V

La señora Anthony notó, instintivamente, que la señora Pettigrew era una mujer de ánimo gentil. Su instinto se equivocaba. Pero durante las primeras semanas, desde que había entrado en casa de los Colston para cuidar a Charmian, la señora Pettigrew, sentada en la cocina, contó sus penas a la señora Anthony.

—Tome un cigarrillo —dijo esta, señalando el paquete encima de la mesa, en tanto servía un té muy fuerte—. Todo podría ir peor.

—No podría ir peor —replicó la señora Pettigrew—. He dedicado treinta años de mi vida a Lisa Brooke. Todos sabían que yo debía de haber heredado aquel dinero. Y luego, he aquí que Guy Leet da un paso adelante con sus pretensiones. Ese no era un matrimonio, no. No era un matrimonio en el buen sentido de la palabra.

Acercóse la taza de té e, inclinando su cabeza junto a la de la señora Anthony, le contó en qué terribles circunstancias y por qué antigua razón Guy Leet no consiguió consumar el matrimonio con Lisa Brooke.

La señora Anthony tragó un abundante sorbo de té, sosteniendo la taza con ambas manos, soplando mientras el vapor caliente y perfumado le envolvía agradablemente la nariz.

—Con todo, un marido siempre es un marido. Por ley.

—Lisa jamás le reconoció como tal —dijo la señora Pettigrew—. Nadie supo de su matrimonio con Guy Leet, hasta que murió. ¡Ese cerdo!

—Creí haberle oído decir que no había nada que objetar respecto de la Brooke —objetó Anthony.

—Guy Leet —precisó la señora Pettigrew—. Él es el cerdo.

—¡Ah, comprendo! Bien, los tribunales tendrán que decir algo, querida, cuando llegue el momento. Coja un cigarrillo.

—Me está incitando al vicio de fumar, señora Anthony. Gracias. Acepto. Usted debería intentar fumar menos. No le sienta nada bien.

—Veinte cigarrillos al día desde que tenía veinticinco años, y ayer cumplí los setenta.

—¡Setenta! Buen Dios, pero usted…

—Setenta, ayer.

—¡Setenta! ¿No es hora ya de que se retire? No la envidio, con esa buena compañía.

Con la cabeza señaló el umbral de la cocina, para indicar a los Colston, que estaban al otro lado.

—No son tan malos como eso —dijo la señora Anthony—. Él es un poco cicatero, pero ella es simpática. A mí, ella me es agradable.

—¿Es mezquino en asuntos de dinero? —preguntó la señora Pettigrew.

—¡Oh, muchísimo! —contestó Anthony, y movió los ojos para subrayar el juicio.

La señora Pettigrew se acarició los cabellos que eran tupidos, teñidos de negro y bien cortados, como se los hacía llevar Lisa Brooke.

—¿Cuántos años me calcula, señora Anthony?

Sentada aún, la señora Anthony se apoyó al respaldo de la silla para contemplar mejor a su interlocutora. Le miró los pies, calzados con un par de zapatos de ante negro, las piernas sólidas y bien torneadas, sin ninguna vena que resaltara, las caderas como enguantadas por una faja y el pecho firme. Luego inclinó la cabeza a un lado para contemplar con un ángulo de quince grados la cara de la señora Pettigrew. Alguna arruga entre nariz y boca. Una boca pequeña, pintada de color rojo cereza. Sólo un esbozo de doble papada. Dos surcos a través de la frente, ojos oscuros y límpidos, nariz afilada y voluntariosa.

—Diría —empezó, cruzando los brazos— que va para los sesenta y cuatro.

El aspecto físico bastante marcado de la señora Pettigrew hacía más inesperada la dulzura de su voz, la cual aún fue más dulce cuando dijo:

—Puede añadir cinco más.

—¡Sesenta y nueve! No lo parece —exclamó la señora Anthony—. Naturalmente, usted siempre ha tenido tiempo y dinero para cuidarse y arreglarse la cara. Si hubiese tenido que afanarse como yo…

En realidad, la señora Pettigrew tenía setenta y tres años, pero bajo el maquillaje, en efecto, no demostraba su edad.

Se pasó una mano por la frente y movió suavemente la cabeza. Estaba preocupada por aquel dinero. Sin duda el pleito iría para largo. Incluso la familia de Lisa hacía valer sus derechos.

La señora Anthony había empezado a recoger el mantel.

—Supongo que el viejo Warner todavía está con «ella» —dijo.

—Ciertamente —confirmó la señora Pettigrew.

—Me la quita de encima por poco —añadió la señora Anthony.

—Debo decir —continuó la señora Pettigrew— que cuando yo vivía con Lisa Brooke, normalmente me invitaban para que entretuviera a los huéspedes. Así yo podía hablar con todos ellos.

Anthony se había puesto a pelar patatas y canturreaba.

