Martes

Gema A. J., profesora de informática, con diez años de experiencia a sus espaldas. Definitiva en el IES Rubén Darío desde 2005. Presume de conocer bien a todos sus compañeros y, sobre todo, a los alumnos y a sus familias. Durante el curso anterior fue tutora de Marcos. «¿Sabes? Ya entonces había problemas», asegura, «aunque no imaginamos que fueran de esta magnitud. De todas formas, siempre fue un chico algo violento».

No le cuesta hablar conmigo, pero se muestra reticente a pasarme informe alguno. «¿Que te escriba sobre mí? ¿Y para qué?». Tiene una risa contagiosa y una elegancia innata, hay algo en ella que me gusta, así que la persigo para que me escriba su relato. Exige leer antes el texto de alguno de sus compañeros. Álvaro no pone obstáculo alguno y le dejo que eche un vistazo. «Sabía que no le había caído bien. No se esforzó en disimularlo desde que nos conocimos». Vuelve a reírse y vuelvo a dejarme contagiar por ella. Es una mujer muy seductora que aparenta mucha menos edad de la que tiene. «Aquí somos nosotros los únicos que cumplimos años, ¿sabes? Ellos no. Ellos vienen siempre con la misma edad. Quince. Dieciséis. Diecisiete. Dieciocho. Somos nosotros los que cada vez estamos un poco más lejos de ellos. Y un mucho más cansados. Pero la clientela es cada año la misma. Y con las mismas fuerzas».

Llaman la atención sus ojos —incisivos— y su larga melena pelirroja. Supongo que son sus mejores armas de seducción y las emplea con habilidad, distrayendo al interlocutor con ellas cuando le conviene. No le caigo bien y es evidente que mi labor le inspira una enorme desconfianza, así que me trata con distancia y me convierte —burlándose de mí con un despectivo «Clark Kent»— en un tipejo mediocre y cotilla que ha venido a inmiscuirse en una historia que no le pertenece. Me hace gracia su juego, así que, a pesar de sus cansinos y ultrapedagógicos «¿sabes?» —deformación profesional, supongo— y de sus maniobras para esquivar mis preguntas, insisto en que quiero conocer su versión. A fin de cuentas, ella fue tutora de Marcos durante todo un año. Algo debe saber. Algo tuvo que observar durante aquel curso. «Supongo que no tengo escapatoria. Sobre todo después de que Álvaro me haya convertido en un personaje tan antipático. Debería reinventarme yo también, ¿no es eso, Clark?». Sigue riéndose, aunque cada vez la risa sea más amarga, menos firme. «No es fácil hablar de esto, ¿sabes? Y menos aún, novelarlo. Porque eso es lo que nos estás pidiendo que te demos. Un diario. Una novela. No es sólo un reportaje lo que buscas».

Se niega a preparar un texto único y promete relatarme cuanto recuerde en sucesivos e-mails. «No me apasiona escribir, así que prefiero hacerlo en dosis más pequeñas». Accedo y dejo que me cuente lo que sepa del modo en que prefiera hacerlo. En realidad, la forma es lo de menos.

De: Gema A. <gema_aj@gmail.com>

Para: Santiago (Prensa) <santiprensa01@gmail.com>

Fecha: 7 de octubre de 2009 21:52

Asunto: Martes

He dudado mucho antes de empezar a escribir este correo. No sé si me apetece hablar de lo sucedido ni, sinceramente, si hacerlo servirá para algo. Sin embargo, estoy demasiado cansada de la imagen que se da de los profesores y de los centros educativos en la prensa, así que, para paliar lo que harán mis compañeros, creo que no está de más que presente mi propia versión de lo sucedido. O más bien, de lo no sucedido, porque sería injusto olvidar que el acto de violencia tuvo lugar fuera del instituto, por lo que culparnos a nosotros de ese crimen roza el absurdo.

En primer lugar, y para que quede claro desde el principio, debo admitir que no soy, ni mucho menos, una profesora vocacional. No aterricé en este mundo porque deseara hacerlo, tan sólo fue una consecuencia en un determinado momento. Supongo que, en realidad, todos los trabajos se escogen así, de acuerdo con circunstancias personales que nos empujan a hacer ciertas cosas. En mi caso, la enseñanza era una opción factible, e incluso deseable. Acababa de cumplir los treinta y trabajaba en una consultoría hasta caer rendida, llegando a casa agotada y sin posibilidad alguna de tener vida personal. Un buen sueldo, sí, pero condiciones de esclava y deseos —cada vez más intensos— de ser madre. Una amiga me comentó que salían plazas para profesoras de informática en Secundaria y, sin pensarlo demasiado, rellené los papeles. No saqué la plaza a la primera, pero sí obtuve una buena posición en las listas de interinos, así que empecé a trabajar en esto hasta que, en la siguiente convocatoria, me hice con esa ansiada plaza. Justo: treinta y cuatro. Una edad estupenda para mi primer niño.

No todo el mundo entendió lo que estaba haciendo, como era de esperar. A mis padres les pareció que estaba tirando por la borda todos los años de Teleco —por no hablar de las academias, Erasmus y otros alardes de inversión educativa— y, a su modo, también tenían razón. En la consultoría ganaba el triple, pero no podía ser persona. Ahora ganaba mucho menos, pero ser persona era, precisamente, la tarea para la que más tiempo disponía.

Supongo que mis compañeros se llevarán las manos a la cabeza y me pondrán verde cuando lean este correo ya publicado. Dirán que nuestras condiciones no son tan excepcionales —aunque nuestro sueldo sea muy razonable si tenemos en cuenta las horas que pasamos en el centro—, que hay un gran trabajo detrás, que dedicamos mucho tiempo en casa.

Y sí, puede que digan todo eso, pero no será cierto. Ese relato es la utopía a la que debiéramos aspirar, pero dista mucho de nuestra rutina. ¿Horas y horas preparando las clases? No sé para qué. Y no porque no haya temas en los que investigar, sino porque la clientela no permite grandes excesos intelectuales. ¿Se ha pasado por algún centro de Secundaria y Bachillerato recientemente, señor Kent? No, seguro que no. Ni usted ni muchos de los lectores de este texto.

