueada, superada por todo y por todos. Marcos aprovechó mi desconcierto y, tras tirarme al suelo, salió corriendo del despacho. Antes, eso sí, se volvió hacia mí con el rostro desencajado:
—¿Y ahora también vas a ponerte de su parte?
Sólo cuando mantuvimos la reunión con su padre al día siguiente entendí a qué se refería. Quería saber si yo también estaba en contra de que recibiese visitas de ciertos amigos mayores de edad en horas de instituto. Según Roberto, se trataba de unos chicos a los que Marcos había conocido por Internet y que no eran una buena influencia para su hijo. Yo me limité a decir que no era nuestra labor controlar con quién se veían los alumnos, pero Gerardo puntualizó que sí lo era si esos encuentros tenían lugar en horas de clase.
En realidad, sus argumentos se resumían en tres puntos: Marcos había empeorado notablemente su actitud, aquellos chicos eran mayores de edad y, por último, su aspecto parecía agresivo y provocador. La lectura de los hechos por parte de Gerardo sí que era una evidente suma de prejuicios que me recordaban otros tiempos y otros métodos mucho más oscuros y bastante alejados de la era de la pizarra digital. Creí que todo aquello estaba completamente fuera de lugar, así que intenté que centráramos el tema de aquella reunión y hablásemos con Marcos sobre lo que había pasado, en vez de analizar con quién iba o dejaba de ir. Aquello formaba parte de su esfera familiar, no de la nuestra, por mucho que Gerardo se empeñase en afirmar lo contrario.
No recuerdo de qué más hablamos, porque Marcos no abrió la boca más que una vez para, literalmente, mandarnos a todos a la mierda. Tuvimos que pedirle a Roberto que saliera del despacho un minuto para evitar que lo abofeteara allí mismo. No sé cuánto duró aquella visita, pero cada minuto gastado en ella fue una absoluta pérdida de tiempo. Sólo me quedó claro que ocurría algo entre Marcos y su padre y que, al fin lo había entendido, él me acusaba de haberme posicionado del lado de Roberto en una cuestión que yo no recordaba haber dirimido.
Al menos, pensé, ahora le estaba demostrando que no le daba la razón en lo que no me parecía justo y mantenía, ante él y ante su padre, un criterio autónomo e independiente. Quizá estaba tan empeñada en demostrarle a Marcos todo eso que me olvidé de prestarle atención, así que limpié mi conciencia, me aseguré de dar una imagen de convincente y ecuánime jefa de estudios y salí de aquel despacho sin haber hecho nada mínimamente útil o productivo, pero con la autoestima mucho más firme que veinticuatro horas atrás.
Aprecio la valentía del texto de Sonia, que no se ha guardado ni un solo detalle en su nuevo relato. En el fondo, creo que lo hace más por ella que por mí —necesita una expiación, aunque sea verbal—, pero se lo agradezco igualmente. No todo el mundo sería capaz de hacer un análisis tan severo de sí mismo.
—¿Otra vez por aquí? —Son ya más de las tres y Sonia está a punto de subir a su coche para volver a casa.
—Sí, pero tranquila. Esta vez no vengo a preguntarte nada.
—¿Y entonces?
—Acabo de leer tu texto y, bueno, quería darte las gracias, Sonia. De verdad.
—Es lo justo, Santi… Creo que te lo debíamos. A fin de cuentas, te has tomado esto como algo personal.
—Ya casi lo es… ¿Has averiguado quién ha sido el del graffiti?
—No, y tampoco voy a investigarlo… Gerardo no está por la labor, se ve que a él eso de bollera no le parece especialmente peyorativo…
—Pero no puedes dejar pasar por alto algo así.
—Ahora mismo, si te soy sincera, sí que puedo. He llegado a un límite que desconocía, Santi, y no quiero sobrepasarlo más… Por cierto, mañana deberías pasarte también por el centro. Adolfo va a volver a clase. Escoltado por su tío, desde luego, pero, al menos, nos han notificado que, de momento, sí regresará al Darío.
—¿No iban a cambiarlo de instituto?
—Están en ello, pero el trámite no es tan rápido. Les llevará una semana más. Como mínimo.
Le agradezco la información y me despido de ella, preguntándome si será capaz de seguir resistiendo o si, como me temo, acabará rompiéndose del todo. Es una mujer fuerte y, más aún, muy valiosa. Ojalá sea capaz de superar todo lo que ahora mismo la desborda. Por su propio bien. Pero, sobre todo, por el de sus alumnos. La necesitan.