Jueves

Este día tenía que haber sido narrado por el director del instituto, Gerardo Y. R. Sin embargo, fue imposible contar con su ayuda. Tan sólo accedió a una sucinta entrevista que incluyo como apéndice al final del capítulo. Tampoco Sonia estaba dispuesta a revelar los detalles sobre la entrevista con el padre de Marcos, «no me parece ético relatar algo protagonizado por un muerto», así que no hubo más remedio que conformarse con las escuetas declaraciones del director, que traía su discurso bien preparado con el fin de evitar cualquier tipo de improvisación innecesaria. Tras tantear inútilmente a Daniel, el camarero con el que Marcos había tenido el altercado en sus primeros días, probé suerte con otro de los profesores que lo conocían y que estaban presentes, por distintos motivos, tanto en el incidente de la cafetería como antes y después de la reunión de Sonia y Gerardo con Marcos y Roberto.

Alejandro V. E., profesor de inglés con destino provisional en el IES Rubén Darío. «Es mi segundo año aquí y, según me temo, creo que el último. Me gustaría repetir otro curso, pero será difícil: me faltan puntos». Álex había dado clases a Marcos el curso anterior y también era su profesor en éste, así que parecía que podía aportar algunos datos de interés que compensaran la ausencia de fuentes más directas. «Eso sí, me da una pereza espantosa escribirlo todo… ¿Te importa si quedamos y grabas lo que necesites que te cuente?». Me hace gracia su sinceridad y quedamos en vemos el jueves 22 de octubre a la salida del instituto. Su testimonio, sin embargo, se complicó debido al estallido de un escándalo que, tangencialmente, volvió a afectar al Darío.

Según se hizo público esa misma mañana, durante la noche del miércoles 21 la policía había arrestado a Eduardo C. L., un docente de Secundaria, por delitos de tenencia y distribución de pornografía adolescente. Se trataba de un profesor de inglés que había trabajado en numerosos centros y que cambiaba con frecuencia de domicilio, de manera que no resultó sencillo seguir su rastro a través de la red. Tras ganarse la confianza de algunas alumnas, las citaba en su apartamento y las grababa en actitudes claramente eróticas. Sus primeros vídeos no pasaban de ser reportajes de chicas desnudas, pero pronto comenzó a exigirles más y a filmar escenas de pareja y de tríos en los que llegó a participar de manera activa. Eduardo había trabajado durante el curso anterior en el IES Rubén Darío, de modo que en cuanto los medios se enteraron de que existía esa conexión, el centro volvió a aparecer en las noticias. La policía llegó a indagar si existía alguna relación entre estos hechos y el asesinato perpetrado por Marcos, pero pareció demostrarse que entre ambos no había ninguna conexión. Seguía sin hallarse ningún tipo de respuesta para lo sucedido, así que, de momento, la única explicación para el crimen cometido por Marcos consistía en un ataque de violencia gratuita, algo que no todos los que conocían bien a aquel chico querían aceptar.

A mí lo que más difícil me resulta de todo esto es diferenciar al alumno del criminal. A Marcos no lo tuve en clase más que un año, pero fue suficiente para cogerle cariño y convertirlo en uno de esos chicos especiales a los que se les consiente casi todo. Claro que esto no es del todo bueno ni, para qué negarlo, riguroso, pero seamos realistas: nadie es absolutamente imparcial, ni —desde luego— neutral. Así se lo digo a mis alumnos en cuanto me presento el primer día de clase:

—Chicos, lo siento, pero mis notas, como la vida, no son justas. Mis notas serán proporcionales a lo bien o lo mal que me caigáis.

Ellos suelen quedarse bastante sorprendidos y, por supuesto, protestan. El año pasado no había terminado de decir mi frase de oro cuando Marcos ya se me había echado encima:

—Eso no se puede hacer.

Es un razonamiento que usan a menudo. La generación ESO es la generación del «no se puede». No se pueden poner límites, ni normas, ni criterios que exijan algo que no estén dispuestos a asumir. «Eso va contra mis derechos» es otra de sus grandes sentencias. Y la aplican casi a diario. Hacer muchos deberes va contra sus derechos, hacer muchos exámenes va contra sus derechos, hacer —en general— es un verbo que agrede todos sus derechos. Lo bueno de Marcos es que protestaba con una sonrisa, con una pose entre irónica y divertida que no estaba exenta de magnetismo. Y el tío lo sabía…

—Claro que es justo. Me caeréis bien si sois majos, si no dais la lata y si trabajáis. Y me caeréis de pena si hacéis lo contrario, ¿entendido?

Les hablo así, aunque no sé si debería hacerlo, porque en eso cada uno opina de un modo diferente. Yo no me esfuerzo en ser enrollado, yo es que hablo así casi siempre, qué le vamos a hacer. Además, tantas horas aquí metido te vuelven medio lelo, te infantilizan, así que acabamos con dos problemas gordos. El primero es que terminamos hablando como ellos —incluso cuando no queremos— y el segundo es que nos creemos que el instituto —o el tuto— es el puto mundo. Entonces es cuando vienen los jaleos y los follones y los murmullos y los cotilleos y toda la mierda que siempre aparece en cualquier entorno laboral, sólo que aquí se magnifica porque se mezcla con las emociones densas y pegajosas de los chavales, que no saben distanciarse de los problemas —un novio que las deja es un drama, un partido que se pierde en el campeonato interescolar es un drama, un suspenso (cómo no) es otro drama…— y que acaban por hacernos a nosotros cómplices de su cacao emocional.

