Sonia S. H., jefa de estudios del IES Rubén Darío y mi mayor aliada durante toda esta investigación. Sin su ayuda y su confianza, este proyecto jamás habría sido posible. Su necesidad de hallar la verdad —junto con el cariño que sentía hacia la familia de Marcos— fue el motivo que le hizo apoyarme casi desde el principio. Enseguida supo qué día iba a relatarme: el miércoles 16 de septiembre. Según ella, era la jornada de la que más cosas podía contar. A cambio me pide que tenga paciencia, pues quiere distanciarse un poco para retratar con un mínimo de precisión los hechos de aquella mañana. Como yo estoy ocupado recopilando los testimonios de Álvaro y Gema, no me importa demasiado darle el margen de tiempo que necesita. Tras enviarme tres borradores que considera fallidos, el martes 20 de octubre me entrega en mano la versión definitiva de su relato, justo cuando se cumple un mes del asesinato de Roberto.
Por lo que he podido observar en estos primeros treinta días de mi investigación, Sonia lleva el cargo de jefa de estudios con soltura y mano firme, y es obvio que sabe suavizar su fuerte autoridad con las oportunas dosis de empatía. A pesar de su juventud —apenas ha superado los cuarenta—, lleva a cabo una gestión tan eficaz como meticulosa dentro del Darío. «Perfecta para el cargo», insiste Álvaro. «Demasiado flexible», objeta Gema. «Una tía estupenda», me comenta Ahmed, «ya me ha dado algún parte, pero bueno, los suyos sí me los merecía».
Según Sonia, los chicos asumen bien la disciplina siempre que comprendan las reglas del juego: «Lo único que no soportan es la incoherencia. Si las normas les parecen comprensibles y justas, puede que las transgredan, pero no protestarán por la sanción que les impongas». ¿Era coherente el código que regía la convivencia en casa de Marcos? Todo apunta a que sí —unas reglas estrictas, pero muy nítidas—; sin embargo, tampoco esa claridad fue suficiente para mantener un orden que, cuando se rompió, acabó por alterarlo todo. Y para siempre.
¿Cómo fueron aquellos días? Buena pregunta, Santiago… Yo también me la formulo a menudo, pero siempre llego a la misma respuesta. Aquélla fue una semana más. Igual que cualquier otra. Ni mejor ni peor que las demás. Una semana con los altercados habituales —a veces son más, a veces menos—, donde todo se sucedía de manera anodina y monótona.
Aquel miércoles comenzó igual de gris. Sólo eran las nueve y cinco y ya tenía en mi despacho al quinto alumno expulsado en la primera hora. ¿Cuántas cosas se pueden hacer para ganarse una expulsión en apenas veinte minutos de clase? ¡Y en la primera semana del curso! A veces me sorprende la respuesta… Pero allí estábamos. Con mi quinto sermón. La quinta llamada a los padres. El quinto parte disciplinario tan inútil como los cuatro anteriores… Pero lo peor es que, aquella mañana, todo eso me daba un poco igual. Me costaba concentrarme en el trabajo, incapaz de ejercer con una mínima naturalidad mi papel de jefa de estudios severa e impertérrita. Creo que gracias a lo logrado de mi personaje los chicos me apodan Snape, sí, por el de Harry Potter. Según Elena, mi hija, parte de la culpa de ese mote la tiene mi manía de llevar el pelo largo y suelto. «Te peinas como él, mamá. Y como tienes ese pelo tan negro…». Quizá por eso este año me he cambiado de look. Rabiosamente corto. Y, según mi estilista, también rabiosamente moderno. Según él —y según mi hija—, el nuevo corte acentúa mis profundos ojos verdes. Mi estilista siempre se expresa así, con un tono algo cursi, similar al que uso yo cuando dulcifico ante los padres las hazañas de sus hijos.
