Me cuesta creer que haya matado a nadie. Leo el informe policial una y otra vez y sigo sin entender bien lo que pudo pasar en aquella casa. El chico apenas habla. Se limita a mirar al suelo, esquivando miradas y gestos de desprecio. El juicio es rápido. Casi instantáneo. Estos asuntos se deciden deprisa, me informa un amigo psicólogo. Trabaja como orientador y profesor de apoyo en el centro de menores donde van a internarlo. En dos años, cuando tenga la mayoría de edad, pasará a una cárcel común y corriente.
Su homicidio no merece menos castigo, afirman los medios. Sobre todo teniendo en cuenta los terribles sucesos que se han ido sumando en los últimos meses. Demasiados casos de menores que violan y asesinan a compañeras de clase. Menores que agreden brutalmente a padres y profesores. Incluso hay quien, a la luz de estos sucesos, pide que se endurezca la ley. El de Marcos no es un caso único, insiste mi amigo, experto en conflictos de violencia doméstica, y casi sin pestañear me cuenta otra decena de ellos a los que los medios de comunicación no les han prestado tanta atención. Éste es distinto: demasiada crueldad. Demasiado imprevista. Sus amigos y profesores siguen consternados. Nadie esperaba que pasase algo así. Nadie creía que ese chico pudiera hacer lo que según este informe policial realmente hizo.
Los hechos y sus coordenadas son muy simples. Terriblemente nítidos. Un piso de tres dormitorios en un barrio residencial —anodino, tranquilo, idéntico a otros tantos— de la zona oeste de Madrid. Una familia compuesta por cuatro hermanos —de entre doce y diecinueve años— que viven con su padre, viudo tras la repentina muerte de su mujer en un accidente de coche nueve meses atrás. Un sospechoso de dieciséis años que, una semana antes, acababa de empezar 1.º de Bachillerato en el IES Rubén Darío, el mismo instituto donde había cursado la Secundaria. Y un crimen, brutal e incomprensible, que conmociona a la opinión pública de todo un país.
Los medios condenan a Marcos enseguida —son más rápidos en su sentencia que la propia justicia— y le cambian el nombre en cuanto la noticia llega a las redacciones. El asesinato ha sido perpetrado con un arma demasiado peculiar como para no incidir sobre ella, así que se valen de esa rareza anacrónica para designar a su nuevo monstruo mediático. «El asesino de la máquina de escribir», lo bautizan.
Y así se llama ahora, aunque antes fuera Marcos Álvarez y tuviera otra identidad y otra existencia. Pero, según la prensa, decidió tirarlo todo por la borda —nombre, vida e identidad— cuando mató a su padre y atacó con saña a uno de sus hermanos. Adolfo, de doce años, sólo sufrió lesiones leves —moratones y magulladuras—, mientras que Sergio, sólo un año menor que Marcos, ingresó muy grave en el hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte después de que su hermano le clavara unas tijeras en el pecho. Ignacio, de diecinueve, fue quien descubrió lo sucedido y llamó a la policía, aunque Marcos todavía tuvo tiempo para lanzarse sobre él y hacerle un profundo corte en el brazo derecho.
Ni las televisiones ni los periódicos quieren ahorrarse el placer de mostrarnos las imágenes —entre dantescas y tarantinianas—, así que amanecemos durante varios días con las cruentas instantáneas de la víctima. Un hombre sádicamente golpeado con una máquina de escribir —«nueve veces», puntualiza el informe pericial— y desfigurado por completo, hasta convertir su cabeza en un amasijo de huesos y piel donde cuesta adivinar los vestigios de lo que pudo haber sido su rostro. Allí no hay más que una masa informe de músculos ensangrentados que dan cuenta de la terrible escena de violencia vivida en la tarde del domingo 20 de septiembre de 2009 a las 19:34 horas en el número 23 de la calle Antonio Machado de Madrid.
