Martes

De: Gema A. <gema_aj@gmail.com>

Para: Santiago (Prensa) <santiprensa01@gmail.com>

Fecha: 3 de noviembre de 2009 20:32

Asunto: (sin asunto)

Tres horas delante del ordenador para no ser capaz de escribir ni una sola línea. Tres malditas horas perdidas frente a una pantalla en la que no sé qué decirle, señor Kent. ¿Sabes? Me aburre hacer memoria. Me agota… He tachado demasiadas veces este primer párrafo. No pienso hacerlo más. Me siento incapaz de redactar nada que no suene culpable. O autocomplaciente. Porque claro que hubo cosas que no conté. Claro que hubo partes de la historia que guardé para mí. ¿Tenía alguna razón para hacerlas públicas? Ni siquiera la tengo ahora.

Hace bastante tiempo que no me divierte contarle nada a nadie, Clark. Hace siglos que mis conversaciones con la mayoría de los hombres son sólo un preámbulo necesario para acostarme con ellos. He aprendido a distinguirlos y a clasificarlos rápidamente, así que suelo ser hábil diciéndoles exactamente lo que esperan. Ellos no me piden que les escriba nada. Eso lo hace más fácil. Hombres —a ser posible más jóvenes que yo— con los que pueda divertirme. Sin perder ni un minuto… A mi edad no se tienen ganas de malgastar el tiempo. Cuarenta y dos. No me importa decírtelo, Clark. Tampoco a mis alumnos. En el fondo, me gusta ver cómo se sorprenden. Cómo sueltan su nada diplomático «¡tantos!» que, a su torpe modo, es todo un halago. La genética y el spinning, supongo.

Ya te he dicho que no me gusta ser profesora. Tan sólo es una circunstancia (no deseable) para poder ser persona en mi tiempo libre. Así de fácil. Pero lo qué realmente odio —por encima de todo— es ser tutora. No soporto saber que, académicamente, se me hace responsable del devenir de treinta y tantos alumnos a los que no conozco y que pertenecen a otras treinta y tantas familias de las que no sé nada. ¿Cuál se supone que es mi función? Nadie lo sabe. Cada cual lo hace como le viene en gana y el grado de implicación depende, normalmente, del propio tutor. Yo escojo el método huidizo, evitando las reuniones con los padres y reduciéndolas a su mínima expresión. ¿Qué quieren que les diga cuando vienen a hablar sobre sus hijos? ¿A pedirme consejo? No tengo nada que ofrecerles. Nada absolutamente que decirles. Y ellos insisten, y piden soluciones, y hasta creen que tú puedes resolver sus problemas de convivencia en casa, cuando tú no eres más que una extraña que apenas los conoce. ¿Cincuenta minutos de clase? ¿Y eso es suficiente para emitir un juicio de valor? ¿Para tutelarles? Es todo una mentira. Una gigantesca mentira que nos tenemos que creer, pero que, por supuesto, no funciona.

Hay quien presume de que sí. Confunden el hecho de ser tutores con un falso colegueo del que los chicos se valen para hacer cuanto les viene en gana. Son los profesores que les dan su e-mail, o su Facebook, o su contraseña de MySpace. Los que se han creído que la tecnología es el gran gurú para comunicarse con la nueva generación, cuando sólo se trata de nuevos canales para seguir haciendo visible la fractura entre nosotros y ellos. Nada sirve de nada. Así de simple.

Y si no, explícame cómo es posible que yo fuera tutora de Marcos durante todo un año y no fuera capaz de prever lo que pasó después. ¿Crees que no me he interrogado por ello? ¿Piensas que este tipo de asuntos desaparecen por sí solos? ¿Que se olvidan? ¿Sabes? Llevo semanas dándole vueltas analizando cada detalle. Fingiendo que paso de todo, que lo veo con frialdad, que no me afecta. Ahora, Clark, es cuando tendría que decirte que no te mentí en nada. Que tan sólo omití algún detalle. Pero no soy tan cínica. Ni tan cobarde. Así que es cierto que no te dije toda la verdad. Que cambié las circunstancias de dos de los hechos que te relaté. Dos reuniones que ocurrieron tal y como dije, pero no en el contexto que se sobreentendía.

