VI

Jean Taylor estaba sentada en la silla al lado de la cama. Nunca sabía si aquella sería o no la última vez que pudiera sentarse en un lugar que no fuese su cama. Su artritis se agravaba y la socavaba en lo profundo. A duras penas podía mover la cabeza, y sólo muy lentamente, e incluso esto se le hacía difícil. Alec Warner movió un poco su silla para ponerse enfrente de ella.

—¿Estás atormentando a doña Lettie? —preguntó Jean.

Entre otros pensamientos, tuvo la idea de que la mente de Jean estaba ya en fase de reblandecimiento. La miró con atención a los ojos y percibió, alrededor de los bordes de la córnea, el círculo gris, el arcus senilis. Pero aquel círculo envolvía aún lo esencial: una inteligencia siempre despierta en medio de la decadencia.

Jean Taylor diose cuenta de que el amigo la estaba escudriñando. «Ciertamente es un investigador del tema —pensó—, pero en muchos aspectos es como los demás. También es verdad que a nosotros, los viejos, todos nos examinan en busca de nuevos signos de decaimiento».

—Vamos, Alec, dímelo —insistió Jean.

—¿Si atormento a Lettie? —preguntó él.

Jean le habló de las anónimas llamadas telefónicas y luego añadió:

—Deja de observarme, Alec. No estoy volviéndome lela. A lo menos por ahora.

—Yo creo que Lettie lo es.

—No, no lo es, Alec.

—Admitiendo que Lettie haya recibido de verdad esas llamadas, ¿por qué insinúas que sea yo el culpable? —preguntó Alec—. Te lo pregunto por puro interés científico.

—A mí me parece verosímil, Alec. Puedo equivocarme, pero esta es precisamente la clase de cosas que tú podrías hacer por razones de estudio, ¿no es verdad? Un experimento…

—Es cierto: pertenece a esa índole de asuntos —aceptó él—, pero en este caso dudo de que sea yo el culpable.

—Lo «dudas».

—Cierto que lo dudo. Ante un tribunal, querida, yo rechazaría la acusación con perfecta sinceridad. Pero tú ya lo sabes: yo no puedo afirmar o negar nada que entre en el campo de las posibilidades naturales.

—Alec, ese hombre eres tú, ¿sí o no?

—No lo soy. Si lo soy, no me doy cuenta de ello. Podría ser también un doctor Jekill y un señor Hyde, ¿verdad? Recientemente ha habido un caso…

—Si tú eres el culpable, la policía te descubrirá —insistió Jean Taylor.

—Tendrían que probar el hecho. Y si lo probasen de modo convincente, yo no tendría ya duda alguna.

—Alec, ¿eres tú el hombre que se oculta detrás de esas llamadas telefónicas?

—No, que yo sepa.

—Entonces, si no eres tú, ¿se trata, quizá, de alguien pagado por ti?

Pareció como si él no oyera la pregunta, pero, entretanto, continuaba observando a la abuela Barnacle, como si fuera un naturalista en vacaciones. Abuela Barnacle sufría aquel examen con complaciente sumisión, lo mismo que hacía cuando el médico conducía a los estudiantes de medicina alrededor de su cama, o cuando el sacerdote le llevaba los Sacramentos.

—Pregúntale cómo la tratan, ya que sigues mirándola tan insistentemente —sugirió Jean.

—¿Cómo la tratan? —preguntó Alec.

—No muy bien —contestó la abuela Barnacle. Inclinó la cabeza a un lado indicando los dispensarios de la sala, que estaban al otro lado de la entrada—. Ha habido un cambio en la dirección —añadió.

—¡Ah, sí! —dijo Alec, y reclinando la cabeza con un asentimiento definitivo que incluía a toda la sala Maud Long, trasladó su atención a Jean Taylor.

—¿Hay alguien a tu servicio? —insistió ella.

—Lo dudo.

—En tal caso, ese hombre no eres tú, ni tampoco un agente tuyo —dijo Jean Taylor.

Cuando se encontraron por primera vez, cincuenta años atrás, había quedado turbada al oírle expresar aquellas extrañas «dudas», y pensó que acaso estaba un poco loco. Sólo muchos años después acabó por pensar que expresarse de aquel modo era una especie de autoprotección, usada exclusivamente por él con las mujeres que le agradaban. No lo utilizaba con los hombres. Y después de tantos años, ella había descubierto que su manera de acercarse a la mentalidad femenina, su manera de enfrentarla, era la de tener el aire de divertirle. Cuando Jean Taylor hizo este descubrimiento se alegró de que no se hubieran casado. Él se ocultaba demasiado detrás de su comportamiento bromista, paternal —ahora ya convertido en un hábito mental—, para que entre él y una mujer adulta pudiese establecerse una justa relación.

Recordaba cierta tarde del 1928, mucho tiempo después de su sentimental romance. Ella, Jean, había seguido a Charmian en una excursión de fin de semana en el campo. Alec era uno de los invitados. Esa tarde —la cosa había divertido mucho a Charmian— él había acompañado a Jean Taylor a dar un paseo «para interrogarla, habida cuenta de que Jean era tan digna de crédito en sus testimonios». Ahora había olvidado gran parte de aquella conversación. Pero recordaba la primera pregunta de Alec.

—Jean, ¿tú crees que la otra gente existe?

