Domingo

Leo y releo varias veces mi e-mail antes de enviárselo. Me gustaría decirle que sé que me ha ocultado datos. Que me he enterado de su reunión del viernes con Marcos y que sospecho —cada vez más— que sí que recogió algún trabajo suyo, aunque él me haya asegurado que no lo hizo. Sin embargo, temo que Álvaro reaccione mal si le planteo cualquiera de esas cuestiones y, ahora mismo, no puedo prescindir de los testimonios de ninguno de mis peculiares testigos. Además, tal vez si me limito a preguntarle por esas siglas —B.K.— consiga matar dos pájaros de un tiro: halagar su ego de «freaky telecinéfilo» y averiguar quién se oculta tras ese nick. ¿Raúl? ¿Alguno de esos nuevos amigos que tan poco gustaban a su padre? ¿Aquel chico con la camiseta de Joker que había ido a visitar a Marcos a la hora del recreo? Tal vez en el significado de esas siglas se oculte la respuesta definitiva a los hechos acaecidos el domingo negro. Quizá consigamos aproximamos un poco más a lo que realmente pasó si somos capaces de descifrar esas dos letras que, de momento, soy incapaz de encajar dentro de esta historia.

Al fin, opto por redactar un correo breve y correcto en el que no hago alusión alguna a las omisiones de su primer relato. Eso, de momento, prefiero dejarlo para más adelante. Ahora me conformo con que Álvaro me responda pronto y me cuente, si es que lo sabe, lo que yo necesito saber. ¿Quién demonios es ese tal B. K. en la vida de Marcos? Álvaro —que está tan obsesionado con esta historia como yo— no tarda más que un par de horas en contestarme.

De: Álvaro D. <alvaro_sino@hotmail.com>

Para: Santiago (Prensa) <santiprensa01@gmail.com>

Fecha: 1 de noviembre de 2009 12:44

Asunto: RE: Consulta

Santiago:

Gracias por tu correo. Perdona que no te haya podido escribir antes, pero los domingos suelo dormir hasta muy tarde, sobre todo si la noche anterior ha sido mínimamente intensa… En cuanto a tu e-mail, te confieso que, en el fondo, me alegra saber que hay alguien que todavía no ha tirado la toalla y que, a pesar de todo, sigue intentando averiguar qué fue lo que realmente sucedió el domingo 20 de septiembre (dudo que alguna vez pueda olvidar esa fecha, ¿y tú?). Ahora, después de leer tu consulta, esa pregunta cobra para mí un sentido aún más profundo. Más terrible. Y, maldita sea, más trascendente.

Supongo que no entiendes nada de lo que te estoy diciendo, pero es que la clave está en ese nick y en esa imagen que, según tú, resultan tan poco interesantes. Un nick que nada tiene que ver con los homenajes al cine clásico de ese grupo de amigos que se reunían los sábados por la tarde para verse dvds en casa de alguno de ellos.

Es curioso, pero sin darte cuenta, acabas de darme un motivo de peso para no abandonar… Justo antes de que llegara tu e-mail, estaba pensando en pedirme una baja por depresión. Alejarme durante unos meses del instituto y replantearme si debo seguir en un trabajo para el que, admitámoslo, no todo el mundo está capacitado… Pero justo cuando ya no puedo más, cuando quiero mandarlo todo a la mierda, cuando me siento el hombre más inútil y más imbécil del mundo, justo en ese instante me haces una pregunta que me revela algo que, en el fondo, intuía. Algo que nos exige —a mí, a Sonia, a Álex, a Mayte…, a todos los que nos hemos implicado en la vida de Marcos— seguir profundizando en esta historia y, quién sabe, tal vez incluso romper nuestro pacto y empezar a contarte lo que pensamos que sería mejor no decirte.

Entiéndenos, Santiago, aún no te conocíamos. No podíamos estar seguros de cómo ibas a tratar la información que te confiásemos, de modo que preferimos ser cautos. Acordamos con Sonia que evitaríamos narrar ciertos detalles para no perjudicar, bajo ningún concepto, ni a Marcos ni a ningún otro miembro de su familia. Bastante estaban sufriendo ya… Ahora, sin embargo, creo que nos hemos equivocado callando. Omitiendo. Ahora veo que tengo que llamar a Sonia en cuanto acabe este correo. Porque es necesario romper ese pacto y dejar que las palabras salgan libres de una maldita vez.

