Álvaro D. F. Tutor de 1.º de Bachillerato E, grupo en el que estaba matriculado Marcos. Aquel lunes 14 de septiembre era su primer día como profesor de lengua y literatura en el centro. Y en la profesión. Tras explicarle por teléfono el objetivo de mi investigación, quedo con él por primera vez el lunes 28 de septiembre, cuando apenas lleva dos semanas dando clase en el Darío. Me pregunto por qué lo habrá escogido Sonia como uno de los testigos para mi historia (¿realmente puede contarme algo sobre un chico al que apenas tuvo tiempo de conocer?), pero, a pesar de todo, decido darle un voto de confianza.
Aunque nuestro primer encuentro empieza de manera algo tensa, pronto encontramos un punto de conexión absolutamente trivial —nuestra pasión por Perdidos, de la que da cuenta el logo Dharma de mi camiseta— y gracias a eso consigo que Álvaro se relaje y empiece a compartir conmigo gran parte de sus opiniones. «No tengo nada que perder», sonríe, «para eso me saqué la plaza», y me ofrece su punto de vista con toda la crudeza del mundo. Como un kamikaze.
—¿Vocacional?
Álvaro se lo piensa durante unos segundos y, al final, niega con la cabeza.
—No exactamente… —Permanezco en silencio, esperando a que sea él mismo quien continúe hablando. No quiero guiar demasiado sus respuestas—. Yo venía de otro mundo, de otro sector. Y esto… bueno, esto surgió de un modo imprevisto. Sentimental, supongo.
—¿Y eso no es una forma de vocación?
—Lo sería si estuviese aquí por ellos. Por los chicos… Pero, en realidad, estoy aquí por mí. Es el mejor modo que encontré de sentirme cerca de alguien a quien he perdido hace no mucho. —Se acaricia inconscientemente el anillo que luce en su anular izquierdo—. Alguien que sí creía que esto podía cambiarse. Alguien que pretendía convencerme de que la educación podía servir para conseguir otra sociedad diferente a la que tenemos.
—¿Y sirve para eso?
—La de ahora, no. La educación de ahora sirve para que la mayoría de nuestros chicos abandone antes de terminar el Bachillerato. Sirve para que tengamos un porcentaje de fracaso escolar simplemente escandaloso. Y sirve para que mis compañeros calienten sus sillas leyendo en voz alta los libros de texto.
—No parece que te lleves bien con ellos…
—Sí, claro que nos llevamos bien. Con tal de que no te metas en sus clases, nadie te pone pegas. Eso sí, cada uno va a lo suyo. De trabajo en equipo, ni hablar. Y autocrítica, cero. Aquí de lo que se trata es de que los chicos acumulen conceptos, no de que aprendan a pensar. En ese caso, hasta podrían resultar peligrosos. Menos manejables.
—Dependerá del profesor que tengan, ¿no?
—Eso es lo malo, que depende del individuo. Como una lotería… No hay un plan de acción más o menos consensuado, así que los que actuamos de esa manera nos convertimos en los raros. En islas que a veces funcionan y a veces no. Yo, por ejemplo, me empeño en hacerles escribir mucho más de lo que exige el programa del ministerio. —Hace una pausa significativamente reprobatoria y luego sigue hablando—. Me ventilo rápido temas como el de los autores medievales, ¿tú crees que a un quinceañero le interesa lo más mínimo Gonzalo de Berceo? Por favor, si eso me aburre hasta a mí…, y a cambio les pido que me escriban sobre ellos, sus vidas, su mundo.
—Entonces, algo de fe tienes en el sistema.
—No, en el sistema no creo nada. La única fe que tengo es en ellos. En mis alumnos. Por eso voy a entregarte el texto que me pides, porque no puedo quedarme al margen de algo tan terrible como esto.
Me pasó un pen drive con su relato un par de días después. A pesar de camuflarse tras referencias televisivas y cinéfilas («soy un freaky de las teleseries estadounidenses», me confesó después), en su ensayo había desnudado sin pudor los temores de aquella primera mañana del curso, un lunes en el que estaba a punto de afrontar una de las semanas más duras —y difícilmente olvidables— de toda su vida.
Llegué hasta este instituto casi sin planteármelo. Necesitaba un cambio, un giro radical, o, al menos, eso fue lo que me dijo mi terapeuta. Y mis amigos. Y mi familia. Y todos cuantos opinaron sobre mí el año que siguió a la muerte de Carlos. Un largo año de levantarme tarde, de no querer salir, de sexo desordenado y a deshoras con conocidos y con desconocidos, un año de profunda depresión según mi terapeuta y de profundo desconcierto según lo poco que yo sé de mí mismo. Y aquí estaba ese cambio, en el nuevo trabajo. Un lugar para el que ni siquiera sabía si estaba preparado y en el que acabaría encontrándome —en tan sólo una semana— con la escena más macabra y terrible de mi vida. Lo de Marcos sí que iba a ser un giro. Pero al infierno.
«Lo harías bien, Álvaro…». A Carlos le gustaba hacerme proselitismo de su profesión mientras me acariciaba, o me besaba, o me desnudaba después de mi horario imposible y de su guerra cotidiana ante la pizarra. «Si opositaras, tendríamos más tiempo para nosotros…», y me convencía con la contundencia de su sexo o con la ternura de sus caricias. Eso dependía del momento y de mi humor, siempre algo voluble. A mí me daba envidia su entusiasmo y la fuerza con la que afrontaba su día a día. Una fuerza que no se parecía en nada a la desidia que a mí me había provocado su ausencia. A la fatiga que aquel lunes me costó tanto esfuerzo vencer y que me hizo pasar más minutos de los necesarios debajo de la ducha, contemplando una erección inútil y masturbándome con dejadez hasta obtener un placer minúsculo e irrelevante, casi inexistente.
Desayuné algo rápido y traté de serenarme un poco. Me sentía muy nervioso, como un niño en su primer día de clase (en el fondo, a mis treinta, no era nada más que eso lo que me sucedía). Además, me encontraba muy cansado después de otra noche de insomnio. No había sido capaz de pegar ojo, en parte por negarme a seguir las recomendaciones de mi psicólogo —odio tener que drogarme para no pensar que todo es una mierda— y en parte porque me obsesionaba la pregunta de cómo iba a ser mi primer día en el instituto. Dediqué toda la tarde anterior a elegir la ropa y, tras no llegar a ninguna conclusión, preparé en mi vestidor tres posibles modelos —perfectamente conjuntados, eso sí— con la esperanza de que, a la mañana siguiente, un golpe de inspiración me aclararía qué tipo de profesor deseaba ser. Intenté redactar un borrador para presentarme ante mis futuros alumnos, pero todo me sonaba entre vacuo y grandilocuente, así que preferí dejarlo en manos de la improvisación, confiando en mis más que probadas dotes para hablar en público. Sólo unas horas después me daría cuenta de que estaba cometiendo un grave error: improvisar dentro del aula es la mejor garantía para conseguir un desastre absoluto.
En el metro, de camino a la que iba a ser mi primera clase, me parecía seguir oyendo a Carlos. Tan cerca y, a la vez, ya tan lejos de mí. Como si fuera uno de los fantasmas de A dos metros bajo tierra, una de esas series que amamos juntos y que nos devoramos de una vez en tan sólo un verano. Podía sentir su «saldrá bien». Su «vales para esto, Álvaro». Siempre tuvo fe en mí… Tanta como la que nosotros intentamos preservar mientras duró su pesadilla. Los diagnósticos. Las intervenciones. Los quirófanos. La puta quimio… Pero nuestra fe no fue suficiente. La realidad se impuso. Científica y brutal. Cuando el cáncer empezó a ganarnos la partida decidí que era el momento de prepararme las oposiciones y abandonar, por fin, aquel despacho minúsculo en el que buscábamos ideas de bestsellers y nuevos Harry Potters que nunca llegaban a serlo… Es curioso, durante todo el tiempo que trabajé en la editorial jamás supe qué leía realmente un adolescente. Es más, estaba convencido de que, simplemente, no leían. Ahora, afortunadamente, empiezo a darme cuenta de que aquella afirmación no era del todo cierta. Sólo hay que abrirles otras vías —y no precisamente la de las virgencitas de Berceo— para que descubran que los libros pueden ser un placer. No una tortura impuesta.
En Marcos, por ejemplo, me llamó la atención su costumbre de anotar en la agenda todos los títulos que mencioné a lo largo de aquella semana. Les hablé —anárquicamente, lo confieso— de Salinger, de Capote, de Carver, de Lorca, de Cernuda, de Kerouac… Les seleccioné dos o tres pasajes polémicos de sus textos, se los llevé fotocopiados y, a partir de un debate más o menos manipulado, traté de contagiarles mi pasión por aquellas obras. Mi objetivo era hacerles reaccionar para que abandonasen la actitud de autómatas con la que acudían a clase.
—¿Os gusta la literatura? —les pregunté en mi segundo día.
—¿Literatura? —Y todos ellos esbozaron una mueca de asco incontrolable—. No, claro que no nos gusta nada.
—¿No os gusta leer? —me alarmé.
—Leer sí, claro —me respondió Julia, una de las repetidoras del grupo—. Pero la literatura, para nada.