Imagino que hace siglos que no pisan un aula real. Un sitio donde se concentran un montón de adolescentes con un sinfín de problemas en un cóctel de países, lenguas y situaciones socioeconómicas que convierten la materia de cada asignatura en el último punto de la jornada lectiva. ¿Lenguajes de programación? Ya, seguro. Si ni siquiera dominan el maldito lenguaje natural… Con lograr que se sienten, que enciendan el ordenador y que no se conecten al Messenger, al Tuenti y similares ya se me ha pasado la mitad de la clase. Hay páginas capadas —las de pornografía, por ejemplo—, pero es imposible filtrarlo todo. Ellos conocen los huecos y los aprovechan. A veces hasta nos escuchan y se avanza en el programa. Pero no tan deprisa como para regalar mis tardes a esta noble tarea de la enseñanza. Eso nunca. Yo no estoy aquí para ser la versión femenina de Robin Williams en El club de los poetas muertos. Eso es una estupidez. Un puro mito. La vida real es otra cosa. La vida real consiste en que empecé en esto porque tenía ya treinta y deseaba ser madre. Así de fácil.

Imagino que te estarás preguntando qué opina de esto mi pareja, ¿no, Clark? Normal, es la pregunta que me hacen siempre que cuento esto. Bueno, ahora ya menos, casi no hablo del tema. En cuanto alguien te pregunta a qué te dedicas y le dices que eres profesora suelen ponerse a hablar rápidamente de otra cosa. Socialmente, esta profesión es una mierda. De lo más cutre, a no ser que aparezcamos en los sucesos dándole algo de vidilla morbosa a la crónica social. Por eso, cuando me preguntan a qué me dedico, a veces, me lo invento. Total, ¿a quién le importa? Igual que si tengo o no tengo pareja. Entonces no tenía. Quería un niño, pero no quería un hombre. Y sigo sin tenerlo. El niño y el hombre. El segundo, porque no suelo encontrar gente que, además de excitarme, me interese. Y el primero, porque la naturaleza es una hija de puta y se niega a permitirme ser madre. Hace unos meses que desistí de las clínicas de fertilización —después de dejarme casi todo mi dinero en ellas— y ahora me he pasado al proceso de adoptar a un crío. Tampoco es sencillo. Les gustaría más si estuviera casada. O si tuviera pareja… Pero de ese tema no creo que tenga que decir mucho más. Con esto sobra.

Ahora que ya ha quedado claro que yo sólo trabajo en esto porque me pagan y me dan muchas semanas de vacaciones al año, creo que sí puedo empezar a hablar de Marcos y de lo poco que sé al respecto. No quiero que nadie se imagine a una tutora entregada y empática que no duerme por las noches pensando en sus alumnos. Tampoco soy la desalmada que ha dibujado Álvaro —en el fondo, hasta tiene gracia cómo lo cuenta: nunca me había sentido tan cercana a Cruella de Vil—, tan sólo intento desempeñar bien mi función y me aseguro, en cuanto salgo del instituto, de olvidarme de lo que he vivido allí. A veces es difícil, sobre todo los días en los que se monta alguna bronca importante y sabemos que los responsables de haber descubierto a los culpables seremos perseguidos y, posiblemente, agredidos. Entonces quedamos a una hora concreta en el vestíbulo y vamos en grupo al metro más cercano. Sin perder el paso y escoltándonos unos a otros. Tiene gracia, ¿no? Con lo cutre que suena esto de ser profesor y lo arriesgado que puede llegar a ser. ¡Quién me iba a decir que ganaría en tiempo pero me jugaría, un día sí y otro también, la integridad física! Siendo francos, tampoco es para tanto. Sólo cuando las cosas se tuercen. Lo malo es que los adolescentes se tuercen a menudo. Clark, ¿tú tienes hermanos o primos de esa edad? ¿Algún quinceañero en tu entorno? En ese caso, sólo necesitas observarlo durante un par de días. Sus reacciones son siempre una explosión —hacia dentro, a ratos; hacia fuera, a menudo— de las que no se conoce el origen. Lo de Marcos tuvo que ser uno de estos estallidos. Uno terrible. Mortal. Pero no creo que sea nada más que una hipérbole de lo cruel y violenta que puede ser la adolescencia. Tanto para ellos como para quienes —padres y profesores— los educamos.

Se hace tarde y no he conseguido contarte aún lo que tú quieres que yo te cuente. Tendrá que esperar hasta mañana, Mr. Kent.

Ciao.

Le cuesta entrar de lleno en el tema. Seguramente, Gema dispone de más información de la que le gustaría poseer, así que prefiero no presionar. Necesito su testimonio y considero que la mejor manera de obtenerlo es darle tiempo, espacio y cierta sensación de libertad. Mientras tanto, decido volver a intentar hablar con el tío o los hermanos de Marcos. Esta vez, sin embargo, probaré suerte sin Sonia, confiando en que, sin nadie del centro escolar delante, se muestren algo más abiertos. No estoy demasiado seguro de que eso vaya a funcionar, pero me resulta imposible seguir esperando de brazos cruzados a que Gema me mande su siguiente correo.

Este jueves 8 de octubre, en la puerta del Gregorio Marañón, no hay ni rastro de Adolfo. Sospecho que, tras el incidente del otro día, su tío ha decidido controlar un poco más sus movimientos. «Ni una palabra», es la consigna familiar y, de momento, nadie se ha saltado ese guión. Enciendo la radio del coche y me dispongo a esperar a que suceda algo, aunque tampoco estoy seguro de si esta pose de detective de segunda fila será especialmente productiva. Es curioso, cuantas más veces acudo al Darío, más próximo me siento al adolescente inseguro que fui entonces. Igual que ahora, preguntándome si esto ha sido una buena idea o si debería admitir que mi editora tenía razón desde el principio y no hago más que dar vueltas alrededor de un interrogante imposible de resolver.

—¿Pero se puede saber qué te pasa?

Un joven de unos diecinueve años saca casi a rastras a alguien que, por el parecido físico, tiene que ser su hermano. Al mayor de ellos no lo conozco; al menor, sí.

—Ya basta, ¿me oyes? ¡Basta!

Adolfo, que a pesar de su corta edad es algo más corpulento que su hermano y casi tan alto como él, agacha la cabeza y escucha con cara de resignación. Un celador, alertado por las voces, acude a preguntarles si todo está bien. Ignacio cambia rápidamente su actitud y le sonríe con amabilidad. Desde ese momento baja el tono y dejo de oír todo cuanto dicen. Le señala a su hermano un lugar unos metros más allá y ambos se sientan en el bordillo de la acera. El pequeño sigue sin levantar la mirada mientras el mayor continúa hablando. Intenta pasarle la mano por el hombro, pero Adolfo rehúye su gesto con un brusco movimiento. Entonces se levanta e Ignacio, sin pestañear, le ordena que se siente. Está claro que, ahora que su padre ha fallecido, es el mayor quien ha asumido, a medias con su tío, el rol del cabeza de familia. Aprovecho que parecen haberse calmado un poco para acercarme a ellos. A ver si hay suerte.