Siempre intuí que ese acuerdo existía. Era obvio que Sonia no sólo había elegido a sus cinco testigos para facilitarme el trabajo, sino, también, para poder controlar sus versiones. Eso, en cualquier caso, me parecía sensato. Y comprensible. Era consciente de que tendría que ir ganándome su confianza poco a poco, hasta conseguir que me viesen como uno más de ellos, como alguien que no buscaba el morbo en aquella historia. Alguien que deseaba poder contarlo, desde luego, pero no para recrearse en la sangre, sino para intentar comprender un sistema —el educativo— que se me escapa por completo y que, me temo, ocupa mucha menos atención mediática de la que debería.

Lo que no esperaba, desde luego, era que un simple nick pudiera tener ese efecto catártico en uno de mis entrevistados. ¿Qué se esconde tras ese nombre que parece ser tan importante para Álvaro?

Me preguntas cuál de esa lista de nicks podría ser el de Marcos y tu curiosidad me devuelve a otros interrogantes que yo mismo me formulé la semana en que lo conocí. No me dio tiempo a sacar conclusiones y, cuando se cometió el crimen, me pareció improcedente mencionar mis intuiciones —sólo eran eso— en el primer texto que te pasé.

He leído con atención tus conclusiones, Santiago, pero creo que son erróneas. ¿The-new-Dean? No sé, si tuviera que decidirme por alguien, creo que ese nick se lo atribuiría a Raúl, empeñado en enamorar a Sandra con su pose de hombre sensible y vulnerable. Supongo que debe de ocultar su cuerpo enclenque bajo la chaqueta de cuero negro y el disfraz de una personalidad fascinante, así que ha escogido un antihéroe acorde con su fragilidad física y tan trasnochado en su estética como él en sus gustos. No sé si eso es lo que enamoró a Sandra, pero está claro que su relación funciona. Aún ahora, cuando su mundo se derrumba (con permiso de Casablanca), siguen francamente unidos. Apuesto a que él es el James Dean de esta Gilda adolescente, centro de un triángulo que, si no me equivoco, nunca llegó a serlo.

En mi móvil parpadea el icono de mensaje nuevo. Y, para mi sorpresa, compruebo que acabo de recibir dos sms casi simultáneos. Uno, muy escueto, de Sonia: «Tenemos que hablar. Llámame». Otro, algo provocador, de Gema: «¿No necesitas interrogarme de nuevo, Clark?». Sonrío ante la insinuación de la segunda y me inquieta la petición de la primera. ¿Habrá hablado ya con Álvaro sobre su pacto, tal y como él mismo me advierte en su e-mail? De momento, prefiero acabar de leer ese correo y, en cuanto averigüe quién demonios es B. K., llamaré a Sonia.

Me pregunto qué habría hecho Carlos en mi lugar. No he dejado de cuestionármelo desde ese domingo. Ahora, esta noche, tengo claro que sí debí actuar. La intuición no es más que eso, un presentimiento irracional, pero en ocasiones hay que escuchar su voz. Y yo no quise hacerlo. Estaba demasiado sobreestimulado como para atender a nuevas señales de aquella madeja de signos que eran mis alumnos. Marcos se me fue de las manos desde el primer día, así que mis visitas al despacho de Sonia durante esa semana se convirtieron en un acto cotidiano. En mis clases —tuvimos cuatro sesiones de lengua esa semana— se mostró interesado y participativo. Sin embargo, en el resto de las asignaturas no tardó en crearse problemas con la mayoría de los profesores, que, a su vez, lo mandaban expulsado a Jefatura. Cada vez que me sentaba frente a Sonia, me sentía más pequeño, más inútil, más incapacitado para un puesto —el de tutor— que, evidentemente, me quedaba muy grande… Cuántos signos malinterpretados, Santiago. Cuántas intuiciones confundidas.