Algo falla cuando Julia está convencida de que los libros y la literatura son dos cosas distintas. Algo no funciona cuando todo 1° E esperaba, al verme ese primer día de clase, que les dictase una lista de lecturas obligatorias anodinas que nada tendrían que ver con sus expectativas. Algo va mal cuando, tras discutir sobre un fragmento de En la carretera; un par de ellos se acercan a mi mesa para decirme que es la primera vez que leen y comentan textos así en clase de lengua, quejándose de que llevan años analizando oraciones, diferenciando (sin mucho éxito) determinantes de pronombres y memorizando como papagayos listados de obras y de autores. Por eso, al principio, no creo que adaptarse a mí les resultase muy sencillo. Están tan acostumbrados a lo convencional que les cuesta mucho tomar la palabra, actuar, adoptar otra conducta menos pasiva ante métodos que les son extraños. Y sus padres, en fin, hay de todo… Carlos, por ejemplo, tuvo que recibir a más de uno que se quejaba de la cantidad de tiempo que su hijo «perdía leyendo y hablando de tonterías en clase». A mí todavía no me ha pasado —es pronto, supongo—, pero cuando me pase, no creo que les responda nada, la verdad. ¿Para qué?
A Marcos no sé si le gustaban o no mis métodos, pero el caso es que me escuchaba con más atención de la que fingía poner en mis clases. Ser el líder del grupo tiene sus exigencias, así que él no podía manifestar un interés mucho más evidente. Por eso, cuando yo mencionaba un título o un autor que le despertaba curiosidad, él no los anotaba inmediatamente —tenía que evitar que sus compañeros pudieran tomarlo por un empollón—, sino que esperaba unos minutos y, cuando ya nadie podía asociar su escritura con mi recomendación, escribía el título del libro mencionado en algún lugar de su agenda.
Pocos datos se han obtenido de la biblioteca del acusado, compuesta —casi en su totalidad— por una ingente colección de cómics de la Marvel junto con las lecturas obligatorias de sus años en Secundaria. Las Poesías completas de Machado, una edición para escolares de La casa de Bernarda Alba, un ejemplar profusamente subrayado y anotado de La metamorfosis de Kafka —todas ellas lecturas obligatorias del curso anterior, según el plan de estudios del centro—, y algunas novelas contemporáneas de autores recomendados por sus profesores para los lectores de su edad. En el previsible conjunto tan sólo desentonan dos textos: la colección de relatos ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, de Carver, y una antología de poesía del 27 que nunca les exigieron leer en clase y que, sin embargo, sí les había recomendado Álvaro.
—¿Carver? Vaya, menuda sorpresa… Es curioso —me comenta su tutor mientras nos paseamos por la sección de novedades de la Fnac—, no somos conscientes de lo que podemos influir en ellos…
—Debe de ser bonito tener esa capacidad.
—No lo sé… —Deja en la estantería la película que acaba de coger y, antes de responderme, duda un instante: no tiene muy clara su respuesta—. Supongo que me alegra ser capaz de conseguir que se compren un libro determinado. En el fondo, mi labor consiste en que lleguen a amar la literatura o, al menos, a valorarla. Pero ¿y si esa influencia se encauza mal? Puede ser peligroso para todos…
—¿Es mejor autocensurarse?
—No, sólo que… —vuelve a titubear. Busca un ejemplo para evitar ambigüedades—. Mira, uno de los asuntos que intento tratar en mis clases es el de la discriminación. Racismo, misoginia, homofobia… Bien, pues esta misma mañana me he enterado de que una de mis alumnas más brillantes, una chica gitana de dieciséis años, va a dejar los estudios para casarse obligada por sus padres. ¿Cómo se supone que debo comportarme ante algo así? ¿Mi discurso la ayuda o, por el contrario, le estoy creando más trabas en su entorno familiar?
—Supongo que lo que tienes que ser es consecuente. —Con un gesto, le invito a marchamos de allí. Prefiero que sigamos hablando en un lugar algo más tranquilo. Cualquier café, por cutre que sea, me servirá.
—Ya, es muy fácil decirlo, pero no basta con eso. —Al fin salimos a la calle—. ¿De qué sirve transmitirles un mensaje de igualdad y de libertad si no les damos instrumentos para defenderlo?
No estoy seguro de entender lo que quiere decirme, pero tengo la sensación de que me oculta algo. En sus palabras flota la imagen de Marcos, aunque no la dibuje del todo, como si quisiese evitar profundizar en ciertos matices que, de momento, no le parece oportuno esbozar.
—¿Qué pensaste cuando lo viste? ¿Te llamó la atención?
—¿Marcos? Claro. —Álvaro busca sin éxito un cigarrillo en su bandolera. Le ofrezco uno de los míos e interrumpe nuestro diálogo el tiempo justo que tarda en encenderlo. Necesita ganar unos segundos antes de volver al tema—. Intento dejarlo, ¿tú no?
Prefiero no responder nada para evitar que siga desviándose. Quiero que me cuente cómo recuerda a aquel alumno. Qué pensó cuando lo tuvo delante por primera vez. Álvaro da una nueva calada mientras retoma su discurso.
—Me fijé en Marcos enseguida. Estaba justo en la puerta de la clase, con un enorme corro de gente a su alrededor. Chicas, sobre todo. Desde el primer momento tuve clarísimo que aquel tío alto, guapo y corpulento era el líder de mi tutoría. Y el galán del Darío.
—¿Pensaste algo más?
—Sí, me acordé de los consejos que me había dado Carlos sobre este tipo de alumnos. Según él, había que ganárselos antes que al resto. Si cuentas con su aprobación, todo resulta mucho más sencillo después.
—¿Y lo conseguiste?
—No exactamente… En realidad, Marcos fue mi primera metedura de pata de aquella mañana. Y la culpa no fue del todo mía. La culpa, en el fondo, la tuvo Kavafis…
No sé por qué escogí ese libro para leer en el metro. O quizá sí. Quizá sí lo sé, pero no quiero reconocerlo. Ni siquiera pude abrirlo por culpa de la cantidad de gente que se aglomeraba en mi vagón, pero aun así, me paseé por toda la línea 6 con una antología de poemas de Kavafis que rescaté aquella misma mañana de mi biblioteca. «Tú siempre tan cercano a la causa, Álvaro…», se reía Carlos. Y sí, yo siempre tan cercano. Por eso había seleccionado ese ejemplar, para aparecer con la portada de aquel modelo elegantemente desnudo el primer día del curso. ¿Para significarme? No exactamente, sólo deseaba situarme. Y permitir que me situasen los demás. Alumnos incluidos. No me gusta vivir en los armarios, nunca ha sido mi intención.
Es curioso, pero en los centros educativos —oficialmente— no existen los gays. Hay una ley implícita por la que cualquiera que coge una tiza en el aula se vuelve, automáticamente, hetero. Casi nadie confiesa su orientación, por comodidad o por miedo a los problemas que la visibilidad pueda traer consigo. ¿Cuántos padres pondrían pegas a que el tutor de su hijo fuera gay? Teóricamente, ninguno, pero en la práctica —en esa dimensión de la realidad que no tiene nada que ver con la hipocresía de lo políticamente correcto— esos problemas se dan continuamente. Las profesoras lesbianas saben que tienen que afrontar un doble ejercicio de discriminación —por ser mujer y por ser homosexual—, así que rara vez salen públicamente del armario. En unos meses se va a casar con su chica una de las del Darío —permíteme que omita su nombre y la fecha por pura discreción— y ya me ha dicho que va a justificar su ausencia con la excusa de ir al médico. Ni siquiera se plantea disfrutar de sus quince días por matrimonio, convencida de que es mucho lo que puede perder con ello… Es más, conmigo ni siquiera se habría confesado si no nos conociéramos de antes (trabajó durante un curso en el último centro donde impartió clase Carlos). Y en cuanto a nosotros, a veces dejamos que se intuya, o incluso algunos —muy pocos— lo hacemos público si la ocasión lo requiere, pero la mayoría opta por silenciarlo, temiendo que eso pueda ser una futura fuente de conflictos. Y, sí, claro que lo es. Y muy a menudo.
En mi caso, enseguida me di de bruces con un incidente de esta índole. Fue el lunes 7 de septiembre, cuando me correspondía estar en mi departamento para atender las reclamaciones de los alumnos. Esos días, como los chicos se juegan el paso al siguiente curso, suelen venir acompañados por sus padres, siempre dispuestos a exigimos que aprobemos a sus vástagos aunque éstos no hayan abierto un libro en todo el curso. A mí me tocó atender a un alumno cuyo examen ni siquiera había corregido yo (pero el profesor responsable no acudió ese día al centro porque, literalmente, «no le venía bien»). Su padre, en vez de agradecerme que me hubiese ocupado de un asunto que no me competía, me tiró el examen sobre la mesa y, con una mirada llena de desprecio, me espetó:
—Con tantos maricones, no me extraña que mi hijo no aprenda.
Me sentí tan humillado que no supe qué responder. Después de llorar como un idiota en el cuarto de baño, decidí pedir ayuda y hablé con Gerardo, el director. Lo había conocido el mismo día en que me incorporé a la plantilla del instituto y no me había dado una sensación especialmente cálida. En cualquier caso, no era calidez lo que necesitaba, sino un apoyo firme ante lo que, a todas luces, había sido una agresión contra mi honor. En aquel despacho, sin embargo, sólo encontré una recepción distante y poco convincente, nada que me hiciera creerme respaldado o que me permitiese sentirme menos ridículo. Y menos insultado.