Aquí, en el fondo, lo que se necesita no son ni pizarras digitales, ni más ordenadores, ni nada de eso, aquí lo que se necesita son psicólogos por un tubo. A cientos. Uno por profesor, porque en este trabajo hay mucho tarado. Con los años todos terminamos mal de la olla. Lo peor es que hay locos inofensivos y locos cabrones. Como el tío ese que arrestaron ayer. Joder, con lo serio que parecía Eduardo. Todo un señor, con su traje, sus gafitas, sus buenas maneras y sus cincuenta y tantos bien llevados. Coincidimos el curso pasado en el departamento de inglés y, bueno, no lo hacía mal. A mí me caía bien y aquí, digan lo que digan ahora, nadie se imaginaba que fuera un monstruo. Que como no soy psicólogo —soy filólogo y gracias, porque me costó lo mío sacarme la carrera— tampoco estoy seguro de que se le pueda llamar monstruo. A lo mejor todos llevamos uno de ésos dentro y somos unos cerdos potenciales, sólo que hay quien se controla y hay quien no. No sé, la verdad, no sé cómo se puede hacer algo así, algo tan miserable. Sobre todo porque, en el fondo, lo que tenemos enfrente son puras víctimas. Manipulables cien por cien. Se les convence rápido de todo. De lo mejor y de lo peor. Pura arcilla. Que sí, que se niegan y se rebelan y eso, pero todo les cala.

Me da asco haber tenido al mierda de Eduardo tan cerca, porque como no soy psicólogo no puedo entenderlo ni asimilarlo ni ninguna chorrada de esas que yo haría si me hubiera leído a Freud, por ejemplo. A mí lo de la reinserción, pues no sé, según los casos. Y un tipo así no sé si es reinsertable. Yo le insertaba un palo por el culo, así de claro. Bueno, si quieres tacha eso, Santiago, a mí me da lo mismo. Cada vez que digo algo así se me tacha de homófobo. Y no, joder, no soy homófobo. Ni gay, como pensaba Álvaro. No, no me importa, pero es que cada vez que ven un tío guapo y que se cuida, hala, ya está, otro más a su lista. Si hasta me hace gracia haberlo leído, pero tiene cojones. Yo, gay. Tengo buenos amigos que sí lo son, claro, aunque tampoco muchos, su estilo de vida no es el mío y a mí Chueca me pone enfermo: tugurios pequeños, cerrados, cutres y encima, caros, así que no, no voy a hacerme el moderno ahora. No me lo hago ni en clase. A mí fingir, la verdad, se me da de pena.

Mientras transcribo la grabación de Álex, recibo la llamada de los padres de Raúl, el mejor amigo de Marcos desde que llegó al instituto.

—Nos gustaría hablar contigo de todo este asunto. ¿Sería posible?

Accedo sin dudarlo y me alegro de tener un buen motivo para aplazar, al menos por unas horas, mi aburrida tarea de copista (cómo odio esa parte ineludible de mi oficio). En tan sólo una hora me presento en el domicilio de los padres de Raúl y me tranquiliza comprobar que tanto ellos como su hijo se muestran especialmente amables conmigo. En el fondo, temía que fuesen a pedirme que dejara de contar con la ayuda del chico, lo que habría supuesto una enorme pérdida para mi trabajo.

—Estamos todos muy afectados… —me confiesa Laura, su madre, mientras me ofrece un café.

—Marcos y Raúl eran muy buenos amigos, ¿verdad?

Su hijo asiente, está a punto de decir algo, pero el inconfundible sonido del Messenger llama su atención.

—¿Puedo?

Noto cómo su madre duda durante una décima de segundo. No quiero mencionar el escabroso asunto del que fuera profesor de inglés del Darío, pero imagino que tanto ella como su marido estarán al tanto de la noticia de su arresto. Tal vez sea ese titular el que le provoca la inquietud que he podido adivinar en su mirada.

—Claro —le responde sin excesiva convicción.

—Ahora vuelvo —se disculpa y se va a su cuarto para ver quién le está buscando en el chat. ¿Sandra, tal vez?

—¿Has conseguido averiguar algo más? —Diego, el padre, no duda en sacar el tema directamente. No parece que sea una de esas personas a las que les gusta perder el tiempo.

—Cosas sueltas… Apuntes. No sé, todo resulta algo confuso.

—Está todo mal —afirma taxativamente Diego, y Laura, sin dudarlo un momento, le da la razón—. No pudo ser como nos lo han contado. Nosotros conocimos a Marcos y, bueno, no es que fuera un chico modelo, pero tampoco era un criminal. Además, Raúl odia la violencia, no habría soportado tener cerca a alguien así.

La verdad es que el perfil de los amigos de Marcos hace que la versión oficial de lo sucedido resulte cada vez más incoherente. Tanto Sandra como Raúl son, sin duda alguna, dos de los adolescentes más tranquilos de su grupo. «Un encanto», me confirma Álex, «siempre colaboran y aportan cosas. Además, les gusta mucho el cine y la literatura. Tienen más inquietudes que el resto». No parece que ese retrato cuadre con los terribles hechos del domingo negro. ¿Pudo suceder algo en aquella casa que justificase una reacción tan desmedida? ¿Algo que originase aquella transformación brutal en Marcos?

