Sábado

«Desde lo de Eduardo».

La frase de Marcos me persigue durante toda la semana, así que el sábado, nada más despertarme, tomo una decisión un tanto arriesgada. Necesito averiguar algo más sobre ese profesor y su relación con el Darío. Podría conformarme con preguntarle a Sonia, pero prefiero optar por otra vía que, por una vez, no sea la oficial. No estoy seguro de hacer lo correcto, pero ahora mismo no se me ocurre otra forma de comenzar a encajar las piezas de un puzle que nadie quiere dejarme completar.

Así que, después de una noche de insomnio (¿no estoy obsesionándome con la historia de Marcos?), salgo dispuesto a entrevistar a los padres de Bárbara, la chica que se suicidó el domingo anterior. Arranco el coche sin sentirme demasiado seguro de lo que hago, con un sinfín de dudas que intento acallar subiendo el volumen de la radio. He llamado al matrimonio desde mi móvil justo antes de salir y he podido hablar unos minutos con Pilar, la madre de la chica. Se nota que está cansada de responder preguntas incómodas, pero, por otro lado, siente que cada una de esas molestas entrevistas le permite que su hija siga viva, como si la mención pública se la arrebatase a la muerte por unos instantes. Accede a que hable con ellos y sólo me pide que no les haga demasiadas preguntas, tanto ella como César, su marido, se hallan exhaustos.

Sé que debería tener más estómago para según qué cosas y que, a fin de cuentas, tratar con este tipo de asuntos forma parte de mi trabajo. Sin embargo, en investigaciones como ésta nunca estoy seguro de dónde acaba la frontera de la información y dónde comienza la del espectáculo.

—Gracias por recibirme.

—Es lo menos que podemos hacer por nuestra hija… A lo mejor nuestro dolor sirve para poner en alerta a otros padres… —se miente Pilar. Necesita sentir que la muerte de su hija no ha sido inútil.

—Y para que ese cabrón se pudra entre rejas —estalla de ira el padre.

Finjo no haberle oído, no soy quién para juzgar su dolor, y me centro en las preguntas que traigo preparadas. No puedo confesarles que, en realidad, el motivo de mi visita no es hablar de su hija, sino hallar algún nexo entre Eduardo y el verdadero protagonista de mi historia: Marcos.

Ésta no es una conversación sencilla, aunque tanto Pilar como César se esfuerzan por colaborar conmigo y tratan de contestar a todas mis preguntas desde una serenidad que se quiebra a menudo. Se culpan de no haber controlado lo suficiente a su hija, de no saber con quién se comunicaba a través del ordenador, de desconocer la identidad de la gente con la que hablaba a través del Messenger y de su página de Facebook.

—Si le hubiéramos preguntado… —se repite su madre una y otra vez. Me pregunto si los remordimientos la abandonarán algún día o si, en el futuro, su vida será una eterna acusación de la que jamás será capaz de absolverse—. Si hubiéramos hablado con ella del tema… Ni siquiera podíamos imaginar que quisiera cambiarse de instituto por algo así…

—Cuando nos dijo que quería irse del Darío, los dos supusimos que tenía problemas con alguna compañera, o que el nivel académico del centro le resultaba excesivo… Allí tienen fama de ser muy exigentes… —Su padre da un golpe en la mesa—. Exigentes con nuestros hijos, pero no con sus profesores. No con ese hijo de puta. —César se pone en pie y se encierra un momento en el baño. Escucho cómo golpea algo. No puedo ni quiero saber qué.

—Está así desde el domingo… —lo excusa Pilar—. Y yo, bueno, yo hago lo que puedo por seguir respirando… Pero cuesta muchísimo. Y tampoco sé si merece la pena continuar haciéndolo…

—Entonces —no me siento capaz de forzarla a que siga hablando…, pero sé que estoy obligado a ello. Sería absurdo haber venido hasta aquí si al final dejo nuestra entrevista a medias—, dígame, ¿cambiaron finalmente a Bárbara de centro?

—Sí… Ella no quería damos más razones y nosotros teníamos miedo de presionarla. Así que le hicimos caso y la matriculamos en el IES María Guerrero.

—Creíamos que todo iba bien —me explica César, que acaba de regresar del baño con los nudillos de la mano derecha claramente enrojecidos—. Pensábamos que todo iba mucho mejor… Pero esto… Esto no.

—Tal vez podríamos… Quizá habríamos podido…

Condicionales. Hipótesis que no se cierran porque no tiene sentido que lo hagan. Tampoco es posible saber si están en lo cierto, si el problema se podría haber evitado con algún tipo de control —¿no habría atacado esa supervisión a la libertad individual de su hija?— que, según ellos me cuentan, jamás existió.