Nada tengo que añadir sobre Marcos. Ni sobre sus compañeros. No sé si es cierto que, como tú me has sugerido esta misma mañana, Sandra era algo así como una tapadera. En caso de que lo fuera, fingía el papel a la perfección. Ya te he dicho que a mí nunca me chocó nada en aquella historia y tampoco sus padres me hicieron la más mínima sugerencia al respecto. Pero sí es cierto que mis reuniones con Ángela y Roberto —a los que siempre recibí por separado, jamás juntos— tuvieron unas connotaciones especiales. En el momento no me lo parecieron tanto, pero después de analizar obsesivamente cada uno de aquellos detalles, quizá sí lo fueron.

En cuanto a la relación entre Marcos y Sandra, me sorprende la falta de intuición de Gema (¿no seguirá negándose a reconocer lo evidente?), pues resulta inevitable no hacer dobles interpretaciones de algunos de los microtextos del blog de Sandra. Puede que Gema no notase nada extraño entre ellos, tal y como me asegura en su correo, pero basta con leer algunos de esos posts para adivinar la confusión que estaban viviendo ambos adolescentes. Y el dolor, callado pero contundente, que esa búsqueda de sí mismos les hizo afrontar juntos.

Miedo

Sentir miedo es normal. Supongo. A mí no me da miedo la oscuridad. Ni los fantasmas. A mí me da miedo morir muy joven y no poder hacer más cosas contigo. Morir sin haber vivido todo lo que nos hemos prometido que vamos a vivir. A mí lo que me da miedo es que te alejes. La oscuridad, no.

Posteado por gilda92 el 2 de agosto a las 19:25 h.

(Nota: este post aparece junto a

un fotograma de Los cuatrocientos golpes)

El mundo se derrumba

… y nosotros nos enamoramos. O no. Ya no lo sé. Yo me enamoro de ti. Y tú… Bueno, tú me prometes algo. Tú me dices que sí y yo te digo que voy a ser tu Ilsa y que me gustaría que tú fueras mi Rick. Miro para otro lado y finjo que me creo que esto es verdad. Luego llega el The End. ¿Habrá un final feliz?

Posteado por gilda92 el 23 de junio a las 18:13 h.

(Nota: este post aparece junto a

un fotograma de Casablanca).

Pero no hubo, lamentablemente, un happy end. Por eso, supongo, Sandra parece haber abandonado para siempre el blog y no ha vuelto a publicar nada después de esa gigantesca interrogación con la que resumió —sin palabras, pero con una contundencia brutal— cómo se siente desde que su mundo, tal y como había dicho el mismísimo Bogart, se derrumbó.

En cuanto a mi reunión con su madre, Ángela, su visita fue tal y como la describí. Agradable. Distendida. Ni una sola palabra que destacar de todo ese diálogo. Tampoco era la primera vez que charlábamos. El curso anterior habíamos hablado por teléfono acerca de aquel ocho y medio que tanto molestó a su hijo Ignacio. Su padre presentó una reclamación en mi departamento y Gerardo me acusó de mala praxis, empleando, eso sí, su cortesía habitual y su rigurosa tercera persona. Finalmente, llamé a los padres y hablé con Ángela, que se mostró mucho más comprensiva de lo que yo esperaba. Entendió perfectamente mis criterios de calificación y se encargó, personalmente, de retirar la reclamación. Gerardo no se molestó en disculparse e Ignacio me detestó cordialmente desde entonces.

El resto del curso transcurrió dentro de una tensa tranquilidad que se deshizo cuando, ya en junio, convertí su ocho y medio en un nueve, no sé si porque lo merecía, porque quería ayudarle en su media para la Selectividad o porque deseaba tener un verano tranquilo y evitarme líos con la inspección. La figura de aquel alumno era tan gigantesca en el centro que ese medio punto podría haberme supuesto un sinfín de problemas estúpidos. Gerardo me felicitó por haber hecho lo correcto y yo me volví medio punto más cínica. Por eso me pareció tan injusto ser tutora, sólo un año después, de su hermano Marcos. No sé si se trataba de un sutil castigo impuesto por mi director, pero, en cualquier caso, sí que me sentí ofendida y, peor aún, sancionada. Asumí la imposición, pero me prometí que no me implicaría en absoluto con aquella familia, deseando no tener nuevos problemas con el padre de esos chicos tan queridos por todos.