No sé si me habría implicado tanto en esta historia si no me hubiese llamado la atención el rostro casi inexpugnable del acusado. Una especie de Marlon Brando del siglo XXI que parecía desafiar al mundo con su silencio. En su momento no supe si interpretar su actitud como un gesto rebelde o como un escudo defensivo ante todo lo que estaba sucediéndole. ¿Marcos callaba porque se sentía orgulloso de su crimen o porque ni siquiera era capaz de intentar explicar aquel horror? Los medios tenían claro su punto de vista: no sólo era un asesino, sino un tipo frío y calculador, un psicópata que resumía a esa adolescencia sin valores que tan fácil resulta criticar. Los tertulianos televisivos se lanzaron gustosos al feliz arte de la demagogia y leyeron el silencio del chico como un gesto de desprecio hacia cualquier valor ético o moral. No sólo era un criminal. Era todo un psicópata.
A mí, sin embargo, me costaba no vislumbrar una amargura honda y profunda en su mirada. En unos ojos que, lejos de mantenerse fríos, parecían siempre a punto de romper a llorar. Nunca lo hicieron. Ni una voz. Ni una lágrima. Nada. Tan sólo una conducta estoica que helaba la sangre y que hacía aún más difícil explicarse las atroces imágenes del crimen cometido. ¿Y si no fue él? ¿Y si todo se hubiera basado en pruebas erróneas o, cuando menos, manipuladas?
—Por favor, Santi, sus huellas estaban en la máquina de escribir. Sus dos hermanos han declarado que ocurrió todo tal y como nos lo han contado, ¿qué dudas se pueden albergar ante algo así?
—No hay motivos.
—No los conoces, eso es todo. Pero, sea cual fuere el origen de este horror, no creo que haya causas que permitan justificarlo. ¿Tú has visto bien las fotos?
—Claro que sí, Olga.
—En ese caso, no hay mucho más que hablar. No creo que este tema nos interese, la verdad. Por lo menos, no en este momento.
Mi editora suele tener razón. Sabe cuándo es apropiado hablar de un tema y cuándo, según lo que demanda el mercado, no lo es tanto. Sin embargo, en esta ocasión no podía permanecer callado. No podía fingir que me parecía bien aparcar esta investigación y no escribir el libro que planeaba. Necesitaba entender qué había ocurrido en esa familia, en la mente de ese chaval de tan sólo dieciséis años. Necesitaba saber qué estaba sucediendo a tan sólo una generación de la mía. Tan sólo unos años más allá… Pensé que, si me obstinaba en mi propósito, acabaría convenciendo a Olga. A fin de cuentas, mi último libro no había funcionado del todo mal, algo que, en cierto modo, le hacía sentirse en deuda conmigo.
—Eso era diferente, Santi. No me compares tu trabajo sobre la corrupción urbanística con… esto.
—Esto también es un escándalo.
—Pero se olvida pronto. Habrá otro parecido, o incluso peor, la semana que viene. Basta con echarle una ojeada a la sección de sucesos.
—Es que yo no quiero relatar los hechos, Olga. Quiero encontrar sus causas.
—Ya.
Por primera vez conseguía que me prestase atención, así que seguí insistiendo mientras le explicaba mi proyecto. No sería ni una crónica ni un ensayo al uso. Nada de análisis fríos y distantes. Nada de estadísticas. Nada de opiniones de supuestos expertos que jamás hubieran conocido a Marcos.
—Y entonces, ¿qué es lo que me propones?
Al fin. Empezaba a morder mi anzuelo. Le expliqué —intentando echar mano de todo el entusiasmo posible— que mi proyecto sería algo más que eso. Algo más personal. Una búsqueda de los hechos y de las circunstancias que pudieron irse acumulando durante toda una semana hasta provocar que Marcos explotase ese domingo negro. Una semana en la que nuestro asesino acababa de iniciar un nuevo curso y donde pasó muchas horas encerrado en su centro escolar. Allí se encontraba mi libro. Entre las paredes de aquel instituto donde quienes convivieron con Marcos —compañeros, profesores, personal no docente— tendrían que haber observado algo que permitiese explicar lo que ocurrió sólo unos días más tarde.