—¿Le ha amenazado? —Negué con la cabeza—. ¿Le ha infligido algún daño físico? —Volví a negar—. En ese caso —concluyó mi director—, creo que debe empezar a tomar cierta distancia con las pequeñas anécdotas de esta profesión. No podemos magnificarlo todo ni convertir un hecho aislado en un episodio significativo. Trate, eso sí, de ser más discreto en adelante. En este trabajo es importante delimitar el área personal y la profesional. De lo contrario, se pueden producir situaciones tan incómodas como ésta.
Salí de aquella conversación totalmente abatido, como si hubiera sufrido mi primera derrota en este nuevo trabajo antes de iniciar el verdadero combate. ¿Y si me había equivocado por completo? ¿Y si mi decisión de emular a Carlos —y de, en cierto modo, asumir su legado— no sólo no me ayudaba a combatir mi depresión, sino que la agravaba aún más? Durante la semana siguiente me pregunté a menudo si, después de lo sucedido, debería ocultar mi homosexualidad en el aula o si, por el contrario, ostentaría mi condición con naturalidad (que no con orgullo: son dos cosas distintas, me parece). Intenté serenar mis dudas y mi —ya casi habitual— estado de ansiedad con un maratón de Los Soprano, preguntándome qué opinaría la doctora Melfi de un caso como el mío.
Cuando por fin llegó el lunes 14 y me vi allí, delante de Marcos y de sus compañeros de 1.º E, me sentí tan cohibido por esa marea humana que se me antojaba incontrolable y de la que temía una actitud de rechazo que estuve a punto de renegar de mí mismo y ocultar cualquier rastro de pluma que pudiera delatarme. Afortunadamente, renuncié a esa opción (ni Carlos ni la doctora Melfi me habrían perdonado tanta cobardía), porque quienes realmente nos implicamos en esto somos incapaces de adoptar una máscara en el aula. Al revés, en cuanto nos ponemos ante la pizarra llevamos a cabo un desnudo integral. Una exhibición que nos convierte en seres transparentes y absolutamente vulnerables. Los alumnos lo saben y juegan con ello. A fin de cuentas, esa debilidad nuestra es una de sus ventajas y, por supuesto, la aprovechan.
Sonia me informa de que no fueron conscientes del estado depresivo del tutor de Marcos hasta que se presentó en el centro. Mantuvo una breve entrevista personal con Álvaro el 1 de septiembre, pero al tratarse de un centro público y, por tanto, de un funcionario, aquel encuentro no era más que de un trámite de cortesía. «En estos casos, ha de ser la inspección quien decida y, al no haber comenzado las clases, no había decisión alguna que tomar. No podíamos juzgar su capacidad docente por su estado de ánimo».
Al parecer, Álvaro no ocultó que atravesaba por una grave crisis personal, pero también afirmó con rotundidad que no deseaba solicitar ningún tipo de baja. «Si había podido sacar las oposiciones mientras su pareja seguía enfermo, también podría dar clases ahora que no estaba a su lado. Eso fue exactamente lo que me dijo cuando saqué el tema una semana antes de que se iniciara el curso», me cuenta Sonia. El hecho de que Álvaro fuera el tutor de Marcos «no reviste importancia» según el centro.
8:20. No había ninguna duda. Acababan de ganarme el primer asalto. Una horda de adolescentes salía del metro a la vez que yo. Todos llegábamos con la hora justa y, parecía evidente, todos íbamos al mismo lugar. Sólo verles subir corriendo las escaleras mecánicas del metro ya era agotador. Eché un estúpido pulso conmigo mismo y traté de imitarles para convencerme de que soy ese hombre joven que vendo cuando chateo con tipos a los que generalmente no deseo conocer —con tirármelos tengo de sobra— y a los que, cuando conozco, prefiero olvidar rápido. Casi tanto como el paso que intentaba mantener de camino al trabajo, desbordado por los grupos de chicos y chicas que se movían como una inmensa maraña humana de la que era difícil escapar.
Resulta divertido observar, a las 8:25 de cada mañana, la cara de fastidio de los adultos que los esquivamos, en un eslalon inútil donde ellos siempre han de ser los vencedores. Se mueven peor que nosotros, no controlan su cuerpo, ni siquiera saben qué es eso de la proxémica, ni de la quinésica, ni ninguno de esos términos aburridamente pedagógicos que algún profesor les explicará en alguna clase inútil, pero su energía les hace dueños de una calle en la que me sentía, de repente, un extraño.
Al fin llegué al instituto y me dirigí a mi departamento, confiando en empezar a establecer lazos con unos compañeros a los que apenas había podido conocer en esos quince días. Mi experiencia laboral se limitaba, hasta ahora, a una tibia presentación el día 1 de septiembre, dos jornadas de reclamaciones en las que ni siquiera estoy muy seguro de qué hacía realmente allí —aparte de recibir alguna que otra cornada homófoba— y un claustro —el del día 9— donde se nos entregaron los horarios y las normas del centro. En cuanto a mi departamento, está formado por dos profesoras al borde de la jubilación que siguen fotocopiando a sus alumnos los mismos apuntes y ejercicios que ya les daban veinte años atrás y por un tipo hosco y maleducado que considera que toda novela que no hable de la guerra civil es, básicamente, una mierda. Gracias a él, tuvimos una bronca terrible en nuestra primera (y única) reunión departamental, en la que debíamos fijar las lecturas para los distintos niveles. El problema surgió porque se negaba a incluir ningún título posterior a 1950, pues —en su docta opinión— todas las novelas españolas de los cincuenta en adelante no eran más que «panfletos sobre picores adolescentes y tías calentorras insatisfechas escritos para lectoras pánfilas y poco exigentes». Mis compañeras, lejos de responder ante aquel comentario claramente sexista, le rieron la gracia y le dieron la razón en todas sus propuestas. Yo, por supuesto, me declaré insumiso —no estaba dispuesto a arruinar mis posibilidades de fomento de la lectura con semejante listado de obras— y eso me granjeó la eterna antipatía del que, desde entonces, sería para mí «el innombrable». A la semana del incidente dejó de saludarme y no hemos vuelto a dirigimos la palabra.
Por lo demás, durante esa primera semana de septiembre apenas pude ver a los alumnos. Supongo que deambulaban como zombies por los pasillos, en una extraña dimensión corporal propia de ese septiembre adolescente en el que uno entra en clase con el bronceado de la piscina, la camiseta de tirantes y las ganas inmensas de volver a salir para apurar esas dos últimas semanas de vacaciones hasta que comienza el nuevo curso. Así que, cuando llegué al Darío el día 1 de septiembre, la jefa de estudios —desbordada por aquel mar de vampiros adolescentes— se limitó a saludarme con desgana y a decirme que volviera el 9, para el claustro de principio de curso. Me sentí tan invisible como los alumnos y me marché con una sensación extraña que saldé comprando libros y manuales de literatura para unas clases que ni siquiera estaba seguro de saber impartir. Y así, convertido en la versión intelectual de Carrie Bradshaw, esperé a que llegara el claustro. Confiaba en poner cara a mis nuevos compañeros, pero nunca fui un buen fisonomista y crucé sus rostros con los gritos que predominaron en la reunión.
—En primer lugar, hay un proyecto sobre el que me gustaría hablaros. —La jefe de estudios tomaba la palabra e intentaba imponerse sobre las voces de los demás.
—¿Nos das ya los horarios? —gritó una profesora oronda y de voz chillona que se sentaba al fondo de la sala de juntas.
—Carmen, todo a su tiempo. El primer punto del orden del día es otro. —El resto de los profesores seguían hablando en corrillos, resumiéndose el verano o quejándose, antes de empezar las clases, de los alumnos que iban a recibir en tan sólo unos días—. Por favor, ¿podemos callarnos todos? Somos ochenta y tres adultos en una misma sala. O nos comportamos como tales o no va a haber manera de entendemos.
Gerardo agitó con desgana una campanilla —daba la impresión de que hubieran sacado a aquel hombre de una película de los años cincuenta— y el claustro se calmó durante unos segundos. Los estrictamente necesarios para que Sonia lanzase su propuesta.
—A ver, como ya os avancé en junio, en el centro estamos interesados en formar parte del proyecto bilingüe de la comunidad. Eso supondría…
—¡Más trabajo! —la interrumpe una voz masculina desde el fondo.
—Isma tiene razón. Y luego, ¿qué nos dan a cambio? Lo de siempre, ni las gracias —le secunda la tal Carmen.
—Pero si ni siquiera me dejáis que os explique en qué consistiría —insiste Sonia.
—Ni falta que hace —responde la voz masculina de antes. Sigo sin ver su rostro, me lo tapa un nada esbelto profesor de Educación Física: poco voy a poder ligar en este trabajo—. Serán más horas y la misma retribución. Y de eso nada. Bastante tengo ya con aguantar a estos salvajes.
—Isma, ¡por favor!
—Es la pura verdad, Sonia. Ya está bien de tomamos el pelo. No me fastidies. Más de treinta alumnos por aula y ahora, encima, no sólo quieren que les soportemos, sino que también les demos las clases en inglés. Lo siento, pero yo no doy crédito.
—Joder, Isma —apostilla un chico moreno, de mi edad—. Tú siempre tan colaborador.
—Y tú tan pelota.
—¡Eso! —le apoya Carmen—. Desde luego, Iñigo, cómo se nota quiénes vivimos de prestado gracias a las comisiones de servicio…
—Perdona, pero aquí los únicos que vivís de prestado sois los de religión, que estáis en el centro sin haber pasado siquiera unas oposiciones.