Al principio, ella no comprendió ni la naturaleza ni la finalidad de la pregunta. Por un momento se había preguntado si acaso aquellas palabras podían referirse en cierto modo a su historia de amor de veinte años atrás, y si las palabras que siguieron: «Quiero decir, Jean, si crees que las personas de nuestro alrededor, son reales o ilusorias», no se refirieran a un hecho personal. Pero esta interpretación no concordaba con el conocimiento que tenía sobre la persona de Alec. En el tiempo de su amor, él no era del tipo de los que dicen con presunción: «No existe nadie en el mundo fuera de nosotros dos; sólo existimos nosotros dos solos». Por otra parte, también ella que en aquel momento paseaba al lado de ese señor de media edad, ya había pasado de los cincuenta.

—¿Qué quieres decir? —le había preguntado.

—Ni más ni menos lo que he dicho.

Habían llegado a un bosque de hayas aún empapado a causa del temporal de la noche anterior. De vez en cuando una pequeña gota de agua de lluvia caía de las hojas y golpeaba sus sombreros. Él la cogió del brazo y la condujo fuera del camino principal, por lo que a Jean, no obstante su buen sentido, de repente le pasó por la cabeza que Warner era un asesino, un loco. Pero en aquel mismo instante ella recordó sus cincuenta años y pico. ¿No son jóvenes, normalmente, las mujeres que acaban estranguladas en los bosques por enloquecidos sexuales? «No —volvió a pensar—, alguna vez incluso son mujeres que han cumplido los cincuenta». Las hojas crujían bajo sus pies. En el cerebro de Jean relampagueaban ideas en contraste. «¡Pero yo le conozco bien! Es Alec Warner. Pero ¿es verdad que le conozco? ¡Es tan extraño! Era raro incluso como amante. Pero lo conocen en todas partes. Su fama… Pero también ciertos hombres ilustres tienen sus vicios secretos. Nadie logra descubrírselos. Precisamente es su importancia lo que les protege…».

—Ciertamente, tú te das cuenta de que esta es una pregunta digna de ser considerada —estaba diciendo él, mientras continuaba arrastrando a Jean por entre las sombras goteantes del bosque—. Admitiendo que creas en tu existencia como en una obvia realidad, ¿crees también en la de los otros? Dime, ¿crees, por ejemplo, que yo, en este preciso instante, yo existo?

Y, por debajo del ala de su fieltro castaño, escrutaba su cara.

—¿Adónde me llevas? —le preguntó Jean.

—Fuera de este bosque que chorrea de lluvia —contestó—, a través de un atajo. Entonces, dime, ¿has comprendido bien lo que te he preguntado? Es una simple pregunta…

Ella miró ante sí entre los árboles y vio que el sendero era verdaderamente un senderuelo que conducía hacia la campiña. Inmediatamente se dio cuenta de que la pregunta era puramente académica y que Alec no estaba meditando un asesinato con una infame agresión. ¿Qué razón tenía ella, después de todo, para sospechar una cosa semejante? «Qué extraño es que ciertas fantasías puedan atravesar la mente de una mujer —dijo para sí—. Alec es un hombre fuera de lo común».

—Admito que tu pregunta puede hacerse —contestó finalmente—. A veces nos preguntamos, quizá de manera inconsciente, si las otras personas existen realmente.

—Ruego que sitúes esta pregunta en un estado mental superior al de la semiconciencia —contestó él—. Plantéatela con toda la conciencia de que seas capaz y dime cuál es tu contestación.

—Oh, entonces creo que las otras personas existen. Esta es mi respuesta, la cual, por otra parte, viene dictada por el sentido común.

—Has decidido tu respuesta con demasiada prisa. Espera y vuelve a considerar el asunto —dijo aún Alec.

Fuera ya del bosque, habían embocado un caminito que bordeaba un campo arado y que conducía al pueblo. Y he aquí, al inicio del camino, la iglesia con su cementerio un poco en declive. Jean Taylor miró por encima de la pared del camposanto, cuando pasaban junto a él. Ahora no sabría decir si sus palabras habían sido superficiales o serias, o una y otra cosa juntas. Por el resto, incluso cuando eran jóvenes —y especialmente durante aquel julio del 1907, en la alquería— no supo jamás demasiado bien cómo tratar a Alec, y alguna vez le había causado un poco de miedo.

Jean miró el cementerio. Alec miró a Jean y con indiferencia notó que, bajo la sombra del sombrero, la mandíbula de ella no estaba más marcada que en el pasado. En su juventud, su rostro había sido mórbido y redondo y su voz era muy dócil, como la de un enfermo. En los años de la madurez empezó a revelar, en el aspecto, cierta angulosidad. Su voz se había hecho más profunda y la línea de la mandíbula casi masculina. Alec se fijaba mucho en esos detalles y quizá los apreciaba. Jean le gustaba.

Ella se detuvo y se asomó por encima del muro de piedra para observar las losas.

—Este cementerio es una prueba de que las otras personas existen —dijo.

—¿En qué sentido?

Jean no estaba muy segura. En seguida, después de haber pronunciado aquellas palabras, ya no sabía bien porqué las había pronunciado, y cuanto más se preguntaba qué había querido decir, tanto menos conseguía darse perfecta cuenta.

Alec intentó saltar la pequeña pared, pero no lo consiguió. Era una pared baja, pero no lo suficiente para sus fuerzas.

—Tengo casi cincuenta años —dijo sin sentirse embarazado, sin una disimuladora sonrisa.