—Hola, ¿qué tal? —me dirijo al pequeño—. ¿Te acuerdas de mí?

Adolfo asiente con la cabeza y, sin darme tiempo a decir nada más, Ignacio se levanta y se interpone entre ambos:

—¿Te conozco?

—No —y le tiendo mi mano—, me llamo Santiago. Estoy colaborando con tu antiguo instituto.

—¿Colaborando en qué? —Su voz está llena de desconfianza. Tampoco puedo culparle por ello.

—Estamos haciendo una investigación sobre lo que le ha sucedido a tu hermano Marcos. Sé que todo esto debe de ser terrible para vosotros, pero nos gustaría entender qué pasó.

Noto cómo se muerde la lengua para no decirme alguna barbaridad. Está claro que mi presencia allí no le resulta nada grata. Puedo entender su ira, a fin de cuentas, debe de pensar que quiero convertir la tragedia vivida por su familia en el objeto de un experimento. Si fuera capaz de ganarme su confianza…

—No tenemos nada que decir.

—Pero seguro que tú también necesitas entender qué pasó, Ignacio.

—¿Entender que he perdido a mi padre y que no sé si voy a perder también a mi hermano? —Adolfo se pone en pie y nos da la espalda a ambos. Puedo escuchar cómo empieza a llorar, pero se asegura de que no le veamos hacerlo—, estamos hechos una mierda, ¿y quieres que lo entendamos? ¿Que entendamos el qué?

No es lo que busco, pero el dolor hace que Ignacio pierda su autocontrol y se lance a hablar conmigo. No me importa que me ataque si con eso abro un cauce de comunicación que me pueda llevar a entender qué sucedió ese domingo de septiembre. Qué vio este joven de apenas diecinueve años cuando, según le declaró a la policía, regresaba de haber estado estudiando en casa de un amigo. «En mi habitación era imposible. Mi hermano se pasó todo ese día molestando y haciendo ruido. Por eso me fui». Los padres de su amigo ratificaron su coartada.

—¿Ves lo que conseguís con tanta pregunta? —Y me señala, indignado, a su hermano—. Dejadnos en paz de una vez.

—¿Qué está pasando?

Su tío llega hasta nosotros como una exhalación. Ni siquiera lo he visto salir del hospital. Corpulento —su polo deja adivinar un físico rotundo esculpido a base de gimnasio— y tan alto como todos los miembros de su familia, sólo que más curtido por los años y con una expresión mucho menos ingenua. Se toma muy en serio su papel de guardián, así que no duda en apartarme de un empujón para que me aleje de sus sobrinos.

—¿Quién coño es usted? —Afortunadamente, no me reconoce.

—Un periodista —le resume Ignacio—. Quiere hablar con nosotros.

—Yo sólo… —intento defenderme, pero ni siquiera me dejan terminar.

—Vuelva a acercarse a cualquiera de ellos y le denuncio, ¿está claro?

Clarísimo. Los tres se alejan y yo regreso al coche. Sin haber averiguado nada concreto, pero con la certeza de que no nos han contado todo lo que pasó allí ese domingo. Cada vez me resulta más evidente que ese interés por salvaguardar la intimidad de los hermanos de Marcos tiene algo que ver con la necesidad de preservar una reconstrucción de los hechos que, tal vez, posea algunas fisuras. Arranco sin poder quitarme la expresión de Adolfo de la cabeza. ¿Cuánto dolor se puede asumir a su edad?

De: Gema A. <gema_aj@gmail.com>

Para: Santiago (Prensa) <santiprensa01@gmail.com>

Fecha: 13 de octubre de 2009 23:37

Asunto: RE: Martes

No esperes que me disculpe por el retraso. Están siendo unos días horribles y bastante duro es ya tener que asumir lo ocurrido como para ponerme a divagar sobre ello. Los alumnos siguen absolutamente enloquecidos y resulta imposible dar una sola clase mínimamente digna. La televisión aún se pasa de vez en cuando por el centro, buscando carnaza con la que rellenar sus programas basura, y ahora mismo nos hemos convertido en el centro de un monográfico casi nacional sobre la violencia de los menores de edad. ¿Sabes? Estoy cansada de responder a periodistas que me preguntan sobre las medidas que se deben tomar y las condenas que actualmente se les imponen. No sé si el hecho de haber vivido de cerca una tragedia como ésta nos da a los alumnos y profesores del Darío una opinión más válida que la del resto de la sociedad. Estoy cansada y harta. Aburrida de este circo en el que a nadie le importa lo ocurrido. Ni sus consecuencias.

Perdona, Clark… Tú no tienes la culpa. Pero es que tendrías que ver cómo está mi muro del Facebook desde que ocurrió todo. Lleno de mensajes opinando sobre el asunto. Reabriendo la herida. Porque aunque yo desconecte —y te juro que desconecto cuanto puedo— resulta imposible distanciarse de un hecho así. De un alumno así.

Marcos no era fácil. Nunca lo fue y nunca pretendimos que lo fuera. Había en él una fuerza innata que lo convertía en el ídolo de la clase desde el primer momento. Daba igual dónde se le pusiera o con qué compañeros compartiera pupitre, él siempre destacaba y se hacía con el liderazgo con una naturalidad aplastante. Los profesores lo sabíamos y nos limitábamos a intentar ganarnos su confianza. Es bueno llevarse bien con el líder, eso siempre asegura un clima de trabajo mucho más agradable.

En mi caso, eso fue exactamente lo que hice el curso pasado. Fui su tutora en 4° de la ESO, un nivel crucial, ya que es cuando los chicos obtienen el título de Secundaria y pueden optar por seguir estudiando o, si lo desean, lanzarse de cabeza al mundo laboral. Lo de lanzarse al mundo laboral es un eufemismo para decir que se quedan en casa —amargando la vida a los padres—, o en el parque —amargando la mañana a los jubilados—, en la cola del INEM —amargando la fila a los demás parados—. Luego, con suerte, se reenganchan a algún tipo de estudio y acaban formando parte de esa gran masa de jóvenes preparados para nada que con tanta eficacia forma nuestro pésimo sistema educativo. Perdona, Clark, se me calienta la boca y hablo de más. Tacha esto si te parece inoportuno, no sé si a tus lectores les interesarán estas digresiones. (Nota: suprímelas).

Reconocí a Marcos nada más verle entrar en mi aula. No le había dado clase antes, pero sí había sido profesora de su hermano mayor durante el Bachillerato. Me enteré de su existencia al poco de aterrizar en el Darío: Ignacio era el alumno brillante por excelencia, elogiado por el claustro y adorado por la directiva. ¿Sabes? En todos los centros hay siempre un diminuto grupo de alumnos estrella a los que se les alimenta el ego de forma tan irresponsable como desmesurada y se les mima con la estúpida esperanza de que nos den no sé qué medallas futuras que más de un profesor está deseando colgarse.