—Yo estoy aquí por mis méritos, Íñigo. No por lamerle el culo a nadie.
Desde ese instante dejé de prestar atención al «diálogo». ¿Para qué hacerlo? Los gritos impedían enterarse de nada y, cuando las aguas volvieron a su cauce, ni una palabra rozó el tema central (¿no era la educación?). La jerga sólo contenía los sustantivos horarios, tutorías, obligaciones, retribuciones y algún sintagma como precios de la cafetería, baños de los profesores o fecha de inicio de curso. Nada que llamara mi atención salvo un cierto aire de cansancio, un griterío constante (¿éste es el modelo que damos en clase?) y alguna que otra vieja rencilla entre colegas. A las tres horas se levantó la sesión y se tomaron acuerdos inanes de los que ni siquiera tomé nota. No era necesario.
De camino al hospital, Sonia me confirma que aquel claustro fue, más o menos, como Álvaro me lo ha descrito. Me sorprende que esas salidas de tono sean habituales en una reunión supuestamente educativa, pero, al parecer, ese cúmulo de barbaridades no es más que una pequeña muestra de lo mucho que se puede caldear el ambiente en esas situaciones.
—Gerardo y yo hemos tenido que separar más de una vez a un par de compañeros a punto de llegar a las manos —confiesa Sonia mientras buscamos dónde dejar el coche—. Y en las juntas de evaluación es aún peor. Ni te imaginas.
—Ya veo…
—¿Estás seguro de que quieres venir conmigo, Santiago? Ni siquiera sé si van a querer hablar con nosotros.
—Tranquila, cuento con ello.
Bajamos de su Mini —«¿no crees que me pega mucho?», me lanza con cierto aire de coquetería— y nos acercamos a la entrada. En la acera, justo delante del acceso al Gregorio Marañón, nos damos de bruces con un adolescente alto y desgarbado que le da patadas a una lata de refresco. No levanta la mirada del suelo y en sus ojos se puede leer una rabia inmensa, salvaje, como si cada nueva patada fuera directa al hígado de un adversario que no se encuentra allí.
—Hola, cariño, ¿cómo estás?
Sonia se acerca a él e intenta darle un abrazo, pero el chico la rehúye. A pesar de su estatura —uno setenta y algo, supongo, porque es casi, tan alto como yo— y de su complexión fuerte, su rostro es el de un niño. Un crío solitario y visiblemente enfadado con el mundo.
—Adolfo, ¿estás bien? —Él niega con la cabeza y sigue mirando fijamente el suelo. Ya no da patadas a la lata, ahora se limita a golpear la acera con la punta de sus deportivas—. ¿Tu hermano está mejor? Queríamos verlo.
Nos mira por primera vez. En realidad, fija toda su atención en mí. Un treintañero en vaqueros y camiseta con logo Dharma al que no conoce y que, desde luego, tampoco tiene interés alguno en conocer.
—¿Y ése? —me señala.
—Un amigo. ¿Nos acompañas a ver a Sergio?
—No sé. —Y vuelve a bajar la mirada y a golpear el suelo con las botas.
Acabo de conocerlo y, sin embargo, me estremece la agonía —más que visible— que atraviesa este chico. Todo en él —la postura, la mirada, los gestos— transmite dolor. Y, sobre todo, incomprensión. No entiende por qué su mundo se ha desplomado de repente. Ni —y eso es lo peor de todo— creo que pueda llegar a comprenderlo nunca. Intento ponerme en su lugar, imaginar lo terrible que debe de ser haber presenciado ese crimen y tener que asumir, a los doce años, todo ese horror. No me extraña que golpee el suelo con furia y, sobre todo, no me sorprende que mi presencia le suscite una desconfianza infinita. Si su hermano ha podido arrebatarle a su padre, ¿qué es lo que puede esperar de un desconocido como yo?
—Cariño, ¿entramos?
Ni rastro de la fugaz coquetería anterior. Sonia despliega ahora su lado maternal —«yo también tengo una hija adolescente en casa»— y trata de convencer a Adolfo para que nos lleve a la habitación donde se encuentra Sergio. Le pasa suavemente la mano por el hombro y el crío, a pesar de su actitud huraña, agradece el gesto. Noto que esa caricia le reconforta, le ofrece un lugar en el que cobijarse y escapar de su infierno durante, al menos, unos segundos. Luego vuelve a fijar su vista en mí:
—Él no.
—Está bien —accedo—. Sube tú.
Están a punto de entrar en el hall cuando aparece, hecho una fiera, un individuo de unos cincuenta años. Agarra a Adolfo del brazo y lo aleja de Sonia de un tirón. El crío lo mira con expresión culpable (¿qué se supone que ha hecho mal?) mientras yo me acerco a ellos para solucionar lo que, a todas luces, debe de ser un simple malentendido.
—¿Se puede saber qué están haciendo? —nos increpa.
—Tranquilo —intenta serenarlo Sonia—. Adolfo me conoce bien. Soy la jefa de estudios de su centro.
—De su antiguo centro, querrá decir.
—¿Cómo?
—No pienso permitir que mi sobrino regrese a su instituto. No voy a dejarle en manos de unos incompetentes.
—Por favor, entiendo que está usted muy alterado, pero eso no le da derecho a…
—Eso me da derecho a lo que a mí me dé la gana. Y ahora, lárguese. No quiero que nadie les moleste. Y tampoco traten de acercarse a Ignacio. Mis sobrinos no tienen nada que decir, ¿está claro?
Se alejan por el pasillo y Adolfo vuelve la vista hacia atrás durante una décima de segundo. ¿Nos está pidiendo algo? Intento adivinar qué se oculta tras esa mirada, pero su tío lo arrastra con furia hacia el interior del hospital. Ante la reacción de la familia, Sonia y yo decidimos regresar a su Mini, algo más desanimados —y, si cabe, más confundidos— de lo que habíamos venido.
Llegué con la hora justa, así que no tuve tiempo de pasar por mi departamento para disfrutar de la compañía de mis posmodernas compañeras. Tras no saludar al «innombrable», con quien me crucé por el pasillo, me dirigí sin dilación a las aulas, intentando adivinar dónde estaría la mía. Por el camino, una profesora —exuberante y pelirroja— me detuvo.
—Tú eres nuevo, ¿verdad?
No parecía simpática. Fingía serlo, pero estaba convencido de que sólo era una pose. Espontaneidad calculada, sonrisa aritmética, frescura insoportable y una larga melena pelirroja tan agresiva como su peculiar tono de voz. Todo en ella parecía una ecuación destinada a hacerse con el recién llegado.
—¿En el centro?
—No, en general. Nuevo en esto, ¿verdad?
Había pensado decirle que no. Mentir. Inventar un pasado docente en colegios privados y concertados. Quejarme de los mangoneos de curas y monjas en esos centros. Defender rabiosamente la enseñanza pública y, de paso, soltar una de mis arengas contra el desprestigio de lo público y la privatización de los servicios. Pero aparqué mi yo político y le dije a mi pequeño Lenin que era mejor ser sincero y admitir la inexperiencia.
—Sí, aprobé las oposiciones este año.
—Pero habrás sido interino antes, ¿no?
—No.
Silencio. No era el primero que se producía en aquella breve secuencia de pregunta-respuesta. Evidentemente, debí haber dicho sí. Y supongo que eso es lo que esperaban escuchar, que me presenté varias veces, que rodé de centro en centro como interino y que, al final, me saqué la plaza. Supongo que ése es un requisito deseable para pertenecer a esta tribu: lo de ser joven y, encima, brillante (perdón por la inmodestia) lo llevan fatal.
—Ah, bueno. A veces la suerte ayuda mucho.
—Y el talento, más. —Lejos de ofenderse, se rio con mi pequeña bordería y, decidida, me tendió la mano.
—Soy Gema, de informática.
—Álvaro, de lengua.
Mientras se presentaba, noté cómo me miraba inquisitivamente de arriba abajo. ¿Qué opinaría ella del modelo que había escogido? Después de mucho dudar, decidí que necesitaba ponerme algo que me acercase a los alumnos, una ropa que sirviese de frontera entre ellos y mi miedo. Así que ese lunes me planté en el instituto como si me hubiera fugado del catálogo para hombres in del GQ. Bandolera Adidas, deportivas Nike verde pistacho (a juego con la bandolera), vaqueros rotos Diesel y camiseta negra de G-Star. Un catálogo andante… Gema desaprobó mis deportivas verdes, sacudió con desdén su melena pelirroja y me deseó suerte con la boca pequeña. Luego salió a toda prisa deseosa de plantar besos y abrazos a los profesores de otros departamentos en el mismo pasillo. De algún modo, exhibía ante mí un compañerismo casi obsceno, como si de esa forma pudiera excluirme y castigarme por haber tenido la osadía de ser nuevo y de haber aterrizado —al primer intento— en su pequeño mundo. Porque eso es un instituto, un microcosmos donde la vida tiene su propio ritmo, sus propios habitantes y hasta sus propias leyes. Ajeno aún a todos esos códigos, busqué en mi horario la primera clase: B1E.
Dudé al leer las siglas —los nervios, supongo—, hasta que decidí que la B debía de ser de Bachillerato, el 1 de primero y la E, el curso al que tenía que dirigirme. En realidad, también podría ser una E de ESO y una B de grupo, pero preferí no preguntar a la jefa de estudios, que parecía mirarme con la misma desidia de la primera vez. Tardé en entenderla y en darme cuenta de que me equivocaba en mi apreciación: Sonia no es fácil de valorar a primera vista.