Sé que no suena profesional y que ni siquiera es digno de mí, pero aquella mañana no me sentía con demasiadas fuerzas. Una cena con mi ex la noche anterior —supuestamente educada y diplomática— me había dejado exhausta. Tuve que medir cada una de mis palabras, segura de que Jaime las podría estar grabando, o anotando, o memorizando. Temiendo que pudiera usar cualquier comentario fuera de tono en mi contra, tal y como ya hizo cuando nos divorciamos. La conversación —tensa, dolorosa— me daba vueltas continuamente, así que no conseguía decir nada mínimamente rotundo o convincente ante aquel alumno que me miraba entre burlón y perplejo.
¿Ésta es la famosa Snape?, ¿y por qué va peinada tan rara?, debió de pensar. Y a su modo, tuvo que reírse para sus adentros (ya le dije a mi estilista que esta imagen me hacía parecer ridículamente joven), sorprendido ante las vacilaciones de una mujer que se perdía en un discurso vacío y farragoso. En el fondo, dijera lo que dijera, no le iba a importar demasiado. Él ya sabía por qué estaba allí y en qué consistía la gravedad de lo que había hecho, pero, en realidad, haber sido expulsado y enviado a jefatura no era más que un síntoma evidente de su triunfo: acababa de demostrar en público la debilidad de su profesor, así que, ahora que había puesto en duda su autoridad, podría seguir desacreditándolo cuantas veces le pareciese oportuno.
Es un círculo fácil. Vicioso, por supuesto, y muy sencillo. Ellos lo conocen mucho mejor que nosotros, saben que basta con hacemos perder los nervios para que todo salte y nos acabe estallando en la cara. Los padres, depende de cómo sean, ayudan en diferente grado. No mucho, la verdad. O no se implican o se implican sin meterse muy a fondo. Educar así resulta un imposible. No se puede ejercer la educación sólo —y solos— entre estas paredes. Sobre todo cuando, como me pasaba a mí aquel miércoles, no se tiene la cabeza donde debe estar. Cuando la esfera personal te arrolla y te deja sin palabras y sin coherencia, porque tus emociones no la tienen, ni tu mundo, ni la vida que se te hace pedazos por una conversación que nunca debió existir con un ex que no entiende que te está asesinando lentamente, vaciándote hasta que no eres más que una sombra, un fantasma que diserta con un alumno sobre los motivos por los que no debe grabar a un profesor mientras lo humilla en público.
—¿Se puede saber por qué has hecho algo así? —Intentaba que aquel alumno me explicase lo inexplicable: por qué, mientras su profesor estaba escribiendo en la pizarra, él le había bajado los pantalones y había grabado la hazaña con su móvil.
—Mola. —Me devolvió una mueca sarcástica, casi victoriosa.
—¿Quieres hablarme con educación?
—No te he insultado.
En eso consiste la educación para muchos de ellos. Mientras no te insulten, ya están comportándose correctamente. Estaba cansada. Harta. No sabía cómo demonios actuar.
—Tu móvil se quedará requisado en Jefatura hasta que tus padres vengan a por él, ¿está claro? —No dijo nada. Me dio el teléfono y siguió en silencio. Estaba orgulloso, no había duda—. Y, de momento, estás expulsado hasta mañana. Después estudiaré con el director si prolongamos la sanción un día más.
Salió sin decir nada, casi juraría que eufórico por mi decisión. Le había quitado el móvil y borrado su vídeo, sí, pero no podría evitar que, desde esa mañana, su grabación circulase por la red. Lamentablemente, la tecnología es mucho más rápida que la disciplina y, en sólo unos segundos, él ya le había pasado el vídeo a media clase con la sencilla ayuda del Bluetooth. Por si fuera poco, en mi arrebato de ira, acababa de premiarle con el castigo más cómodo para nosotros y más apetecible para ellos: un día entero sin clase. Aquel miércoles había empezado mal y, seguramente, la noche anterior tenía parte de culpa en mi lamentable falta de reflejos. Y de recursos.
—Son casos aislados —opina Raúl—. La mayoría no somos así.
Todos, incluido Álvaro, le dan la razón. Hoy me han permitido que su tutor se incorpore, excepcionalmente, a nuestra charla del recreo. Al principio no les ha entusiasmado mi propuesta, pero al final he conseguido que accedan al experimento.