Ése era el caso de Ignacio, el alumno diez del Rubén Darío. Responsable, formal, educado y con una capacidad asombrosa para las ciencias y las humanidades. A mí no me resultaba especialmente simpático e incluso tuvimos algún que otro desencuentro por culpa de las notas. Cuando le di su primer ocho y medio reaccionó con tal soberbia que estuve a punto de ponerle el único parte de su inmaculada trayectoria académica. No fue preciso. Supo controlarse, tragarse su orgullo y pedirme disculpas.

En las juntas de evaluación se le comparaba con sus hermanos pequeños, que también cursaban Secundaria en nuestro centro. Siempre se repetían los mismos tópicos, algo así como: «Sergio es un crío muy trabajador, no tan brillante, claro, pero se esfuerza mucho. Y Marcos, bueno, Marcos es otra historia… No puede ser más diferente a Ignacio. Con lo estupendo que es su hermano mayor…». Y si te estás preguntando, mi querido Clark, si estas comparaciones tan poco didácticas son habituales, la respuesta es que sí. En las juntas de evaluación —una especie de corros marujiles disfrazados de atención pedagógica— hacemos nuestros propios ránkings y hasta hay quien tiene tan poca sensibilidad como para divertirse con el símil fraternal, por muy humillante que éste pueda acabar resultando. Es aún peor cuando son hermanos gemelos, o mellizos, entonces la crítica es mucho más cruel y se les acaba clasificando en el hermano tonto y el hermano listo, así, sin más, en una actitud que a ti puede que te parezca aberrante y que a mí ya ni siquiera consigue escandalizarme lo más mínimo.

Cuando conocí a Marcos tenía demasiada información —demasiados prejuicios— sobre él y sus hermanos como para no dejarme influir por todo ello. Antes de entrar en mi nueva aula, lo había visto por los pasillos rodeado de su habitual corte de fans. Sin embargo, ese curso venía cambiado, más alto, más fuerte, supongo que más hombre. Decidí emplear todos mis recursos de seducción —por favor, que nadie entienda esto de manera abstrusa— y me gané su confianza en un par de sesiones. Lo tuve de mi lado desde que empezó el curso. Todo un alivio. Y no, no era tan brillante como Ignacio, pero tampoco tenía su prepotencia. Casi lo prefería.

Sin embargo, aquel Marcos no parecía el mismo chico extravertido y descarado del que hablaban mis compañeros. En muchas de las clases pasaba prácticamente desapercibido y apenas tenía relación con el resto del grupo. Como todos se conocían desde primero, asumieron su rol de líder con sumisión, aunque él no hizo nada para ganárselo. Callado, taciturno y poco participativo. Tres signos que me hicieron llamar a sus padres a mediados de octubre. Me extrañaba que aquel chico tan popular mostrase una actitud tan huraña, así que decidí intervenir cuanto antes, con el único objetivo de evitar que su hipotético problema —fuese cual fuese— pudiese agravarse. Su corte de fans lo seguía igualmente —una vez que se han ganado la etiqueta no hay quien pueda quitársela—, pero me inquietaba comprobar que Marcos seguía estando extrañamente apagado. Como ves, lo de no ser vocacional no es incompatible con ser competente.

Vino su madre. Es lo habitual. ¿Sabes? A mí me hace gracia oír que ahora los padres están muy involucrados en la educación de sus hijos. Sí, superinvolucrados. La hostia de involucrados… Por cada diez madres, recibo, con suerte, a un padre. O a un padre y medio, como dirían las estadísticas. Ángela era una mujer muy atractiva, simpática, resuelta y con las ideas muy claras. Me encanta la gente así. Además, desde el primer momento coincidió conmigo en que Marcos estaba algo raro. La edad, dijimos ambas, y ella se comprometió a vigilar más de cerca a su hijo, con el propósito de averiguar si le pasaba algo.

—¿Drogas? —A su madre le costó pronunciar aquella palabra.

Y no, la verdad es que no parecía que fuera eso. Ni siquiera la investigación posterior al crimen ha conseguido demostrar que Marcos consumiera nada fuera de lo normal. Y aquí espero que no se escandalice nadie, porque todos consumen. Eso lo aprendí en cuanto empecé a trabajar en esto. El primer año puede que no, pero a partir de 3.º de secundaria —incluso antes— todos saben lo que es un porro y se han fumado alguno que otro. Los hay que no repiten, los hay que lo mantienen como algo ocasional y los hay que, ya con trece años, nunca llegan a primera hora porque se ponen ciegos de maría en un parque que hay a la vuelta del instituto. Ante eso yo solía llamar a los padres, hasta que me cansé de que me miraran enojados y me asegurasen que su hijo jamás había hecho algo así, que yo les tenía manía o cualquier otra gilipollez similar.

Marcos no parecía venir emporrado, así que descartamos esa opción y nos quedamos con la idea de que sería la edad. A mí esa excusa siempre me ha pareado una memez, pero a los padres les consuela mucho y a los profesores nos quita bastantes dolores de cabeza, así que empleo este razonamiento con cierta frecuencia. Es algo así como cuando los técnicos informáticos te dicen que, para solucionar un problema con tu pc, reinicies el ordenador. Igual de inútil y de previsible, pero a menudo no se puede hacer más.

—He intentado hablar con él —me dijo—, pero no es tan sencillo. Se cierra en banda…

—A su edad —vuelta al tópico: no sé cuántas veces recurrí a él en lo que duró nuestra charla—, eso es lo más frecuente.

—Antes era distinto. —Y ahí creo que se emocionó.

Por cierto, no te creas que este diálogo me lo estoy inventando. Desde que un padre me insultó en una de esas reuniones siempre llevo una pequeña grabadora conmigo. La conecto, sin que ellos lo sepan, antes de empezar cada entrevista y luego la paso al iTunes. Ya sé que suena un poco paranoico, pero no te imaginas la impotencia que sentí cuando perdí la denuncia contra aquel energúmeno que vino a verme por el simple placer de insultarme.

Yo entonces era una novata y no tomé la sencilla precaución de dejar la puerta abierta, de ese modo habría podido contar con el testimonio de alguien que pasara en ese momento por el pasillo. Todavía recuerdo cómo me acorraló contra la mesa y lo que me costó apartarlo de la puerta para poder salir de allí. No temí por mi integridad física —sabía que era un bravucón que sólo pretendía acojonarme—, pero sí por mi integridad psíquica.

