Lunes

Llego al instituto un poco más tarde que de costumbre. Me he retrasado acabando de organizar todo el material recopilado hasta la fecha y tomando nota de cuanto necesito que me cuenten en su segunda ronda de testimonios. Deben de ser las once y cuarto cuando me presento en el Darío para poder hablar con Álvaro. De camino a su departamento paso por delante de Jefatura y escucho un sonoro portazo. Me vuelvo alertado por el ruido y cruzo mi mirada con la de Ahmed, que sale del centro acompañado por su padre. Sé que me estoy metiendo donde no me llaman, pero llamo a la puerta de Sonia para ver si me puede explicar qué ha sucedido.

—¿Qué ha pasado? Acabo de ver a Samir marcharse de aquí hecho una furia.

—Buenos días, Santi… Nada del otro mundo.

—¿Seguro?

—Su hijo es un alumno bastante conflictivo y hemos tenido que tomar medidas al respecto.

—¿Ahmed?

—Sí, es la cuarta vez que agrede al mismo alumno desde que empezó el curso.

—¿Adrián?

—Exacto. —Me mira sorprendida—. ¿Hay algo que quieras comentarme sobre este asunto? Creía que tu único interés aquí era indagar sobre el caso de Marcos.

—Pero tú sabes que los padres de Adrián son unos impresentables.

—Lo sé. ¿Y qué? Eso no tiene nada que ver con las agresiones que se cometen contra su hijo. Yo no estoy aquí para juzgar a los padres, Santi, sino para velar por mis alumnos.

—¿Estaban en clase?

—Sí, la agresión tuvo lugar en el aula, durante una guardia de Carmen. ¿Por?

—Vaya, qué casualidad…

—¿Puedo saber por qué te interesa tanto todo esto?

—Me interesa.

—Ya.

¿Y por qué se ha ido Samir tan enojado?

Sonia se da cuenta de que no voy a parar hasta que me lo cuente todo y, antes de que yo pueda llegar a alguna conclusión errónea, prefiere cubrirse bien las espaldas.

—Solo he cumplido órdenes, Santi.

—¿De Gerardo?

—¿Pero a ti qué te pasa hoy?

—¿Y qué sanción le habéis impuesto al chico?

Sea la que fuere, es evidente que ella no está de acuerdo. Después de casi mes y medio ya he empezado a leer algunos de los signos —aparentemente imperceptibles— de su lenguaje corporal. Me he dado cuenta, por ejemplo, de que se muerde el labio inferior cada vez que su cargo la obliga a defender una decisión contraria a sus ideas. No tiene que ser fácil trabajar a las órdenes de alguien como Gerardo, aunque, por otro lado, no me cabe duda de que ese contrapunto —el que con tanto esfuerzo desempeña Sonia en este centro— es esencial para que todo funcione mínimamente bien en el Darío.

—Es una situación reiterada, Santiago… —Ahí está: acaba de morderse levemente el labio. No sé aún qué han hecho, pero ella no está de acuerdo—. Así que hemos tenido que invitar a Ahmed a abandonar el centro.

—¿Vais a hacer lo mismo con el otro?

—El otro es un buen alumno. Algo macarra sí, pero aprueba casi todo con facilidad y apenas lo han expulsado un par de veces en todos los años que lleva aquí, mientras que Ahmed no hace nada y no deja de damos problemas desde que ha llegado al centro. Además, Ahmed es…

—¿Marroquí?

—Iba a decir nuevo. Para el poco tiempo que lleva con nosotros, nos ha causado demasiados conflictos.

—¿Seguro que es por eso?

—No te equivoques, Santi.

—Tranquila, aquí la que te equivocas eres tú.

Salgo de su despacho y le doy, sin poder controlarme, el segundo portazo de la mañana. Cuando llego al departamento de Álvaro, éste me recibe sin demasiado entusiasmo. En la mesa de enfrente veo al «innombrable», que puntúa, sin mirarlos siquiera, un fajo de exámenes. En cuanto a Álvaro, no sé si se avergüenza de haberme ocultado información o si lo que le sucede es que se siente abatido por no haber podido ayudar a tiempo a Marcos. Quizá, en el fondo, su desánimo de esta mañana no sea más que una mezcla de ambas cosas. Me entrega su nuevo texto —esta vez impreso— y me asegura que es lo último que escribirá para mí. En realidad, si ha sido completamente honesto en esta ocasión, tampoco creo que necesite que me cuente mucho más.