Y justo la única idea que mereció la pena escuchar, desoída. Abandonada. Exiliada en el cajón del olvido hasta que tu e-mail ha vuelto a sacarla de allí.

No, Marcos no era the-new-Dean. Marcos, podría jurarlo, tiene que ser tu B. K. Y la clave se halla en esa pulsera de conchas aparentemente vulgar y que, sin embargo, es todo un icono televisivo. El signo distintivo de un personaje joven, triunfador, casi agresivo que se convirtió en el protagonista de una de las series de culto de la televisión. Basta con saber quién es ese personaje para obtener dos respuestas inmediatas sobre Marcos. La primera, sobre su identidad virtual. La segunda, sobre su identidad real. Porque un adolescente que se hace llamar B. K. nos quiere decir algo. Ese algo que yo creí intuir aquella semana en la que ni siquiera pude llegar a conocerlo. Ese algo que le hizo elegir las siglas B. K. para convertirse en el álter ego virtual de Brian Kinney.

Kinney, Brian. Personaje interpretado por Gale Harold en las cinco temporadas de una serie que Carlos y yo devoramos en tan sólo un par de meses. Sus episodios no exceden los cuarenta minutos y sus tramas tampoco exigen un esfuerzo desmedido por parte del espectador. A cambio, ofrecen una buena ración de sexo bien rodado y mejor aderezado. Cuerpos apetecibles, situaciones morbosas, normalización televisiva de temas tan tabúes como los cuartos oscuros, los tríos o las orgías en cierto tipo de locales. ¿Necesitas más datos, Santiago? No sé cómo estás de cultura teléfila, pero Kinney es el apellido del protagonista de Queer as folk, la serie más vista, comentada y amada/odiada (escoge tú el extremo) por el público gay. Su impacto fue tal que llegó a ponerse de moda entre los espectadores más jóvenes comprarse la llamada «pulsera de Brian», un brazalete de cuero y conchas que el personaje no se quitó en ninguno de los episodios y de la que puedes encontrar todo tipo de réplicas en Internet. Ahora ya puedes —ya podemos— interpretar todo lo demás. Todos los datos que nos chocaban —incluido aquel peculiar trío con su exnovia y su nuevo chico—, todo lo que parecía no tener demasiado sentido y que, a su modo, podría empezar a cobrarlo. Algo creí intuir aquella mañana, el día en que les dicté el fragmento de «Ítaca». Nadie me hizo el menor caso, pero hubo un momento en que cierto alumno sí pareció interesarse en lo que decía. Fue cuando hablé de las múltiples interpretaciones del texto y de los símbolos que en él aparecían, de la homosexualidad de su autor, de las connotaciones culturales del poema. Pensé que ese interés era resultado del morbo que les generaba plantearse mi propia identidad. Estaba demasiado ocupado interpretando el análisis que hacían de mí como para darme cuenta de que aquel chico que había mostrado curiosidad no se preguntaba por cómo era yo, sino que se interrogaba sobre cómo era él. Un gesto que se repitió cuando el jueves aparecí en clase con uno de mis poemas favoritos de Cernuda, «Diré cómo nacisteis». ¿Lo conoces?

Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos

como nace un deseo sobre torres de espanto

Quería emocionarles con aquellos versos, así que les invité a hacer una lectura muy personal del texto. ¿Cuáles eran esos placeres? ¿Qué torres les impedían alcanzarlos? Los chicos empezaron a hablar de la libertad, de la identidad, de ser ellos mismos y entre todos conseguimos evitar una interpretación simplista del poema. No quería que lo leyesen como un grito contra la represión de la homosexualidad, sino como un canto a favor de la libertad del ser humano. Quería que ese grito les llegase a todos, que no lo redujesen a una cuestión de pura orientación sexual. Quizá por eso no me sorprendió que Marcos participara —con el mismo entusiasmo que muchos de sus compañeros— en aquella clase. Pero sí tuve una intuición, una maldita intuición que mandé a la mierda, anclado en mis propios prejuicios: no tiene pluma, no se le nota nada, va siempre con chicas… Aunque me mirara diferente, aunque cuando leímos en clase aquel poema, él aportase algo que sólo yo podía realmente interpretar e incluso me pidiese prestada la antología de la que lo había sacado. Aunque me viera reflejado en algunos de sus movimientos y, sobre todo, de sus miedos. Todo eso resultó insuficiente —¿cómo he podido ser tan idiota?— para hacerme caer en la cuenta de que sus cambios de carácter podrían ser consecuencia de un proceso de autoaceptación. O quizá no, quizá ya se había encontrado y lo que estaba pasando era algo diferente. Algo que todavía se nos escapa. Que nadie de su entorno parece conocer.