—¿Y su familia?
—Se han cerrado en banda.
—¿Todos?
—Todos. —Trago saliva. Sé que no es una buena noticia para mi libro—. Los hermanos están viviendo ahora con su tío paterno, pero ya lo he intentado y se niega a que nadie hable con ellos. Olga, ese camino es una vía muerta…
—¿Y el otro no lo es?
En absoluto. El otro era el único camino posible para responder la acuciante pregunta que me planteaba este crimen: el porqué de un asesinato tan brutal. La llave para interpretar a una adolescencia a la que no estoy seguro de entender y con la que, sin embargo, todos tenemos que convivir. ¿No merecía la pena intentarlo?
—Te doy un mes, Santi.
—Olga, por favor, sé generosa… Necesito algo más de tiempo para este trabajo. Piensa que, antes de poder escribir una sola línea, tengo que ganarme la confianza de sus profesores, conseguir declaraciones de sus compañeros de clase… No puedes pretender que consiga todo eso en un plazo tan breve.
—Dos meses. Nada más…
—Será suficiente.
—Eso espero.
En realidad no lo era, pero tendría que bastarme. Disponía de dos meses para descender a los infiernos y sacar de ellos los demonios que habían impulsado a aquel chico a hacer lo que hizo. Mi idea consistía en entrevistar a quienes encontrara a lo largo de ese particular viaje, cederles mi voz y pedirles a todos ellos —los que compartieron con él las clases, los recreos, los tiempos muertos en el aula— que me explicaran qué sucedió exactamente aquellos días. Cinco días en los que Marcos, como cualquier otro chico de su edad, pasó más tiempo en el instituto que en su casa.
En eso se basaba mi teoría. En cuánto nos determina el tiempo que vivimos encerrados entre esos tabiques durante nuestra adolescencia. Si hacemos un esfuerzo, no resulta tan difícil recordar cómo nos marca cada uno de esos minutos. Cómo se convierten esas paredes en los otros límites de nuestro mundo —el único, en cierto modo—, como si de un juego de realidad virtual se tratase. No sé hasta qué punto los profesores y los padres son conscientes de eso, de cómo influye cada clase —cada cincuenta minutos de clase— en los treinta y tantos chicos que se sientan en sus aulas. Supongo que, en cierto modo, eso era algo que también pretendía investigar. No se trataba de especular con el morbo ni de describir hechos que no había presenciado, sino tan sólo de ser su transmisor. Su oyente. Necesitaba hacerlo. Por Marcos… Y por mí.
Y es que ahora, justo antes de cerrar este trabajo en la fecha prevista, supongo que ya puedo confesar que no ha sido nada fácil volver la vista hacia el pasado, sobre todo cuando uno se siente satisfecho de haber dejado atrás ciertas etapas. Y ciertos complejos… Yo, para qué negarlo, no fui el quinceañero más popular. Ni el más feliz. Y supongo que, en cierto modo, debí de sufrir más de un caso de eso que hoy llaman bullying y que antes ni siquiera tenía nombre. Antes consistía en que podían tirarte tizas a la cara si te pasabas de listo respondiendo a las preguntas del profesor o hasta meterte la cabeza en el váter si le caías mal al macarra de turno. En mi época, por lo menos, no grababan tus humillaciones con el móvil, así que no queda rastro de ninguno de esos episodios de mi adolescencia en YouTube.