Intenté ser sincero, Santiago, pero la verdad es que estaba demasiado afectado por lo ocurrido como para decidir qué debía contarte y qué era mejor callar. Y yo, lo lamento, callé.

Lo primero que te omití fue una intuición sobre Marcos, apenas nada. Una intuición no es algo que se pueda compartir, sobre todo si atañe a la identidad sexual de alguien. La búsqueda de uno mismo es un proceso demasiado complejo y personal, un camino que varía en sus formas según quien lo transita. A veces es una verdad inmediata, una certeza desde la infancia. A veces es un interrogante que encuentra respuestas en la adolescencia o en una primera y turbulenta juventud. Y a veces es una sombra que convive con su dueño hasta que, ya adulto, descubre que esa sombra tiene una vida diferente a la que él se ha construido. No se trata de mentir, ni de fingir, ni de ponerse máscaras. Se trata de algo tan delicado y tan abstracto como la identidad. Sería ridículo pretender que encontramos respuestas a quiénes somos en nuestra primera indagación. Igual de ridículo que limitarnos a las etiquetas y convertirnos en hetero, bi o gay sin habernos buscado. Sin habernos vivido. Por eso no podía —ni pienso hacerlo tampoco ahora— afirmar nada tajante sobre Marcos. Porque sería un acto estúpido. Y, sobre todo, arrogante.

Mi segunda omisión tampoco fue gran cosa. Simplemente evité describirte una reunión que tuvo lugar justo después de mi primera mañana en el centro. Una entrevista con mi director que imagino que callé para evitarme posibles problemas en mi trabajo. No es agradable tener a un jefe en contra, y mucho menos si el jefe posee una personalidad tan opaca como la de Gerardo. Si tuviera que describirlo, lo haría como una mezcla entre el comisario Rawls, el jefe de McNulty en The wire; y el Roger Sterling de Mad Men. Viste como ellos —sólo que las chaquetas le sientan mucho peor— y, lo que es realmente peligroso, también suele pensar como ellos.

No puedo dejar de relacionar el retrato que Álvaro me hace de Gerardo con lo sucedido esta mañana con Ahmed. ¿Realmente se puede dejar la dirección de un centro en manos de alguien así? Siento una rabia inmensa y trato de serenarme tomando algo en la cafetería, pero tampoco así consigo relajarme. Dani, el camarero, me mira con desconfianza, aunque —por primera vez desde que empecé este trabajo— noto en él una cierta disposición a hablar. No está seguro de que deba contarme nada, pero es evidente que necesita hacerlo, como si llevara consigo una carga demasiado pesada desde que estalló todo. Tal vez sólo tenga que presionarle un poco para conseguir que hable conmigo.

—¿Se puede saber a qué ha venido lo de antes? —Sonia, hecha una furia, se sienta junto a mí. Está realmente alterada y exige que le dé una explicación—. ¿Has querido acusarme de algo?

—No me malinterpretes, Sonia. Yo sé que tú no eres… —esquivo el adjetivo racista y trato de sustituirlo, rápidamente, por cualquier otro— injusta.

—Ya, pero mi decisión sí te lo ha parecido, ¿verdad? Te ha parecido que hemos cometido una injusticia.

—Honestamente, sí.

Sonia pone encima de la mesa una colección de partes disciplinarios que abarcan desde abril de 2009 hasta hoy mismo. Todos van destinados a Ahmed y, aunque siempre están firmados por los mismos profesores —Carmen, Isma, «el innombrable»…—, en ellos se pueden leer motivos de expulsión de lo más diverso: por hablar en clase, por no traer el material, por molestar a un compañero, por interrumpir el ritmo normal de la asignatura, por faltar al respeto a un profesor, por agredir a otro alumno…

—¿Ves? Esto es lo que tengo sobre Ahmed desde que llegó al centro el curso pasado y esto —y me enseña una carpeta con tan sólo dos partes— lo que tengo sobre Adrián en cuatro años.

—Pero los partes de Ahmed vienen siempre de los mismos profesores.

—¿Y qué quieres que haga? Yo no estoy en el aula cuando suceden esos hechos, así que tengo que creerme lo que me cuentan. Así de fácil.

—Eso es corporativismo.

—A mí no se te ocurra acusarme de eso. —Acaba de fulminarme con la mirada—. Si alguien ha demostrado aquí que no es nada corporativista, soy yo.