Seguí avanzando por el pasillo, resistiendo las miradas de los compañeros y de los alumnos —sabiéndome juzgado por todos y cada uno de ellos—, tratando de concentrarme en leer las letras y los números colgados sobre las puertas de las aulas. Puertas abarrotadas de adolescentes que forman murallas humanas para no pasar. Para no dejar que nadie les haga pasar. E4A. E4B. E4C. En el ala derecha del edificio están los mayores. Cuartos y Bachilleratos. No debía de andar muy lejos. B1A. B1B. Intenté recordar lo que tenía preparado, incluso ojeé mi antología poética de Kavafis y traté de decidir si con eso se podía dar una primera dase. Buscaba sin éxito el poema de «Ítaca». ¿En qué página estaba? B1C. B1D. Los alumnos me observaban con mucha más curiosidad que mis compañeros. Aún no sabía leer sus miradas ni sus gestos —sólo tardaría un par de semanas: eso se aprende rápido—, pero ya era consciente de que estaban llenas de sentido. Se transmitían información entre sí a mi paso. ¿Me aprueban, me desaprueban, me reprueban? No podía saberlo, así que cerré la antología —necesitaba acumular toda la información posible de mi entorno—, respiré hondo y me esforcé por frenar la ola de pánico que amenazaba con desbordarme. Estaba tan nervioso que, justo antes de entrar en el aula, no pude evitar que se me cayese al suelo mi libro de Kavafis. Me arrodillé intentando que no se me cayese también la agenda, o los bolígrafos, o el cuaderno de notas que no sé para qué narices había cogido, pero un alumno que estaba justo en la puerta, rodeado de un variopinto grupo de admiradoras, lo recogió por mí.
Fue tan sólo un segundo, pero el chico lo aprovechó para verme de cerca, marcar terreno y hacerme perder la seguridad —escasa— que parecía quedarme. Me sonrió con un aire de cierta superioridad e intenté devolverle la sonrisa. En ese momento aún desconocía su nombre. Y su curso. No disponía de un solo dato, únicamente que me había sonreído, que era algo más alto que yo, moreno, de similar complexión física —atlética, fuerte— y que tenía los ojos oscuros y profundos. Pero no podía saber que siete días después este mismo chico sería arrestado por asesinar a su padre y atacar a dos de sus hermanos. Sergio, de tan sólo quince años, sigue debatiéndose entre la vida y la muerte mientras yo escribo esto. Mientras yo redacto lo que recuerdo de aquel maldito lunes y trato de vencer esta jodida sensación de culpabilidad. Los remordimientos que me acosan desde que aquel lunes entré en ese centro y Marcos cogió mi libro un minuto antes de que yo entrase en clase para presentarme como su nuevo tutor. B1E. En la puerta, el muro de cuerpos bronceados que obstruía la entrada en cada aula. La atravesé como pude —ahora era yo el hombre invisible— y me acerqué a la mesa. La pared humana se deshizo lentamente y sus miembros —todavía anónimos— entraron en clase dispuestos a jugar su papel. Ya sólo me quedaba adivinar cuál sería el mío.
Tras consultarlo con Sonia, decido convocar —durante algunos recreos— a cinco alumnos de 1.º de Bachillerato E. Redacto un breve documento para informar a sus padres de que mantendré mi primera reunión con sus hijos el viernes 2 de octubre y ella me adjunta una autorización que deberán entregarme firmada antes de que yo pueda entrevistarles. Los elegidos, con la ayuda de su tutor, son: Raúl, uno de los mejores amigos de Marcos desde el curso pasado; Adrián, compañero no sólo de clase, sino también de su equipo de taekwondo; Sandra, su supuesta chica (aunque Sonia cree que lo dejaron después del verano); Meri, novia de Adrián y, según Álvaro, toda una enciclopedia sobre los cotilleos del centro; y Ahmed, un chico que apenas parece conocer a Marcos, pero al que su tutor cree que participar en mis entrevistas puede ayudarle a integrarse en el grupo.
—Se notaba que era su primer día. Esas cosas se saben. Lo vemos rápido. —Sandra sonríe amargamente cuando recuerda aquella mañana.
Álvaro no daba ni una. Y se puso nervioso —me explica Meri con cierta chulería—. Nosotros nos limitamos a tantearle, ya sabes, lo normal.
No sé qué es lo normal para estos chicos, aunque Álvaro me confiesa que no han cambiado en exceso los métodos desde que nosotros fuimos alumnos. «Súmale a nuestra adolescencia un móvil con cámara y un mp3, pero poco más… En el fondo, no debía de haber sido tan difícil, pero la presión estuvo a punto de poder conmigo».
Según me cuentan los chicos, Marcos pareció fijarse en su nuevo tutor, incluso anotó algo en la agenda de su amiga Sandra.
—Le cayó bien —admite, aunque le cuesta enormemente hablar conmigo—. Hasta escribió en… Bueno, me dijo que…
—Tranquila, no te pongas nerviosa.
—Es que —balbucea con timidez— no me gusta nada que me graben…
—Si quieres, lo apago.
—No, déjalo… No sé, me cuesta hablar de esto. Marcos y yo… Bueno, él y yo… —Y empieza a llorar. Con delicadeza, como si no quisiera descomponerse más de lo necesario, o como si temiese que un llanto más fuerte pudiera desbordarla por completo y llevarla a un abismo emocional por el que prefiere no tener que pasar.
Tampoco utiliza la palabra novia, en realidad, elude el tema cuando le pregunto. Insiste en que se gustaban. En que eran dos grandes amigos. Y hasta admite que se enrollaban a menudo.
—Algún muerdo sí que hubo, ¿no? —bromea Adrián.
—¿Eso también lo vas a poner en tu libro? —me pregunta azorada.
Le ofrezco un kleenex y espero a que se calme. No quiero forzarla a decir nada que no esté dispuesta a contar, aunque ahora mismo me muero por saber qué escribió Marcos sobre Álvaro. Necesito datos que me ayuden a entender a ese chico. Y que, de algún modo, me conduzcan al porqué de su crimen. Sandra, ya más calmada, me enseña su agenda y me dice que lea. Allí, entre decenas de dibujos, grafitis y declaraciones de amor y amistad eternos, alguien ha escrito con rotulador negro: «El tutor nuevo parece que mola, ¿no?».
—Así que le gustó.
—Sí, a él y a todos… —Se calla un segundo y, ante la mirada de los demás, cambia rápidamente de idea—. Bueno, al principio, no mucho. Los primeros días nos hacía gracia, pero nos dio algo de mal rollo. No sabíamos qué quería de nosotros y pensamos que nos iba a suspender a todos. Pero luego… Yo creo que Álvaro es un profe muy legal.
—No hay muchos de ésos, ¿sabes? —apostilla Raúl.
Sin embargo, su tutor me asegura que, a pesar de esa supuesta empatía, Marcos no trató de hablar con él en toda la semana. Notaron ciertos hechos extraños en la conducta del chico, «desafortunados», matiza Sonia, pero no llegó a buscar ni la complicidad ni la ayuda de Álvaro. «A lo mejor no lo hice lo bastante bien y perdió la confianza que ese primer día sí creyó poder tener en mí. Creo que eso nunca llegaremos a saberlo».
—Hola.
Hablaba en el vacío. Nadie me escuchaba. Me miraban, sí, pero no me escuchaban. Y, desde luego, no tenían la menor intención de sentarse.
—Hola —repetí.
¿Eso me hacía más débil? ¿No debería mostrar autoridad desde el primer minuto?
—Me llamo… A ver, sentaos.
Me interrumpía a mí mismo. No sabía cómo hacerme escuchar y empezaba a ponerme más nervioso. Ellos lo habrían notado. Se aprovecharían de ello.
—¿Os sentáis de una vez?
Mi voz sonaba casi ridícula desde ese lado de la mesa. La bandolera Adidas encima. La sonrisa forzada. El estudiado toque de profesor juvenil y cercano no parecía estar funcionando. O a lo mejor sí que resultó. No podía saberlo todavía.
—He dicho que os sentéis.
Subí el tono y, por primera vez, acompañé mis palabras de movimiento. En un aula hay que saber actuar, no basta con tener una buena dicción: es preciso emplear el cuerpo. El lenguaje no verbal. Así que di un eficaz golpe de efecto acercándome con decisión a la puerta y cerrándola bruscamente. El controlado portazo les hizo callar y se dirigieron, por fin, a sus pupitres.
—¿Ya me escucháis?
Asentían con indiferencia y parecieron reparar, por fin, en la bandolera. Me analizaban a la misma velocidad a la que yo intentaba analizarlos a ellos. Pero los alumnos siempre tienen ventaja. Son más y cuentan con un único objetivo. Al menos, el estúpido color de mi mochila les distrajo durante un rato y les evitó concentrarse en lo realmente importante. Mis miedos. Mis dudas. Mi inseguridad. Quizá el verde Adidas les impidió darse cuenta de que cuando empecé a hablar me temblaba ligeramente la voz, se me agolpaban las palabras y perdía el hilo del discurso con cierta facilidad.
—Bien —intenté coger fuerzas—, me llamo Álvaro y voy a ser vuestro tutor y profesor de lengua este año.