Y Jean recordó que en el 1907, en la hacienda rural, cuando por casualidad él subrayó que los dos habían superado la primera juventud —Alec tenía veintiocho años y Jean treinta y dos—, se había sentido ofendida y embarazada hasta que luego se dio cuenta de que Alec no había querido ofenderla sino tan sólo precisar un dato de hecho. Y Jean habituándose a esas maneras, antes de finalizar el mes encontró el valor de declararle con extrema indiferencia:

—Nosotros somos de distinta condición social.

Él se sacudió de los pantalones la tierra suelta de la pared del cementerio.

—Voy por los cincuenta. Me gustarla mirar esas losas. Entremos por la verja.

Y así pasearon por entre las tumbas, inclinándose para leer los nombres sobre las lapidas.

—Estas tumbas, lo veo muy bien, denotan la existencia del prójimo —dijo él—. Fíjate aquí, en efecto, esculpidos en la piedra, nombres y fechas. No son una prueba, pero sí un válido testimonio.

—Naturalmente, las tumbas podrían ser una alucinación. Pero no creo que lo sean —dijo ella.

—Considero incluso esta hipótesis —asintió Alec con cortesía tal que irritó profundamente a Jean.

—Pero, por lo menos, las tumbas son tranquilizadoras —prosiguió ella—. ¿Por qué nos tomaríamos la molestia de enterrar a la gente si no existiera?

—En efecto —admitió también Alec.

Recorrieron lentamente el corto vial que llevaba a la casa. Lettie, que estaba escribiendo junto a la ventana de la biblioteca, les miró y luego apartó los ojos. Cuando entraron, Lisa Brooke, con su cabeza de rojos rizos, salía de la casa.

—¡Hola! —exclamó, mirando dulcemente a Jean Taylor.

Alec fue directamente a su cuarto, mientras Jean iba a buscar a Charmian.

Encontró a varias personas que la saludaron con un «Hola». Eran personas de ideas abiertas. No hicieron malignas suposiciones a propósito de su paseo con Alec, en aquel verano del 1928, pese a que algunas de ellas recordaban aquellos amores del caserío en 1907. En aquellos tiempos había suscitado cierto revuelo. Sólo un brigadier —que había sido invitado porque el dueño de la casa deseaba su opinión sobre la cría de animales de leche, y se había cruzado con la pareja que estaba paseando—, preguntó más tarde a Lettie, cuando aún Jean podía oírla:

—¿Quién es esa señora que he encontrado con Alec? ¿Ha llegado hace poco?

Lettie detestaba a Jean tanto como Jean la detestaba a ella, pero quería pasar por una mujer de visión amplia. Por eso contestó que era la camarera de Charmian.

—Piense usted lo que quiera sobre esas cosas, pero a los otros sirvientes no les gustará con seguridad —comentó el brigadier.

Su observación, después de todo, respondía a la verdad.

«No obstante —pensaba Jean Taylor mientras seguía sentada con Alec en la sala Maud Long— quizás eso no había sido, al fin y al cabo, una broma. Quién sabe si, por lo menos en parte, la pregunta de Alec había sido hecha sinceramente».

—Vamos, ponte serio —le dijo mirándose las manos deformadas por la artritis.

Alec Warner miró el reloj.

—¿Has de irte? —preguntó ella.

—No. Dispongo de diez minutos. Pero necesitaré tres cuartos de hora si atravieso los jardines. He de atenerme escrupulosamente a mis horarios. ¿Sabes? Casi ya tengo ochenta años.

—Me alivia pensar que no eres tú, Alec, quien hace esas llamadas…

—Querida mía, las llamadas telefónicas no son más que un parlo de la fantasía de Lettie. La cosa es clara. No admite dudas.

—¡Ah, no! Por lo menos ese hombre le dijo a Godfrey dos veces: «Diga a doña Lettie que recuerde que ha de morir».

—¿También lo oyó Godfrey? —preguntó Warner—. Bien, entonces debo ser un maniático. Y Godfrey, ¿cómo se lo ha tomado? ¿Se ha asustado?

—Doña Lettie no me lo ha dicho.

—¡Intenta saber cómo han reaccionado! Quiero confiar en que la policía no pondrá demasiado pronto las manos sobre ese individuo. Podrían registrarse reacciones muy interesantes.

Alec se levantó para irse.

—Oh, antes de que te vayas, quisiera pedirte otra cosa.

Él volvió a sentarse y colocó el sombrero sobre el pequeño armario.

—¿Conoces a la señora Sidebottome?

—¿Tempest? Es la esposa de Ronald. La cuñada de Lisa Brooke. Tiene setenta y un años. La conocí en el 1930, en un barco, en el Golfo de Vizcaya. Era…

—Está bien. Tempest Sidebottome forma parte del consejo directivo del hospital. La enfermera-jefe de la sala no es adecuada para ese cargo. Todas deseamos que la trasladen a otra sala. ¿Quieres los detalles?

—No —contestó Warner—. Tú quieres que hable con Tempest.

—Sí. Hazle comprender que la enfermera en cuestión está siempre derrengada por el excesivo trabajo. Hace tiempo hubo aquí un poco de alboroto por su culpa, pero no se ha llegado a ninguna resolución.

—No puedo hablar en seguida con Tempest. La semana pasada ingresó en una clínica para ser operada.

—¿Algo serio?

—Un tumor en el útero. Dada su edad es menos grave que en una mujer joven.

—Así, por el momento, no puedes hacer nada por nosotras.

—Ya pensaré si conozco a alguien más —prosiguió él—. ¿Has tocado el asunto con Lettie?

—Sí, claro.

Él sonrió.