—Voy para allá —dijo la señora Pettigrew, levantándose y pasando las manos por la limpia falda—. Le guste o no, es necesario que no la pierda de vista. Para eso estoy aquí.

Cuando la señora Pettigrew entró en el salón dijo con bondad:

—¡Oh, señora Colston! Me pregunto si no estará usted cansada.

—Puede llevarse el té —dijo Charmian.

Pero la señora Pettigrew llamó al timbre para que viniera la señora Anthony, y, mientras recogía platos y tazas y los colocaba sobre la bandeja para que se los llevase, la gobernanta diose cuenta de que el invitado de Charmian la estaba mirando.

—Gracias, Taylor —dijo Charmian a la señora Anthony.

La señora Pettigrew había visto alguna vez a Alec Warner en la casa de Lisa Brooke. Él la sonrió y le hizo un ademán de saludo. Ella se sentó y cogió un cigarrillo de su bolso de antílope negro. Alec le dio fuego. El tintineo sobre la bandeja de la señora Anthony se fue debilitando, a medida que esta se alejaba hacia la cocina.

—¿Me estaba diciendo…? —dijo Charmian, dirigiéndose a su huésped.

—¡Ah, sí! —Warner levantó su blanca cabeza, su pálido rostro hacia la señora Pettigrew—. Estaba explicando el nacimiento de la democracia en la Gran Bretaña. ¿Echa de menos a la señora Brooke?

—Muchísimo —contestó Mabel Pettigrew, exhalando una larga bocanada de humo. Había asumido su tono mundano—. Continúe hablando sobre la democracia —añadió.

—Cuando estuve en Rusia… —empezó a decir Charmian—, la Zarina envió una escolta para…

—Por favor, señora Colston, aguarde un momento, hasta que el señor Warner nos haya hablado de la democracia.

Charmian, por un momento, miró a su alrededor, un poco sorprendida. Luego dijo:

—Sí, sigue hablando de democracia, Eric.

—No, Eric no. Alec.

Con un movimiento de la mano, vieja pero firme, pareció que Alec Warner quisiera nivelar el aire a su alrededor.

—El verdadero resurgir de la democracia en la Gran Bretaña, tuvo efecto en Escocia gracias a la vejiga de la reina Victoria —dijo—. Allí, ¿comprenden?, ya aleteaba una idea de democracia. Pero esta, realmente, se instauró por aquella pequeña debilidad de la reina Victoria.

Mabel Pettigrew rio echando la cabeza hacia atrás. Charmian parecía confusa. Alec Warner continuó lentamente, como una persona que quiere colmar con su voz el vacío del tiempo. Tenía la mirada atenta.

—Vea, la reina Victoria, repito, sufría de una leve molestia en la vejiga. Cuando en los últimos años fue a vivir en Balmoral, hubo que construir muchísimos retretes en el lado posterior de los pequeños cottages, los cuales, antes, carecían de servicio higiénico. Y todo para que la reina pudiera dar su paseíto matinal por el campo, y bajar de vez en cuando de la carroza, aparentemente para visitar a los pobres campesinos en sus habitaciones. Así corrió la voz de que la reina Victoria era extraordinariamente democrática. En realidad todo se debía a ese pequeño trastorno. Sea como fuere, todos imitaron a la reina. La idea se difundió y ahora, como pueden ver, nosotros tenemos una gran democracia.

La señora Pettigrew seguía riendo. Lo mismo que un cazador de pájaros, Alec Warner miraba a Charmian, la cual jugueteaba con la mantita que le cubría las rodillas, en espera de poder intercalar su narración.

—Cuando estuve en Rusia —empezó levantando la cara para mirar al amigo, tal como hacen los niños—, la Zarina envió una escolta para recogernos en la frontera. Pero, en cambio, no la mandó en mi viaje de regreso. Así es Rusia. Allá toman una decisión y luego cambian de idea. Los campesinos pasan todo el invierno echados sobre la estufa. En todos los viajes que por aquel país hice en ferrocarril, mis compañeros abrían sus maletas y pasaban revista a sus cosas. Era primavera y…

La señora Pettigrew guiñó un ojo a Alec Warner. Charmian dejó de hablar y le sonrió.

—¿Ha visto a Jean Taylor, últimamente? —le preguntó.

—No la veo desde cosa de un par de semanas. He estado en Folkestone por mi trabajo de investigación. Iré a verla en la próxima semana.

—Lettie va regularmente. Dice que Jean es muy feliz y afortunada.

—Lettie es… —iba a decir que era una tonta egoísta, pero recordó la presencia de Mabel Pettigrew—. Bien, tú sabes lo que pienso de las opiniones de Lettie —continuó y con un ademán de la mano rechazó el tema.