De acuerdo. Marcos era gay. Bien. Tomemos como válido ese razonamiento. ¿Alguien pensaría en que era hetero si hubiera escogido por nick el nombre de otro personaje televisivo? ¿Aquélla no era una deducción sesgada y seguramente infundada? Dejemos a un lado esas ideas y demos por válida la teoría reduccionista de Álvaro. Estupendo. Marcos acababa de descubrir que era homosexual. ¿Y qué? ¿Eso sirve para explicar algo de lo sucedido?

El e-mail de Álvaro me resulta especialmente insultante. Lleno de una arrogancia que me indigna. ¿Me toma por idiota? Es más, ¿cree realmente que con su miserable análisis catódico ha arrojado algo de luz sobre el asunto? Si me atengo a su propuesta, llego a conclusiones que oscilan entre lo ridículo y lo absurdo. Veamos.

Opción a)

Marcos había descubierto que era gay, y por eso aquella semana intentó partirle la cara al camarero de la cafetería de su instituto.

Opción b)

Marcos había descubierto que era gay, y por eso golpeó a su padre con una máquina de escribir hasta matarlo.

O, cómo no, opción c)

Marcos había descubierto que era gay, y por eso, tras asesinar a su padre, dejó en coma a su hermano clavándole unas tijeras en el pecho.

Estoy a punto de mandarle a Álvaro estas conclusiones vía e-mail, pero me parece innecesario emplear tanta saña con alguien que, a fin de cuentas, tampoco está pasándolo demasiado bien.

—¿Bullying? —Sonia no da crédito. Puedo imaginarme su expresión de incredulidad al otro lado del teléfono— ¿Marcos víctima de bullying? No me hagas reír, Santi…

Pero se ríe, por primera vez desde que la conozco. No la había visto en una actitud tan distendida en el tiempo que llevamos trabajando juntos.

—A Marcos no le acosaba ningún compañero. ¡Lo adoraban! Y no sé si sería gay o no, a esas edades están hechos un lío y no todos se definen tan rápido. Puede que él estuviera en pleno proceso…, no sé, no tengo demasiados conocimientos ni experiencia sobre ese asunto. Pero tanto si era algo conocido por sus compañeros como si lo llevaba en secreto, jamás nadie le gastó la más mínima broma al respecto. Lo querían demasiado.

De eso no me cabe la menor duda. Yo mismo he podido comprobarlo en mis visitas al instituto, donde los alumnos deambulan entre apesadumbrados y rabiosos por los pasillos, intentando negarse lo sucedido y luchando por convencerse de que Marcos no es el monstruo del que hablan con crudeza los medios de comunicación.

—De todos modos, Santiago, creo que sería bueno que nos viésemos.

—Como quieras.

—Esta tarde tengo que pasarme por el centro… ¿Te viene bien a eso de las siete junto al Mercado de Fuencarral? ¿En el Starbucks?

—Perfecto.

¿Y si Álvaro tiene algo de razón? Puede que ese proceso de autoaceptación guarde relación con el cambio de carácter de Marcos… Me quedan unas horas por delante, así que tengo tiempo de hacer una pequeña averiguación antes de hablar con Sonia. Decido llamar a Jorge, un compañero de facultad que cambió el periodismo por la psicología y con el que sigo teniendo una cierta amistad. Lleva un par de años colaborando de manera altruista con COGAM, el colectivo de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales de Madrid, de modo que seguramente pueda aclararme algunas dudas. A pesar de ser domingo y, para colmo, el Día de Todos los Santos, no duda en ayudarme. «Cuenta conmigo. Te veo en una hora». Estupendo. Puede que la tarde de hoy resulte especialmente provechosa.