—Marcos no era de ésos —le defiende Sandra—. Álvaro, ¿a que no?
—No tuvimos mucho tiempo de conocemos… Apenas estuvo en clase una semana.
—Pero eso, en una semana, ya se sabe. ¿O no?
Me confunden los gestos y las palabras de Sandra. Por un lado, no se despega de Raúl, al que coge la mano de forma intermitente. Por otro, habla de Marcos con un apasionamiento que me hace pensar que entre ellos todavía hay algo más que una simple amistad. Definitivamente, se me escapa algo de todo esto, así que me limito a seguir tomando nota de cuanto veo, confiando en que, al final de los cinco relatos prometidos, todo este barullo de ideas y de impresiones cobre algo de sentido.
—¿Podemos irnos ya? —Noto que hoy Raúl y Sandra tienen prisa, pero no sé si atreverme a preguntarles por qué.
—¿Vais a algún sitio después de clase? —Álvaro, más decidido, lo hace por mí.
—Queríamos visitar a Marcos —le explica Raúl—. Hemos pensado en preguntárselo a su tío, a ver qué opina.
Les pido que me tengan al tanto de su intento y, al día siguiente, sus expresiones de derrota hacen inútil cualquier pregunta. Está claro que la consigna del silencio se mantiene y ni siquiera los mejores amigos de su sobrino tienen derecho a hablar con él. Intento concentrarme en el texto de Sonia. Empiezo a implicarme demasiado en esta historia y siento que quizá esa empatía no es, ni mucho menos, la perspectiva más útil —ni más productiva— para mi trabajo.
Martes por la noche. Un restaurante caro, cómo no. Uno de esos lugares donde Jaime jugaba a enamorarme cuando todavía creíamos que nuestra vida en común tenía sentido. No hay demasiada gente. Es un mal día y se nota que la economía tampoco ayuda. A Jaime no le va nada mal, supo colocar bien su dinero y en el divorcio tampoco perdió gran cosa. Preferí no pelear. Con una pensión justa para Elena me conformaba y eso, he de admitirlo, no fue conflictivo. Siempre tuvo debilidad por su hija, aunque no haya ejercido con frecuencia de padre. Ella no lo percibe así, en su balanza pesa más el nuevo iPhone o la Wii o cualquiera de los trastos con los que su padre, entre viaje y viaje a Londres, puebla su habitación. Sabía que no tenía que preocuparme por nada de eso y yo, sinceramente, no quería mucho más. Tampoco intento dar una imagen de modestia que no va conmigo, Santiago, más bien al revés, es puro orgullo. Pura soberbia. Siempre he sido autosuficiente y no pensaba vivir de otra manera ahora. Con o sin él.
La idea de aquel restaurante me pareció fuera de lugar, pero tampoco la discutí. No sabía si aquel pretencioso local en Núñez de Balboa era el sitio más adecuado para discutir el asunto que nos había llevado a quedar con tanta urgencia. Nos sentamos en una mesa al fondo del local y nos quedamos un minuto en silencio, sin saber qué decir. Pronto empiezan las frases de cortesía, el cómo te va, el qué tal estás, el cómo sigue tu trabajo. Resumo un par de anécdotas —incluyendo el altercado de Marcos con el camarero, que entonces no era más que eso: una simple anécdota— y elegimos en una carta llena de nombres franceses y platos que rozan lo ininteligible. A su manera, intenta descolocarme. Ha elegido un terreno que no es neutral, un sitio de los que sacan mi vena más antisistema, de esos que me crispan porque el lujo nunca fue conmigo ni con mis principios. Aguantamos con comentarios insulsos hasta que el camarero nos sirve un par de platos enormes con dos ridículas porciones de ¿será carne?, en medio de cada uno. Entonces ya no somos capaces de dar más rodeos y las palabras comienzan a salir. Torpes, hirientes. Pero salen.