¿A qué se refiere exactamente? ¿Tal vez al caso de Eduardo? Me anoto la pregunta y confío en que me responderá a esas dudas en su nuevo texto.

—Mira, Santi, si lo que quieres saber es si hay profesores racistas, pues sí, los hay. Y misóginos. Y homófobos… Hay de todo, como en cualquier trabajo, sólo que aquí su labor resulta el doble de nociva. Pero las pruebas son las pruebas y Ahmed ha acumulado todos estos partes desde que empezó el curso. Por eso tengo que tomar medidas contra él y no contra Adrián: es mi trabajo.

—¿Y controlar a tus compañeros no lo es?

—No me hagas reír, por favor. Ya lo hago… —Me pide que la acompañe discretamente a su despacho. Cierra la puerta y me enseña una caja llena de dosieres sobre muchos de los profesores que han ido pasando por el centro—. Abre uno, el que quieras. Todos han sido desechados por la Inspección y no han servido para nada. Y aun así, como soy una imbécil, no me rindo… Siempre ocurre lo mismo: yo empiezo el trámite ante las quejas de algún padre o incluso de algún compañero, investigo cuanto puedo, reúno todo el material del que soy capaz y luego, cuando llega el momento de la verdad, aquí no firma ni testifica nadie. Se echan atrás enseguida y todo mi esfuerzo se queda aquí. En este maldito cajón.

Cojo una carpeta al azar. Se trata de un profesor de lengua que, durante el curso anterior, ocupó la plaza que hoy tiene Álvaro. Según consta en el informe, los alumnos de Bachillerato se quejaron de su actitud con las chicas —a las que, tal y como se dice allí, «decía piropos improcedentes en el aula»— y de su forma de referirse a los autores homosexuales —«se refiere a Lorca llamándolo la Federica», afirmaban los chicos— e hispanoamericanos —«nos dice que vamos a estudiar textos de los panchitos».

—¿Esto es real?

—Sí, tal y como lo estás leyendo. Pero cuando el inspector vino al centro, nadie de su departamento quiso firmar la denuncia. Por otro lado, no había grabaciones ni documentos escritos, aparte de los apuntes de los alumnos, que atestiguasen nada, así que todo esto se archivó y lo único que pude hacer fue conseguir que se sintiera incómodo para que este año se cambiase de centro. Lo triste es que ahora seguirá diciendo esas barbaridades en otro instituto…

—¿Fue algo así lo que pasó con Eduardo?

Sonia me quita el dosier de las manos y lo guarda bruscamente en su cajón.

—De eso no quiero hablar ahora… Te prometo que cuando te dé mi texto vas a entenderlo todo. De verdad.

Acababa de salir de mi primera clase y no dejaba de preguntarme cómo podía haberlo hecho tan mal. Kavafis estaría revolviéndose en su tumba después del uso que le había dado a su poema más emblemático… Mientras me mortificaba con mi torpeza, Gerardo me dio sutilmente en la espalda y me pidió que lo acompañara. Lo seguí hasta su despacho y me hizo unas cuantas preguntas sobre mi tutoría. «¿Qué tal con su grupo, qué primeras impresiones ha tenido, qué le ha parecido…?». Quería que le describiese a mis tutorandos y su torpe interrogatorio me recordó a mí mismo en esa primera clase. Hacía preguntas propias de un comentario guiado, intentando trampear mis respuestas para llegar al punto al que se había propuesto conducirme desde un principio.

No tardé en darme cuenta de que aquella entrevista tenía un único objeto: alertarme sobre algo. O sobre alguien. Gerardo daba rodeos constantemente, salpicando su monólogo con consejos educativos vacuos, sentencias bienintencionadas y anécdotas personales que parecían sacadas de algún manual de pedagogía de los años cuarenta. Aquella versión rediviva de El florido pensil no acababa de centrar su discurso hasta que, sin saber muy bien cómo, consiguió arrancarme el pequeño incidente de mi primera clase.

—Entonces, por lo que veo, ha ido todo como la seda.

—Casi todo, sí.

—¿Y ese casi?

—No sé, supongo que es lo normal el primer día…

—¿Le han faltado al respeto?

—No, no, en absoluto. Sólo una bobada.

—Cuéntemela.

—Ha sido una chiquillada. Un alumno que no quería salir a la pizarra, pero vamos, enseguida me he hecho con ellos.