No hubiera querido volver a llamar a aquella casa, pero tuve que hacerlo. Alguien había destrozado el coche de un profesor del claustro y Gerardo estaba seguro de que Marcos era el responsable. Al parecer, había tenido algún encontronazo verbal con el dueño del automóvil, así que parecía probable que hubiese ido un paso más allá. Gerardo, que parecía bastante alterado con este asunto, me pidió que indagase si Marcos tenía nuevos amigos, gente que pudiera estar influyéndole negativamente, y a mí aquello me pareció una completa estupidez. ¿Qué pintaba yo metiéndome en su vida fuera del instituto? Además, el profesor al que supuestamente había rayado el coche me caía como una patada en el estómago, así que no me preocupaba lo más mínimo lo sucedido. Ahora, un año después, podría haberle destrozado su coche yo misma. En aquel momento, sólo intuía que Eduardo era un baboso, uno de esos que te saludan mirándote las tetas y a los que se les va la mano de vez en cuando. Pero ahora sé que, ante todo, era un acosador, uno de esos cabrones que se valen de su posición para aprovecharse de gente más débil que ellos. Ojalá llegue a pudrirse en la cárcel… El caso es que tuve que llamar a Ángela para decirle que viniera al instituto porque quería charlar con ella. Gerardo me pidió que fuera cauta y que no acusase a Marcos de manera directa. Y así lo hice.

Ya, Clark, ya sé que te dije que me limité a hablar con ella por teléfono. Pero si tergiversé ese dato no fue por mala intención, ¿sabes?, sino porque me daba miedo difamar a alguien que ya no puede defenderse. Alguien que, a pesar de mi contumaz fobia a los padres de mis alumnos, sí que me caía relativamente bien.

Mi entrevista con Ángela tuvo lugar a mediados de diciembre y, en términos generales, no fue del todo mal, pero he rescatado la grabación para volver a escucharla con detalle y hay algo en ese diálogo un tanto extraño. Algo que, de nuevo, preferí omitir —por pura discreción— en mi primer relato.

—¿Ángela? —La encuentro en medio del pasillo, buscando la sala de profesores como si nunca antes hubiera venido a nuestro instituto.

—¿Sí?

—¿No te acuerdas de mí? Soy Gema, la tutora de Marcos.

—Ah… —duda—. Hola, ¿qué tal?

—Bien, pasa aquí y hablamos.

—¿Me esperas un segundo? —En la cinta hay un prolongado silencio. Creo recordar que fue al baño, pero de ese detalle no me acuerdo—. Ya, perdona.

—Mira, hemos tenido un problema con Marcos.

—¿Está bien? —se alarma.

—Sí, sí, él está bien. Es otro tipo de asunto.

—¿Pero está bien? —No consigue calmarse. Es como si en ella hubiera saltado alguna especie de resorte que le cuesta controlar—. ¿Le ha ocurrido algo?

—Tranquila, Ángela, que Marcos está bien. El problema ha sido con un profesor del centro.

—No está pasando un buen momento…

—Lo hemos notado, por eso queríamos hablar contigo.

—No está pasando un buen momento —se repite. Noto que se traba levemente al hablar—. Yo quiero ayudarle, pero a veces… —En la grabación se la escucha llorar. Después, vuelve a calmarse. Sus reacciones son excesivas y atropelladas. Demasiado.

—A ver, Ángela, vamos a tener que sancionarlo. Creemos que ha rayado el coche de Eduardo, su profesor de inglés.

—Pero… ¿pero él está bien? —Ahora no sé a quién se refiere. ¿A Eduardo? ¿A Marcos? Me quedo descolocada y sin palabras durante unos segundos.

—Sí, no se han enfrentado directamente. Tan sólo ha sido lo del coche, pero entenderás que…

—No se lo digas a su padre todavía, por favor. —Nunca olvidaré la mirada de pánico con la que me hizo ese ruego—. Espera… —casi me lo suplicó—, espera a que hable yo con él. Marcos no atraviesa un buen momento —se repite otra vez—. Marcos no está bien…

—Tranquila. Lo haremos a tu modo. No queremos causaros ningún problema, pero entiende que el centro no puede quedarse de brazos cruzados ante un hecho como éste.

—No está bien… Ahora no estamos bien.