Ahora, Santiago, quizá debas preguntarte quién más lo sabía. Aparte de Sandra, que, por lo visto, miente con tanta eficacia como calla. O prueba con Raúl, que no es más que un James Dean de pacotilla, por mucha pose de chico atormentado y mucha cazadora ochentera que se gaste. Intentaré hablar con ellos estos días. Si me dicen algo que merezca la pena saberse, te lo haré llegar. Lo que me parece evidente es que ese secreto que Marcos guardaba con tanto celo tuvo que ver algo con lo que sucedió después.

—¿Tanto como para justificar un asesinato? —Jorge tiene que contenerse para no llamarme gilipollas cuando le planteo el asunto—. A nuestra asociación vienen bastantes chicos de la edad de Marcos, aunque no tantos como nos gustaría. Y te aseguro que lo que me estás sugiriendo es una barbaridad.

—¿Y por qué no acuden tantos como quisierais? ¿Les da vergüenza hablar del tema? —Me gano una mirada condescendiente y Jorge intenta contestarme sin perder los estribos.

—Es mucho más complejo que todo eso… Mira, la adolescencia es una edad complicada para aceptar según qué cosas y, desde luego, cualquier tipo de diferencia constituye un obstáculo demasiado duro para alguien de esa edad. Su necesidad de socializar y ser aceptados les hace negarse todo lo que suponga una traba, y eso incluye su sexualidad.

No parecía ser el caso de Marcos. Ni había hecho pública su condición ni tampoco se molestaba en ocultarla. Podría haber fingido que seguía con Sandra, tanto Raúl como ella habrían aceptado el juego si él se lo hubiera pedido, pero desde un primer momento dejó claro que aquella relación estaba muerta. Incluso permitió que algunos compañeros y profesores, como Álex, por ejemplo, empezaran a imaginar cosas al respecto.

—Lo intuí, claro, pero no podía escribirlo en el texto que me pediste, tío. Ya fui demasiado explícito en algunos aspectos… —me cuenta por teléfono—. Por cierto, ¿qué tal con los padres de Bárbara? Gema me ha contado que estuviste hablando con ellos… Joder, Santi, yo le daba clase en un desdoble y era estupenda. Algo tímida, pero muy inteligente. ¿Cómo viste a sus padres?

—Bueno —¿de veras espera que pueda describirle un sufrimiento como ése?—, imagínate.

—Ya… Mierda, tío, no consigo quitarme su imagen de la cabeza. ¿Cómo no pude darme cuenta de que aquel cabrón con el que compartía departamento era un puto salido?

Intuiciones. Prejuicios. Empiezo a darme cuenta de cómo pesan las etiquetas —correctas o incorrectas— en la vida de un centro escolar. Por un segundo, me acuerdo una vez más de Ahmed y de su parte disciplinario por molestar a un compañero. ¿No se trataba de otro ejemplo de un mismo y continuado error? ¿Nadie veía en Ahmed a un superviviente del acoso al que Adrián, entre otros, lo estaba sometiendo? ¿Nadie podía haberse dado cuenta de que la apariencia perfecta y modélica de Eduardo —todos lo describen como un auténtico caballero— escondía un monstruo? ¿Nadie podía haber adivinado que tras Marcos, el donjuán del Darío, se ocultaba un adolescente aterrado por el descubrimiento de su sexualidad? ¿Tan poca atención prestan los profesores a quienes se sientan frente a ellos cada mañana? ¿Tan poco hablan los padres con sus hijos antes de mandarlos al instituto para que no den la lata en casa? De repente, me sentía tan indignado con el funcionamiento de aquella maquinaria como Jorge con mis insinuaciones.