¿Sería capaz de enfrentarme a mis clases después de aquello? Resultó que soy más valiente de lo que yo misma creía y tan sólo necesité una baja de una semana para ponerme a punto. Luego vino la denuncia, y el papeleo, y su abogado asegurando que yo era una histérica y que el cliente jamás me había llamado «puta» ni nada parecido. Aquello, en realidad, fue casi lo más suave que me dijo. Y yo, desde ese día, no acudo a una sola cita sin dos precauciones: dejar la puerta abierta y grabarlo absolutamente todo. Ahora, como se supone que nos van a hacer autoridades públicas, las cosas cambiarán (¿a mejor?), pero de momento, estamos bastante indefensos… Pues eso, que la conversación no me la invento, Clark. Por si necesitas dejar constancia de ello en tu libro. (Y si no, lo suprimes también).

—Antes —se controlaba, pero le costaba mucho mantenerse tranquila— nos llevábamos bien. Éramos como amigos.

—Necesitan su espacio… —Iba a volver a repetir lo de «a su edad», pero me reprimí. Mi psicología de bolsillo empezaba a darme vergüenza hasta a mí.

—Es que me acusa de… No sé, de todo. Cada vez que su padre y él no están de acuerdo, Marcos espera que yo me ponga de su parte. Pero las cosas no pueden ser así. Las cosas no son…

—Es normal que se rebelen contra la autoridad.

—Ya.

Ángela enmudeció de repente. En la grabación se aprecia un tenso silencio. Yo no sabía qué decir y ella no quería continuar. Era como si, de repente, hubiera sentido que había hablado demasiado.

—Puede que —se puso en pie, tenía prisa por marcharse de allí de una vez— vigilándole un poco más…

—No sé si ésa es la solución. —Siempre dudo de ese tipo de control por parte de los padres: los chicos saben cómo burlar todas y cada una de sus barreras.

—Su padre cree que sí.

—¿Y tú, Ángela? ¿Qué opinas tú?

Nuevo silencio. No está registrada en la cinta, pero recuerdo perfectamente su mirada. No me pidas que te la describa, Clark, porque no podría hacerlo. Sólo sé que era tan directa, y tan fuerte, como difícil de descifrar. Imposible adivinar qué se escondía tras ella.

—Yo siempre estoy de acuerdo con mi marido. Es el único modo de que la educación de nuestros hijos sea coherente.

Después de aquella visita las cosas empeoraron un poco en el aula. Nada inquietante, tan sólo resultaba molesto tener que expulsar a Marcos tan a menudo de mis clases, porque solía encontrármelo en alguna página vetada, sobre todo en el Messenger. ¿Sabes? Me llamó la atención que casi siempre chateara con la misma persona. Cada vez que me acercaba a su sitio veía el perfil de ese individuo —fuera quien fuera— en su pantalla. Tenía puesta una foto minúscula —me era imposible distinguir bien sus rasgos— y en cuanto al nick, pues, no sé, ahora mismo no me acuerdo… Así que, la primera semana de diciembre tuve que llamar de nuevo a Ángela. Según me dijo, su marido y ella habían decidido que la mejor solución era prohibirle a Marcos usar Internet en casa. Incluso le quitaron de su cuarto el ordenador para evitar tentaciones. Como no podían asegurarse de vigilar lo que hacía en la red, optaron por cortarlo todo de raíz, dejarle sin pc y cambiárselo por una vieja máquina de escribir. Alucinante, ¿no?

Esta vez, sin embargo, Ángela no quiso venir al centro a hablar conmigo. Resolvimos la cuestión por teléfono —por eso no pude grabarlo— y se mostró mucho más distante que en nuestra anterior charla. ¿Sabes? Nunca he visto un castigo más desafortunado, porque, gracias a la nueva prohibición, consiguieron que empleara todas mis clases para comunicarse con aquel personaje al que tan unido parecía estar.

A pesar de todo, sus resultados académicos no empeoraron en exceso. Al menos, no hasta el accidente de su madre. Entonces fue cuando todo se complicó un poco más… Pero eso, mi querido Clark, me lo guardo para el siguiente e-mail. Así le damos algo más de emoción al asunto, ¿no te parece? A este ritmo voy a terminar dejando el instituto y haciéndome novelista. Y será por tu culpa, ya ves…

Un saludo, G.

—Claro. En el Tuenti.

Adrián me mira sorprendido. Tras mi pregunta —«¿tienes algún perfil en Internet?»—, me observa como si yo fuera un marciano. En su forma de responderme deja bien claro que no concibe que alguien pueda vivir sin tener un perfil en una red social. De nuevo, el salto generacional se impone. Está claro que estos chicos a los que entrevisto no conciben un mundo sin móvil ni Google.

—Y no te olvides del Rincón del Vago —se ríe Meri—. ¿Dónde íbamos a copiarnos los trabajos si no?

—Pero no os los aceptarán.

—¿Que no? —responde Ahmed—. Yo antes le daba al cortar y copiar. Luego lo pegaba todo en Word y me lo imprimía, pero ahora ni eso. Me los imprimo directamente desde internet, con la dirección web y todo. Algunos profes te los rechazan, pero la mayoría, con tal de que les pongas una portada chula, te los aprueban. Y hasta con buena nota. Total, no se los leen…

Ahmed, a pesar de la insistencia de su tutor, no estaba seguro de que fuera una gran idea dejarse entrevistar. Tampoco sus padres sabían si querían que su hijo colaborase en este proyecto, pero Álvaro consiguió convencerles de que esas sesiones le ayudarían a integrarse algo más en la vida del centro. Sólo llevaban un año viviendo en Madrid y su hijo había acusado enormemente el cambio.

—Nuestro hijo se incorporó al Darío a mediados del curso pasado —me explica Samir, su padre.

—¿Y por qué al Darío?

—Porque nos quedaba cerca y, sobre todo, porque nos dijeron que no era nada conflictivo, y aun así… —Samir me explica que han tenido que hablar en dos ocasiones con la directiva del centro por problemas de discriminación—. No todo el mundo tiene tanta sensibilidad hacia estos temas y a veces se dicen auténticas barbaridades en clase.

El padre de Ahmed trabaja como intérprete y, según me cuenta, éste es el tercer país en el que vive su hijo. Su madre, de origen catalán, es traductora free-lance, así que puede acompañar a su marido allá donde lo destinan, aunque sueña con conseguir cierta estabilidad para ella y su familia.

—¿Has tenido alguna vez problemas con los profesores? —Ahmed, durante un segundo, no sabe bien qué contestar. Noto que, ante mi pregunta, Adrián y Meri se cruzan una mirada cómplice que no consigo interpretar. ¿Desprecio? ¿Asco? Sea lo que sea, me hace sentir incómodo, pero no me veo con suficiente autoridad como para condenar su gesto.