—Bárbara era responsable, madura, no creímos que pudiera meterse en nada raro. Que se pudiera dejar manipular así…

Pero el chantaje cibernético sucedió, y con él, el acoso y la violación de una intimidad que se vio consumada con la grabación de aquellas cintas.

—Aún hoy hemos encontrado algún fragmento de esa basura en Internet. —César está comprensiblemente indignado—. La policía ya lo ha eliminado casi todo, pero la red es un universo demasiado complejo. Esa mierda no desaparecerá jamás. Nuestra hija, sí.

Intento preguntarles por el caso de Marcos, pero se limitan a alzarse de hombros y a admitir que su hija y él nunca fueron compañeros de clase. Según ellos, ni siquiera llegaron a conocerse o, al menos, Bárbara jamás les habló de él. Así pues, salgo de allí sin la conexión que buscaba, un poco más derrotado —por el fracaso en mis pesquisas— y un poco más misántropo —por los terribles hechos que los padres de la víctima me han relatado—. Con el objetivo de agotar todas las vías posibles, llamo a Gema para que me ayude con el tema de los cómics. Le hace gracia mi propuesta —¿le interesa ayudarme en el caso o simplemente le apetece quedar conmigo?— y me propone hablarlo durante la cena. No sé si debo interpretar su gesto como una sugerencia erótica —¿querrá comprobar qué cuerpo escondo debajo de mis «horteras» camisetas?— o como un mero acto de cortesía, así que prefiero obviar este último interrogante y centrarme en buscar algo más sobre el caso que me ocupa. No dispongo de un plazo demasiado amplio para cerrar mi libro y, de momento, sólo he conseguido reunir datos dispersos de los que no se deduce lo que realmente andaba buscando desde un principio: el porqué. El maldito porqué.

Mientras me pregunto qué sitio reservaré para mi cena de esta noche —por cierto, ¿qué se pone uno para una cita que, en teoría, no lo es?— repaso mentalmente mi conversación con los padres de Bárbara y caigo en la cuenta de que existe otro camino que, de momento, apenas he explorado. Necesito entrar en la vida de Marcos de alguna manera y es evidente que no he probado una de las más directas: la vía virtual. ¿No tendría Marcos un blog, como Sandra? Raúl me aseguró (si no me mintió, claro) que su amigo no disponía de ningún perfil en Tuenti o en Facebook (lo que probablemente sea cierto), pero —aun así— debe de haber algún tipo de rastro en la red que me conduzca a Marcos (en algo tenía que ocupar su tiempo en clase de informática), así que dedico lo que queda de tarde a dar con ello. Mi cena con Gema no será hasta las diez, de modo que dispongo de unas horas para ejercer de hacker amateur.

Sin embargo, mis habilidades informáticas, que me impiden incluso piratear el wi-fi de mis vecinos, tampoco se revelan mucho más provechosas hoy. He tecleado en Google el nombre de Marcos de todos los modos que se me han ocurrido. Añadiendo apellidos, fecha de nacimiento, quitando sílabas, sumando cifras, incluyendo posibles servidores de correo electrónico… Nada, ni un resultado, tan sólo algunos listados de alumnos admitidos en su centro escolar y una foto del equipo de taekwondo con el que participó con cierto éxito en algunas competiciones locales. Ni un solo dato interesante. Ni un perfil en Blogger. Ni una huella virtual que me permita saber algo más. Tampoco encuentro ningún atajo en el blog de Sandra, ninguna pista de cómo era Marcos fuera del centro. ¿Cómo transcurriría el sábado que antecedió a la noche del crimen? ¿Cómo era un sábado cualquiera en la vida de ese adolescente al que tan difícil parece llegar a conocer? Observo que casi todas las fotos del blog de Sandra donde aparecen juntos en el cine o de botellón en algún parque se corresponden con el viernes. Nada que me permita averiguar cómo pudo ser ese sábado tan próximo a la inminente tragedia. Y nada, tampoco, que pueda deducirse a partir de los testimonios de los testigos entrevistados hasta ahora. Mierda. He tenido una idea, sí, pero acabo de descubrir que soy incapaz de ponerla en práctica, así que opto por olvidarme de ella y vestirme, por fin, para mi nocita de la noche.

—Bonito lugar, Clark… Me sorprende que tengas tan buen gusto.

Gema está radiante. A su modo, creo que lo es. Interpreta muy bien su personaje de mujer de vuelta de casi todo y a mí cada uno de sus gestos y de sus cruces de piernas me resta un poco más de autocontrol. Afortunadamente, el restaurante escogido resulta ser demasiado ruidoso como para intentar seducimos durante la cena, así que nos conformamos con hablar de lo que nos ha traído hasta aquí fingiendo no estar pensando en nada más.