Lo de ser tutor fue un golpe bajo. Jugaba con cartas marcadas en el reparto de niveles y grupos, así que sólo me quedaron restos que nadie más quería. Y ser tutor es algo que todos evitan. Preocuparse por la vida de los alumnos, hablar con los padres, atender problemas que casi nunca se pueden solucionar con los medios miserables —y el tiempo igualmente ridículo— de los que se dispone… Demasiadas obligaciones mal remuneradas como para pelearse por desempeñarlas. No, lo de ser tutor era algo que hubiera preferido evitar. Y lo de ser tutor de un E, bueno, eso sí que era un premio a mi inexperiencia.
El sistema funciona así, me temo. Se eligen los grupos de acuerdo con la antigüedad, así que los que tienen más experiencia se quedan con los alumnos disciplinados y tranquilos del A y, a veces, hasta del B. Mientras que el C, el D y, cómo no, el terrible E —donde suelen aglutinarse los alumnos conflictivos o con menos rendimiento— se quedan para los nuevos, para los interinos, para los recién aprobados, para los que todavía no están quemados, como dicen los de más experiencia. Argumentar que sus años de trabajo previo serían de gran ayuda en grupos conflictivos es inútil: nadie habría accedido a relevarme aunque sabían, como lo sabía yo, que ser tutor de un E sobrepasaba mis capacidades de novato. Según el director del Darío, aquél no era más que un centro de clase media donde no solía haber más problemas de los «estrictamente habituales». Pero los problemas «estrictamente habituales», ¿cuáles son?
Sonia puntualiza que la adjudicación de tutorías es similar en todos los centros y se debe, únicamente, a razones de horario. «Desde el momento en que se aprueba una oposición, se considera que el profesor está capacitado para desempeñar su puesto», afirma con seguridad. Los sindicatos, sin embargo, consideran que los profesores de Secundaria y Bachillerato carecen, en la actualidad, de recursos pedagógicos para realizar su labor. «No basta con conocer la materia que se imparte: hay que saber comunicarla y, sobre todo, dominar y controlar el aula. Y hoy en día las aulas pueden ser un infierno», puntualiza Luis R. T., miembro de uno de los sindicatos mayoritarios de profesores de enseñanza no universitaria. Álvaro achaca, en parte, a esa inexperiencia y a esa mala distribución de los grupos su falta de pericia para prever el futuro problema. Sonia, sin embargo, discrepa:
—Yo cuento con muchos años de enseñanza a mis espaldas y tampoco lo vi venir. Estuve con Marcos apenas unos días antes de que todo ocurriera y no imaginé que pasaría algo así. El tiempo no es un factor determinante en este caso.
—Pero ¿es cierto que existen grupos malos y buenos, como afirma Álvaro?
—Oficialmente, no. Los grupos se hacen en función de las optativas que escogen los alumnos. Hoy en día, la optatividad es cada vez más elevada. —Sonia intenta cambiar de tema. Éste la incomoda demasiado.
—¿Y extraoficialmente?
—A ver, Santiago —me echa una mirada de reprobación y sugiere que apague mi grabadora. Respondo con mi ensayada expresión de cordero degollado (no me suele fallar) y accede a que siga grabando—, normalmente tenemos dos opciones: o formamos dos grupos mediocres o creamos uno bueno y otro malo. Depende de la política del centro y en éste, en fin, digamos que en el Darío se priman la calidad, la excelencia y…
—¿Y la integración?
—¿La qué? —suelta una carcajada amarga. Terriblemente ácida—. Eso es un mito. Sería posible con medios y con inversiones, claro, pero con lo de ahora… Este curso, por ejemplo, nos han quitado a dos orientadores y a los tres especialistas en Compensatoria, ya sabes, los que se encargan de los alumnos con problemas significativos. Como hay que recortar por culpa de la crisis, nos han dicho que los pongamos con los demás y «que se integren». Así, por las buenas.
Apago la grabadora y quedo con Sonia para el día siguiente. Necesito tiempo para ordenar mis primeras impresiones y revisar con atención el borrador que me ha entregado Álvaro.
—Eres nuevo, ¿verdad? —me pregunta una de mis alumnas. Ni cinco minutos y acababa de ser catalogado como un pardillo. En su jerga, «nuevo» significa desconocedor de la política del centro, descolgado del resto de profesores, ignorante de alumnos, grupos y problemas previos y, por tanto, material altamente manipulable.
—¿Que si soy nuevo en el centro?
Bravo. Era imposible hacerlo peor. Les había dado, sin pretenderlo, el único dato que no debían tener: no he dado clase antes. Después de mi simpleza, ya no se molestaron en preguntarme nada más. Son adolescentes, no niños. Están aprendiendo a ejercitarse en la lógica, en la deducción, en la estrategia. Y el primer día de curso vienen demasiado bronceados, demasiado llenos de energía como para que los pequeños detalles se les escapen. Sólo un par de preguntas y ya lo sabían todo. O casi todo.
—Sí, es mi primer año aquí.
Quise creer que sus sonrisas expresaban alegría ante lo desconocido. Ilusión ante la oportunidad de darse a conocer a alguien que no tiene una lista de prejuicios sobre ellos. Necesidad de demostrar que son algo más que un sinfín de etiquetas construidas a lo largo de su corta vida y reiteradas por los profesores que ya les conocen. Pero también temía que bajo esa sonrisa hubiera algo más, la convicción de que yo era la pieza perfecta para jugar a desautorizarme, a provocarme, a ganarme una partida que había empezado sin demasiado acierto. Necesitaba mover ficha, así que pasé lista. Era urgente ponerles nombre. Individualizarlos. El grupo pesa demasiado como tal. Demasiadas miradas. Demasiados cuerpos. Demasiados puntos de vista entre los que te sientes fraccionado y casi desnudo. Comencé a pasar lista con la esperanza de que la lectura en voz alta de sus nombres sirviese de sortilegio, de hechizo verbal con el que conjurar al grupo y convertirlo en una simple suma de individuos. Adolescentes, en realidad.
Los nombres se sucedían monótonos. Alicia. Marcos. Ahmed. Christian. Adrián. Algún compuesto infame herencia de los horrores de los noventa. Eva Mariana. «No, profe, a mí llámame Meri. Así, con e. Todos me llaman Meri». Adolfo. Raúl. Antonio. «Toni, no Antonio». Mercedes. «Mer». Yvette. Mario. Ángela. Sandra… Treinta y un nombres con treinta y una preferencias. No sólo hay que memorizar la lista, también es preciso recordar cómo quieren ser llamados. Existe una distancia a veces invisible entre el nombre auténtico y la identidad que ellos se han construido, pero bastan estos cinco minutos pasando lista para saber que Toni sólo será Toni si lo llamas así, y que probablemente Mer y Mercedes sean dos mujeres muy distintas. Así que, lejos de imponer un criterio neutral y clarificador (es decir, llamarlos como a ti te venga en gana), es justo adaptarse a sus peticiones en un gesto de entendimiento mutuo.
—Hoy no haremos nada, ¿no?
Acaba de hablar el chico de la puerta. Se echa para atrás, cierra de un golpe la agenda de su compañera, donde ha apuntado algo (¿mi nombre?) y mira a sus compañeros buscando obediencia. Ya está. Ya lo tienes. Un líder en potencia. Hay que asegurarse de su identidad.
—¿Tú eras…?
—¿Yo? Marcos.
El líder vocacional de B1E se llama Marcos. Y se queda mirándome fijamente, deseoso de ver cómo reacciono. Consciente de que toda la clase está pendiente de los dos y de que mi respuesta dará una idea más que aproximada sobre la temperatura del curso.
—Pues sí vamos a hacer algo, sí. Abrid los cuadernos y tú, Marcos, a la pizarra.
—¿Pero por qué yo?
—¿Quieres empezar bien el curso o te llevas ya el primer parte de la mañana?
Desproporcionado. Sé que me extralimité en mi amenaza. Marcos ni siquiera se había opuesto a salir, simplemente, le había desconcertado mi reacción. Era yo quien no parecía comportarse de modo demasiado coherente. Mi bandolera verde, mi sonrisa forzada, mis vaqueros rotos no concordaban con el docente severo y autoritario que acababa de aparecer ante ellos. Marcos, seguramente, tampoco pretendía rebelarse, sólo expresaba el desconcierto compartido por toda su clase. Así que, lejos de enfrentarse a mí, se levantó, miró a los compañeros con cara de póquer —era evidente que estaban de su lado— y se acercó a la pizarra. Cogió la tiza y me miró desafiante, como si fuera la versión escolar de un western. Como si esa tiza fuese el revólver con el que me aniquilaría delante de los demás alumnos.
No era ése el plan. Sólo pretendía charlar con ellos. Comentarles cómo iba a ser la asignatura. Proponerles ideas. Hacer sugerencias. Debatir el ritmo de las clases y hasta el tipo de actividades. Me había propuesto dar una clase ideal que, por supuesto, acababa de irse a la mierda. Porque estas cosas no se pueden planificar, porque trabajamos con material humano altamente inflamable, porque no son primeras ni segundas pruebas como en la editorial, porque ellos están —estamos— vivos y todos interactuamos de manera salvaje y descontrolada. Así que, lejos de ese brillante plan digno de Dexter, ahora tenía a un alumno en la pizarra al que no sabía qué pedirle. ¿Una oración para analizar? ¿Ésa va a ser mi primera dase? ¿Un convencional análisis sintáctico sin haber explicado ni un triste concepto? No habría sido justo. Ni para ellos ni para mí. No podía convertirme en un ladrillo el primer día. Ni en un hueso. Ni en una maría. No podía catalogarme tan rápido, pero debía decidir algo enseguida: aquel chico seguía en la pizarra esperando una orden. Y no sólo él, todos habían abiertos sus cuadernos. Todos iban a copiar ese algo —¿el qué?, maldita sea en su primera página. Ese algo que no se me ocurría y que necesitaba para no quedar como un imbécil en la primera hora. Luego vienen tres más. E1C. E2B. E2D. ¿Y en todas iba a cometer los mismos errores? ¿Los mismos silencios?