—Su padre y él no eran grandes amigos, ya me entiendes. —Diego, una vez más, me ahorra muchas preguntas. Mejor así—. Discutían a menudo por los temas habituales en cualquier familia: Internet, los horarios, las amistades… Marcos había empezado a ampliar su círculo de conocidos y, bueno, aquello no gozaba de la aprobación de Roberto. Pero de ahí a masacrarlo… ¿Y a su hermano Sergio? Lo siento, pero no me lo creo. No pudo ser así…

—¿Qué opinión teníais de Roberto? —Ambos calculan sus palabras antes de responderme. Es una pregunta delicada y no quieren decir nada que pueda estar fuera de lugar.

—Lo tenía muy difícil… —intenta defenderlo Laura—. Se quedó solo con los cuatro. Y son tan diferentes… A nosotros, Raúl a veces consigue sacamos de nuestras casillas y eso que es muy tranquilo. Y sólo uno…

—De todos modos —Diego sigue hablando a pesar de la mirada reprobatoria de su esposa—, Roberto ya era algo especial cuando Ángela todavía estaba viva. Nosotros no tuvimos mucho trato con él, pero las pocas veces que coincidimos no solíamos estar de acuerdo en casi nada.

—Cada cual educa a sus hijos como puede —le corta Laura.

—Ya, claro, pero tenía un sentido de la moral muy estricto.

—¿Más café?

Laura se siente incómoda. Le resulta de mal gusto criticar a alguien que, lamentablemente, no puede defenderse. Además, tampoco tiene nada claro que se pueda juzgar la labor de un padre en una situación como la de Roberto. Decido ponérselo más fácil y cambiar de tema. Han mencionado algo que me ha llamado mucho la atención y que, tal vez, pueda abrirme nuevas vías de trabajo.

—¿Quiénes eran esos nuevos amigos de Marcos? Ésos que no le gustaban a su padre.

—Ni idea —Laura respira satisfecha, este tema le resulta mucho más sencillo—, eso tendrá que contártelo Raúl. Nosotros sólo nos enteramos de que antes del verano los tres tuvieron una pequeña discusión por ese motivo. Al parecer, él y Sandra estaban algo dolidos porque Marcos hacía demasiado caso a sus nuevas amistades.

—A lo mejor ellos sí saben algo… —se percibe un halo de esperanza en la voz de Diego.

Se nota que los padres de Raúl también quieren mucho a Marcos y que desean, tanto como todos cuantos le conocían, que la pesadilla actual se deshaga y todo vuelva, de repente, a la normalidad. Lamentablemente, eso ya nunca va a poder ocurrir.

Era el segundo año que le daba clase a Marcos y nunca habíamos tenido ningún problema. Al revés. Me hacía gracia su pose chulesca y él pillaba mejor que el resto mi peculiar sentido del humor. ¿Que por qué no me di cuenta de que algo iba mal? Pues, la verdad, ni idea.

En mi caso, Santi, me temo que no puedo aportar grandes dramas con los que esconder mi parte de culpa en esta historia. Si es que la tengo, claro, que eso tampoco es evidente. Ni se me ha muerto nadie, ni me estoy divorciando, ni hay nada mínimamente truculento o frustrante en mi vida. Al menos, ahora mismo. Lo he tenido, claro, pero llevo unos cuantos años siendo moderadamente feliz. Incluso, a ratos, obscenamente feliz.

Vivo con mi pareja, Ana, y nos llevamos bien. Nos odiamos de vez en cuando, desde luego, pero sólo lo justo. Luego nos reconciliamos haciendo el amor y hablando de cosas que, en el fondo, no son tan importantes. Ella es el motor de la relación y yo le pongo ganas, entusiasmo y paciencia. Si los dos tuviéramos su carácter, descarrilaríamos al primer choque. Ella manda, dispone, organiza, prevé y hasta me cuida. No se trata de un rol maternal —me da grima Edipo y toda su movida—, sino de una alianza bien equilibrada. Ana necesita alguien que sepa calmarla en sus arrebatos de furia —mi repertorio de caricias es infalible— y yo necesito a alguien que tire de mí y me sacuda la pereza que me domina.

Como no tengo ningún drama personal a mis espaldas, no sé cómo puedo explicar por qué no me di cuenta de que uno de mis alumnos favoritos iba a asesinar a su padre y a dejar medio muerto a uno de sus hermanos. Eso sí, el lunes del incidente en la cafetería me quedé sorprendido. No sé, nunca le había visto fuera de sí. Con tanta rabia. Yo estaba tomando algo. Tanteando al personal, viendo quiénes de mis compañeros del año anterior repetían y quiénes habían llegado nuevos. De mi grupo del curso anterior no se había quedado nadie, así que me tocaba volver a tejer una red social cómoda para, por lo menos, poder tomar café en los recreos. Me fijé en Álvaro, cómo no, y en cómo se comía con los ojos a Dani, el camarero. Un tiarrón, la verdad, con unas espaldas inmensas y cara de chulo de película ochentera. Algo anacrónico, a su modo. A mí me gustaba más la camarera del año pasado, una mulata dominicana simpática y guapísima que nos tenía a todos enamorados. Su novio era todavía más grande y más cachas que Dani, así que nadie se atrevió jamás a cortejarla, pero no nos faltaron ganas, porque era una belleza.