Gema diserta durante un buen rato sobre Batman, Joker y toda la mitología del hombre murciélago. Ni uno solo de los datos que me da me interesan lo más mínimo y, como ella misma sabe, no tienen utilidad alguna para lo que intentamos averiguar. Su monólogo, sin embargo, conjunta muy bien con el ambiente de Halloween que se respira este 30 de octubre en Madrid, donde más de uno ha salido a la calle disfrazado de alguno de esos personajes.

Tras empaparme de sus conocimientos de la Marvel mientras me la imagino vestida de la mismísima Catwoman, se me ocurre sacar el tema de Internet. Le resumo antes parte de mi conversación con los padres de Bárbara y ella se sonríe con mis intentos fallidos de encontrar a Marcos en la red.

—No es tan difícil. Sólo tienes que buscar con método. —Exacto, me falta rigor y, sobre todo, algún punto de arranque—. Sería genial encontrar un blog escrito por Marcos donde nos explicara todo lo que no entendemos, pero dudo que exista. Querías dar con una vía muy rápida. Demasiado.

¿Debo interpretar su frase como una indirecta sobre mis expectativas para el resto de la noche? Quizá me quiere dejar claro que estoy precipitándome y dando por sentado algo que no tiene por qué ocurrir.

—¿Sabes? Deberíamos buscar desde algún lugar más sencillo. Más localizable… Desde el único dato que sí conocemos: el blog de Sandra.

Asiento y, luchando por no perder la concentración ante la morbosa mirada de mi interlocutora, saco una carpeta con algunas impresiones de ese mismo blog. Se trata de una serie de entradas de entre enero y septiembre que he escogido al azar y en las que no sé si habrá algún dato que pueda ayudamos a entender lo ocurrido. Por si acaso, prefiero que Gema les eche un vistazo para asegurarme de que no me he pasado nada por alto.

—Seguro que Marcos dejó algún rastro en ese blog. De momento sólo te has centrado en las fotografías, pero podríamos releer todos los comentarios… ¿Ves? —Gema señala algunas de las respuestas, todas ellas muy breves, que aparecen publicadas bajo los posts de Sandra—. Un bloguero se alimenta de lo que le comentan sus lectores, no creo que Sandra fuera diferente.

Suena tan obvio que me siento doblemente ridículo. Ridículo por mi torpeza y por no haberlo pensado yo antes.

—Está claro que Sandra no tiene muchos fans. Según esto, parece que hay tan sólo unas quince personas que siguen su blog habitualmente.

—Deben de ser todos amigos y conocidos, ¿no? —Gema me mira gratamente sorprendida: es la primera conclusión mínimamente inteligente a la que he llegado esta noche—. Tal vez algún lector espontáneo, pero no demasiados. Por lo que he visto, tampoco lo actualiza con frecuencia.

—¿Y esto?

A Gema le llama la atención la última imagen colgada en el blog, publicada el sábado inmediatamente anterior al asesinato. No es más que una foto en blanco con un signo de interrogación en el centro. Sandra ni siquiera se ha molestado en añadir un comentario, seguramente no sabía qué escribir.

—¿Crees que guardará alguna relación con…? —le pregunto.

—Sandra es pésima callando… Si hubiera tenido la más mínima idea de que podía suceder algo, no habría dudado en hablar con sus padres. O con Raúl. —Gema niega con la cabeza—. La interrogación que posteó ese sábado tiene que significar otra cosa.

—Entonces, ¿que colgara en su blog esa imagen justo un día antes del homicidio no es más que una simple coincidencia?

—Puede. ¿Se te ocurre algún signo de puntuación que resuma mejor la adolescencia? Sandra está ahora hecha un lío, igual que todos, sólo que ella es algo más madura que parte de sus compañeros y lo expresa de forma más evidente.

—A lo mejor ese sábado ella intuyó algo que…

—No creo que nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, pudieran prever lo que iba a suceder al día siguiente. —Gema me corta de raíz. No tiene duda alguna al respecto—. Clark, ¿nos vamos?

Pedimos la cuenta y decidimos probar suerte en mi casa. Me gustaría pensar que su propuesta es un mensaje ambiguo en el que se mezclan sus ganas de investigar con su deseo de llevarme a la cama, pero me temo que esta última posibilidad es más bien remota. Al menos, y ya que parece evidente que no habrá sexo, confío en que sí consigamos algún resultado que me ayude a localizar a Marcos en esa red de identidades virtuales.

En la pantalla de mi ordenador, un listado de nicks llenos de años insultantes (92, 93, 94… ¿qué coño he hecho yo con mi juventud?), cifras que nos hacen sentimos mucho más viejos de lo que somos y que nos permiten calcular —siempre con el posible riesgo de estar equivocándonos la edad de los visitantes de aquella página—.