—Marcos, ¿verdad?

Asentí sorprendido —acababa de descubrir quién era el verdadero protagonista ausente de aquella entrevista— y Gerardo hizo un prolongado (y estudiado) silencio de casi un minuto. Sesenta segundos callados, admitámoslo, son un arma muy eficaz en cualquier diálogo. Y no es que mi director sea alguien excesivamente maquiavélico, pero sí se trata de un hombre con muchos más recursos de los que se ven a primera vista, bajo esa fachada pusilánime y anticuada. Puede que no sepa imponerse con su tono de voz, pero sabe dejar inerme a su oponente a base de silencios. Los maneja con una habilidad que roza lo sádico, como el bisturí en las manos de los cirujanos de Nip / Tuck.

—Ya, Marcos. No podía ser otro…

Ahí fue cuando llegamos a lo que realmente quería decirme. A su relato —sesgado y seguramente también intuitivo— sobre Marcos:

—Es un chico algo especial. Toda una estrella entre sus compañeros de clase, ¿no lo ha notado? Aunque desde el año pasado no es el mismo… Todos coincidimos en que lo vemos un poco más apático, más triste… Algo comprensible, desde luego.

—¿Por?

—Ah, cierto, supongo que todavía no ha tenido tiempo de leer las fichas de sus alumnos. —Interpreté un claro reproche en esa frase.

—Ni siquiera me las han dado —me defendí—. La orientadora no las tiene listas aún, está desbordada de trabajo…

—Ya. —Y anota algo en su agenda: intuyo que en breve llamará también a Mayte a su despacho—. Marcos es el segundo de cuatro hermanos y todos han pasado por este centro. Ignacio, el mayor, acaba de empezar Ingeniería. Es un fuera de serie. Los otros tres siguen aquí, en diferentes niveles. Adolfo, en 1.º de la ESO, Sergio en 4.º y Marcos, como ya sabe, en Bachillerato. En el claustro nos hemos volcado con todos ellos después de la muerte de su madre. La tragedia sucedió el año pasado, en enero. —Nueva pausa, esta vez creo que quiere dejarme unos segundos para que asimile toda la información—. Un accidente de coche. Terrible.

—Entiendo.

—Después de eso, la actitud de Marcos empeoró sensiblemente.

Le pregunté si había presenciado algún episodio violento o especialmente conflictivo protagonizado por mi alumno, pero él lo negó tajantemente.

—Sólo tuvo problemas con un profesor que ya no trabaja con nosotros. Por lo demás, todo normal. Aunque, fuera del instituto, es diferente.

Nuevo silencio. Quería alimentar mi curiosidad y provocar mi imaginación. No sé qué pensé en ese instante, pero tampoco fui capaz de imaginar gran cosa. Gerardo volvió hacia atrás y me describió el accidente de la madre de Marcos seleccionando las palabras con extremo recelo y evitando cualquier posible alusión a un posible suicidio, hipótesis barajada por la policía —según me contaría Sonia unos días después— y desechada por la familia, dispuesta a negar cualquier otra teoría distinta a la de un hecho desgraciado y fortuito. Me explicó que Marcos había empezado a relacionarse con otras personas (nunca especificó cuáles), compañías poco recomendables y potencialmente violentas. Sólo se me ocurrió preguntar que cómo habían deducido el carácter violento de dichas compañías y, tras una nueva pausa, Gerardo recurrió, como no podía ser menos, a esa verdad irrefutable que es la intuición:

—Hay cosas que se saben… —y completó su perla filosófica con el segundo gran criterio que, a su manera, fundamentaba la existencia del primero— por experiencia.

Yo no conocía ni a Marcos ni su entorno, así que no podía rebatirle absolutamente nada. Insistí, eso sí, en que me hablara de esos incidentes con cierto profesor del centro, pero Gerardo sólo me respondía con evasivas. Finalmente, acorralado por mi insistencia, hizo un relato deshilvanado y caótico en el que sólo saqué en claro que, al parecer, Marcos —con la ayuda de sus nuevas amistades— había rayado el coche de aquel profesor hasta dejarlo prácticamente destrozado. Sin embargo, el discurso de mi director fue tan confuso que no supe si aquella acusación había sido demostrada o si tan sólo era una hipótesis que él había convertido en certeza.