A ver, que me desvío. El caso es que Marcos apareció pidiendo una coca-cola. Dani le dijo que esperase su turno (una chorrada, porque en esa jauría humana no hay nada que se parezca a un turno) y Marcos volvió a gritar. Gritaba una cocacola como si gritara otra cosa, pero a mí se me escapaba el porqué. Sí que es cierto que lo miraba como si lo odiara, pero Dani no reaccionaba. Luego le pregunté y me dijo que no había visto a aquel chico en su vida, así que no sabía por qué se había puesto de esa manera. El caso es que de los gritos pasaron a los gestos. Marcos se lanzó sobre la barra y cogió a Dani de la camiseta. Claro, a Dani le bastó un manotazo para quitarse al chico de encima, como si no fuera más que una mosca. Marcos volvió a levantarse e intentó ir de nuevo a por él, pero en ese momento entró la jefa de estudios, y sus compañeros, viendo que se podía armar una buena, lo sujetaron. No sé, no tengo ni idea de qué relación tiene esto con lo que pasó después, pero sí que es verdad que ocurrió algo extraño esa mañana. Algo que siguen sin explicar. Porque Dani insiste en que no piensa hablar más del tema y en que ya está todo dicho. Que Marcos le faltó al respeto y él se defendió. También lo entiendo, todo esto le ha venido fatal y él necesita el curro. Está pluriempleado, me parece.

Con Dani no era posible hablar. Ni siquiera quería prestarse, como sí hizo el director del centro, a una sucinta entrevista para resumir lo ocurrido. «No tengo nada que decir. No conocía a ese chico y esa bronca no fue ni mejor ni peor que las que provocan otros alumnos» y zanjó la cuestión así de rápido. En ese punto, la jefa de estudios no duda en darle la razón. «Incidentes como ése ocurren a decenas cada mes. No teníamos por qué preocupamos por ello. Con una sanción firme, bastaba. Es más, no suelen ser castigos muy duros. Este tipo de asuntos se saldan con un discurso más o menos amenazante y poco más». Álvaro, que también estaba allí cuando ocurrió, ratifica la versión de Álex.

Los amigos de Marcos tampoco entendieron qué pudo pasar. «Estaba muy nervioso, como raro», me cuenta Sandra. «No sé si le ocurría algo. Esa semana casi no nos contaba nada. Andaba como ido». Profesores y compañeros coinciden en esa apatía como uno de los rasgos que caracterizaban a Marcos antes de la agresión. ¿Pero cómo pudo transformarse esa desidia absoluta en un arrebato de ira tan terrible? ¿Tendrían algo que ver en ese cambio las nuevas amistades de las que me hablaron los padres de Raúl? Las piezas parecían multiplicarse, pero seguían sin encajar.

Su siguiente expulsión no la presencié más que de forma indirecta. Y, por segunda vez, tampoco lo entendí, para qué negarlo. Marcos nunca había amenazado a un compañero y, mucho menos, a un profesor. ¿Por qué se había enfrentado a aquella compañera mía delante de toda su clase? ¿Cómo había llegado al extremo de agredirla? No me cuadraba… Además, él no da el perfil de tío violento, para nada. Marcos es el simpático, el ligón, el caradura, el chulo. Todo eso sí; pero el salvaje, no. Al menos, hasta este curso. Su hermano pequeño, Adolfo, es otra cosa, el tío está enorme para su edad y se aprovecha de eso para darle caña a más de uno. No te imaginas los líos en que se mete… Aquí, en el tuto, cuando las cosas se ponían feas, Marcos se encargaba de sacarles las castañas del fuego a sus dos hermanos. Tampoco tenía que hacer gran cosa, su prestigio bastaba para que nadie se atreviese a tocarles. Como ves, esto tiene un poco del Far West, Santi. No sé si lo has notado.

El jueves, cuando Marcos vino con su padre para reunirse con Gerardo y con Sonia, yo estaba en dirección, en una de mis horas de colaboración con el centro. Esas horas son una gilipollez, una forma de justificar el sueldo y mantener a los profesores atados al tajo durante más tiempo del que deberíamos. Como todo el mundo se queja de que tenemos pocas horas de docencia, se nos suman estas tonterías. Que si biblioteca, que si guardia de no sé qué, que si colaboración con el centro. Hago, sobre todo, trabajo administrativo una hora a la semana sin cobrar un euro por ello. Es más barato tener profesores haciendo eso que contratar a alguien más para la secretaría.