Por eso, en parte, me ha resultado más complejo de lo que esperaba tener que dar un salto tantos años atrás, volver a situarme en mi antiguo cuerpo de adolescente enclenque —por suerte he ganado con los años— y sacar nuevamente a la luz todos los miedos y los fantasmas que, con bastante esfuerzo, creía haber empezado a superar. Lo malo es que ahora, después de este abrupto salto al ayer, ya no tengo tan claro que esa victoria sobre mí mismo sea realmente cierta. Quizá me había limitado a esconderlo todo y ha bastado un mes indagando en el pasado de Marcos para desordenar el mío.
Ambos formamos parte de una familia numerosa. Ambos hemos tenido una adolescencia complicada (aunque la mía, al lado de la suya, fuese casi idílica). Y, para colmo, ambos cursamos estudios en el mismo centro escolar. El IES Rubén Darío, donde yo pasé el BUP —cuando en vez de un IES era un IB— y Marcos hizo toda la ESO. Siglas aparte, me era imposible obviar tantas coincidencias y no reconocerme en ese espejo inverso que la actualidad había plantado ante mí. Un reflejo perverso y terrible en el que no quería —ni podía— identificarme, pero que necesitaba deconstruir para llegar, al menos, a interpretarlo.
Tras obtener el sí de mi editora, decidí no esperar ni un día más y plantarme a la mañana siguiente en mi antiguo instituto. Sabía que el momento me resultaría extraño, así que prefería pasar aquella experiencia cuanto antes. Aquel jueves 24 de septiembre —cómo olvidar la fecha en la que comencé este difícil viaje— tuve que detenerme unos segundos ante la puerta del Darío, como si todavía fuera el chaval tímido y asustadizo de entonces. ¿Seguiría en el centro alguno de mis antiguos profesores? ¿Habrían sido capaces de sobrevivir a la LOGSE, la LOCE, la LOE…? Supuse que no. Me resultaba imposible imaginarme a más de uno de ellos lidiando con los supuestos problemas del actual sistema educativo.
—Claro que se quedaron —me cuenta Paco, el conserje del centro, que sigue en el Darío desde mis tiempos de estudiante—. Son muy pocos los que abandonan esto, ¿sabes? El sueldo fijo y los dos meses de vacaciones atraen mucho… —Y me sonríe con su sorna habitual. Le faltan sólo un par de años para jubilarse, pero no ha perdido ni un ápice de la jovialidad que le caracterizaba—. Son funcionarios. No lo olvides.
—Ya, pero no debe de ser nada fácil trabajar en esto si no te gusta, ¿no?
—Depende. —Y me mira intentando acordarse de mí, fingiendo que me reconoce aunque mi nombre, más que gris, se confunda en su recuerdo con los miles de chavales que pasan año tras año por este lugar—. Si no se implican, no les va nada mal. Faltan unos cuantos días por temas más o menos justificados: consultas médicas, obligaciones familiares, no sé, lo que se les ocurre, y si se tercia, se piden una baja de un par de meses para que apechugue con todo un interino. El curso pasado, uno de biología la obtuvo porque decía que le dolía mucho el hombro izquierdo. Ya ves, tres meses en su casa por el dolor de hombro…, como si para dar una clase no se pudiera emplear también la voz. —Vuelve a reírse—. Sólo hay que ser creativo. Y convincente, claro. A «los de pata negra» se les da de vicio librarse de todo.
Paco interpreta rápido mi cara de póquer. ¿«Los de pata negra»? ¿De quién me habla?
—Los catedráticos, vaya. Saben mucho de sus materias y hasta puede que sean una eminencia en lo suyo, pero a la mayoría esto de la enseñanza no les gusta lo más mínimo. Odian la ESO y a los de la ESO. No todos son así, claro…, pero los alumnos torpes les molestan. Los vagos, les indignan. Y los indisciplinados, les superan. No sé, tú pregúntales a ellos, a ver qué te cuentan.