«No puedes quitarme a Elena. No puedes». Es todo lo que he venido a decirle. Y se lo digo con furia, porque no sé hablar de este tema de otro modo, aunque haya ensayado mis frases y me haya prometido que mantendré la calma. No pienso dejar que se la lleve, ahora no. Pero él sabe que ella tiene edad para elegir, que puede hacerlo y que yo no estoy dispuesta a arruinarle la vida por una pelea de la que mi hija no tiene la culpa. Sabe que si Elena dice ante un juez que desea irse a vivir a casa de su padre, yo me limitaré a asentir, a fingir que todo está bien y a quedarme derrumbada y rota en el sofá. Supongo que por eso me castiga, no porque desee tenerla consigo, sino porque debe quitarme parte de lo que no se llevó. Por eso hablo con ira, porque no estamos discutiendo sobre el bienestar de nuestra hija, ni sobre su futuro, ni sobre nada que tenga que ver con ella. Estamos discutiendo sobre el daño que nos hicimos en el pasado y las cicatrices que nos quedan y las ganas de meternos vinagre en las heridas hasta hacer que nos revolquemos de dolor por el suelo de un apartamento —lo único que exigí en nuestro divorcio, ¿tanto te parece, Jaime?— que él querría conservar para vivir con su nueva mujer.
«No me hables de ella, no me menciones a la dichosa Alicia: ella no tiene nada que ver con todo esto». Pero él me ignora y me cuenta que Alicia es una madre excelente, que ha educado sola a su hijo de ocho años y que él y Elena se llevan genial. Jaime me dibuja la nueva familia feliz donde vivirá Elena con su nuevo hermano y a mí se me hace enorme este apartamento en el que mi hija ya sólo pasará fines de semana alternos, porque está harta de que imponga disciplina y ejerza de madre —Snape fuera y dentro de casa, con o sin el nuevo corte de pelo en el que, aunque no lo diga, Jaime sí ha reparado— en vez de ser su amiga.
Jaime sigue dando razones estúpidas. Elena ya es mayor. Elena puede elegir. Elena lo ha decidido. Me contengo para no tirarle el vino encima y salir montando una escena del restaurante. Ella no ha decidido nada. Ella se ha dejado seducir por sus argumentos fáciles e irresponsables. Por sus promesas. Y hasta por su cuenta corriente. Ella quiere una madre colega y un padre ausente. Es natural. A su edad todos quieren lo mismo. Lo sé por experiencia. Trabajo en esto. Es ridículo, pero no puedo evitar pensar un segundo en Marcos. En sus hermanos. En la mirada triste que tienen todos desde que murió Ángela. No hay motivo para ello, pero saco el tema en la cena con Jaime y él, por supuesto, me dice que estoy exagerando, que lo que digo no tiene nada que ver con lo que él me propone, que no voy a salir de la vida de mi hija, tan sólo voy a pasar a ocupar otro lugar.
Pero ¿cuál? ¿Qué lugar es ése? Entonces estallo —sin levantar la voz: también el trabajo me ha enseñado eso— y le digo que fue él quien me metió en ese pozo sin fondo donde me encuentro ahora, que fue él quien encontró a la fabulosa Alicia mientras yo seguía convencida de que éramos algo más que dos extraños que coincidían en una misma casa en sus escalas entre viaje y viaje. Claro que sospechaba que veía a otras mujeres, pero siempre pensé que serían encuentros esporádicos, insignificantes. En cierto modo, la fidelidad es un territorio muy confuso, de límites extraños pero evidentes. Alicia era una de esas marcas que no se debían traspasar. Pero ocurrió. Sí, claro que ocurrió. Y muy rápido.
No puedo soportarlo más. Respiro hondo y me levanto dispuesta a marcharme. Él sigue hablando, pero yo no le escucho. No quiero hacerlo. Salgo del restaurante y rompo a llorar en el coche de camino a casa. Sé que Jaime tiene todas las de ganar. Que va a llevarse a Elena.
La expresión de tristeza de Raúl me desarma. Posee esa mirada limpia e intensa que sólo se mantiene a su edad. Esa mirada del compañero entregado que sufre tanto o más el dolor ajeno que el propio. En cierto modo, él y Sandra también están encarcelados desde que condenaron a su mejor amigo. Se sienten parte de la tragedia de Marcos, un horror que viven desde hace días en primera —y atormentada— persona.