El nick de Sandra no es, en absoluto, original. Gilda92. No deja de hacerme gracia ese homenaje tan naif a una de las heroínas más consumadas del cine negro. Junto al suyo, un sinfín de nicks igualmente cinéfilos que nos hacen pensar en una especie de grupo de amigos cibernéticos algo freakies, apasionados de las películas en blanco y negro —esas que espantan a sus compañeros de clase— y visitantes más o menos habituales de la Filmoteca, como la misma Sandra me había contado. La lista de lectores de su blog está llena de ricks, ilsas, escarlatas, norman bates y otros tantos apodos de personajes míticos de la historia del cine. Cada nick nos lleva a su vez hasta un perfil donde el único dato que aparece es una imagen relacionada con el apodo escogido. Algunos no tienen icono identificativo alguno, pero la mayoría están ilustrados con una fotografía del actor o del personaje que les da nombre. Unos pocos, como el tal normanbates92, optan por una alternativa también cinéfila, pero algo menos obvia (en este caso, una imagen de la casa de Psicosis).

—Ahora sólo tenemos que saber quién de todos ellos era Marcos. Habrá que fijarse en sus respuestas. En ellas se debe de notar que se conocían y que se veían habitualmente. En los blogs suele ser fácil adivinar con quién se mantiene una relación sólo virtual y con quién hay otro tipo de claves más o menos evidentes. —Me cuesta concentrarme. Ha sido un día demasiado intenso y prefiero mirarla a ella y perderme en el movimiento casi hipnótico de su melena pelirroja—. Venga, Clark, échame una mano.

Hago un esfuerzo y leemos uno a uno todos los comentarios de las fotos que nuestra Gilda92 ha colgado a lo largo de los últimos siete meses. Tardamos una hora en concluir que entre los visitantes habituales del blog destacan tres nicks. Uno de ellos debe de pertenecer a una amiga de Sandra, ya que ésta siempre le contesta en femenino. Su nick, Toto, es una referencia más que evidente al perro de la —para mí— insufrible El mago de Oz. En cuanto al perfil, la ilustración elegida es un primer plano del personaje de Dorothy, así que resulta más que improbable que se trate de Marcos.

Los otros dos, sin embargo, parecen ser de dos amigos suyos, ya que constantemente se refieren a encuentros o citas previas —«¿recuerdas cómo nos gustó?» o «en el tuto lo hablamos»— y, además, sus textos están posteados en horas de clase, lo que resulta coherente con el veto informático que Marcos tenía en casa.

—Como ves, mi asignatura se la toman muy en serio —se ríe Gema.

Tal vez estemos equivocándonos, pero uno de esos dos nicks debe de ser el de Marcos y el otro, si nuestra intuición no nos falla, el de Raúl.

—Sencillo, ¿verdad?

El problema es que en esos comentarios no hay absolutamente nada interesante. Los nicks tampoco parece que puedan ayudamos mucho. Uno de ellos es un previsible homenaje a otro de los eternos mitos adolescentes, the-new-Dean, convenientemente ilustrado con el mítico cartel de Rebelde sin causa, y el otro, un para mí insípido B.K. que no me dice nada y cuya imagen es una anodina pulsera de conchas. Ni siquiera se me ocurre con qué película podría relacionarlo.

—Por su conducta, Marcos debía de ser the-new-Dean, ¿no te parece? —deduce Gema—. Lo del rebelde sin causa le va bien a su comportamiento de esa semana.

Sí, claro que puede ser. Es más, recuerdo perfectamente haber leído algo al respecto en la ficha que me ha pasado Mayte… Abro un momento el documento y doy con ello. Cuando le preguntan por la última película que ha visto, Marcos menciona Al este del Edén e insiste en cómo le ha impresionado el personaje interpretado por James Dean. De acuerdo, Marcos es the-new-Dean…, pero ¿y B. K.? ¿Quién demonios es B. K.? ¿Raúl? ¿Y qué pinta un nombre tan simplón y una imagen tan poco sugerente como esa vulgar pulsera en este panteón cinéfilo fundado por la mismísima Gilda92?

—Tiene que guardar relación con algo que a ti y a mí se nos escapa. Una película, una serie… ¿Sabes? A lo mejor ahora necesitas que te ayude otro freaky como yo… sólo que más experto en otro campo.

Esta vez, por lo menos, no pregunto ninguna obviedad. Sé perfectamente a quién tengo que consultar. Cuando me despido de Gema —y de mis planes festivos para esa madrugada—, me planteo si, investigando la identidad de ese tal B. K., no estaremos abriendo una puerta falsa más. Otro callejón sin salida en un laberinto del que, de momento, parece imposible escapar.