Y eso, precisamente, era lo que tenía pensado hacer. Preguntarles a todos los que pudiesen decirme algo sobre Marcos. Sobre su día a día en aquel instituto. Pero para ponerme manos a la obra necesitaba solicitar la autorización expresa del centro. El director no parecía muy receptivo, así que probé suerte por otro lado y mantuve una larga conversación con la jefa de estudios, Sonia S. H., a quien expuse con detalle los motivos que justificaban mi presencia allí. Para mi sorpresa, se mostró mucho más comprensiva de lo que yo esperaba. En realidad, me confesó, tanto ella como todo el instituto seguían en estado de shock, superados por el relieve de los acontecimientos.
—Marcos ha estado en nuestro centro desde los doce años. Hemos conocido a sus tres hermanos. A sus padres. Vivimos junto a ellos la tragedia que supuso la muerte de su madre… —Se emociona a pesar de su constante esfuerzo por mantener la compostura—. Es inútil. Por mucho que queramos distanciamos, resulta inevitable preguntarse si no pudimos hacer algo más… —Se le quiebra de nuevo la voz y me invita a acompañarla a la cafetería, donde se pide una botella de agua para recuperar la calma, aclarar la garganta y continuar hablando—. Son buenos chicos, los cuatro. Ignacio era un genio, la verdad. Y los otros, bueno, los otros no son tan brillantes como el mayor, pero todo el mundo los quiere. Sobre todo a Marcos, que siempre ha sido un líder nato.
—¿Lo sucedido no pudo deberse a un ataque de celos?
—¿Celos? —Sonia me mira absolutamente perpleja. No entiende mi pregunta—. ¿Celos de quién?
—De Ignacio. Acabas de decirme que era un alumno brillante.
Debo de haber sugerido algo especialmente estúpido, porque Sonia no puede contener un suspiro al que le sigue una mirada condescendiente. Está claro que en este tema todavía me queda mucho por aprender.
—No lo creo… En primer lugar, ellos no tienen celos del que saca las mejores notas. Eso les preocupa a los padres. Bueno, y ni siquiera a todos… Pero ¿las notas? Para nada. Todos envidian al guapo, al popular, al que se lleva a sus compañeros de calle. Y ése, precisamente, ha sido siempre Marcos. Además, si hubiera sido un problema de celos, ¿por qué atacar con tanta saña a Sergio, que era quien más unido estaba a él?
—¿Se llevaba bien con Sergio? —Ahora soy yo quien no sale de su asombro—. Pero si lo ha dejado al borde de la muerte…
Sonia baja la mirada. Está haciendo un esfuerzo enorme por no desahogarse conmigo. Sería cómodo soltar toda su rabia contra un extraño que, además, no deja de horadar en su herida. Noto cómo sus pensamientos la llevan de inmediato hasta la cama de ese hospital en el que Sergio, de tan sólo quince años, se debate aún entre la vida y la muerte. Un chico al que su hermano —un adolescente aparentemente tranquilo y poco o nada conflictivo— ha dejado en coma. También a mí me recorre un escalofrío cuando pienso en esas tijeras clavándose en su cuerpo, en los gritos que tuvieron que oírse en aquel domicilio hasta entonces ordinario y anodino.
—Sergio ahora está luchando. Sé que no va a rendirse y que saldrá de ésta. Estoy segura. —Sonia bebe un poco más de agua, la impotencia y el dolor le secan la garganta—. Es que nada de esto tiene sentido. Al menos, no para mí… Todos sabíamos que Sergio lo admiraba mucho. Se amparaba en él muy a menudo y Marcos lo defendía de cualquier amenaza. Aquí, en esta jungla, las alianzas con el más fuerte son muy importantes para sobrevivir.
Me hace gracia el símil. Pensaba que la ley de la selva había dejado de regir en las aulas. Sin embargo, Sonia no lo ha dicho con el más mínimo sentido irónico, tan sólo se ha limitado a describir con crudeza lo que observa día a día desde su puesto de jefa de estudios, una suerte de atalaya educativa desde la que todo se contempla con mucha claridad.