—Imposible… Lo hemos intentado todo… y nada.
Raúl está realmente compungido. Es evidente que el tío de Marcos se ha negado a que exista cualquier clase de contacto entre su sobrino y sus amigos.
—Puede que en el reformatorio no le permitan visitas aún. Su situación, de momento, es muy delicada.
Pero ni a él ni a Sandra les convence demasiado mi teoría. Los dos están hoy más distraídos de lo habitual, supongo que siguen pensando en todo lo que querían decirle a Marcos. Todo lo que nadie les deja expresar.
—Es que no es la primera vez… —Raúl empieza a hablar en un tono cada vez más violento. Profundamente enojado—. Con su familia todo es siempre mazo de complicado… Si ni siquiera podía acceder al Tuenti, tío… Ya ves, como si fuera algo del otro mundo.
—¿Por qué no?
—Eso pregúntaselo a su familia. —Como si fuera tan fácil, pienso para mí—. Ellos sabrán por qué tratan a Marcos como si fuera un perro.
Por un segundo creo ver un atisbo de comprensión en la mirada —incendiaria— de Raúl. ¿Acaso está sugiriendo que el crimen de su amigo está justificado? Me asusta pensar que alguien como él, un adolescente aparentemente sensato, pueda llegar a entender una atrocidad tan terrible como la que se cometió ese domingo 20 de septiembre.
—¿Tanto les odiaba como para vengarse así de ellos?
—No les odiaba —asevera Raúl con absoluta firmeza—. Y mucho menos, a su hermano.
—Marcos no se vengó de nadie. —Sandra no deja ni un solo resquicio para la duda—. Él no lo hizo. Y punto.
—Además —añade Raúl—, tú no sabes la de veces que tuvo que repartir leña para defender a Sergio. ¿Cómo se explica que lo haya apuñalado con unas tijeras?
—¿Repartir leña? —Intentan defenderlo, pero la violencia parece que no está tan alejada de Marcos como querían hacerme creer en un primer momento.
—Es que Sergio era el más débil de los cuatro y en el tuto había gente que se metía con él, así que Marcos tenía que defenderle de vez en cuando para evitar que las cosas se pusieran peor.
—¿Y los profesores? ¿Ellos no intervenían?
—Ésos —responde Raúl con un tono despectivo— con leernos el libro de texto y repetimos todos los días lo idiotas y lo incultos que somos ya tienen suficiente. ¿Por qué no te vienes con una grabadora a alguna clase? —me sugiere—. Alucinarías…
El timbre les obliga a abandonarme para volver a su aula. Tras esta breve charla con ellos ya tengo claro que cualquier contacto con Marcos va a ser imposible. No hay modo de romper la pétrea barrera de protección que su familia ha erigido a su alrededor. Pero ¿qué es lo que se oculta detrás de ese muro gigantesco e impenetrable? Cuanto mayor es su mutismo, más evidente resulta que ese silencio sólo pretende ocultar algo. O a alguien.
La cena del martes con Jaime —tan indigesta como sus palabras— me pesaba demasiado como para poder prestar atención al sinfín de problemas que el miércoles por la mañana me acuciaban en mi despacho.
Tras un par de clases en calma, una profesora —creo que no es preciso dar su nombre— entró absolutamente desencajada. Marcos, qué sorpresa, iba con ella. La escena, que he intentado reconstruir del modo más fiel posible, fue algo así. Lástima que el alumno con vocación de director de cine no la hubiera grabado con su móvil, tal vez haya algo en ese diálogo que se pasó por alto. Algo que explique lo que sucedió tan sólo unos días después.