—No le hables más. Es tiempo perdido, Jean. Tienes que empezar a considerar en serio ir a esa clínica de Surrey. Los gastos no son grandes. Yo y Godfrey podemos correr con ellos. Y creo que pronto también Charmian estará contigo. Has de tener una habitación para ti sola, Jean.

—Ahora no —contestó Jean—. No quiero irme de aquí. He hecho algunas amistades en la sala. Ahora, esta es mi casa.

—Adiós, hasta el próximo miércoles, querida —dijo Alec.

Tomó el sombrero y miró a su alrededor fijando los ojos en cada una de las encamadas, una después de otra.

—Si todo va bien —concluyó Jean.

Dos años antes, cuando ingresó en la sala Maud Long, Jean Taylor había deseado ardientemente ir a aquella clínica privada de Surrey, de la cual tanto se había hablado. Godfrey puso enormes inconvenientes por el pupilaje. Protestó en su presencia y citó la opinión de muchos amigos de ideas progresistas, a propósito de los nuevos hospitales gratuitos, que eran superiores a las clínicas particulares. Alec Warner había hecho notar que aquellos eran aún tiempos de transición, que una persona con la inteligencia y las costumbres de Jean probablemente no se hubiera encontrado a su gusto entre las comunes viejecitas de un hospital. «Aunque sólo fuese por el hecho —había añadido— de que a Jean, en parte, nosotros la hemos hecho, deberemos cuidar de ella».

Y se había ofrecido a asumir la mitad de los gastos para el mantenimiento de Jean en el Surrey. Pero, al final, Lettie puso término a la discusión, lanzando una especie de desafío a Jean.

—¿No es verdad, querida, que usted «prefiere» ser independiente? Después de todo, usted forma parte del público. Los hospitales son «suyos». Usted tiene el derecho…

—Cierto, yo prefiero ir al hospital —había contestado Jean.

Tramitó por cuenta propia todas las gestiones necesarias y había dejado a Alec y a Lettie aún sumidos en la cotidiana discusión a propósito de su destino.

A Alec Warner le había desagradado verla en aquella sala. La primera semana expresó el deseo de que ella se trasladase a otro lugar. Jean, desgraciada como era, había dudado. Los dolores aumentaban y aún no se había resignado. Hubo nuevas consultas. De nuevo se discutió sobre el asunto. ¿Quería ser trasladada a Surrey? Y Charmian, ¿no había podido reunirse allí con ella?

«Ahora no —pensó, luego de que Alec Warner se hubo marchado. Abuela Valvona habíase enhorquillado los anteojos y estaba buscando los horóscopos—. Ahora no —pensó Jean Taylor—. No ahora, que ya lo peor había pasado».

* * *

Al primer momento, con las luces de la mañana, Charmian perdonó a la señora Pettigrew. Lentamente consiguió bajar por sí misma a la planta baja. Los otros movimientos eran más difíciles, pero Mabel Pettigrew, con bastante gentileza, la había ayudado a vestirse.

—Pero debería acostumbrarse a tomar el desayuno en la cama —le dijo Mabel Pettigrew.

—No —contestó Charmian alegremente, mientras, vacilando un poco y agarrándose al respaldo de las sillas daba la vuelta a la mesa para alcanzar su puesto—. Sería una mala costumbre. Mi taza de , en cama, cuando despierto, es todo lo que deseo. Buenos días, Godfrey.

—Lydia May murió ayer en su casa de Knightsbridge, seis días antes de cumplir noventa y dos años —leyó Godfrey en el periódico.

—Una bailarina del «Gayety» —comentó Charmian—. La recuerdo muy bien.

—Esta mañana está en forma —notó Mabel Pettigrew—. No olvide tomarse las píldoras.

Había puesto el frasquito junto al plato de Charmian. Ahora desenroscó el tapón y tomó dos píldoras, que colocó ante su dueña.

—He tomado ya las píldoras —protestó Charmian—. Las he tomado con el té de la mañana, ¿recuerda?

—No —replicó Mabel Pettigrew— se equivoca, querida. Tome las píldoras.

—Había hecho una fortuna —comentó Godfrey—. Se retiró de la escena en el 1893, y se casó con una montaña de dinero, tanto la primera como la segunda vez. ¿Quién sabe cuánto habrá dejado?

—Esas son cosas que ocurrieron en los tiempos de mi niñez —observó Mabel Pettigrew.

—¡Tonterías! —exclamó Godfrey.

—Perdone, señor Colston, pero fue precisamente durante mi niñez. Si se retiró en 1893, yo entonces era una niña.

—La recuerdo —dijo Charmian—. Cantaba con mucho sentimiento. Como entonces era costumbre, naturalmente.

—¿En el «Gayety»? —preguntó Mabel Pettigrew—. Claro que…

—No. Yo la oí en una recepción privada.

—Ah, entonces usted debía ser una señorita. Tome sus píldoras, querida.

Y empujó las dos píldoras blancas hacia Charmian.

Charmian las rechazó.

—Ya las he tomado esta mañana —repitió—. Lo recuerdo perfectamente bien. Tengo la costumbre de tomar las píldoras con el primer té.

—No siempre —insistió Mabel Pettigrew—. Alguna vez se le olvida y las deja en la bandeja, como esta mañana para ser verídicos.