—Bueno, el año pasado sí que tuvimos problemas con Eduardo, el de inglés.

—Era un mal tío… —apostilla Sandra.

—Pero lo peor… —Ahmed lanza una mirada de soslayo en dirección a Adrián y se lo piensa unos segundos antes de seguir hablando—. Lo jodido no es eso. Lo chungo es cuando un compañero dice alguna salvajada y el profesor finge no oírla.

—¿Y eso pasa a menudo?

—Eso aquí pasa casi siempre —se queja Raúl—. Con tal de que no haya movida, nadie dice nada.

—Aquí lo que hay es mucha nenaza —interviene Adrián.

—Y mucho chivato —añade Meri jaleando visiblemente a su novio.

Noto que la situación está a punto de estallar otra vez (¿siempre es tan precario el equilibrio emocional dentro de las aulas?), así que intento reconducir el tema para que dejen de lanzarse acusaciones y entren, por fin, en el tema que me interesa: Internet.

—Marcos no lo usaba —me asegura Sandra.

—¿Ni Tuenti, ni Facebook, ni Messenger?

Creo que está a punto de responderme algo, pero Raúl la interrumpe enseguida. Me parece notar una mirada cómplice entre ambos que me hace sospechar que, como casi todo el mundo en esta historia, me ocultan algo.

—No, nada de eso. Se lo tenían prohibido. —Los dos obvian el hecho de que Marcos navegara por la red en las clases de Gema, pero finjo no conocer ese dato para evitar que desconfíen de mí.

—¿Por qué esa prohibición?

—Su padre era bastante estricto, creo. —Ante el denso silencio de sus amigos, es Ahmed quien se decide a contestarme—. Yo sólo lo vi una vez.

—¿Y cuándo fue eso?

—No sé, en mayo, me parece. Tuvimos que reunimos en su casa para preparar un trabajo de biología y su padre… vamos, que me pareció un poco especial… —Cae en la cuenta de otro dato que le parece relevante—. Ah, y el trabajo no pudimos hacerlo a ordenador, porque no tenía ninguno, sino en una máquina viejísima. Yo aluciné en colores.

Tuvo que ser esa máquina la que destrozó el rostro de su padre. Al pensarlo, siento un escalofrío y despido a los chicos hasta nuestra siguiente sesión. Necesito algo de tiempo para empezar a organizar las ideas y revisar los e-mails de Gema, que, afortunadamente, empiezan a ser cada vez más frecuentes.

De: Gema A. <gema_aj@gmail.com>

Para: Santiago (Prensa) <santiprensa01@gmail.com>

Fecha: 15 de octubre 21:14

Asunto: RE: RE: Martes

Me da pereza cambiar el asunto de los e-mails. A mis alumnos les recomiendo que escriban siempre un título nuevo para evitar este tipo de acumulaciones, pero como casi todo lo que digo en clase, ese consejo únicamente tiene sentido en el aula, en mi vida personal no sigo prácticamente ni una sola de mis teorías. La vida sería aburridísima si lo hiciera. Volviendo a nuestro asunto, ya sólo tengo dos datos que aportar y no sé si son muy pertinentes. El primero, seguramente sí. Es más, se trata del argumento que ha usado la defensa para tratar de justificar lo injustificable. ¿Puede haber motivos para un asesinato como el que ha cometido Marcos? Al parecer, los psicólogos —y el abogado— sí han encontrado una explicación en la muerte de su madre. Fue una tragedia estúpida e imprevista, como todas las que suceden al volante. Un accidente a altas horas de la noche que, según la investigación, pudo haber sido un suicidio. Ángela había bebido, sí, pero no tanto como para haberse salido de la carretera del modo en que lo hizo. Nunca quedó claro por qué se había marchado tan tarde de casa, ya que serían las doce o las doce y media de la noche cuando ocurrió. Roberto, su marido, me contó que había salido en busca de una farmacia de guardia con la intención de comprar unas medicinas para Adolfo, el menor. Es asmático y aquella noche había tenido una pequeña crisis. Puede que Ángela perdiera el control, que se preocupara en exceso, que su afán por volver pronto a casa le hiciera cometer aquella barbaridad al volante. No sé.

Roberto se quedó completamente destrozado, igual que sus hijos. El accidente tuvo lugar el 3 de enero, así que Marcos se transformó durante el resto del curso en un zombi sin ningún tipo de iniciativa ni vitalidad. Seguía enganchado al Messenger en mis clases, pero no me sentía con fuerzas para regañarle por ello. ¿Quería hablar? Que hablase, seguramente esas conversaciones (sigo sin acordarme del nick de su interlocutor) eran mucho más terapéuticas y necesarias en ese momento que todo lo que yo pudiera decirle desde la pizarra. Acabó aprobando todo, entre cincos mediocres y cuatros que los profesores subimos a cincos. No podíamos suspenderle después de un año tan horrible. Su padre vino a final de curso a darnos las gracias por haber cuidado tanto de sus hijos y me confesó que, desde la muerte de Ángela, casi no hablaban con él.

—Están furiosos. —A mí, en la grabación, apenas se me oye. Nunca sé reaccionar en este tipo de situaciones, así que preferí darle el pésame y, después, dejar que fuera él quien hablase. Pensé que, con escucharle, ya era más que suficiente—. Ahora mismo culpan a todo el mundo de lo que ha sucedido, así que, en fin, en casa no hay mucha comunicación entre mis hijos y yo.

—Tienen que asimilarlo —fue todo lo que me aventuré a decir—. Por supuesto. Sólo espero que lo hagan paulatinamente. —Me llamó la atención la corrección de su lenguaje y, sobre todo, de sus formas. Ni en su apariencia ni en sus maneras había atisbo alguno de la tragedia personal que acababa de sucederle hacía tan sólo unos meses, como si no quisiera que la esfera privada se hiciese pública ni por un segundo—. Ahora mismo son incapaces de hablar sin acabar en estallar en ataques de ira injustificados.

—Es una edad difícil. —Y confié en que mi manido argumento sería tan útil como de costumbre.

—No hay ninguna edad que justifique eso. Todos estamos sufriendo por la muerte de mi mujer y, por eso mismo, todos tenemos que estar más unidos que nunca.

Me callé —hacía tiempo que no me sentía tan estúpida— y me despedí de él prometiéndole que estaría muy pendiente de Marcos a lo largo del curso. Lo estuve, sí, pero no lo suficiente como para evitar lo que, quizá, fue siempre inevitable.