Sonia es una mujer rigurosa y perfeccionista. Al menos, ésa es la impresión que tengo después de haber trabajado con ella en esta peculiar investigación. Una mujer apasionada —en su trabajo, en todo cuanto hace— que trata de canalizar esa vehemencia a través de sus principios. Obstinada en hallar la verdad, necesitó elaborar tres borradores de esta misma escena hasta que, cuando redactó el cuarto, se sintió totalmente satisfecha. «Quería captar todo lo que sentí en aquel despacho durante aquellos cinco o seis minutos. Tampoco duró mucho más. Pero era importante ajustarse a lo que pasó. Y a lo que se me tuvo que escapar sin que me diera cuenta». Se culpa en exceso y no acepta que los demás intenten convencerla de que no debe hacerlo. En sus cuatro versiones no hay ni una sola diferencia en el diálogo, pero sí en las acotaciones, como si en cada una de ellas tratara de asomarse más a los sentimientos de los interlocutores.
Su relato de esa mañana fue otra de las pruebas de las que se valió el fiscal para dar fe del comportamiento violento del acusado y de su marcada tendencia a la agresión física y verbal. «No sé si sentirme responsable por ello. Tal vez estaba demasiado inmersa en mis problemas como para manejar una situación delicada. Tal vez fui yo quien le provocó para que ocurriera aquel desagradable incidente. Porque no fue más que eso. Un incidente». Sonia se aferra, de manera casi sistemática, a una visión de la realidad que pareciera sustentarse en el efecto mariposa. «Todo está conectado», insiste.
—¿Qué ha pasado?
La profesora mira al suelo. Se sitúa detrás de mí, lejos de Marcos. Le tiembla la voz y parece francamente asustada.
—Díselo —le ordena—. Vamos, ¡díselo! —Está a un paso de perder los estribos, así que, con un gesto, le pido que se calle y deje hablar al chico. Me da miedo que diga algo inconveniente que el alumno pueda usar en nuestra contra. La imposición de disciplina es un tema muy delicado: cualquier comentario fuera de contexto nos puede salir mucho más caro que todos los insultos y las agresiones que ellos nos dedican.
—Marcos, ¿vas a darme tu versión o no?
Se calla y mira al suelo. En el parte disciplinario apenas hay datos. Un escueto y tembloroso «me ha faltado al respeto» y una firma que revela nervios y cansancio. Son tantos años en esto que podría cambiar la docencia por el análisis grafológico.
—Marcos, por favor, responde.
Me mira por primera vez. Atisbo algo en sus ojos. ¿Rabia? ¿Desafío? ¿Pide ayuda? No lo recuerdo. Estoy demasiado embotada en mis cosas —Jaime, Elena, la máter maternísima Alicia— como para leer en su mirada. Mastica las palabras y, casi sin querer, al fin las escupe.
—¿Para qué?
Vuelve a mirar al suelo y se coge las manos con fuerza. Aprieta con saña, como si quisiera evitar moverlas. ¿Piensa en golpear algo? ¿A alguien? No es mal chico, lo conozco desde hace años. Ha llegado a 1° de Bachillerato sin problemas, ahora no debería estropearlo. Nunca ha sido demasiado bueno en nada, no es tan brillante como su hermano Ignacio ni tan constante en el estudio como su hermano Sergio, pero aprueba sin demasiada dificultad y, según con quién, hasta destaca. Sus compañeros lo quieren y sus profesores, desde que pasó lo de su madre, lo hemos tratado con especial deferencia. ¿Es ese trato de favor lo que ahora nos está pasando factura?
—Para defenderte.
Vuelve a alzar la mirada. Ahora sí que veo algo, pero no es en sus ojos. Es en su cuello. Una marca. ¿Un tatuaje? ¿Una herida? Elena trajo una marca a casa en un lugar parecido hace unas semanas. «Un chupetón, mamá. No es más que eso». No sé, no lo vi bien. O si lo vi, no supe lo que era. ¿Por qué no me fijé más en lo que estaba sucediendo esa mañana?
—¿Serviría de algo?
—Me conoces bien, Marcos. Sabes que aquí intentamos ser justos con vosotros. Pero si no me dices qué ha pasado, sólo voy a tener una versión. Y no sales bien parado en ella.
—Da igual.