Dejé de grabar en ese momento, porque Ángela era incapaz de controlar el llanto y tuve que dar por terminada nuestra conversación. ¿Debería haberte contado todo esto en mi primer relato? ¿Realmente tenía que parecerme tan insólito haber recibido a una madre que, por lo que pude intuir, quizás había bebido algo más de la cuenta? No lo creo. ¿Sabes? Me reúno con padres que me insultan —de ahí la grabadora, como ya te expliqué—, con padres que apenas hablan nuestro idioma y con los que tengo que ingeniármelas para decirles lo que debo, con padres que no saben mantener las formas, con padres que me responden agresivos a toda crítica que hago hacia sus hijos… De entre toda esa fauna, la madre de Marcos era, a pesar de todo, uno de los casos más discretos y anodinos con los que me había enfrentado en mi trayectoria profesional.

Nerviosa, sí. Dubitativa, también. Asustada cuando empecé a hablarle de aquel incidente del coche, puede ser. Pero no había motivo para darle ningún tipo de relevancia a aquellos mínimos deslices. Fue educada. Muy amable. Cruzaba y descruzaba las piernas continuamente. No encontraba de qué forma sentarse. Me interrumpía a menudo. Pero me cayó bien. Era como hablar con una amiga en un bar. Sólo nos faltaban un par de copas. O quizá no era eso. Quizá es que las copas ya las traía consigo.

No sé, Clark, no creo que se pueda decir que alguien es alcohólico sólo porque se cambie mucho de postura, se ría y utilice unas palabras por otras. Creí percibir algo en su aliento. En su conducta. Pero no debió de ser tan obvio cuando no dije nada entonces. He visto a madres realmente borrachas. A madres ludópatas. A madres esquizofrénicas. Las he visto porque son ellas las que pelean con sus hijos mientras los padres siguen enrocados en sus posiciones antediluvianas. Por eso, el comportamiento de Ángela no me extrañó tanto. Una copa de más. Sí, era muy temprano. Las once de la mañana de un día cualquiera de diciembre. Pero yo no estaba en su vida. Ni en su familia. A lo mejor Ángela hacía igual que yo y pasaba alguna que otra noche fuera con amantes esporádicos, tomando unas copas, apurando la vida antes de que se la robase la inercia del matrimonio. Yo qué sé.

En enero murió. No mucho después de aquello. Creo que en el informe policial se decía que conducía con un exceso de alcohol en la sangre. Aquí se echó tierra sobre el asunto por respeto a sus hijos. Roberto, el padre, se encargó de ello y todos hicimos caso a su petición. Puede que yo hubiera visto un síntoma de aquello. Quizá debería haber dicho algo. Pero me limité a callarme. No era más que una historia graciosa. Una madre que venía medio bebida a charlar sobre su hijo. No dijo nada inconveniente. Ni fue grosera. Sólo me insistió en que no le dijese nada de lo del coche rayado a su marido.

Y no lo hice. Pero Gerardo se encargó de hablar con él. Ángela me llamó indignada, sentía que la había traicionado.

Y aunque no era verdad, no tuve fuerzas para contradecirla. Por eso, la primera vez que me pediste que te contara lo que recordaba me pareció que no tenía derecho a decirte ciertas cosas. ¿Sabes? Ahora puede que lo vea de forma diferente. Quizá lo que yo noté aquel día era un síntoma de otro problema. Una especie de cadena de causas y efectos que no sé ni dónde empiezan ni dónde acaban. Mejor dicho, que sí sabemos dónde acabaron y que quizá nunca lleguemos a saber dónde dieron comienzo.

No encuentro ningún tipo de información útil en los comentarios que Marcos escribía en el blog de Sandra. Su álter ego, B. K., jamás alude a su vida familiar, ni a los problemas que Gema sugiere haber percibido en el caso de su madre, Ángela, ni tampoco a los conflictos con sus padres o sus hermanos. Compruebo, eso sí, que todos sus comentarios están enviados en horario escolar, lo que demuestra que —tal y como Gema aseguraba— Marcos empleaba sus clases de informática para entrar en las páginas que su padre le había vetado en casa. En cuanto a su contenido, la mayoría de sus textos sólo son opiniones más o menos entusiastas sobre las películas que veían juntos, además de alguna que otra lacónica alusión a la relación que había entre él y Sandra, que —evidentemente— se había visto alterada desde la irrupción en escena de sus nuevos amigos:

1 comentario enviado el 5 de mayo a las 10:04 h. B. K. dice… La novedad no implica olvido, Gilda. Soy yo. Soy siempre yo. Es sólo que ahora soy yo de verdad. He tenido que conocerlo a él para darme cuenta. Entiéndelo. Tkm.