Le doy un toque a Álvaro y, con la excusa de asistir juntos al preestreno de una película para la que tengo dos invitaciones, consigo que quede esta noche conmigo.

—Tiene truco, ¿verdad? —No es tonto e intuye que intento sobornarle con los pequeños privilegios que me da mi trabajo de periodista.

—Un poco… Pero ¿qué supone charlar un rato sobre la vida en el Darío a cambio de ver en primicia una película como ésta? Sería una pena no aprovechar mi pase de prensa…

Álvaro accede («soy un telecinéfilo irrecuperable», me confiesa) y, tras la proyección, me invita a cenar en un local del centro. Charlamos sobre las primeras impresiones que he sacado tras hablar con los chicos y le pregunto si, como dicen ellos, es tan frecuente que algunos profesores hagan la vista gorda antes ciertos hechos violentos o discriminatorios. Álvaro asiente y, de paso, aprovecha para desahogarse. Sin dudarlo, me cuenta que ha tenido un desagradable incidente con «el innombrable» y le pido que me deje grabarlo para incluirlo en mi libro.

—¿Nunca sales sin ese aparato de casa? —se ríe—. Lo tuyo sí que es deformación profesional.

—Soy todo oídos…

—No sé si Sonia te ha contado que en nuestro centro, por culpa de la crisis, este año no hay profes de Compensatoria.

—Sí, estoy al tanto.

—Bien, pues en uno de los primeros de la ESO donde da clase «el innombrable» han matriculado a Gustavo, un crío que tiene un pequeño retraso. Es mínimo, pero lo cierto es que sí se le nota y, lógicamente, no puede seguir el ritmo normal en el aula.

—¿Y sus compañeros?

—¿Sus compañeros? —Se sirve otra copa de vino—. Lo rechazan desde el primer día. A esas edades son muy crueles.

—Pero…

—Es la pura verdad. Te lo puedo edulcorar, Santi, pero es lo que hay.

Nos traen el postre mientras Álvaro me cuenta que, esta mañana, «el innombrable» ha sacado a Gustavo a la pizarra para que conjugase un verbo. El chico, incapaz de acertar con el tiempo que su profesor le exigía, se ha puesto tan nervioso que ha empezado a llorar, despertando con ello las risas de sus compañeros.

—En ese caso es el profesor quien debe dar ejemplo —asevera Álvaro.

—¿Y qué ha hecho él?

—¿«El innombrable»? Pues le ha dicho, literalmente, «a ver si dejas de llorar, que moqueando pareces más imbécil de lo que ya eres».

No puedo dar crédito, así que le pido que me revele la fuente de la que ha obtenido esta historia. Quiero pensar que el relato procede de otro alumno y que, por tanto, no es más que una narración poco fiable. Sin embargo, Álvaro me asegura que esa anécdota la ha escuchado de boca de su propio compañero, que la contaba como un incidente jocoso a otros dos miembros del claustro.

—Hay muchos que, como él, presumen de soltar en el aula ese tipo de barbaridades. Para ellos, es llaneza. Para mí, es sadismo e irresponsabilidad… ¿Y sabes qué es lo que más me preocupa? Que «el innombrable» da clase de lengua al 1.º de la ESO donde estudia Adolfo, el hermano pequeño de Marcos. Me da miedo pensar qué tipo de barbaridades puede haber llegado a decirle en clase, la verdad.

Miro con desgana mi postre y prefiero pasar, directamente, al descafeinado. El relato de Álvaro ha conseguido quitarme el apetito.

El segundo incidente protagonizado por Marcos tuvo lugar durante la única semana de este curso que estuvo en el Darío. Sucedió el martes 15 de septiembre y lo presencié por casualidad, como una espectadora más. Entonces me pareció una chiquillada que ni siquiera merecía un comentario tomando café con mis compañeros, pero hoy tal vez adquiera otras segundas lecturas. Eso te lo dejo a ti, Clark. A lo mejor yo estoy demasiado habituada a estas anécdotas y por eso no les doy ya la importancia que deberían tener.

Todo fue muy rápido, así que no pudimos reaccionar en el momento. Recuerdo que estaba en la cafetería tomando un té con unos compañeros. Los chavales se agolpaban en la barra, como salvajes a los que hubieran sacado de una isla desierta, y Dani, el camarero (que acaba de llegar este año al centro y que, por cierto, está tremendo), les atendía con paciencia. No mucha (los he visto más amables, aunque no tan macizos: en los institutos el cásting suele ser más bien lamentable, para qué negarlo), pero al menos se contenía para no partirles la cara mientras ellos le gritaban como si fuera un esclavo en una plantación de algodón del siglo XIX. ¿Sabes? En momentos así es cuando te das cuenta de que enseñarles lenguajes de programación y hojas de cálculo es una chorrada: necesitan que les eduquen antes. Un por favor y un gracias pueden ser mucho más urgentes que hablarles de scripts y protocolos informáticos.

De repente, entre toda la masa de alumnos hambrientos, apareció Marcos. Empujó a cuantos fue necesario para llegar a la barra y pidió algo a gritos. No sé el qué. Sólo escuché un «hostias» y un «de una puta vez» que retumbaron como si hubiera lanzado una bomba. Marcos no habla así y mucho menos faltando al respeto a un adulto. Volví la cabeza y sólo pude ver cómo se enzarzaba con el camarero. El pobre chico intentaba librarse de él sin hacerle daño —es mucho más fuerte que Marcos—, pero le resultaba difícil contener la furia del chaval. Corrimos a separarlos y llevamos a mi alumno directamente a jefatura. De allí pasó al director y yo, en vez de preguntarle a Gerardo (que es bastante críptico en sus respuestas), preferí hablar con Dani.

Según mi idolatrado camarero (lástima de idolatría, por cierto: creo que no soy su tipo), Marcos le faltó al respeto. Decía que ya había tenido un altercado con él el día anterior, así que, en cierto modo, el ataque de ese martes constituía toda una provocación. Yo, como algo sí que me implico (así tus lectores no pensarán que soy poco menos que un monstruo funcionaril y amargado), intenté hablar con Marcos. A mi pregunta de por qué lo había hecho, se limitó a encogerse de hombros y a decir que el otro se lo merecía. Ni una explicación más. Lo sancionaron obligándole a traer un parte de jefatura firmado por su padre al día siguiente. A mí la sanción me pareció ridícula, pero la jefa de estudios (Sonia es maja, aunque algo blanda) creía que no era bueno presionarle más.