—Era la más joven de catorce hijos —leyó aún Godfrey en el periódico—, y pertenecía a una familia de baptistas observantes. A la muerte de su padre, a los dieciocho años, hizo su debut en un pequeño papel en el «Lyceum». Alumna de Ellen Terry y de Henry Irving, les dejó más tarde para pasar al «Gayety», en donde se convirtió en la primera bailarina. El entonces Príncipe de Gales…

—Nos la presentaron en Cannes, ¿verdad? —interrumpió Charmian, la cual, aquella mañana, iba adquiriendo confianza en su memoria.

—Exacto —confirmó Godfrey—. Hacia 1910.

—Ella saltó sobre una silla, miró a su alrededor y exclamó: «¡Dios, este sitio apesta a realeza!». Recuerdo que todos nos quedamos terriblemente turbados.

—No, Charmian, no. Esta vez te equivocas. La que se subió sobre la silla fue una de las hermanas Lilley y el hecho ocurrió mucho después. Lydia May era una muchacha completamente diferente. Pertenecía a otra clase social.

La señora Pettigrew acercó, aún más, las dos píldoras a Charmian, sin decir una palabra.

—No debo superar la dosis —dijo Charmian, y con temblorosa mano volvió a poner las dos píldoras en el frasco.

—Charmian, toma esas píldoras, querida —insistió Godfrey, y ruidosamente bebió un sorbo de té.

—Ya he tomado dos. Recuerdo muy bien haberlo hecho. Cuatro podrían hacerme daño.

Mabel Pettigrew levantó los ojos al techo y suspiró.

—¿Para qué sirve que yo pague las campanudas facturas del médico, si luego tú rehusas tomar todo eso?

—Godfrey, no tengo ninguna intención de acabar envenenada por una dosis excesiva. Por otra parte, las facturas las pago yo y con mi dinero.

—¡Envenenada, imagínese! —exclamó Mabel Pettigrew, dejando la servilleta sobre la mesa, como quien se esfuerza en contenerse más allá de los límites de lo soportable.

—Ni tampoco deseo correr el riesgo de sentirme mal —insistió Charmian—. No quiero tomar las píldoras, Godfrey.

—Está bien —dijo él—. Si es así como lo piensas, he de decirte que nos conviertes la vida en algo malditamente difícil, y nosotros no podemos asumir ninguna responsabilidad si tienes otro ataque por no seguir las prescripciones del médico.

Charmian se puso a llorar.

—¡Ya sé que quieres internarme en una clínica!

La señora Anthony había entrado en aquel momento para levantar la mesa.

—¿Qué dice? —exclamó—. ¿Quién quiere hacerla ingresar en una clínica?

Charmian dejó de llorar y le preguntó:

—Taylor, ¿ha visto la bandeja de mi té cuando la han llevado abajo?

Anthony no parecía haber comprendido la pregunta. Si bien, por descontado, la había oído, intuía que implicaba mucho más de cuanto parecía expresar.

—Ha visto… —repitió Charmian.

—En resumen, Charmian —exclamó Godfrey previendo la posibilidad de una contradicción entre la respuesta de Anthony y la precedente afirmación de la señora Pettigrew.

Precisamente en este sentido, él estaba verdaderamente obsesionado por la preocupación de prevenir un posible conflicto entre las dos mujeres. Su comodidad, el proceso regular de su vida dependían de la permanencia de Anthony en su casa. Si ella se despedía, él, probablemente, habría de renunciar a la casa y acabaría en una posada. Por otra parte, ahora que habían conseguido conquistar a Mabel Pettigrew debían conservarla, pues, de otra manera, Charmian acabaría retirándose en un pensionado.

—En definitiva, Charmian, no queremos más discusiones sobre tus píldoras —exclamó Godfrey.

—¿Qué decía de la bandeja del té, señora Colston?

—¿Había algo en la bandeja cuando, desde mi cuarto, se la han llevado abajo?

—Claro que no había nada en la bandeja —interrumpió Mabel Pettigrew—. Yo volví a colocar en la botellita las dos píldoras que usted se olvidó de tomar.

—En la bandeja había una taza y un platito. Lo ha llevado abajo la señora Pettigrew —dijo Anthony, esforzándose para contestar con la mayor precisión posible a preguntas que la dejaban todavía algo perpleja.

La señora Pettigrew empezó a disponer ruidosamente la vajilla de la colación sobre la bandeja de Anthony, y le dijo:

—Venga, querida, que tenemos trabajo.

Anthony intuyó que, en cierto modo, había defraudado lo que de ella esperaba Charmian, y mientras seguía a Mabel Pettigrew fuera de la habitación, hizo una mueca.

—Observa qué jaleo has armado —dijo Godfrey, cuando las dos ya habían dejado la habitación—. La señora Pettigrew estaba muy impaciente. Si la perdemos…

—¡Ah! —exclamó Charmian—. ¡Estás tomándote el desquite, Eric!

—Yo no soy Eric.

—Pero te tomas el desquite.

Quince años antes, cuando tenía setenta y uno, y su memoria había empezado a declinar ligeramente, Charmian se dio cuenta de que Godfrey se había puesto en contra de ella, como quien estuvo esperando la venganza largo tiempo. No creía que él fuera consciente de ello. La suya era una reacción instintiva contra los años durante los cuales había sido el marido de una mujer famosa y genial, y advertía que a continuación —gracias a ella— estaba recogiendo una cosecha que no había sembrado.

Entre los setenta y dos a los ochenta años, Charmian no le había censurado sus modos despóticos. Aceptó sin comentarios aquella autoritaria manera de hacer, hasta que la propia debilidad se agarró hasta el punto de constreñirla a depender de él siempre más cada vez. Fue entonces cuando, cumplidos los ochenta años, ella empezó a repetir a menudo aquella frase que en el pasado hubiera juzgado poco sabía: «Estás tomándote represalias».

