Fe de erratas

Los plazos editoriales son necesarios para asegurar que un libro sale a tiempo, pero también son —en parte— los grandes culpables de que lo que aparece en él no siempre esté a la altura de lo que se pretendía. En este caso, algo más de tiempo puede que hubiese beneficiado el resultado de una investigación que, quizá, no llegue a cerrarse jamás. Aun así, y a pesar de que sólo me queda la opción de la hipótesis, he decidido cumplir los plazos, enviar el libro a mi editora en la fecha prevista para que puedan estudiar su posible publicación y pedir a la investigadora del caso de Marcos que le eche un vistazo a mi original, donde puede que no haya pruebas, pero tal vez sí existan ciertas verdades de las que un análisis policial estricto no habría tenido, en principio, por qué ocuparse.

Preso de mi obstinación, he agotado el tiempo —en realidad, este documento ya debería haber sido enviado y aún me quedan unas páginas que escribir— confiando en que podría localizar por última vez a Ignacio o a Adolfo. El primero se niega a hablar conmigo, haciendo gala de un carácter tan brusco como el que, dicen, tuvo su padre, así que lo he dado por perdido definitivamente. El segundo, sin embargo, simplemente no existe. Desde mi encontronazo con Adolfo en el patio, su tío se ha asegurado de alejarlo de la vista de todos, a pesar de que sea en su memoria donde se oculta la única verdad posible de este caso, una historia en la que la versión oficial resulta excesivamente endeble a pesar de la contundencia de las pruebas.

Por otro lado, el tenaz silencio de Marcos no encaja con su confesión telefónica a Sandra. ¿Por qué jamás le dijo a la policía o al juez que instruyó el caso que él no había cometido los crímenes? ¿Realmente lo hizo y sólo trataba de salvar su imagen ante Sandra? Ella se niega a pensarlo, pero no se puede descartar que esa opción sea real. Quizá sólo fue un acto romántico y desesperado. Otro arrebato más, sólo que en este caso no se trató de un estallido violento, sino de un acto puramente pasional.

O quizá no. Quizá, y ahí es donde creo que no me equivoco del todo, su silencio tiene que ver con su interés por proteger a alguien. Puede que quisiera salvar su nombre ante Sandra, pero que no le importase confesarse culpable después si con eso salvaba a alguien a quien quería de verdad. Entonces pienso en Henry y trato de relacionarlo con los hechos, pero me cuesta creer que hubiera alguien más en aquella casa. ¿Cómo habría entrado Henry? ¿Y para qué? No tiene sentido ampliar el número de actores. No, no era a él a quien necesitaba defender.

Puede que descarte hipótesis verosímiles, pero prefiero seguir ateniéndome a los hechos tal y como se describieron. Roberto. Sergio. Adolfo. Marcos. Y, por último, Ignacio, que llega tarde y descubre todo lo sucedido. La conversación escuchada por Sandra confirma que es verdad que no se hallaba presente mientras sucedían los hechos, así que los actores se reducen en uno más. ¿A cuál de ellos quería proteger Marcos?

«Marcos no. Él y yo… Marcos no».

Eso es lo que Sandra le oyó decir a Adolfo. ¿Él y yo? ¿Sergio y yo? Pero Sergio y yo, ¿qué? «Él y yo… Marcos no». El problema, como tantas otras cuestiones trascendentes, se encuentra en los pronombres. ¿Quién es ese él? «Él y yo… Marcos no». Y entonces, sólo entonces, parece que lo que pasó sí puede explicarse. Que Marcos no mentía. Que no fue él. Otra vez los pronombres… Él. ¿Y si ese él era Roberto?

«Esta noche nos vemos. Sí o sí».

Eso decía el sms que recibió Sandra, una de las pruebas que la policía sumó al caso como móvil más que contundente. «Quería salir, su padre se opuso y él reaccionó con violencia». Pero luego llamó para decirle a su amiga que no. Que oyese lo que oyese, no había sido él. Y su amiga lo cree. Y su entorno dibuja una realidad familiar difícil, estricta, asfixiante. A lo mejor sí ocurrió eso: él quiso salir y su padre se opuso. Pero nadie dijo que la violencia no fuera a la inversa, que no viniera de aquel hombre empeñado en que su hijo fuese diferente al chico que realmente era. Quizá Sergio y Adolfo no eran tan cobardes como Sandra cree, o tal vez sí. Tal vez fueran cobardes hasta que aquella tarde sintieron que la situación no podía continuar y que era preciso apoyar a su hermano.

Puede que Marcos, llevado hasta el límite (¿cuál es el límite de un adolescente?, ¿cuál sería mi propio límite como adulto en un contexto así?) insistiera en que se iba. «Sí o sí». Puede que su padre se pusiera hecho una furia. Que amenazara a su hijo, a pesar de que Marcos era un chico fuerte y atlético. Puede que, intimidado por la obcecación de su hijo, necesitara algo con lo que asustarlo. Algo más eficaz que una bofetada. Algo que cogió sin ni siquiera pensar, como último recurso ante una situación cada vez más violenta. Puede que ese algo fueran unas tijeras. Que Marcos no se echara para atrás.

«Esta noche nos vemos. Sí o sí».