1 comentario enviado el 3 de junio a las 10:23 h. B. K. dice… Me gustan tus cuentos, pequeña. Me gustan porque son tan de verdad como tú. Él dice que tengo mucha suerte de haberos encontrado. De que estés en mi vida. Y tiene razón.

Estoy seguro de que ese él al que se refiere Marcos en sus comentarios es el chico de la camiseta de Joker. El mismo que aparecía, de espaldas, en esa fotografía borrosa de una noche de botellón. Vuelvo a repasar las imágenes colgadas por Sandra con calma y, aunque la mayoría pertenecen a escenas de películas clásicas, me hago una carpeta con el diminuto porcentaje de fotos personales que sí incluyó en su blog. Al revisarlas una a una, me doy cuenta de que hay dos grupos claramente diferenciados: por un lado, las imágenes de los tres amigos en las puertas de la Filmoteca o de algún otro cine madrileño y, por otro, las capturas de ciertas tardes de botellón donde se les ve con otros jóvenes, tanto de su edad como mayores que ellos. En el caso de estas últimas tengo la sensación de que todas las fotos se han tomado en el mismo lugar: un parque del que aparecen diversos detalles en cada una de esas instantáneas. Debo averiguar de qué lugar se trata —puede que allí sea posible dar con ese misterioso Joker— y para ello necesitaré la ayuda de los chicos. Lo malo es que no puedo preguntarle ni a Sandra ni a Raúl —traicionaría la confianza de Laura si les enseño las imágenes del blog— y dudo que Ahmed, que parece haberse integrado tan poco en el centro, disponga de los datos que necesito. Lamentablemente, voy a tener que tragarme mi orgullo y preguntarle a Meri, «la choni del Darío», según Sandra, quien la define como «la archienemiga del buen gusto» en un apodo de lo más cinematográfico. Cómo no.

—¿Eso? —Meri no está segura de si debe o no darme la información que le pido. Me sigue guardando rencor por el episodio con su chico, aunque, por otro lado, se muere por sentirse importante y demostrarme lo mucho que sabe de su instituto—. ¿No sabes dónde está?

—Ni idea. ¿Y tú?

—Tío —me responde mientras masca chicle ostensiblemente—, eso es el Kansas.

No puedo evitar sonreír al escuchar ese nombre y noto que a Meri no le hace ninguna gracia mi reacción. De algún modo, siente que me estoy burlando de su mundo, o de sus referencias, y me devuelve una mirada de indignación que intento calmar cuanto antes. No puedo permitir que se enfade conmigo antes de saber dónde está exactamente ese sitio.

—Es un nombre curioso.

—Es lo que es. Se llama así de siempre. Y punto.

Me hace gracia lo tajante que suenan sus afirmaciones. Supongo que a esas edades uno necesita ciertos puntos de referencia claros y evidentes. Así que el Kansas no es más que eso: el Kansas. Y nadie se pregunta por qué ni quién le puso el nombre. Eso da igual. Lo importante es que pueden reunirse allí todos los viernes después de las clases. Una costumbre que debe de ser posterior a mi época y que, sin embargo, ha convertido al Kansas en toda una institución dentro del Darío.

—Los viernes por la noche está petado. Y los sábados también, pero no tanto. El Kansas es más de los viernes.

—¿Queda cerca de aquí?

—A cinco minutos. ¿Te llevo?

Prefiero evitarme el paseo y me conformo con que Meri me marque con una equis en un plano el lugar exacto donde se encuentra. Interpretar el plano le resulta toda una odisea —un ejemplo más de que quizá el sistema educativo no está funcionando demasiado bien— y al final optamos por ubicarlo gracias al Google Maps. Ahora que ya sé dónde está el Kansas decido que tal vez no sea una mala idea dejarme caer por allí este viernes. No sé qué voy a encontrarme, pero, de momento, no se me ocurre una forma mejor para localizar a ese anónimo amigo de Marcos que, tal vez, pueda darme una nueva clave para entender esta siniestra historia.