Yo andaba rellenando impresos, o poniendo sellos, lamiendo sobres, o haciendo cualquier mamonada por el estilo cuando llegó Roberto con su hijo. Lo conocía del año pasado, de cuando fuimos al entierro de Ángela. Qué putada. Sus hijos se quedaron hechos una mierda. Y ya te digo que no son malos chicos. O no eran malos chicos, no sé. Roberto venía con una cara tristísima, casi más fúnebre que en el entierro y, cuando pasó a su despacho, Gerardo me pidió que me largara y que avisara a Sonia para que les acompañara durante la reunión. Seguí haciendo lo que quisiera que estuviera haciendo en la sala de al lado y, aunque no del todo, sí que pude oír algo de lo que hablaban. Sólo me enteré de cosas sueltas, pero lo que estaba claro es que entre Marcos y su padre había algún tipo de problema. Era normal que estuviera enfadado con su hijo después de lo que había hecho, pero lo lógico es que Marcos se callara y asumiera la bronca. En eso los adolescentes son muy legales. Ellos se rebelan, porque es su obligación (si no se rebelan a los quince, ¿cuándo cojones van a hacerlo?), pero luego afrontan las consecuencias. En eso me da pena no ser ya adolescente. Yo ahora me escaqueo rápido. En cuanto puedo. No asumo una consecuencia ni de casualidad.

La reunión duró casi una hora. Llena de gritos, de reproches. De tú, de yo, de más tú y de más yo. Ni un dato concreto, eso sí. No es que no quiera contarlos, es que no escuché nada que me aclarase qué les pasaba. Sólo sé que Marcos estaba rabioso. Que culpaba a su padre de todo. Me resultaba insólito. Y muy infantil. No era propio de Marcos. Claro, que tampoco es propio de él machacar la cabeza de alguien con una máquina de escribir… A veces creemos conocerlos y no tenemos ni idea de cómo son. En realidad, los profesores y los padres no tenemos ni puta idea de nada.

Marcos aguantó cuanto pudo, pero al final lloró. Sonia intentó calmarlo sin mucho éxito mientras Gerardo seguía increpándolo. El padre salió entre tanto a fumar un agarro. Le dije que no se podía fumar en el centro y me mató con la mirada. Los padres también tienen lo suyo. Deberían damos un plus por aguantarlos. Tiró el cigarro —le faltó poco para lanzármelo a la cara— y se fue al patio a encenderse otro. Allí tampoco se puede fumar, pero le importaba una mierda. Yo no tenía ganas de bronca, así que me quedé donde estaba. «¿Nos traes un vaso de agua?», me pidió el director. Y eso hice, pedirle a Dani —que estaba ligando con Álvaro, por cierto— un vaso de agua. Entré para dárselo y me encontré con Marcos totalmente hundido, ya calmado, pero con una mirada tan triste y tan herida como cuando murió su madre. Exactamente igual. A lo mejor sigue en shock postraumático, pensé, pero —como ya he dicho— no soy psicólogo, ni pedagogo, ni nada de lo que se supone que somos los profesores. Yo sé hablar inglés y sé hacer que mis alumnos finjan que hablan inglés, pero de psicología, cero.

Vuelvo a salirme del tema, ya lo sé, pero es difícil ajustarse a los hechos. Como cuando pido una redacción de trescientas palabras sobre un tema cualquiera. El tema es siempre una chorrada. El peor de todos: las vacaciones. Cuando era alumno, odiaba escribir una redacción en inglés sobre las vacaciones cada mes de septiembre. Ahora odio corregirlas. Es lo malo de este curro, que no salimos nunca del colegio, atravesamos la misma etapa indefinidamente. Hasta volvemos locos. Como Eduardo, el psicópata ese de la pornografía infantil, que parecía tan normal y era un sádico y un violador en potencia. O como Marcos, que a saber por qué narices hizo lo que hizo.

Cogió el vaso de agua sin mirarme. Luego me fui de allí y entró su padre otra vez. Desde ese momento sólo hablaron Sonia y Gerardo. Nadie más. Ni Roberto ni Marcos dijeron una sola palabra. Salieron a los diez minutos. Marcos iba cabizbajo, dando patadas a todo, aún enrabietado. Su padre le seguía a unos pasos mientras se encendía otro cigarro. No dije nada. Me agota poner normas y límites a los demás. «Yo no soy un poli, chicos, no tengo alma de madero», les digo a mis alumnos. Es mi segunda frase el día de la presentación. Con dos frases —dos solemnes tonterías— me los gano a los quince minutos. Este trabajo tiene algo de showman; sólo hay que fingir, inventarse un personaje y mantenerlo. Cuanto menos te implicas, mejor te va. Y así, a veces, hasta aprenden algo.

Hoy, en el recreo, no ha venido ninguno de los alumnos. Sólo aparece Ahmed, que acaba de recibir un parte de uno de sus profesores.

—¿Y esto? —me intereso.

—Nada. —Oculta el papel avergonzado y me dice que si no va a venir nadie más, mejor se larga.

—¿Otra vez Adrián?

—Es un capullo… —Está deseando contárselo a alguien, así que no me cuesta hacerle hablar—. Un gilipollas que lleva desde que empezó el curso dándome la brasa. Hoy se ha pasado tres pueblos y ha puesto «moro de mierda» en la pizarra. No lo había firmado, claro, pero yo sé que ha sido él. Conozco su letra… Ha entrado en clase Carmen, la de religión, y como nos ha visto en el suelo, me ha llevado a Jefatura.

—¿Sólo a ti?

—Según ella, me paso el día montando bronca… —Arruga el parte que le han entregado con furia. Lo rompería gustoso si pudiese hacerlo—. A ver quién convence a mi padre de que no ha sido culpa mía. De ésta me llevo un mes sin móvil. Como poco.