Separa y une las manos compulsivamente. Como si agarrándose con tanta fuerza sujetase también su lengua. No quiere hablar. Es evidente que prefiere seguir en silencio para no dar datos que puedan comprometerlo más. ¿Pero qué oculta? Dudo que haya pasado en clase nada que exceda lo habitual. Una salida de tono. Algún insulto improcedente. Nada que no haya sucedido antes. Lo extraño es que sea él, el más carismático de su grupo, el más querido por sus compañeros e incluso por sus profesores. Claro que hay parte del claustro a quienes les molesta tanta popularidad, pero a la mayoría no. Sabemos que es bueno tener a un chico así de nuestro lado, un alumno simpático y popular con el que contar como mediador cuando las cosas se ponen feas en el aula. No tiene sentido que pierda las formas. Ni el respeto.
—Son demasiados partes en sólo tres días. Nunca te había sucedido esto antes. Por no hablar de lo de ayer. Todavía no me has explicado por qué perdiste los estribos de esa forma en la cafetería.
Silencio. El enfrentamiento con el camarero es un tema tabú desde que sucedió. Ninguno de los dos ha hablado más al respecto. Sólo sé que se insultaron, que hubo que separarlos, que Marcos se puso especialmente tenso cuando lo mencioné. Ni una pista más.
—¿Y?
Me desafía. Y lo hace con frialdad, de manera casi calculada. Sabe dónde están los límites que no puede traspasar, pero no por ello se amedrenta. Quiere dejar claro que no le importa lo sucedido. Tal vez sea su forma de rebelarse contra el personaje que le hemos adjudicado los demás. Quizá ya se ha cansado de ser la versión doméstica de Zac Efron y prefiere ponerse un nuevo nombre. O una nueva identidad. Pero a éste no le va lo de rebelde sin causa, no tiene nada de James Dean ni de Robert Pattinson, icono outsider —y blandito— de su generación. Estoy tan acostumbrada a requisar revistas de quinceañeras que acabo por conocerlos a todos. No, Marcos no ha nacido para vampiro melancólico, aunque se empeñe en vestirse con camisetas negras de dibujos tétricos, como la que lleva hoy, con la imagen de Heath Ledger en El caballero oscuro.
—A ver si tu profesora nos los explica.
Ella resume los hechos con perplejidad y me mira confiando en que la entienda. También ella está sorprendida, sólo quería que Marcos saliera a la pizarra, así que no sabe por qué se ha negado, ni por qué ha dicho que se metiera las órdenes por el coño, ni por qué ha tirado la mochila al suelo con furia cuando ella se ha acercado a hablar con él. Casi le da con ella, me dice, y lo cuenta con la voz temblorosa, aún asustada, impresionada por la violencia de un chico que ahora, ya en los dieciséis, asusta mucho más de lo que él puede saber. Alto, fuerte, apuntando el cuerpo de un futuro hombre que todavía no sabe medir ni su fuerza ni sus impulsos. Creo que eso mismo lo decía Álvaro, su tutor, y a pesar de su inexperiencia, lleva toda la razón en ello: proxémica, quinésica, tantas palabras que suenan a vacío en medio de las aulas. Cómo se acercan e invaden el espacio, cómo alteran nuestra esfera personal con tan sólo un gesto que, en muchos casos, ni siquiera es intencionado.
Ahora su profesora no piensa en nada de eso. Piensa en la humillación verbal, en verse agredida —de palabra, de mirada— ante toda la clase. Piensa en la mochila tirada con violencia sobre el suelo. En el segundo en que creyó que él —sin control de su propia fuerza, con unos brazos con los que podría tumbar a muchos de los profesores del centro— se levantaría e iría contra ella. Piensa en si todo esto merece la pena. En si realmente le gusta lo que hace. En si el sueldo compensa el temblor de piernas. La voz quebrada. Los ojos casi a punto de…
—Gracias. Yo me encargo.
Ya no piensa en nada. Sólo se va. Se encierra en el baño. Alguien la oye llorar. Lo demás es historia. Cotidiana, insulsa y repetida. Nada del otro mundo.
—¿No vas a decir nada en absoluto, Marcos? Son ya dos faltas graves en una semana. Esto no puede seguir así.