—Santiago, parece mentira… Lo que estás sugiriendo es capcioso y, sobre todo, potencialmente discriminatorio. —Jorge está a punto de perder los nervios—. El hecho de que ese chico sea un psicópata, si realmente lo es, no tiene nada que ver con su sexualidad. Claro que se sufre en ese proceso de autodefinición, no es sencillo saberse distinto y asumir que se está fuera del rol prototípico que nos dibuja la sociedad. Puede que ahora haya más modelos en los que verse reflejado, pero aun así, la pregunta por la propia identidad constituye un interrogante dificilísimo, y el homosexual ha de darse una respuesta muy temprana en un momento vital en el que necesita sentirse parte de algo y, a la vez, individualizarse dentro de ese grupo. Pero ese sufrimiento adquiere muchas formas y, a su manera, no es tan diferente de otras crisis propias de la adolescencia. ¿Comportamientos huraños? Tal vez. ¿Hermetismo? Puede. ¿Problemas de comunicación? Desde luego. ¿Arrebatos más o menos violentos? Seguro. ¿Qué quinceañero no los tiene? Pero relacionar esa etapa con un caso como el tú me cuentas es, simplemente, un despropósito.

Ni siquiera me atrevo a interrumpirle, tengo la sensación de que ha sido una temeridad por mi parte llamarle, sin haberme tomado la más mínima molestia de investigar algo antes de plantear mis teorías psicóticas…

—Lo que propones me recuerda a los argumentos potencialmente homófobos de muchos thrillers de los años noventa, en los que usaban la homosexualidad como gancho morboso para luego estigmatizarla como germen de los crímenes más atroces. Desde el transexual de El silencio de los corderos hasta las lesbianas de Instinto básico, ¿no los recuerdas? —Cómo olvidar el cruce de piernas de Sharon Stone, por favor…—. Todo eso responde a una misma visión de la realidad que, afortunadamente, estamos empezando a romper.

Me llama la atención ese verbo, «empezando», así que no puedo reprimirme y arriesgo con otra pregunta que quizá sea tan tonta como las anteriores:

—¿Tan al principio estamos?

—No esperes que te haga un mitin. No es mi trabajo ni creo que sea lo que tú buscas. Pero sí, empezamos a cambiar cosas. Y en cuanto a la adolescencia, este mismo año, justo al final del curso pasado, convocamos una manifestación por la visibilidad en la escuela. Nuestra idea era que los institutos nos ayudaran y se volcaran con nosotros. ¿No les dan charlas sobre drogas o protección de datos en Internet? ¿Sobre educación sexual? En esas charlas sólo les preocupa que no se queden embarazadas, ¿pero qué pasa con nosotros? ¿No existimos?

—¿Y cómo fue la experiencia?

—Bueno… La manifestación se hizo, pero, si te soy sincero, casi rozó la palabra fracaso. Los centros educativos no nos ayudaron, los padres no quisieron implicarse y no hubo demasiados chicos ni chicas que colaborasen… Por eso insisto en que estamos empezando, hay mucho por hacer. Y por normalizar.

Caminando por Fuencarral me parece mentira que eso sea necesario. Mientras me dirijo al lugar donde he quedado con Sonia me cruzo con numerosas parejas que viven abiertamente su homosexualidad, aunque no puedo evitar preguntarme si esa apertura no tendrá límites fuera de este espacio —casi virtual— que es el barrio de Chueca. De nuevo, como ocurre con las paredes del instituto, me encuentro ante otro ejemplo de jaula de cristal donde todo parece natural y sencillo, pero que seguramente no comparte leyes ni mecanismos con el mundo exterior. Después de hablar con Jorge me cuestiono si esa normalidad de la que yo estoy tan seguro no es más que un espejismo.

—Llegas tarde.

Sonia me regaña como si fuera uno de sus alumnos y me invita a sentarme junto a ella, en uno de los cómodos sillones del café. Noto que tiene algo importante que decirme, así que me limito a callar y espero a que sea ella quien me lo diga. Sin embargo, no está dispuesta a ponérmelo tan fácil e intenta dar un rodeo antes de centrarse en lo que sea que nos ha traído hasta aquí.

—¿Y eso? —señala un pequeño panfleto que me ha dado Jorge. Se trata de uno de los folletos que distribuyeron en los institutos para anunciar la manifestación del pasado junio.

—¿No te suena? —Sonia lo reconoce al instante y se arrepiente de haberme preguntado. Su supuesto rodeo le va a resultar más incómodo de lo que pensaba.