Le digo que se vaya para que pueda aprovechar los diez minutos que aún le quedan de recreo, sale tras meter el parte en la mochila y yo me quedo solo y pensativo en el aula. No me gusta nada lo que oigo y tampoco tengo muy claro si debo intervenir de alguna forma. Al menos, me consuelo, ponerlo por escrito será un modo, aunque indirecto, de denunciar ciertas rutinas que parecen más habituales de lo que me gustaría creer.

Extrañado por la ausencia de los demás alumnos, decido llamar a los padres de algunos de ellos. Pruebo suerte con Laura, que me cuenta que Sandra y Raúl han decidido no colaborar más. Se disculpa en nombre de ambos y me explica que Sandra ha tenido un ataque de ansiedad a causa de toda la tensión acumulada tras el terrible suceso. Ni ella ni su chico —al fin me confirman lo que parecía evidente: Raúl y ella están saliendo— se sienten con fuerzas para seguir hablando, y sus padres —y en ese momento siento que ella habla en nombre de los cuatro— prefieren que les deje un poquito de aire.

—Queremos ayudar a Marcos, Santiago. De verdad… Ya nos oíste ayer… Pero no a costa de la salud de nuestros hijos. Son demasiado jóvenes para afrontar todo esto…

Lo entiendo. De verdad que sí. Estoy dispuesto a conformarme con lo que me han dicho hasta ahora con tal de evitar males mayores. No puedo forzarles a compartir conmigo algo que les hace tanto daño, algo que —como parece evidente— no han sido capaces aún de procesar. Ni ellos. Ni sus padres. Ni sus profesores. Toda una comunidad educativa que sigue preguntándose dónde están los límites que separan la normalidad de la locura. La calma de la tempestad.

—A cambio, me gustaría que vieras algo…

—Dime.

—¿El lunes a las cinco? ¿En el Café Comercial?

Accedo sin dudarlo. No sé qué tendrá que enseñarme, pero dudo que Laura vaya a hacerme perder el tiempo.

De aquella semana no puedo contar nada más. O por lo menos, nada nuevo. Sólo hay un detalle que creo que todo el mundo pasa por alto y que a mí, no sé, a mí sí que me llama la atención.

Durante el curso pasado todos nos dimos cuenta de que pasaba algo entre Sandra y Marcos. En el fondo, es el tipo de cotilleos de los que hablamos en la sala de profes. Que si A se ha enrollado con B o si B le ha puesto los cuernos a A. Somos humanos, así que los alumnos tampoco se libran de ser carne de rumor. El curso anterior todos veíamos con claridad que había algo más que una amistad entre ellos. Incluso llegaron a darse algún morreo en los pasillos. Hubo quien protestó en algún claustro, que si esto es un lugar de estudio, que si se han perdido las formas, que si dónde vamos a ir a parar. Son profesores anteriores al año cero, es decir, anteriores a la era Tuenti, gente que se piensa que sigue dando clase en los ochenta y a los que estos adolescentes les parecen poco menos que marcianos. Que se sienten en los pasillos, enseñen los tangas o se morreen en sus narices es como si les vomitaran en el último reducto de urbanidad que esos profesores anteriores a la última glaciación exigen, así que este tipo de conductas naturales hasta se debaten en los claustros y dan lugar a polémicas tan estériles como divertidas.

Marcos y Sandra tampoco se excedían; en realidad, sólo los vi morrearse una vez, o puede que dos, pero era innegable que estaban viviendo su particular historia de amor adolescente. Los amores adolescentes, como ha ocurrido siempre, se acaban cuando se acaba el curso. En esto, la generación Tuenti es tan anodina y previsible como lo hemos sido sus predecesores. Llega el verano, las vacaciones, el viaje con los padres, si hay suerte la escapada con los amigos y, en resumen, un sinfín de excusas para olvidar al novio o al rollo que hayan tenido hasta junio y la ocasión de probar nuevas bocas y nuevos cuerpos. Les entiendo, vaya si les entiendo. A mí la fidelidad me parece un coñazo, aunque la practique, qué remedio… Pero a su edad es diferente. Más rápido. Un asco, eso sí, porque el placer es torpe, las relaciones se hacen cansinas y el entorno pesa con sus límites y sus vigilancias, pero, por lo demás, hay algo de espontaneidad en ese ir y venir de primeros novios y, sobre todo, una cierta euforia contagiosa.

Por todo eso, el hecho de que Sandra y Marcos no siguieran juntos en septiembre entraba dentro de lo previsible, hasta de lo natural. Pero lo que ya no parecía tan fácil de entender es que ahora no fueran dos, sino tres. Marcos, Sandra y Raúl, un chico más bien apocado y delgadito (nunca he entendido el éxito entre las tías de los enclenques) al que Sandra había escogido como nueva pareja. Que ella, voluptuosa y sensual hasta niveles casi insanos, hubiera cambiado la corpulencia de Marcos por aquel saco de huesos disfrazado de alternativo ya era un misterio en sí mismo, pero que Marcos no se separase de ellos, me lo parecía aún más. En plena semana de ataque de furia, de rebelión contra todo y contra todos, me resultaba increíble que no se produjese ni el más mínimo enfrentamiento entre Marcos y aquel tipejo que le había robado a su chica. Al revés, no se separaban ni un momento y parecían un trío de amigos más que consumado. Sorprendente e ilógico.