Ni siquiera me responde. Sólo se sigue sujetando las manos cada vez con más fuerza, como si intentara arrancárselas de los brazos. Se le marcan los músculos y entiendo el miedo de su profesora. Furioso contra sí mismo —¿debería llamar al director y pedir su ayuda?, ¿seguro que esta situación está bajo control?— y avergonzado de lo sucedido. No sabría definir lo que siente, por primera vez desde que lo conozco no sé qué le ocurre, ni por qué de repente prefiere ser un fúnebre y violento Heath Ledger a seguir ejerciendo de Zac, o de Pattinson, o de cualquier líder popular adolescente de esos que siempre ha interpretado en el instituto. De repente, es un alumno conflictivo, violento, con las manos atadas para no dar un puñetazo a lo que sea que quiera dárselo.
—Marcos, ¿vas a decirme qué te pasa de una vez?
—¡Que os den por culo, joder! ¡A todos!
Las manos al fin se liberan y, sin que sepa cómo, me empujan y me hacen caer al suelo. En realidad, creo que no ha querido hacerme daño, tan sólo conseguir un hueco para huir. No digo nada. Pienso en dar un grito, pero estoy bloqueada. Sólo veo correr a Marcos por el pasillo, oigo cómo abre puertas, cómo baja los escalones, cómo sale a la calle. Tengo que levantarme, llamar a su casa y dar parte de lo ocurrido. Pero ahora mismo no me siento capaz. No es que me duela el cuerpo de la caída —no ha sido para tanto, tan sólo una magulladura estúpida—, no es que tenga miedo de que se repita —ése no era Marcos, era otro chico ocupando su cuerpo, como en las series de alienígenas que le gustan a Elena—, no es que me sienta amenazada en mi autoridad —incluso tirada en el suelo sé que valgo más que muchos de los compañeros que juzgan y vigilan cada una de mis decisiones—; no, no se trata de eso. Se trata de puro terror ante lo que pueda estar pasándole a ese chico que el curso pasado era otra persona diferente. Y ahora, justo cuando mi vida es un interrogante sin demasiada opción de respuesta, se dibuja ante mí algo más que investigar. Algo que puede ser sólo una tontería —¿rompió con la novia?, ¿Sandra ha empezado a engañarlo con otro?, ¿se peleó con algún amigo?— o que puede llevarme por alguno de esos caminos donde no sería la primera vez que me busco problemas. Ya los tuve el curso anterior y no sé si me quedan fuerzas para pasar, de nuevo, por algo parecido…
Me pongo en pie —me duele la espalda, no caí bien y voy a tener que llamar a mi fisio para que me dé un masaje esta tarde— y busco en el tablón el horario de Álvaro, el tutor de Marcos. Antes, sin embargo, queda un último paso, hay que avisar a Gerardo, el director, y, me guste o no, tengo que notificarle el incidente al padre de Marcos. Cojo fuerzas, marco su número y le relato la situación, intentando no sacar los hechos fuera de contexto.
Roberto se muestra compungido —juraría que no se sorprendió del todo, pero yo estaba aún en shock, así que mi capacidad de análisis es más bien reducida en este caso— y me asegura que hablará con el chico. Los convoco —a él y a su hijo— al día siguiente a las nueve de la mañana para que se reúnan conmigo y con el director. Habrá que tomar medidas severas esta vez. El padre asiente y se despide cortésmente. La medida, me temo, es la expulsión durante unos días, pero aunque tanto Gerardo como su profesora seguramente estimen esta sanción como procedente, dudo que sirva de algo prohibir su entrada al centro. ¿Realmente el problema de Marcos —que empieza a parecer algo serio— se va a resolver privándole de la asistencia al instituto? Lo malo es que el claustro no querrá pensar en otro mecanismo de sanción. Ni el consejo escolar. La violencia se debe castigar de inmediato. Sin paliativos. Y con toda la dureza que permita el reglamento del régimen interno. Expulsión, dictan las normas. Lo que quizá las normas obvien es que fuera del centro Marcos puede ser todavía más peligroso. O más incontrolable.
Es triste que, sólo unos días después, un terrible asesinato me diera la razón.