Marcos en la pizarra. Noté cómo le sonreían. Cómo él les devolvía la sonrisa. Un par de chicas de la primera fila hicieron un curioso gesto. Señalaban su cuello. Él se subió ligeramente el polo para cubrir una marca. Volvió a sonreír y ellas no pudieron evitar susurrar algo. Un chupetón, supuse.
Y hasta yo quise sonreírme ante aquel chico que presumía de vida sexual adolescente. Pero no debía hacerlo. Debía hablar de una vez. Un segundo. Dos. Casi tres. Toda una eternidad.
—Bien, Marcos. Copia, por favor. Y los demás, hacedlo también en vuestros cuadernos.
De repente, creí poder recordar. Temía inventármelo. De todos modos, daba igual, ésa era la única idea que se había cruzado por mi cabeza aquella mañana. Iba a ser el texto de su primera página.
—¿Qué copio, profe?
Risas entrecortadas. Casi corteses. Aquellos chicos del E no parecían una verdadera amenaza. Al fin, comencé a dictar aquellas líneas. Aunque no las recordase bien del todo. Intentando hacerlo.
Al emprender el viaje para Ítaca
desea que el camino sea largo,
lleno de peripecias, lleno de saberes.
A Lestrigones y a Cíclopes,
a Poseidón airado no los temas,
que a tales no hallarás en tu camino
si es tu pensar excelso, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
No recordaba un solo verso más. Bueno, sí, justo los tres versos finales, pero no parecía demasiado correcto acortar tanto el poema. Pude haberlo buscado en la antología que llevaba conmigo, pero me daba miedo apartar mi mirada del grupo. Temía que se me fuese la situación de las manos si les regalaba otro tiempo muerto mientras yo buscaba aquel poema. Así que, en vez de correr riesgos, me conformé con esta primera estrofa y traté de hacer un primer comentario de texto colectivo. Confié en que esos versos les despertasen la misma pasión que despertaron en mí en su momento. Quería que todos vieran en él la lección de libertad que yo observo en Kavafis. Así que les llené de preguntas y ellos, a pesar de todo, no me devolvieron más que miradas apáticas e interrogantes de lo más variopinto.
—¿Qué son los lestrigones?
—¿Poseidón era griego o romano?
—¿Cíclopes lo ponemos con mayúscula?
Se quedaban en la superficie de los versos. No les importaban. No les emocionaron. No entendieron qué pintaba eso en su cuaderno.
—¿Y la nota del curso?
—¿Cómo se hará la media?
—¿Tendremos parciales?
—¿Haremos trabajos en grupo?
Los cíclopes les quedaban muy lejos. Ellos no veían nada de lo que yo les decía en el poema. No veían esa Ítaca. Así que se sentían perdidos y confusos, mucho más que al principio. Ahora sí, mi asignatura ya no era una maría. Era mucho peor: era una rara. Una de esas que resumirán a sus padres como que el profesor es muy extraño y pide unas cosas que no tienen sentido. Y los padres, que son practicantes de la nueva religión del padre y colega a la vez, les dirán que tienen razón y me pedirán —me exigirán— cuentas.
Sonó el timbre mientras yo seguía intentando explicarles quién era Poseidón y por qué aparecía en el poema. Ellos no esperaron a que acabase, se levantaron en cuanto sonó la sirena y ahogaron mi voz dejando bien claro —por si no lo había notado ya— que mi primera clase no les había interesado lo más mínimo y que lo único que había llamado su atención era el verde pistacho de mi bandolera. Tenía un año por delante para hacerles cambiar de idea sobre mí. Sobre mi asignatura. Pero ni siquiera sabía si un año iba a ser suficiente, así que salí de aquella aula con una desagradable sensación de fracaso.
—¿El dictado de la Ítaca esa? ¿Que qué nos pareció?
Adrián busca con la mirada a sus compañeros, a ver si alguno le ayuda a darme la respuesta correcta. Creí que entrevistarles sería muy fácil, pero me equivoqué. Es mi primer recreo con ellos y me está costando mucho ganarme su confianza para que me digan lo que yo quiero oír. Lejos de abrirse conmigo, me observan con recelo y miden todas y cada una de sus intervenciones, como si esto fuera un examen oral en el que deben encontrar las respuestas correctas.
Para evitar confusiones, me he sentado entre ellos, en círculo, evitando ocupar la tarima de modo que no me confundan con un profesor más. Mientras espero a que digan algo me fijo en los murales —cutres, casi todos— que pueblan las paredes. No hay muchos cambios entre esta aula y las que yo recuerdo, salvo por la pizarra blanca y el cañón proyector en el techo, un artilugio que, según los chicos, rara vez se usa.
—Pues lo de dictarnos el poema ese fue… —parece que Adrián se anima y empieza a soltarse—. Una rayada. Pero es que el Alvarito está muy loco.
—Eso fijo —le apoya Meri, que, por cómo se tocan, deja muy claro que es su chica. Trato de no distraerme con su absoluta falta de pudor y les pido, eso sí, que quiten la música del móvil. Les molesta un poco, pero lo hacen.
—Es que al de lengua le dan unos prontos un poco raros. No sigue nunca el libro ni nada —me explica Adrián.
—Lo que dice tiene su punto —continúa Sandra—. Y nos deja expresamos… Sólo llevamos tres semanas de curso y ya hemos escrito más con él que en cuatro años de Secundaria.
—Es mazo de cotilla —se ríe Adrián—. Que si descríbeme tu barrio. Que si cuéntame cómo es tu familia… ¿Y a él qué cojones le importa?
Me pregunto si Marcos habría tenido tiempo de entregar alguna de esas redacciones y me anoto que debo hablar de eso con Álvaro. Al día siguiente me responde en un sucinto e-mail donde me asegura que jamás le dio ninguno de aquellos trabajos. «No hubo tiempo», me asegura.
—Lo de Ítaca, a nosotros, sí que nos gustó. —Sandra señala ahora también a Raúl, sentado justo frente a ella—. Marcos nos dijo que hasta lo colgó en la pared de su cuarto… Eso del viaje y de la búsqueda y de, bueno, de lo que nos había contado Álvaro. Sonaba bien…
—Sonaba de la hostia —bromea Adrián—. No entendimos una mierda, pero sonaba guay. —Meri aprovecha para darle un buen morreo mientras Sandra desvía, disgustada, la mirada.
—A Marcos le cayó bien desde el primer día, aunque le sacara a la pizarra y todo eso —apostilla Raúl.
—¿No le molestó que le hiciese copiar ese poema? —me sorprendo.
—Qué va… Marcos no es tan infantil, no se enfada por cosas como ésas. —Se hace un tenso silencio. Está claro que sus compañeros no opinan igual: lo sucedido les impide sentirse próximos de alguien a quien ellos ya han catalogado como un monstruo—. ¿Qué pasa? ¿Ahora ya nadie da la cara por él o qué?
—Tío, no me jodas —le responde Adrián—, con toda esa movida…
—A mí Marcos siempre me pareció un poco chungo —comenta Meri—. Un tío muy oscuro y eso.
—Ya claro, por eso estuviste todo el curso babeando detrás de él —salta Sandra.
—¿Pero tú de qué vas, tía? —se incorpora Meri de repente—. ¿A que te meto?
En tan sólo un segundo pierdo por completo el control de la situación y me encuentro en medio de dos chicas que intentan, literalmente, sacarse los ojos. Por suerte, Paco escucha los gritos y viene corriendo a echarme una mano. Entre el conserje y yo conseguimos separarlas y las llevamos a jefatura, donde Sonia tendrá que encargarse de ponerles el castigo correspondiente.
—Mierda, Santi —me dice Sonia cuando ellas no nos oyen—. ¿Pero se puede saber qué coño has hecho?
Aparte de ser un inútil, creo que nada. Pero estoy demasiado avergonzado como para responderle, así que guardo mi grabadora y regreso a mi apartamento para seguir trabajando en el texto de Álvaro. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan ridículo. Tan insignificante. Y, curiosamente, la última vez también fue allí. Unos quince años antes. En el maldito Darío.
Debían de ser más de la dos de la madrugada. Intenté mirar de soslayo el despertador, pero no conseguí encontrarlo. Era la primera vez que dormía en casa de Iván, un antiguo compañero de la editorial que vivía en una minúscula buhardilla de la calle Atocha. Ese lunes acabé allí por culpa de un sms en el que le dejaba bien claro que no pretendía ni cenar con él, ni hablar con él, ni desahogarme con él, lo único que quería era que me invitase a una copa y follar hasta quedar exhaustos. Hacía tiempo que existía tensión sexual entre nosotros, así que estaba seguro de que unos cuantos caracteres bastarían para deshacer la tensión y, de paso, también su cama.