En esta circunstancia, como siempre, él refutó.

—¿Desquite «de qué»?

En verdad, Godfrey no se daba cuenta. Sólo comprendía que la mujer empezaba a creerse objeto de persecuciones. Veneno, venganza, ¿y qué otra cosa más dentro de poco?

—Te estás metiendo en la cabeza que todos los que te rodean conspiran contra ti —añadió.

—¿De quién es la culpa si me estoy volviendo así? —insistió Charmian con aspereza ofensiva.

Esta pregunta le exasperó, en parte porque observó en ella más profunda verdad que en todas las demás acusaciones de la mujer, y en parte porque no sabía qué responder. Se sentía como un hombre aplastado por un pesado fardo.

Más tarde, por la mañana, cuando llegó el doctor, Godfrey le detuvo en el vestíbulo.

—Doctor, hoy está intratable.

—¡Ah, bien, bien! —contestó el médico—. Eso es un síntoma de vitalidad.

—Si sigue así, será necesario pensar en una clínica.

—Sería una buena idea, siempre que se consiga hacerla agradable para la señora —prosiguió el doctor—. Por lo que a la asistencia regular se refiere, ciertamente, la clínica presenta muchas ventajas. He visto casos mucho más graves que el de su esposa, que mejoraban milagrosamente con el traslado a un ambiente verdaderamente cómodo y confortable. Y usted, ¿cómo se encuentra?

—¿Yo? Verá, ¿qué puede esperarse con todas estas preocupaciones domésticas que me caen sobre los hombros? —Godfrey señaló la entrada de la tribuna en donde Charmian estaba esperando—. Será mejor que entre —dijo al doctor.

Se sentía defraudado por la falta de comprensión y apoyo que había esperado, y le desagradaba vagamente que el doctor hubiese hablado de una posible mejora de su mujer, caso de que la hubiese internado en una clínica.

La mano del médico estaba ya sobre del tirador de la puerta.

—Yo no me preocuparía demasiado de las cuestiones caseras —dijo—. Salga lo más a menudo que pueda. Como ya le he dicho, su mujer podría recobrarse muy bien si la trasladáramos a otra parte. Quizás el cambio de ambiente actúe como un estímulo… Naturalmente, su resistencia, a su edad… Pero no digo que no pueda reanudar sus salidas. En buena parte, lo suyo es una simple neurastenia. Tiene extraordinaria capacidad para recobrarse, casi como si en ella hubiera una secreta corriente…

«Esta es la coba obligada —pensó Godfrey—. Charmian tendrá su corriente secreta, pero soy yo quien paga las facturas».

De repente tuvo esa salida:

—Bien, alguna vez pienso que merecería que se la mandase fuera de casa. Fíjese en esta mañana, por ejemplo…

—«¡Se merecería!» —protestó el doctor—. Observe que nosotros no recomendamos las clínicas como un castigo, ¿comprende?

«¡Maldito!» —exclamó Godfrey, todavía al alcance del oído del médico, el cual no había entrado aún en la habitación en donde Charmian lo esperaba.

El doctor no había cruzado el umbral, cuando entró Mabel Pettigrew por la puerta de la tribuna.

—Buen tiempo, pese a la estación —dijo.

—Cierto —convino el doctor—. Buenos días, señora Colston. ¿Cómo se encuentra hoy?

—Esta mañana no hemos querido tomar las píldoras —dijo Mabel Pettigrew.

—Bien, paciencia.

—Las he tomado —insistió Charmian—. Las he tomado con mi primer té, y han intentado obligarme a tomar otras en la comida. Yo sé que las he tomado con el primer té. Imagínese si hubiese tomado una segunda dosis…

—No tendría demasiada importancia —le interrumpió el médico.

—Pero —intervino Mabel Pettigrew—, siempre es peligroso sobrepasar la dosis prescrita.

—A partir de ahora intente observar un rígido control, mantener un ritmo regular con las medicinas —recomendó el doctor a Mabel Pettigrew—. Haciéndolo así, ni una ni otra cometerán errores.

—Por mi parte no ha habido tal error —rebatió la señora Pettigrew—. Mi memoria es perfecta.

—Si es así —objetó Charmian—, deberemos preguntarnos cuáles eran sus «intenciones» al pretender hacerme tomar una segunda dosis. Taylor sabe que yo he tomado mis píldoras como siempre. No las he olvidado en la bandeja.

—Señora Pettigrew, si quisiera dejarnos solos un momento… —dijo el doctor, mientras tomaba el pulso de Charmian.

Mabel Pettigrew salió con un profundo suspiro de cansancio perfectamente perceptible, y fue hacia la cocina en donde regañó a Anthony «por haber tomado partido por aquella loca».

—No está loca —replicó la doméstica—. Conmigo siempre ha sido buena.

—No, no está loca, tiene usted razón. Es astuta y maligna. Y además no está débil. Finge que lo está, permita que se lo diga. He estado observándola cuando ella no podía darse cuenta. Si se le antoja, está en condiciones de dar vueltas y más vueltas por toda la casa.

—No «si se le antoja» —rezongó Anthony—, sino cuando tiene fuerzas para hacerlo. Después de todo, yo estoy aquí desde hace nueve años, ¿no? La señora Colston es una persona que tiene necesidad de mucha comprensión. Tiene sus días buenos y sus días malos. Nadie la comprende tanto como yo.