Cansado de mí —casi tanto como yo de él, supongo—, me pidió que le avisara si notaba cualquier conducta extraña y me despidió dejando claro que ni le gustaba yo ni le tranquilizaba lo más mínimo que fuese el tutor de ese chico durante el presente curso. Salí del despacho desconcertado y, sobre todo, con una extraña sensación de incomodidad. ¿Y si mi intuición sobre Marcos era cierta? En ese caso, quizá esas compañías de las que Gerardo sugería comportamientos próximos a los de un grupo terrorista —jamás pronunció nada semejante, pero sus pausas estaban llenas de esas palabras no dichas— no fueran más que alguna relación con la que el chico hubiera empezado a definirse. De nuevo, sólo intuyo, así que mi probabilidad de error es exageradamente alta.

Se me ocurrieron muchas preguntas a raíz de este texto de Álvaro y me di cuenta de que tenía que a hablar con Gema cuanto antes.

«Desde lo de Eduardo». Ahora ya sabía cuál era ese incidente al que Marcos había hecho alusión en la ficha que le había entregado a la orientadora, ese episodio violento que, sin duda, había condicionado las relaciones con su entorno tanto dentro del centro como fuera de él. A fin de cuentas, Gema había sido su tutora durante todo 4° de la ESO, así que tuvo que conocer ese incidente con detalle, aunque ella también hubiera optado por omitirlo en la primera serie de e-mails que me escribió.

¿Mi tercera omisión? Ésa es la única de la que, realmente, me arrepiento. Me avergüenza no haberlo contado —¿habría servido de algo?— y me duele, sobre todo, no haber sabido estar a la altura de unos acontecimientos que se encontraban a punto de desbordarse… Pero la verdad —la dura y amarga verdad— es que cuando aquel lunes nos enteramos de lo que Marcos había hecho, yo no pude dejar de preguntarme si mi conversación del viernes con él habría tenido algo que ver en todo aquello.

No sé si te lo habrá comentado Mayte —es la única persona a la que le he hablado de ese encuentro—, pero ese viernes le pedí a Marcos que se reuniera conmigo justo antes del recreo. Le dio rabia perderse parte de su escaso tiempo libre («La orientadora también quiere que le rellene un cuestionario hoy mismo», se quejó) y, para compensarle, le prometí que le llevaría la antología poética del 27 que tanto había llamado su atención. No me importaba prestarle o incluso regalarle aquel libro con tal de poder verlo cuanto antes.

¿Por qué hablar con él era tan importante para mí? Por culpa de uno de los trabajos que —y ahí sí te mentí— Marcos me había entregado esa semana. Después de mi pequeño gran fracaso del lunes, el martes opté por acercarme a ellos desde otra perspectiva. Les llevé a clase unos ejemplos de corrientes de conciencia —un par de fragmentos sencillitos de En la carretera, que les parecieron muy curiosos— y les pedí que intentaran hacer algo parecido, de modo que me describiesen su entorno familiar siguiendo esa técnica. Para ello, les di unos cuantos criterios muy simples: tenían que intentar describir cómo era un día cualquiera en su familia y plasmar todas sus impresiones al respecto. El miércoles me encontré con un montón de trabajos de lo más variopinto sobre mi mesa —es impresionante lo que pueden llegar a hacer cuando están motivados—, pero el que más me impactó fue, sin duda, el de Marcos.

Su texto era demasiado duro como para no intervenir, así que el jueves, nada más llegar a clase, le pedí que viniese a hablar conmigo al día siguiente. Tenía grabadas algunas de las frases de su trabajo, especialmente la primera, de una rotundidad casi espeluznante.

«Hace mucho tiempo que nos odiamos».

Así de simple. Y así de rotundo… Podía habérselo pasado a Mayte, la orientadora, pero decidí jugar a ser un héroe y afrontar yo solo el problema. Así que convoqué a Marcos a una reunión para ese viernes y esperé saber resolver algo que, sin duda, me superaba.

—No es cierto… Sí que acudió a mí —confiesa Mayte—. Se pasó el jueves por mi despacho, pero me encontró rodeada de papeles y de trabajo por hacer. Gerardo se había quejado de mi retraso con las fichas de los alumnos y tuve que hacer horas extras para intentar ponerme al día sin mucho éxito… Santiago, ya te comenté que, por culpa de la crisis, habían recortado las plazas, así que ahora me toca hacer a mí sola lo que antes hacían tres orientadores. Una barbaridad… Cuando Álvaro vino a mi despacho y me habló de esa redacción, no le hice mucho caso, a fin de cuentas, los relatos de los adolescentes suelen ser muy violentos, al menos, los de ahora. Me pareció que exageraba y, sobre todo, que su inexperiencia le impedía discernir lo ficcional de lo real, así que le pedí que me dejara una copia del relato encima de la mesa.