—Sí, ya lo había visto. —Quiere cambiar de tema, pero no pienso dejar que lo haga.

—¿Los llevaron también al Darío?

—Claro, pero… —Capta mi mirada reprobatoria y trata de justificarse—. Mira, Santi, todo esto de la marcha nos llegó en mayo, el peor mes posible en Jefatura: exámenes, evaluaciones, matrículas para el siguiente curso… Estaba desbordada, así que no pude hacer mucho caso a la iniciativa. Creí que sería bueno participar, pero mi director opinaba exactamente lo contrario. Gerardo no dudó en tirar la convocatoria a la basura y decirme que no era una idea positiva para el centro.

—¿Y los folletos? ¿Tampoco se distribuyeron?

—Por supuesto que sí. Yo misma me encargué de ponerlos en el vestíbulo para que los alumnos los cogiesen, pero…

—¿Gerardo, otra vez?

—No, en este caso fue Carmen, la de religión. En cuanto los vio, se encargó de llamar a la presidenta de la AMPA para contárselo y los de la AMPA, cómo no, nos exigieron que nos deshiciésemos de aquella «propaganda proselitista». Así, como te lo cuento… A ver, Santi, ¿qué quieres que te diga? Yo no estaba de acuerdo, pero no podía hacer absolutamente nada. Además, bastantes problemas tenía ya con…

—¿Si? —Ahí está, otro desliz. Todos mis entrevistados llevan muchos días controlando cada palabra que me dicen y ahora, al fin, su discurso comienza a desbordarse. Necesito que lo hagan. Que me cuenten aquello que, por el motivo que sea, aún no me han querido contar.

—Con el tema de Eduardo.

Vaya, al fin ha salido. Estaba seguro de que existía algún tipo de relación entre ambas historias y ahora confío en que, antes o después, llegaré a conocerla. En cuanto a la manifestación organizada por COGAM, no me sorprende que Gerardo y la AMPA se negaran a promocionar aquella marcha a favor de la visibilidad en la escuela. No creo que de ese hombre con alma de burócrata se pueda esperar mucho más.

—Prácticamente ningún centro se implicó de manera directa o, al menos, de manera conjunta… Ya sé que eso no nos exime de no haber querido tomar partido, pero hay demasiados frentes que atender en nuestro día a día. No podemos abanderar todas las causas, Santi. Sería agotador.

Sonia se defiende y yo, deseoso de encontrar respuestas inmediatas, cometo un error de principiante y le lanzo una pregunta estúpida e inabarcable:

—¿Qué piensas de todo esto?

Suspenso en primero de Periodismo por plantear semejante tontería. Hay que ser concreto, forzar la información, buscar las respuestas que queremos obtener. En el fondo, quiero que me diga que el director presionó a Marcos, que el centro siguió directrices homófobas, que Marcos estalló porque había sido acosado durante toda esa semana, cinco días de los que ninguna de las personas que me escribieron aquellos informes me dijo una sola verdad.

—No sería justo buscar un culpable, Santiago. Puede que tampoco nosotros te lo hayamos contado todo…, es más, por eso te he citado hoy, para disculparme por nuestras omisiones… Pero Gerardo no tiene la culpa de lo que pasó en aquella casa. Sólo hizo lo que pudo. Lo que creyó que debía hacer. Nadie presionó a Marcos en el centro. Te lo aseguro.

Siento que me mienten, que me han manipulado. Empiezo a pensar que no he sido más que una presa fácil para cinco personas deseosas de limpiar sus propias conciencias, ansiosas por verter sus demonios a la vez que me contentaban con las migajas de una verdad que todavía se guardan para sí. Por eso hablaron, por eso se abrieron conmigo, porque les serví en bandeja el chivo expiatorio para sus conciencias y sus propios tormentos. Antes, imagino, hablarían entre sí, sellarían un pacto de silencio y acordarían qué se podía contar y qué era mejor dejar a un lado.

—Acepto tus disculpas, pero quiero volver a hablar.

—¿Con quién? —reacciona sorprendida.

—Con todos.