—Es ridículo que una mujer de mi posición deba escuchar cómo la acusan de intento de envenenamiento —continuó la señora Pettigrew—. Por Dios, si precisamente yo quisiera hacer una cosa de tal naturaleza, seguiría, desde luego, un sistema bien diferente, se lo aseguro: no le daría una dosis excesiva de medicina en presencia de todos.

—Lo creo —dijo Anthony—, pero ahora apártese de aquí —añadió.

En efecto, sin ninguna necesidad, Mabel Pettigrew había empezado a barrer el suelo.

—¡Cuidado cómo me hable, señora Anthony!

—Oiga —continuó la doméstica— ahora que siempre está en casa, mi marido no para de refunfuñar por causa de este servicio que desempeño en casa de los Colston. No le gusta que esté fuera tantas horas. Yo trabajo únicamente para conservar un poco de independencia y luego porque lo he hecho siempre desde que me casé. Pero ahora que tengo setenta años y mi viejo sesenta y ocho, podemos pasarnos muy bien con la pensión. Intente fastidiarme, y le diré, como dos y dos son cuatro, que me marcho. Durante esos nueve años he cuidado de «ella» yo sola y hemos salido adelante y muy bien… antes de que viniera usted a interferirse y a armar cizaña.

—Hablaré al señor Colston —dijo Mabel Pettigrew—, y le informaré de todo lo que me ha dicho.

—¡Él! —exclamó Anthony—. ¡Háblele, si quiere! ¡Me importa un pepino «él»! Es «ella» la que me importa, no «él».

Y la señora Anthony puso término a sus palabras, con una mirada insolente.

—¿Qué es, exactamente, lo qué quiere decir con eso? —preguntó Mabel Pettigrew—. ¿Qué quiere usted decir?

—Arréglese por sí sola para comprenderlo. He de preparar la comida.

La señora Pettigrew fue a buscar a Godfrey, el cual no estaba en casa. Salió por la entrada principal, dio vuelta a la casa hasta las puertas-ventana de la tribuna y entró. Vio que el médico ya se había marchado y que Charmian estaba leyendo un libro. Rebosaba de furiosa rabia. Pensaba que si hubiese tenido un ataque de nervios, ciertamente ningún doctor correría para decirle amables frases y ponerle una inyección para calmarla, y consentir que luego permaneciese sentada leyendo tranquilamente un libro, después de haber llevado de coronilla a toda la familia.

La señora Pettigrew subió a echar una ojeada a los dormitorios para ver si estaban en orden, pero, en realidad, para curiosear y dejar que se apagase su rabia. Estaba molesta por haber perdido los estribos con la señora Anthony. Debería haber cuidado de mantener las distancias. Pero siempre había sido así, incluso en el tiempo en que vivió con Lisa Brooke: cuando había de tratar con los domésticos, sus inferiores, les daba demasiada confianza. Signo de gentileza de ánimo, pero también de debilidad. Pensó que había sido un error de principio tratar con Anthony, así ya desde su llegada. Debía haber establecido las justas distancias con aquella mujer y reservarse para hacerle confidencias. ¡Y ahora había descendido hasta el punto de discutir con ella! Estos pensamientos le dieron la deprimente sensación de haber hecho una cosa tonta y contraria a los propios intereses. A determinadas personas esta sensación les despierta un sentimiento de culpabilidad. Presa de este estado de ánimo, se arrepintió y, mientras seguía de pie junto a la cama de Charmian, cuidadosamente arreglada, decidió consolidar su posición en aquella casa y, a partir de ahora, tratar a la señora Anthony con mayor indiferencia.

Un hediondo tufo de comida quemada subió por el hueco de la escalera y penetró en el dormitorio de Charmian. Mabel Pettigrew se asomó por la barandilla y olisqueó. Luego prestó oídos. De la cocina no llegaba ningún rumor. Ningún rumor de pucheros movidos apresuradamente sobre los hornillos de gas. Bajó hasta mitad de las escaleras y volvió a escuchar. De la pequeña tribuna en donde Charmian estaba sentada le llegó un sonido de voces. La señora Anthony estaba relatando a la ama las ofensas recibidas. Mientras, algo estaba quemándose en el horno. Las patatas se convertían en carbón y el hervidor del té se vertía sobre el hornillo. Mabel Pettigrew volvió a subir las escaleras y se dirigió al piso superior en donde estaba su habitación. De un cajoncito sacó una caja llena de llaves. Seleccionó cuatro, las guardó en su bolsita de gamuza negra que —seguramente a causa de su ocupación— llevaba siempre por casa y regresó a la habitación de Charmian. Allí probó, una a una, las llaves en la cerradura del secreter. La tercera iba bien. No miró dentro. Cerró en seguida. Con la misma llave probó de abrir los cajones. No iba bien. La colocó con cuidado en un compartimiento separado de su bolsita y probó las otras llaves. Ninguna se adaptaba a las cerraduras de los cajones. Salió al rellano en donde el olor a quemado era ya de una alarmante intensidad y se puso a escuchar. La señora Anthony seguía aún con Charmian. Naturalmente al regresar a la cocina encontraría trabajo suficiente para permanecer ocupada otros diez minutos. Mabel Pettigrew sacó de la bolsita un paquete de goma de mascar y se puso a desenvolverlo. Volvió a colocar en la bolsita el paquete con tres tiras y las otras dos se las puso en la boca. Sentada cerca de la puerta abierta, masticó durante algunos segundos. Luego, humedeció la punta de los dedos con su lengua, sacó de la boca la goma ablandada y la aplastó. Por último mojó la goma con la lengua y la aplicó en el ojo de la cerradura de uno de los cajones. La separó luego y la dejó sobre la mesita de noche para que se secase. Luego cogió otros dos trocitos, y después de haberlos masticado como los precedentes, mojó la pequeña masa y la aplicó en el ojo de la cerradura de otro cajón. Colgó la bolsita de la muñeca y sosteniendo con el índice y el pulgar de ambas manos los pedazos de goma con la impresión de las llaves, subió las escaleras y entró en su habitación. Con cautela colocó la endurecida goma en un cajón, cerró con llave y bajó al piso inferior atravesando la casa ahora invadida de humo y de mal olor.