—Por eso me gustaría quedarme unos días por aquí, Sonia, porque hay demasiados puntos oscuros en esta historia. Es necesario indagar en las posibles causas.
—¿Pero qué es lo que estás buscando de verdad, Santiago? ¿Más culpables? Si tu libro va de eso, no cuentes con nosotros. No sería justo para nadie.
—Sólo busco razones. Seguro que tú también las necesitas, ¿o me equivoco?
No, claro que no me equivoco. El concepto de culpa pesa sobre ella con la misma fuerza con la que lo hace sobre todo el claustro. Por los pasillos, los demás profesores intentan fingir naturalidad, pero resulta evidente que sus mentes están ocupadas por un sinfín de interrogantes.
—No se nos puede culpar a nosotros por todo. Es demasiado.
Noto enseguida que a Sonia le da miedo que yo pueda manipular sus palabras y, sobre todo, que éstas contribuyan a aportar nuevos capítulos para la macabra novela que la prensa ya se ha encargado de empezar a publicar. Le explico que no es ésa mi intención, que sólo tiene que autorizarme a hablar con el personal del centro, permitir que me den su visión de cada uno de esos días, para intentar —entre todos— dibujar el puzle de eventos que desembocó en el funesto domingo 20 de septiembre.
La negociación es compleja. Nada de relatos en tercera persona con frases sacadas de contexto. Sólo cinco textos en primera persona redactados por diferentes miembros de la comunidad escolar en los que se describa cómo fue la conducta de Marcos durante esos días. Esos narradores —que ella misma elegirá— serán mis testigos, aunque ninguno de los que van a escribir sus recuerdos de aquella semana haya visto nada de lo ocurrido el domingo 20. Es más, mi relato acabará dos días antes, el viernes 18. Sin embargo, todos son testigos de la rutina de Marcos, observadores de la vida entre esas paredes donde tal vez haya más pistas —más razones— de las que se puedan adivinar de un primer vistazo.
—No esperes nada especialmente truculento o morboso —me advierte—, en esos cinco días aquí dentro no ocurrió absolutamente nada fuera de lo normal.
Como yo no tengo muy claro qué es normal y qué no lo es en un instituto del siglo XXI, decido arriesgarme. Tal vez en esa supuesta normalidad se esconda la clave para entender los terribles hechos del domingo 20. Por último, Sonia incluye entre sus condiciones la exigencia de que cada testigo pueda hablar de sí mismo tanto como crea necesario. Le aterra la idea de quedar como una irresponsable, como si las reacciones profesionales del claustro no estuviesen condicionadas por las circunstancias de su propia vida. Así me lo explica un día después en el correo electrónico donde da luz verde a mi proyecto:
A veces, los padres me preguntan cómo no nos damos cuenta de esto o de aquello, o por qué las sanciones a los alumnos varían en ciertos casos, a pesar de que los hechos sean similares entre sí. Entonces es cuando hay que buscar explicaciones que no siempre son fáciles de entender y que, a menudo, se resumen en que somos personas, en que tenemos vidas fuera que van bien, mal o regular —como todo el mundo—, y aunque las aparquemos en las aulas, siguen estando ahí dentro, como si fuéramos actores de un espectáculo que han de seguir con su guión, se encuentren bien o no…
Ya sé, lo sabemos todos: nos pagan por esto (mal, pero nos pagan), es nuestro trabajo, pero no siempre percibimos igual los estímulos que nos mandan los chicos. Una media de, ¿cuántos?, ciento treinta o ciento cincuenta alumnos cada mañana, y cada uno con una vida diferente, compleja, tan cambiante como la nuestra. El equilibrio de fuerzas está descompensado: ellos nos ganan, no sólo en número, también en edad. Y en energía. En estas paredes todo suma, aunque haya padres que piensen que sólo somos autómatas que borran su pasado —y hasta su presente— cuando suena el timbre y comienzan las clases.