Puede que Sergio sintiera náuseas ante lo que ocurría. Que se le revolviera algo dentro y le hiciera reaccionar en el peor momento posible. Puede que pensara que, aquella noche, sin Ignacio en casa como aliado de su padre, sí que era posible rebelarse. Puede —sólo puede— que se interpusiera entre Marcos y su padre. Y puede, o quizá no, que las tijeras que encontraron en el cuerpo de Sergio no hubieran sido clavadas por Marcos, sino por Roberto, en un forcejeo absurdo para evitar que su hijo gay saliera a vivir su homosexualidad fuera de casa con esos amigos con los que rayaba coches y quemaba papeleras.

Pero, sobre todo, puede que no fuera Marcos quien reaccionara con saña ante ese episodio de violencia desmedida. Puede que Marcos sólo asistiera estupefacto al momento en que su hermano pequeño perdía el control. Adolfo, con sólo doce años pero tan alto como él, apuntando una futura adolescencia tan atlética y corpulenta como la de su hermano, célebre en el instituto por sus episodios continuos de violencia descontrolada —yo mismo había sido víctima del más reciente de todos ellos— desde la muerte de su madre. Puede que Marcos no golpeara a nadie, que tan sólo viera cómo un adolescente de doce años estallaba de rabia y furia contra su propio padre al ver cómo se desangraba en el suelo uno de sus hermanos.

Puede que los golpes se repitieran descontrolados —uno, dos, tres— sin que Marcos —cuatro, cinco, seis— fuera capaz de reaccionar, porque todo fue rápido —siete—, veloz —ocho—, profundamente estúpido —y nueve—. Puede que Adolfo comenzase a llorar histérico al darse cuenta de lo que había pasado, que Marcos llamase a Sandra para no perder lo poco que quería conservar —ella— y que, cómo no, Ignacio tomase las riendas de una familia ya para siempre destrozada pero que jamás renunciaría al integrismo del que él y su padre seguirían siendo firmes abanderados. Muertos o no.

Puede que Ignacio reaccionase con violencia al descubrir los hechos, que se lanzase sobre Adolfo y fuera el responsable de los moratones y las magulladuras que presentaba al día siguiente. Puede que Marcos lo amenazara con las tijeras, que tratara de alejarlo de su hermano pequeño y que por eso le hiciera un corte en el brazo derecho. Así que puede —puede, puede, puede…— que Marcos acordase con Ignacio culparse de ambos crímenes si dejaban al margen de todo a Adolfo, quien, de algún modo, tal vez haya heredado la capacidad de violencia irracional de su padre.

Puede que Ignacio permitiese a Marcos que llenase con sus huellas las tijeras y la máquina de escribir a cambio de salvar la memoria de un padre al que él seguiría honrando como el líder recto y firme que había guiado a aquella familia hacia la destrucción de sí mismos. Puede que Marcos se inmolase para salvar a Adolfo, confundiendo el cariño hacia su hermano menor con la indulgencia ante lo que, con motivo o sin él, seguía siendo un crimen brutal. Puede que, si esto sucedió así, tuviera sentido que Marcos no hablase en el juicio. Que no se defendiese. Que no repitiese ese «yo no he hecho nada» que sí le dijo a Sandra.

Puede que, puede que, puede que. Sólo tengo posibles ideas para un posible final que no puede escribirse sin la ayuda de la credulidad que quiera poner el receptor. La investigadora a la que espero convencer para que reabra el caso. Los implicados en unos hechos de los que sólo han conocido su propia —y trucada— versión. Los lectores que seguirán preguntándose si alguna vez se sabrá con certeza qué ocurrió de verdad.

Yo tampoco lo sé. Tan sólo he intentado imaginarlo. Dar forma a un hecho que me aterra porque no quiero concebir la crueldad ni la violencia exentas de una causa. Así que tal vez todo esto no sea más que mi deseo de explicar una historia trivial. Un episodio más de violencia con los que acostumbramos a llenar titulares y reportajes de dudoso gusto televisivo. Puede que, a pesar de lo que yo quiero creer, todo sucediera como dicen que sucedió. Que Sandra mienta en sus recuerdos de lo que creyó haber oído en aquella conversación a través del móvil. Que Marcos hiciera lo que dicen que hizo. Sin sentido. Sin causas. Sin porqués. Eso haría que fuera inútil todo cuanto he investigado estos dos meses. Convertiría en absurdo todo cuanto he escrito. Pero de algún modo creo en esa letra redonda y pulcra de la carta de Sandra. Y en los comentarios de Álvaro. Y en el emotivo relato de Raúl. Y en la sinceridad de Álex y de Dani. Y en el trabajo constante de Sonia. Y en la ética de Íñigo y de Mayte. Y en el cinismo pragmático de Gema. Creo en todo eso y el resultado de esa suma no es la certeza, sino una enorme duda.

Un gigantesco quizás que me hace volver a pensar que Marcos jamás empuñó unas tijeras. Ni una máquina de escribir. Ni nada que no fuera su propia identidad y una camiseta raída perteneciente a su supuesto novio. Puede que no tuviera más armas que esa camiseta y esa verdad, la suya. Puede que todo esto no sea más que la consecuencia de una sociedad errática que ya no sabe cómo canalizar su furia. El resultado de una edad —¿la suya o la nuestra?— que no sabe cómo canalizar su ira.