Necesitaba sexo rápido para olvidarme de aquel día (mierda de instituto, mierda de clases, mierda de Kavafis), y no me apetecía nada tener que restregarme en uno de los garitos de Chueca para conseguirlo. Por eso le envié ese escueto mensaje. Para follármelo furiosamente, con la convicción de que la violencia me daría algo de consuelo. No lo obtuve, pero Iván se quedó sorprendido con mi ímpetu y confundió mi rabia con pasión. Desde entonces, habremos repetido un par de veces. Llego tarde, evitamos todo tipo de conversación y nos desnudamos con una torpeza que para él son ganas y para mí, ira. Después, como esa noche, nos arrastramos por el sofá, por la alfombra, por la cama, y lo hacemos sin alternar los roles. Él siempre pasivo, siempre víctima, siempre sumiso. En su cama soy yo quien escribe el papel y las posturas, y disfruto acercando su cabeza con una violencia calculada hasta mi sexo, como si intentara ahogarlo con él, atravesar su boca mientras su lengua me rodea voraz. A ratos, como en aquella noche, me pierdo, o me evado, no sé, aunque sienta que él sigue encima de mí, tratando de provocarme con caricias, con besos, con mordiscos en los lugares apropiados. Así que le permito deslizarse sobre mí y trato de concentrarme otra vez en su cuerpo, en la presión de sus músculos, en la fuerza con la que luchamos —porque eso es lo que hacemos: luchar sin confesárnoslo— hasta situar al otro en la postura que más nos convenga. Al final, cuando me concentro un poco, venzo yo y lo coloco boca abajo dispuesto a penetrarlo, a pagar con él mi rabia en un acto que tiene más de venganza que de sexualidad. Iván no nota el matiz y se deja hacer hasta que nos corremos, hasta que alguien —él— gime y alguien —yo— se tumba a un lado buscando un cigarrillo.
Aquella noche, mientras fumaba tendido junto a él —los dos en silencio, sin tan siquiera mirarnos—, no podía dejar de rememorar cada uno de los episodios de ese día. Una sucesión de tropiezos que me hacían dudar de mi valía para una profesión que, quizá, tampoco había elegido yo. Intentaba relajarme, pero las voces del Darío no estaban dispuestas a darme ni un respiro. Las de mis alumnos. Las de mis nuevos compañeros. Y cómo no, la de mi cada vez más apreciado director.
—¿Qué le ha parecido su tutoría? —me preguntó desde su distante usted nada más verme salir de mi particular versión de Ítaca.
—Bien. Supongo.
Preferí no sincerarme más. No era el momento ni la persona. Y mucho menos después de su actitud ante el incidente de las reclamaciones…
—Ante cualquier problema, no deje de avisar. Aquí estamos para ayudarles.
Utilizó el plural y me integró en un grupo. El claustro, supongo. No podía dejar de pensar que era demasiado poca cosa para el cargo. Delgado. Menudo. Apagado. Con una expresión de eterna severidad y una cortesía tan impostada como distante. Traje anodino y movimientos remilgados. Una expresión de infinito aburrimiento en cada frase y un gesto de tedio en cada mirada. No debe de gustarle demasiado el cargo. O quizá sí. A mí tampoco parece entusiasmarme el mío…
—¿Se dio bien?
Aquélla era la pregunta de la mañana. Y esta vez me la lanzaba ella, la pelirroja, la profesora de mirada prepotente y eterna expresión de condescendencia.
—Gema, ¿recuerdas?
—Claro, cómo iba a olvidarme. —Y, de nuevo, vuelve a reírse. Está claro que si quiero relacionarme con ella tendré que valerme del sarcasmo. Lo encaja bien.
—Eres el tutor de 1.º E, ¿no?
—Sí, acabo de conocerlos.
—Tranquilo, no te dejes engañar por la primera impresión. Son buenos chicos. Sólo hay que saber llegar a ellos.
—Ya lo imagino.
—El año pasado yo fui su tutora. Un año movido, la verdad… Pero conseguí que todo marchase bien.
Gema, responsable del éxito. Gema, guía oficial de nuevos alumnos y profesores. Gema, reserva espiritual de Occidente y, por ende, de este instituto donde hemos acabado quienes creemos que Occidente está tan en crisis como nosotros mismos. Gema, protégenos del fracaso escolar. Amén.
—Los viernes nos reunimos unos cuantos a tomar unas cañas. Si te quieres venir…
—Aún no conozco a nadie.
—Por eso mismo.
—Gracias.
Nos interrumpió el timbre del recreo y yo esperé un «vente a por un café» que no tuvo lugar. Gema se alejó con su grupo y me quedé absolutamente descolgado, entre alumnos que me seguían analizando como si hubiera aterrizado desde el mismísimo Marte y profesores que no tenían ni el más mínimo interés en incorporarme a su planeta. En realidad, tampoco esperaba que fuera diferente. Ya imaginaba, por lo que me había contado Carlos, que el principio en este trabajo era una mierda. Y que el principio se repite cada maldito año. Un mes de tanteo en el centro nuevo: conociendo a los alumnos, a los compañeros, a la directiva. Un mes (mínimo) esforzándose por ser sociable, por caer bien, por entrar en alguno de los grupos ya formados por quienes sí están allí definitivos y saben dónde colocarse en la cafetería y en la sala de profesores. Cada espacio tiene su marca invisible y todos, menos los nuevos, las conocemos.
A mí, ese primer día, me tocó tomarme el café solo, vigilado por los grupos que empezaban a decidir si me incluirían o no en su círculo de amistades y, sobre todo, en su lugar de la barra. «El innombrable» se encargó de cizañar en mi contra —le bastaron unas horas para ello— y el sector conservador del instituto —la mayoría, para qué negarlo— me condenó al ostracismo perpetuo (así que, si alguna vez leen esto, puede que mi cadáver acabe flotando en el Manzanares, como poco). Junto a mí, en la barra, algún que otro solitario más. Otro nuevo. Otra nueva. Poca cosa. Insuficientes para formar nuestro propio círculo. Conscientes de que debíamos sumergirnos en el mar ajeno, apuramos el café en soledad y nos dejamos mirar como si fuéramos reses en una feria de ganado. En mi caso creí que tendría suerte. Mis ajustadísimos vaqueros Diesel me granjearon la atención del único círculo donde había otro ejemplar capaz de tararear a Gloria Gaynor sin equivocarse en una coma. ¿Que cómo lo supe? Porque lo supe. Y él también. Así que decidió pagar justo a mi lado para poder preguntarme cómo me llamaba. En realidad, no difería mucho de la situación en una disco. Sólo que todo era algo más discreto y sin Lady Gaga sonando a todo volumen.
—Álvaro, de lengua.
—Encantado. Yo soy Álex, de inglés.
Intenté empezar una conversación con Álex, pero no lo logré. Los gritos al otro lado de la barra me interrumpieron. El camarero —que, por cierto, me sonaba de algo: ¿no lo había visto en Chueca?— le gritaba a un chaval por no sé qué motivo. Álex se acercó para ser testigo de la situación. Yo me quedé donde estaba, hasta que creí reconocer la voz del chico: Marcos, otra vez Marcos.
Seguían las voces. Alrededor se agolparon un montón de estudiantes de cursos diferentes. Ante el tumulto, acudió la jefa de estudios y le pidió al camarero y al alumno que la acompañasen a su despacho. No supe si debía o no ir con ellos —¿cuáles eran mis obligaciones como tutor?— así que hice ademán de seguirles, pero Sonia me pidió —con un simple gesto— que me quedase quieto. Aquel día no necesitaban mi ayuda. Evidentemente, no tenían demasiada fe en mi capacidad para arreglar conflictos. El timbre volvió a sonar anunciando el final del recreo y, con resignación, me dispuse a dar mi siguiente clase.
Esta vez, supuestamente, iba a ser más sencillo. Sólo tenía que presentarme ante un grupo de pequeñajos de 1° de la ESO. En este caso, prescindí de Kavafis y opté por algo más convencional: explicarles los cuadernos que debían usar, los libros que íbamos a leer y hasta las películas que, si se portaban bien, veríamos juntos. Todo marchó perfectamente hasta que uno de ellos le tiró del pelo a una compañera que, a su vez, le dio un sonoro golpe con su estuche. A partir de ese momento la clase se me fue de las manos y acabé expulsando al pasillo a los dos. Una idea magnífica, pues en el pasillo —sin mi vigilancia— sí que pudieron seguir peleándose sin mayor problema. Acabaron revolcándose en el suelo y Gema, que casualmente pasaba por allí en su hora de guardia, se los llevó al aula de castigo e informó cumplidamente del incidente a nuestro querido director, quien confirmó lo que ya sospechaba: que el nuevo de lengua era un inútil.
No sé si lo hago mucho mejor que hace dos semanas, pero al menos empiezo a saber cómo mantener la disciplina y hasta consigo que no se agredan en clase. No soy lo que los alumnos esperan, pero confío en que acabarán acostumbrándose. Lo malo es que justo ahora que empezaba a coger confianza, los hechos se han impuesto con toda la crudeza posible. Con la brutalidad de un crimen que no entiendo y del que no sé si debo sentirme, en parte, responsable. Porque sigo sin tener claro qué es lo que se espera de un tutor, pero, sea lo que sea, supongo que se confía en que, al menos, sabremos evitar una tragedia antes de que llegue a producirse. O quizá no. Quizá el sistema tiene tan poca fe en nosotros como la que yo tengo en mí mismo desde que Marcos, el líder de mi grupo, el triunfador oficial, el seductor nato, cambió su identidad por la de ese sádico asesino que tanto me cuesta asumir.
La identidad de un adolescente que nos ha hecho descender con él hasta los límites del mismísimo infierno.