La señora Anthony salía trotando de la sala cuando Mabel Pettigrew se asomaba por el primer tramo de escaleras.

—¿Huelo a quemado o me equivoco? —preguntó.

Justo el tiempo de alcanzar el pie de la escalera y ya Anthony estaba en la cocina sosteniendo debajo del grifo del agua la sartén de la cual salían rabiosas columnas de humo. Una densa nube azul salía a oleadas por las rendijas de la puertecita del horno. Mabel Pettigrew la abrió y se vio obligada a echarse hacia atrás rechazada por un chorro de humo. Anthony dejó caer la sartén con las patatas y corrió hacia el horno.

—¡Cierre el gas! —chilló a Mabel Pettigrew—. ¡Oh, mi pobre pastel de carne!

Refunfuñando, la señora Pettigrew se acercó al horno y dio vuelta a las llaves del gas. Luego corrió, tosiendo, fuera de la cocina y se dirigió adonde estaba Charmian.

—Huelo a quemado —dijo Charmian.

—El pastel y las patatas están carbonizados.

—¡Oh, no debía haber hablado tanto con la señora Taylor! Hay un olor tremendo, ¿no? ¿Deberíamos abrir las ventanas?

La señora Pettigrew abrió los ventanales, y, como un fantasma, una cinta de humo color turquesa se dispersó gentilmente por el jardín.

—Godfrey se enojará —dijo Charmian—. ¿Qué hora es?

—Pasan ya veinte minutos.

—¿De las once?

—No, de las doce.

—¡Santo cielo! Vaya a ver cómo se las arregla la señora Anthony. Godfrey llegará de un momento a otro.

Mabel Pettigrew no se movió del ventanal.

—Temo que la señora Anthony está perdiendo el sentido del olfato. Demuestra tener más de sus setenta años, ¿no le parece? Yo más bien la definiría como a una setentona «vieja». Debía haber notado el olor de quemado antes de que fuese tan intenso.

Oyeron un chirriar que procedía de la cocina. Era Anthony que, con agua, lo estaba empapando todo.

—«Yo» no he notado ningún tufo —dijo Charmian—. Temo que la he entretenido hablando demasiado. ¡Pobrecilla! Es…

—Aquí está el señor Colston —dijo Mabel Pettigrew—. Acaba de entrar.

Y fue a su encuentro en el recibidor.

—¿Qué diablos se está quemando? —preguntó—. ¿Ha habido un incendio?

La señora Anthony salió de la cocina. Le hizo un resumen de lo ocurrido mezclándolo con cargos y lamentos, y acabó dando los ocho días.

—Voy a hacer una tortilla —ofreciose Mabel Pettigrew, y elevando la mirada al cielo, detrás de la espalda de la sirvienta, para que Godfrey la viese, desapareció hacia la cocina para afrontar el caos.

Pero Godfrey no comió nada.

—Es tuya toda la culpa —dijo a Charmian—. En esta casa todo está revuelto a causa de haber provocado esta mañana la porfía de las píldoras.

—Una dosis excesiva hubiera podido perjudicarme, Godfrey. No estoy obligada a saber si aquellas píldoras son inocuas.

—No se trataba de una dosis excesiva. Además, me gustaría saber por qué las píldoras son inocuas. Quiero decir que si ese tipo te prescribe dos y tú incluso puedes tomar cuatro, ¿qué clase de prescripción es esta? ¿Qué bien pueden hacerte esas píldoras? Le pagaré su cuenta y le diré que no se deje ver más por aquí. Tomaremos otro médico.

—Rehúso que me visite otro doctor.

—La señora Anthony ha dado los ocho días. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Ya la persuadiré yo para que se quede —dijo Charmian—. Esta mañana ha sido sometida a una dura prueba.

—Vuelvo a salir —dijo Godfrey—. En esta casa hay demasiado hedor.

Cogió el abrigo y regresó.

—Prueba de hacer que la señora Anthony cambie de criterio. —Por precedentes experiencias sabía que sólo Charmian podía lograrlo—. Es lo menos que puedes hacer después de todo el jaleo que…

La señora Pettigrew y la señora Anthony estaban sentadas comiendo sus tortillas. Llevaban los abrigos puestos porque era forzoso tener todas las ventanas abiertas. Durante la comida, Mabel Pettigrew volvió a litigar con la doméstica y en seguida quedó malparada.

«Si al menos, yo consiguiera mantener las distancias, jugaría mejor mis cartas», pensó con un sentimiento de culpa.

Durante toda la tarde la señora Anthony permaneció sentada junto a Charmian, mientras la señora Pettigrew —consciente de cumplir un acto que le servía de satisfacción— cogió los trocitos de goma de mascar, cada uno con clara impresión de una cerradura, y los llevó a Camberwell Green a cierta persona a quien conocía.