En septiembre son habituales las peleas en el patio por los rollos perdidos durante el verano. En mi primer año casi me parten la cara entre dos tiarrones de diecisiete que descubrieron que habían salido en vacaciones con la misma chica. Uno en julio y otro en agosto. La chica, desde luego, se había organizado con un espíritu equilibrado y matemático. Casi salomónico. Pero los pretendientes no lo vieron así y se propinaron una buena paliza que me costó lo mío detener.

Claro que lo de Marcos es excepcional, pero la violencia —en mayores o menores dosis— forma parte de la convivencia escolar en cualquier instituto. Chavales que se apuñalan, o que se tiran unas tijeras en la clase de tecnología, o que le clavan la grapadora en la mano a un compañero, o que pasan droga en la hora del recreo obligados por sus padres o a espaldas de ellos, qué más da. Pretendemos no verlo, porque es cansado luchar contra ello y porque, a su manera, los patrones que sustentan esas conductas son también los nuestros, así que entraríamos en un debate demasiado complejo y a lo mejor, en vez de vigilar a los que se morrean en los pasillos, tendríamos que reflexionar sobre la esencia de la educación y el papel que la sociedad ha de desempeñar en esa tarea. Es más sencillo dejar que se den unas cuantas hostias en el patio, separarlos cuando pasan a mayores, avisar a los padres y conformarse con que reciban otras hostias más en casa. Un prodigio educativo de principio a fin.

Raúl no le habría aguantado ni medio asalto a Marcos, pero jamás tuvimos que preocupamos por su integridad. Es más, él y Sandra son quienes peor lo están pasando con este tema. Sé que todo esto no es más que una pequeñez, pero tal vez merezca la pena comentarlo. No sé, no creo que a Sandra y a Raúl les importe que lo haga. Están más que orgullosos de su nueva relación y presumen —con morreos incluidos— de ella por todo el centro. Desde que encerraron a Marcos se les ve más unidos —y también más tristes— que nunca. Supongo que seguirán así, al menos, hasta junio. Luego, cuando llegue el verano, ya veremos qué pasa.

Lo que parecía una simple anécdota fue, sin embargo, un punto de partida mucho más interesante de lo que Álex había previsto. Su comentario se correspondía, además, con lo que yo había ido observando en mis conversaciones con los chicos. De algún modo, confiaba en que Laura me hubiera llamado para mostrarme algo que nos permitiese entender mejor ese insólito haz de relaciones; pero para ello tendría que esperar, al menos, unos días más.

En cuanto a mi escueta conversación con Gerardo, el director del instituto, me limitaré a transcribirla tal y como tuvo lugar. Me convocó en su despacho el viernes 23 de octubre y se mantuvo firmemente apegado, en todo momento, a la versión oficial de los hechos. Pocos datos añadió que resultaran relevantes, salvo algún comentario que, por casualidad o por culpa del cansancio, se salió de un guión bien aprendido.

P. El pasado jueves 17 de septiembre mantuvo usted una reunión con Marcos, el padre de éste y la jefa de estudios del centro. ¿Me podría contar cómo transcurrió aquel encuentro?

R. Con absoluta normalidad. Había que sancionar a Marcos por su mala conducta en clase y contamos con la cooperación del padre desde el primer momento.

P. ¿Lo conocía?

R. Por supuesto que sí. Marcos lleva cuatro años en nuestro centro y su hermano mayor, Ignacio, cursó con nosotros toda la Secundaria y el Bachillerato. Fue uno de los mejores alumnos que hemos tenido, así que naturalmente que conocía a su padre, especialmente tras la trágica muerte de su mujer. Aquello afectó a los cuatro hermanos profundamente.

P. ¿Consiguieron que Marcos les explicara por qué había reaccionado de aquel modo tan violento?

R. Prácticamente no habló. De todas formas, no voy a reproducir sus palabras. Me parece que, desde el punto de vista ético, sería completamente erróneo.

P. ¿Intentó, al menos, razonar ante ustedes el porqué de su actitud?

R. No se trataba de buscar el porqué de una agresión a una profesora, sino de hacerle entender que aquello no podía repetirse. Estábamos muy preocupados, especialmente el padre.

P. ¿Había más motivos para preocuparse?

R. ¿No le parecen ya suficientes?

P. Por supuesto, pero parece que usted apuntaba en otra dirección.

R. A estas edades hay muchas razones que hacen que padres y profesores nos preocupemos por los alumnos. Marcos había vivido una experiencia traumática y eso le había hecho volcarse mucho en sus amigos. Lógicamente, a su padre le preocupaba que esos amigos no siempre fueran los mejores.

P. ¿Por algún motivo en concreto?

R. No hablamos de eso en la reunión. Yo no trato de sustituir a los padres en su tarea. Simplemente ejerzo de puente de comunicación entre ellos y sus hijos.

P. ¿Puedo deducir que Marcos había cambiado de amistades recientemente?

R. Marcos era muy popular. Se relacionaba con todo el mundo. Dentro del centro, desde luego, no vimos nada que nos llamase la atención.