—Pero ¿no te había pedido Gerardo que le dieses máxima prioridad a cualquier asunto relativo a Marcos?

—Sí… Lo que ocurre es que Álvaro jamás mencionó ese nombre. Pecó de excesiva discreción y se limitó a decirme que quería que le echase un vistazo a la redacción de «uno de sus alumnos». De todos modos, tampoco fue culpa suya. No es culpa nuestra que haya tan pocos medios, tan poco dinero y tantos intereses en cargarse la enseñanza pública a favor de la concertada.

—¿Lo llegaste a leer?

—Sí, ese domingo… —Noto cómo, al recordarlo, un escalofrío recorre su cuerpo—. Es extraño. Leí ese texto casi a la misma hora a la que, según la policía, se estaba produciendo el crimen. Y lo cierto es que cuando llegué a la última línea tuve la certeza de que había cometido uno de los mayores errores profesionales de toda mi vida. Ese texto dejaba claro que Marcos estaba afrontando un problema familiar grave… Lamentablemente, todo estalló unas horas antes de que yo pudiera hacer o decir nada.

Cuando el viernes vino a hablar conmigo, Marcos me insistió en que aquello no era más que un relato. Un simple trabajo de clase al que no había que darle más importancia.

—No te rayes con eso, de verdad.

Eso fue lo que Marcos me dijo. Que no me rayase… Sin embargo, a mí me parecía imposible obviar la realidad que se dibujaba en cada uno de los párrafos de su narración, tecleada con esfuerzo en la misma máquina de escribir que, sólo unos días después, destrozaría el cráneo de su padre. Por eso le insistí en que era importante que hablase con él, en lo necesario que era el diálogo en cualquier familia, en lo fundamental que resultaba ponerse en el lugar del otro para ser capaces de aproximar posiciones. Por eso, en un arrebato entre redentor y moralista, mencioné de nuevo el poema de Cernuda y le recordé que es necesario buscarse a uno mismo y defender la identidad individual aunque los demás no nos entiendan del todo. Por eso le animé a que mantuviese una larga conversación con su padre y a que le expresase lo que sentía, lo que le estaba atormentando… Incluso le sugerí que le diese una copia de su redacción para que él pudiera saber qué era lo que sentía su hijo y tratar de buscar, entre ambos, posibles soluciones.

Ése fue mi papel en aquel encuentro de, apenas, unos diez minutos de duración. Entonces creí que Marcos no había hecho mucho caso a ninguna de mis indicaciones, pero cuando el lunes tuvimos noticia de la tragedia, no pude dejar de preguntarme si mis palabras no habrían tenido algo que ver en el desarrollo de los hechos. ¿Y si el asesinato se había producido justo después de un intento fallido de diálogo? ¿Y si todo explotó porque Marcos se empeñó en hacerme caso —a mí, que sé mucho de morfemas, y de métrica, y de la Generación Perdida, pero que no tengo ni puta idea de nada más— y llevó hasta las últimas consecuencias mis consejos? ¿Y si mi error de principiante había tenido, sin que yo pudiera preverlo, unas consecuencias catastróficas?

Por eso callé, Santiago. Porque estaba —y estoy— literalmente destrozado. Porque no hay día en que no me pregunte si se pudo evitar. Si tuve la ocasión de impedir la tragedia. Si, en mi afán por ayudarle, no acabé destruyendo su vida y, con él, la de toda su familia.

Álvaro incluye en su carpeta una fotocopia de la redacción de Marcos. Ahora, después de todo lo ocurrido, resulta estremecedor leer ese texto. Me pregunto si debo reproducirlo en este libro y, tras darle muchas vueltas, decido que sí, que es necesario que el protagonista de mi historia tenga voz. Aunque esa voz nazca de una vieja Olivetti y suene como un grito sordo y desgarrador entre gentes incapaces de oírlo. Un grito que anuncia la sangre y la muerte que estaban a punto de inundar aquel vulgar domicilio madrileño muy poco después.