Después de recibir aquel e-mail, supe que podría contar con la ayuda de Sonia. Era obvio que ella tenía aún más ganas que yo de entender lo que había sucedido. A fin de cuentas, había convivido con Marcos durante cuatro cursos, así que ahora le resultaba imposible arrancar aquellas imágenes de su cabeza. Había intentado no ver las fotografías del crimen, según me contó, pero le fue imposible evitarlo. La maquinaria periodística había sido tan arrolladora como los golpes del asesino contra su víctima.
—Se han recreado en la sangre. En el dolor… Y Marcos —hace un esfuerzo ingente por autocontrolarse—, Marcos nunca fue así. No puede haberse convertido en esto… ¿Cómo hemos podido dejar que ocurriese? —Y, acongojada, rompe a llorar. Dejo que lo haga: lo necesita.
Aprovechando la complicidad que empieza a surgir entre nosotros, intento que Sonia me dé algunas facilidades más. Quiero que me permita llevar mi grabadora para poder entrevistar a parte del personal y del alumnado del centro. Para persuadirla, recurro al argumento emocional. Apelo a la nostalgia y le cuento que soy un antiguo alumno del Darío, le confieso que en cierto modo es ése el motivo que me ha llevado de nuevo hasta allí, y le explico que —a mi manera— estoy saldando deudas con mi propio pasado.
—Vaya, eso sí que es una sorpresa. —Sonríe y vacila un instante—. Está bien, Santiago. Me parece justo. Incluye en tu libro todo el material que quieras mientras no desvirtúes los hechos… Sólo te pido que me entregues el texto para revisar su contenido antes de publicarlo. Y, por supuesto, en el caso de los alumnos, necesitarás obtener un consentimiento escrito de los padres antes de hacerles una sola pregunta.
—De acuerdo. No te preocupes por eso.
La AMPA, la Asociación de Madres y Padres de Alumnos, del IES Rubén Darío no saltó precisamente de entusiasmo al enterarse de mi presencia allí, pero —afortunadamente— cuando quisieron intervenir e imponerme su veto en los pasillos del instituto, resultó ser demasiado tarde. A principios de noviembre redactaron un escrito de protesta que dirigieron al director y amenazaron con presionar a la inspección si no se hacía caso de sus demandas. Todo aquello no surtió efecto alguno, pues para entonces ya tenía en mi poder el material que necesitaba. Textos, entrevistas y documentos más que suficientes para confeccionar el libro que debía terminar en apenas diez días, justo antes de que se cumpliera el plazo fijado de manera implacable por mi editora.
—Lo quiero en mi mesa el lunes 23, Santi.
—Pero… —No sabía cómo pedirle un par de semanas más.
—Me sacaste ese sí un 23 de septiembre, ¿recuerdas? —Por supuesto que lo recordaba, es más, era consciente de que me había aprovechado de la proximidad del crimen para intentar impresionar y convencer a Olga—. Pues mi sí caduca en diez días. No me falles ahora.
—Tranquila —le respondí sin ser capaz de creerme mis propias palabras—, no lo haré.
Ahora, mientras acabo estas líneas, confío en que la edición de este texto permita arrojar algo más de luz sobre un crimen atroz en el que quedan muchos interrogantes aún sin responder. Por eso, en cuanto termine de teclear este párrafo, enviaré tres copias por e-mail de mi original. Una irá destinada a mi editora, Olga, confiando en que mantenga su palabra de publicarlo. La segunda será para Sonia, para que compruebe que he sido fiel a las versiones de los testigos y, sobre todo, para darle las gracias por su ayuda durante estos dos meses en este delicado proceso. Y la última —y tal vez, la más importante de todas— será para doña Raquel Abarca Jiménez, la investigadora que llevó el caso de Marcos, con el fin de que actúe en consecuencia y tome, si lo estima necesario, las medidas oportunas.
Madrid, 23 de noviembre de 2009.