P. ¿Y fuera?

R. Eso a mí no me incumbe. Mi labor termina en los muros del instituto.

P. ¿Percibió durante ese tiempo algo especial en la relación entre Marcos y su padre? ¿Algo a lo que le diera significado cuando se enteró de lo que había ocurrido el domingo siguiente?

R. Nada en absoluto. Su relación era difícil desde mucho antes de que falleciese su madre. Marcos tenía debilidad por ella, pero eso tampoco es algo excepcional. En todas las familias hay favoritismos. Los hijos no nos quieren a todos por igual.

R ¿Nada más?

R. Si se refiere a algo que hiciera pensar en un asesinato como el que se cometió, rotundamente, no. Es cierto que Roberto era un padre muy estricto y de profundas convicciones morales y religiosas, pero también era un hombre muy inteligente. Sus hijos tenían una buena relación con él. Ignacio lo adoraba, y tanto Sergio como Adolfo han hablado siempre bien de su padre. En cuanto a Marcos, se trata de un adolescente que tolera mal las normas, así que es natural que hubiera enfrentamientos de vez en cuando. Pero de ahí a… De ahí a lo que ocurrió, no. No noté nada.

P. ¿Qué tipo de sanción le impusieron?

R. Su falta había sido muy grave… No olvide que agredió en mitad de la clase a una de sus profesoras. Por tanto, estábamos obligados a expulsarle del centro durante, al menos, cinco días. Acordamos con Roberto que el castigo se haría efectivo la semana siguiente, de modo que Marcos no asistiese al instituto desde el lunes 21 hasta el viernes 25.

P. ¿Obligados? ¿No son libres para fijar sus propias sanciones?

R. En cada centro escolar existe un Reglamento del Régimen Interno que ha de respetarse con absoluto rigor. Si pretende insinuar que desde esta Dirección se toman decisiones arbitrarías en cuanto a la disciplina de los chicos, está usted cayendo en un gravísimo error.

P. ¿Le gustaría añadir algo más?

R. Sólo querría que sus lectores no se llevasen una idea equivocada de nuestro centro y, en general, de nuestro trabajo como educadores. Soy profesor desde hace más de veinte años y dirijo el IES Rubén Darío desde hace ocho; he visto todo tipo de profesionales y vivido toda clase de situaciones, aunque ninguna ha sido tan trágica y horrible como ésta. Sin embargo, creo que sus lectores deben mirar los textos de mis compañeros con perspectiva: no son más que visiones subjetivas de personas profundamente afectadas por un hecho que ha cambiado la vida del centro más de lo que nos gustaría admitir. En mi modesta opinión, creo que han confundido su invitación con el diván de un psicoanalista, así que no estoy seguro de que ese enfoque sea el más adecuado para abordar una cuestión como ésta. En cualquier caso, sí me gustaría insistir en que sus declaraciones son individuales y no están sustentadas ni apoyadas por el centro como institución. Asimismo, me gustaría aclarar que desde el IES Rubén Darío se hizo todo lo posible por controlar la situación y que el esfuerzo, el trabajo y la dedicación de nuestro personal son, en todo punto, impecables.

Aunque su última intervención me resulta demasiado extensa, estudiada y propagandística, me parece justo incluirla sin cambiar ninguna palabra. A fin de cuentas, el mero hecho de no oponerse a mi investigación ya constituye un acto de buena voluntad por su parte, así que me veo obligado a responderle del mismo modo. En cuanto a las palabras de Gerardo, Álex no duda en hacerme una matización:

—Tuvieron que hablar de las compañías —me asegura mientras nos tomamos una cerveza en un bar próximo al instituto. Tras mi tensa entrevista con el director, necesito un poco de aire fresco—. Sé que ese tema les preocupaba especialmente a los dos, a su padre y a Gerardo. Te miente cuando dice que no le interesaban las amistades de Marcos fuera del centro escolar.

—¿Y tú sabes algo de todo eso? —Álex hace memoria mientras pedimos otra ronda. Tengo que confesar que me siento a gusto charlando con él. Es más fácil de tratar que Álvaro y no percibo la tensión sexual casi intimidatoria que me provoca Gema. En el fondo, siento que el de inglés y yo tenemos bastantes cosas en común.

—No sé, Santi… Lo único que puedo decirte es que ese mismo jueves, en el recreo, me fijé en que Marcos estaba hablando con alguien en la acera del instituto. Los de Bachillerato pueden salir del patio, así que con cierta frecuencia se ven con gente de fuera. No conocía a aquel tipo, casi tan alto como él y, seguramente, algo mayor. Iba todo de negro, con una camiseta negra idéntica a la que llevaba Marcos, una con un dibujo de un payaso asesino o algo así, como si fuera un personaje de cómic. Por razones que a mí se me escapan, la de religión, que tenía guardia de patio esa mañana, fue corriendo a avisar a Gerardo, que no tardó en presentarse allí y meter a Marcos de nuevo en el centro. Aquélla fue una situación incómoda y fuera de lugar. El chico desapareció sin que me diera tiempo a verle bien la cara y mis compañeros fingieron no haberse enterado.

Le invito a otra ronda más y caigo en la cuenta de que necesito encontrar, cuanto antes, al dueño de esa camiseta. Sospecho —y creo que no me equivoco— que ese desconocido personaje ha jugado un papel fundamental en esta macabra historia.