Supongo que todos hemos querido permanecer ciegos valiéndonos de su tragedia del año pasado. Igual que nos sucede con Adolfo, que se pelea un día sí y otro también con sus compañeros de 1° de la ESO. Teniendo en cuenta que les saca a la mayoría una cabeza y media (a esa edad son todavía niños que se pretenden adolescentes), el combate es siempre desigual, así que más de un padre ha venido a quejarse de semejante abuso. Le hemos expulsado ya otro par de veces, pero el consejo orientador insiste en que estamos tomando la decisión equivocada ante un chico que sólo trata de canalizar el trauma de la muerte de su madre. Sin embargo, ¿cuántos alumnos sufren por motivos tan graves como ése? ¿Qué pasaría si todos empleasen la violencia para superar su dolor? La fama de Ignacio, el mayor de los cuatro, hace que, a pesar de todo, más de un profesor se ponga del lado de Adolfo. Estoy segura de que si no tuviera esa sombra familiar encima, ya lo habríamos etiquetado como el macarra oficial del primer ciclo.

¿Sabes? El abogado de Marcos insiste en que hay partes de la historia que no encajan, pero yo, honestamente, no veo ninguna pieza del puzle fuera de lugar. Todas forman un dibujo perfectamente sórdido y macabro. Y todas tienen a Marcos, al que fuera el alumno más popular del instituto, de protagonista. Me jode que así sea, pero la realidad —como la naturaleza— tiene sus propias leyes.

Gracias por escucharme, señor Kent.

G.

P. S. No creo que sirva de mucho, pero me parece que el nick de la persona con la que Marcos chateaba en mis clases era Joker88, o algo así. Supongo que alude al villano de Batman, ya sabes, el payaso que asesina a sus víctimas con armas inspiradas en el humor negro. Seguro que si algún alumno está leyendo esto (lo dudo, ni siquiera por pura curiosidad son capaces de superar un texto que exceda las veinte líneas), se habrá sorprendido de que sepa algo de personajes de cómic, pero tengo que confesar que soy una fanática de la Marvel. Por cierto, que esa cara de serio que te traes al instituto es de Clark Kent total… ¿Ocultas igual que él un cuerpo de escándalo debajo de esa ropa tan gris? Por cómo te quedan las camisetas —deberías quemarlas: son más horteras aún que las de mis alumnos, y mira que es difícil—, juraría que sí, aunque es sólo una hipótesis. ¿Sabes? Lo mejor será que quites la posdata. Es más, la borraría yo misma, pero estoy harta de escribir y no me apetece suprimir ni una sola línea.

Ni siquiera el tiempo había conseguido quitarme el aire anodino que ya tenía en el instituto. Por un momento, me acordé de aquel 2.º de BUP en el que, a pesar de estar rodeado de chicas, no fui capaz de ligar con ninguna. Me había quitado de encima a los macarras que me torturaban en primero, eso sí, pero me quedé en una extraña tierra de nadie donde no parecían verme. Ni los profesores, que solían confundir mi nombre durante todo el año, ni las chicas, que preferían salir con los macarras que me habían machacado el curso anterior. Mi padre, una vez más, se sintió decepcionado. Habría dado cualquier cosa por saber que su hijo se lo hacía con alguna compañera de su clase, pero tenía que conformarse con aquel adolescente tímido y desgarbado que tan pocas cosas tenía en común con el resto de sus hermanos.

—Bien, sí, se llevaban más o menos bien… —me explica Raúl—. No sé, como todos los hermanos, supongo. Yo es que soy hijo único.

—Mimado —se burla Sandra y, acercándose a él, le coge de la mano. Raúl enrojece y disimula (mal) su timidez.

—Ya están —les interrumpe Adrián—, qué par de moñas.

—¿Por qué no les dejas en paz? —les defiende Ahmed.

—Y tú, ¿por qué no te vas a tu puto país? Joder con el moro…

Por segunda vez, cuando quiero intervenir, ya es tarde. Adrián apunta con una navaja a Ahmed, que, a su vez, se defiende cogiendo unas tijeras. Sandra sale corriendo hacia Dirección y enseguida aparecen Paco y Gerardo, dispuestos a poner fin a la reyerta. Sonia, que llega con ellos, marca un número de teléfono y, en unos minutos, hay un par de oficiales en el aula.

—Son los policías-tutores que tenemos designados para este centro —me explicará más tarde—. Se encargan de actuar ante este tipo de situaciones.

Intento sacudirme el miedo (no he podido evitar estremecerme con la aparición de esas dos armas blancas) y le pregunto a Sonia cómo puede mantener la sangre fría ante un caso como ése.

—Es mi obligación, Santiago… Y la tuya, por cierto, es dejar de ponérmelo tan difícil.

Le doy la razón y decido que, desde hoy mismo, Adrián Muñoz no formará parte de mis entrevistas. Meri, por supuesto, se solidariza con su chico y se niega a seguir hablando conmigo ante lo que considera, en sus propias palabras, «una agresión de la hostia». Me pongo en contacto con los padres de Adrián para comentarles lo sucedido y, para mi sorpresa, ellos me aseguran que van a quejarse al centro por esa «discriminación injustificable» contra su hijo. Cuando Sonia y yo les explicamos las circunstancias que nos han llevado a decidir su exclusión, ellos nos responden airados que deberíamos cuidar «a los nuestros», en lugar de darle la razón «a los delincuentes que nos vienen de otros países».

—¿Ves? —Sonia me pide que la acompañe fuera, necesita fumarse un cigarro tras despedir a los padres de Adrián—. Si no mantenemos la sangre fría, este trabajo es un imposible…

—¿Pero tú has oído lo que…? —No salgo de mi asombro. La desfachatez de los Muñoz me ha parecido mucho más grave que el arrebato violento de su hijo.

—Es lo que intentaba explicarte cuando me pediste permiso para investigar aquí, Santi… En un instituto confluyen muchos factores. Los chicos, que ya no son niños y que tienen su personalidad. Los profesores, que tratamos de educarles en unas materias y hasta en unos valores. Y los padres, que pueden colaborar a que esto funcione o hacer que se vaya a la mierda. ¿Me entiendes ahora?

Acabamos el cigarrillo y nos despedimos hasta el lunes. Cuando subo al coche escucho el sonido de mi móvil y me sorprende encontrarme un sms de Gema. «¿Recibió mi e-mail, señor Kent?». Incluye el emoticono de una sonrisa que no sé si interpretar como un guiño, como una burla o como un gesto casi seductor. Quién sabe, a lo mejor ya no soy tan gris como lo era unos años atrás. (Y, a propósito, por si alguien se lo está preguntando, la intuición de Gema era correcta: tengo unos pectorales estupendos y muy bien definidos. No llego al nivel de los hombres Marvel —ya quisiera—, pero tanta dieta y tantas horas de gimnasio han dado algún —tímido— fruto).