El incidente con el coche de Eduardo se repitió a principios de junio. Y esta vez fue aún peor: pincharon las ruedas y le rompieron todas las ventanillas. A mí no me dijeron nada del tema, pues Gerardo se encargó de llamar personalmente a Roberto para informarle de lo sucedido. No sé qué hablarían ni cuál fue la sanción. Supongo que acordaron algún tipo de castigo en casa. No sé. Me cabreó tanto que me mantuviera al margen que preferí no preguntar. Por eso me sorprendió tanto que Roberto viniera a finales de junio a hablar conmigo.

Según él, quería darme las gracias por mi gestión como tutora. Y fue correcto. Y educado. Y distante. Tres adjetivos que normalmente me parecen espléndidos y que exigiría en todos los padres con los que me reúno. Sin embargo, en su caso, aquella frialdad me resultó algo cortante, casi impositiva. Eso no me sorprendió del todo, a fin de cuentas, habíamos tenido un pequeño desencuentro el curso anterior y Roberto, si no me equivoco, parecía una persona rencorosa. Quizá no vengativa, pero poco proclive a olvidar y enterrar las afrentas. Mantuve el tipo e incluso le pregunté por Ignacio, por cómo le iba en su primer año universitario. A su padre se le iluminó el rostro y empezó a ponderar las excelencias académicas de su hijo mayor, restregándome sus logros y recordándome, a su manera, mi incapacidad para percibirlos cuando tuve el honor de darle clase.

—Ojalá Marcos fuera un poco más como él… Porque a Sergio le cuesta, pero Marcos…

¿Sabes, Clark? Creo que no debe de resultar fácil ser Sergio en esa familia. Está claro que, de todos los hermanos, a él le han asignado el rol del simple, del gris, así que se le da tan poco como se espera de él. Sobre Marcos, sin embargo, sí que hay expectativas y, por tanto, exigencia. Y sobre Adolfo…, no sé, tan sólo una actitud indulgente con la que se tapan todas las estupideces que hace y dice en clase. Es el menor, el más afectado por la muerte de su madre, el más sensible… Hasta Gerardo recurre a estos tópicos de la psicología más ínfima para justificar lo injustificable. Pero de Sergio nadie se esfuerza en justificar nada. Ni en elogiar nada. Ni en criticar nada. Se le despacha con un «se esfuerza mucho» que resume todo lo que los demás piensan sobre él. Ha sido invisible hasta que Marcos le clavó esas tijeras. Es extraño, ha conseguido ser popular gracias a estar en las mismísimas puertas de la muerte… Supongo que, si sale de ésta, también se hará —como me hice yo— medio punto más cínico. O incluso medio punto más cabrón. Al menos, espero que sea medio punto más listo y deje de creerse las mentiras que le contaban sus hermanos mayores.

Tenías que haberlos visto, Clark. Los tres hermanos eran como una piña. Sobre todo alrededor de Marcos, porque Ignacio prefería ir con su grupo de estudiantes diez (o de nueve y medio, según los casos), mientras Sergio seguía a Marcos como el escudero fiel que sirve a su señor. Quizá fue eso lo que pasó. Quizá Sergio no pudo soportar ver al Marcos real. Al Marcos violento que mató con saña a su propio padre. Quizá eso explique que se enfrentara a él y que Marcos, para quitárselo de encima, le clavara aquellas tijeras. Todos insisten en que ése es el acto más incomprensible. Pero no es cierto. Es fácil entender que se quiera matar a alguien a quien se ha admirado tanto. Alguien que se convierte en un monstruo justo delante de nosotros. ¿No leía Marcos La metamorfosis, según escribiste tú mismo? A lo mejor lo que ocurrió fue exactamente eso: Sergio vio cómo su hermano mayor se transformaba en una gigantesca cucaracha y no tuvo más remedio que enfrentarse a él. Sólo que, en el caso de Kafka, la familia sí pudo librarse del monstruo porque éste no tenía unas tijeras con las que atacarles.

En cuanto a mi reunión con Roberto, sólo hubo un hecho que me desconcertó: su afán por agradecerme cosas que nunca había hecho y, peor aún, de las que ni siquiera tenía noticia.

—Gracias por controlar esas visitas… Me preocupa que esos chicos influyan en él. Desde que se repitió el incidente del coche he sido mucho más estricto con Marcos. Espero que haya aprendido algo de todo esto.