No dice nada. Supongo que, a su manera, Sonia confiaba en que me conformaría con lo que me habían dicho hasta el momento. Pero se equivoca: no he llegado tan lejos para dejarlo todo a medias, contentándome con conclusiones parciales y, seguramente, distorsionadas. Ahora que ya me han narrado los hechos oficiales de aquella semana necesito que me describan los extraoficiales. Los que se han guardado celosamente para sí.

—Sólo una vez más, te lo aseguro… Un texto más de cada uno de vosotros. ¿No te das cuenta, Sonia? —Me mira escéptica y me doy cuenta de que necesito un argumento de peso para convencerla—. Al unir vuestras cinco versiones ha salido a la luz una pieza fundamental de este siniestro puzle. ¿Qué pasaría si todos contaseis lo que aún calláis? A lo mejor completábamos el maldito rompecabezas, entendíamos que sucedió ese maldito domingo y, de paso, ayudábamos realmente a Marcos.

—Eso te vendría bien para tu libro, ¿no es cierto? Cuanto más morboso, más ejemplares… —E intenta levantarse.

—No se trata de eso. —Arriesgo cogiéndole la mano, pero ella se zafa de mí con brusquedad—. Mira, Sonia, esto empezó como un libro, sí, pero ahora es algo más… Algo personal, ¿no te das cuenta? Yo estudié en ese mismo instituto. En el Darío… En ese lugar donde llevo ya más de un mes hablando con alumnos y con profesores para comprender qué demonios está ocurriendo allí… No puedo concebir que mi centro escolar pueda convertirse en el germen de algo tan horrible y tan violento como lo que le ha sucedido a la familia de Marcos, ¿no lo entiendes?

Sonia sigue dudando y, al cabo de un segundo, vuelve a sentarse junto a mí. Tengo la sensación de que, en su fuero interno, se debate entre sus ganas de descubrir la verdad —no puede ocultar el cariño que siente hacia Marcos— y su necesidad de cerrar para siempre esta historia.

—No busco culpables —le aseguro—. Ni escenas morbosas. Únicamente quiero entender qué pudo pasar en sólo cinco días para que un chico de dieciséis años cometiera la atrocidad que cometió. No se trata tan sólo de mi libro, Sonia. Es mucho más que eso… Se trata de cuatro adolescentes a los que la vida ha golpeado con tanta dureza que, si nosotros no lo hacemos por ellos, dudo que sean capaces de intentar defenderse por sí mismos.

—Pero es que la AMPA ya se ha enterado de lo que estás haciendo, Santiago, y algunos de ellos han puesto el grito en el cielo cuando han sabido lo de tus reuniones con los chicos. Estoy segura de que, si no paramos esto, en breve presentarán una queja formal. Yo no puedo arriesgarme a que…

—Cinco días, Sonia. No necesito más. Dame tan sólo cinco días para volver a hablar por última vez con todos y cada uno de vosotros. Desde este lunes 2 hasta el viernes 6.

—Pero la AMPA…

—Olvídate de ellos por un minuto. Y piensa en Marcos.

—¿Y tú? —Alguien nos mira en la mesa de al lado. Ella se da cuenta y trata de controlar los nervios y bajar la voz—. ¿En quién estás pensando tú? ¿En él o en ti?

—Te prometo que el 6 de noviembre será el último que iré al Darío. Tienes mi palabra. —Sonia, sin saber qué decir, esquiva mi mirada—. Sólo te pido eso… Sólo eso, de verdad.

No quiere escuchar ni una palabra más. Descompuesta, se pone de nuevo en pie. Saca de su bolso unas enormes gafas de sol para ocultar sus lágrimas y sale del local tan rápido como le es posible. Madrid la devora con la voracidad acostumbrada y yo me quedo solo y anónimo en este café, interpretando las palabras y, sobre todo, los silencios que he ido recopilando en estos días. En mi cabeza, no deja de atormentarme esta obsesión, esta maldita obsesión que ya no creo que pueda abandonarme jamás. Regreso a casa y, justo antes de acostarme, recibo un sms. Miro con curiosidad la pantalla del móvil y me encuentro con un escueto mensaje de Sonia.

«Adelante».