Quise preguntarle a qué se refería con ese supuesto control, pero evité hacerlo por puro orgullo: odio que me tomen por idiota. Cuando se fue, me reuní con el director. Sabía que habían hablado más de una vez a lo largo del curso, así que estaba convencida de que Gerardo me podría explicar qué había querido decirme Roberto. ¿Gracias por controlar el qué? Gerardo esquivó el tema, como de costumbre, y me pidió que le dejara trabajar.

—Ya conoce usted a los padres… A menudo, no hay quien les entienda.

Con aquella respuesta me invitó a salir rápidamente de su despacho. Pero en ese mismo instante fue cuando mi curiosidad se convirtió en auténtica necesidad de saber qué estaba pasando. Nunca he soportado que me cierren una puerta, así que decidí que me encargaría de abrirla a empujones si era necesario.

Afortunadamente, no fue necesaria tanta violencia. Bastó con buscar a Sandra, fingir que me interesaba lo que estaba haciendo en ese momento y jugar mi carta de tutora simpática. No sé si ellos son conscientes de que se trata de un papel, pero —lo sepan o no— a veces sí funciona. Sandra me contó un sinfín de minucias que no me interesaban lo más mínimo y, cuando vi la oportunidad, dejé caer mi pregunta. ¿Qué tal estaba Marcos con su padre? ¿Habían discutido por algo ese año? Sandra intentó callarse, pero a su edad tanto secreto les resulta excesivo. Son buenos apoyos de sus amigos en tanto que lo escuchan y lo absorben todo, pero también son unos pésimos confidentes, ya que les resulta imposible contener toda esa información sin que se desborde.

Sandra acabó contándome que Marcos había conocido a unos amigos en el parque donde solían ir algunos viernes, me confesó que a ella no le entusiasmaban, pues pasaba mucho tiempo con ellos, y que habían quedado todos juntos un par de veces, pero que a su padre no le gustaban y le había prohibido a su hijo volver a quedar con ellos. No me dio nombres, ni datos concretos, ni tampoco me explicó qué había en ese nuevo grupo que pudiera disgustar tanto a Roberto. A Sandra le molestaba hablar de esa gente, supongo que por celos. Imagino que el chico que vino a ver a Marcos en el recreo de esta primera semana del curso pertenecía a ese grupo. Quizá por ello Gerardo acudió tan deprisa y Marcos reaccionó de aquella forma. Sigo sin saber quién era y qué hacía aquí, pero probablemente Roberto me dio las gracias por haberlo mantenido alejado de su hijo a pesar de que yo ni siquiera sabía de su existencia. Y sí, supongo que ya habrás pensado que ese chico debe de ser el Joker88 de su chat. Si Roberto hubiera sabido que Marcos hablaba asiduamente con él en mi hora de informática, puede que no me hubiera dado las gracias aquella mañana. Es más, seguramente me habría ganado mi segunda reclamación y, en este caso, un expediente disciplinario firmado con gusto por la dirección de mi instituto.

Por lo demás, de la conversación con Sandra deduje que Roberto estaba, literalmente, desbordado ante esos cuatro adolescentes a los que no sabía cómo manejar. ¿Sabes? Imagino que el hecho de que Marcos, el líder nato, se rebelara contra las normas domésticas tuvo que hacer temblar los cimientos de la convivencia familiar. Y quizá por eso Roberto se obsesionó tanto con controlarlo todo. Y a todos… No tengo ni idea de si su padre actuó correctamente, pero tampoco estoy segura de qué habría hecho yo en su lugar. ¿Aliarme con Ignacio para no sentirme sola frente a los otros tres? ¿Asustar a los dos menores dando algún que otro escarmiento a Marcos? ¿Fingir no ver absolutamente nada para no tener que tomar medidas de ningún tipo? Ni idea, la verdad.

Si lo analiza fríamente, señor Kent, no le he mentido mucho. Una mujer que había bebido más de la cuenta, un par de coches rayados (nada del otro mundo), una discusión por medio punto en un examen y un padre que prohíbe que su hijo se vea con amigos mayores que él (el tal Joker88 debe de tener unos veintiuno, si hacemos caso a su nick). Nada que no haya visto mil veces en los quince años que llevo dando clases. ¿Sabes? En realidad, estaba segura de haberlo visto todo hasta este curso. Este jodido año en el que por primera vez siento que he escogido el trabajo más equivocado posible.

Y el más cabrón.