Como si este hubiese caído en brazos de Charmian, esta miró su regazo y continuó:

—Si por lo menos, yo hubiera descubierto un poco antes el carácter de Lettie…

Él se levantó para despedirse. Conocía la facultad inherente a la memoria de Charmian de repetir las arbitrariedades del pasado, en este o aquel año. Era verosímil que se hubiese posado en aquellos acontecimientos —en aquel año 1907— para acercárselos tal como se acerca un libro a los ojos. La época de su asunto amoroso con Jean Taylor, cuando era camarera en la casa de Piper, antes del matrimonio de Charmian, le parecería a ella ocurrido en la semana pasada. Su mentalidad de novelista, por pura costumbre profesional, confería aún a estos hechos, destacados de su contexto, una fisonomía que él no podía aceptar, porque, en cierto sentido, lo consideraba infiel. Había amado a Jean Taylor, y, en resumen, decidió escuchar la opinión de todos. Por eso se había prometido con Lettie y luego se había alejado de ella, cuando pudo conocerla más a fondo. Estos eran los acontecimientos de 1907. A partir del año 1912 había logrado enfocarlos sin emoción alguna. Pero la querida Charmian los agigantaba, los veía como una secuencia dramática proyectando conveniencias incluso sobre el trabajo de toda la vida de Alec. Eso le interesaba porque reflejaba la psicología de Charmian, y no ciertamente porque le atañía personalmente. Por su gusto, le hubiera agradado demorarse en aquella butaca esa tarde de su septuagésimonono aniversario y seguir escuchando a Charmian reevocando la pasada juventud; pero la presencia de la señora Pettigrew le desazonaba. La intrusión le había irritado. No lograba, como lo hacía Charmian, hablar como si la señora de compañía no estuviera presente. Miró a Mabel Pettigrew, mientras en el recibidor, esta le ayudaba a ponerse el abrigo.

«Una mujer irritante —pensó. Rápidamente añadió para sí—: Una mujer agradable».

Este pensamiento iba asociado a la carrera de ella en casa de Lisa Brooke, como pudo observar, a intervalos, durante más de veintiséis años. Pensó en Mabel Pettigrew durante todo su camino de regreso, a través de dos parques, aunque se había propuesto pensar sólo en Charmian mientras iba caminando. Se examinó a sí mismo, maravillado de tener casi ochenta años. A su juicio, Mabel debía tener sus buenos sesenta y cinco.

«¡Oh! —exclamó para sí—, esos espasmos eróticos que como ladrones vienen por la noche para robar mi elevada “eclesiasticidad”».

En realidad, él no era un alto eclesiástico. Esa era una especial manera de hablar de sí mismo.

Regresó a St. James’s Street, a sus habitaciones, las cuales, si bien oficialmente eran definidas como «habitaciones sólo para caballeros», él negaba siempre que constituyeran un departamento. Colgó el abrigo, dejó sombrero y guantes. Luego se detuvo ante el gran mirador, como para admirar un imponente panorama, aunque la ventana daba sólo sobre la entrada lateral de un club. Por el contrario, el portero de su departamento estaba embocando la estrecha callejuela, leyendo atentamente la última página de un periódico de la noche.

Mientras, el doctor Warner, el viejo sociólogo, meditaba sobre la vejez, la cual era objeto de sus estudios desde que había cumplido los setenta años. Casi diez años de trabajos de investigación acabaron en los registros y ficheros cerrados en dos mueblecitos de nogal, a ambos lados de la ventana. Su manera de afrontar el argumento era único: pocos gerontólogos tenían el ingenio o la libertad de conducir sus investigaciones en el sentido adoptado por él. Warner indagaba y buscaba personalmente, y utilizaba agentes. Su trabajo era —al menos así lo esperaba— de gran valor, o lo sería algún día. Su amplia escribanía estaba desnuda, pero de un cajoncito sacó un grueso libro de anotaciones, encuadernado, y se sentó para escribir.

Se levantó casi en seguida para coger los dos ficheros. Cuando trabajaba en el escritorio manejaba continuamente las fichas dispuestas en orden alfabético. Uno de ellos contenía los nombres de los amigos y de los conocidos que habían cumplido más de setenta años. Los detalles de las relaciones que él había mantenido con ellos y, cuando se trataba en encuentros casuales, las circunstancias del encuentro. Secciones especiales eran reservadas al hospital psiquiátrico St. Aubrey, en Folkestone, en el cual desde hacía diez años se trasladaba para visitar a ciertos pacientes, siempre con la finalidad de indagaciones oficiosas.

Muchas de las informaciones suministradas por esta primera categoría de fichas eran sólo un auxilio para la memoria. En efecto, si bien esta era aún bastante sólida, Warner quería asegurarse contra el riesgo de perderla. Ya había previsto el día en el cual al tomar una ficha, y leer el nombre, se preguntaría, por ejemplo: «Colston… Charmian. ¿Quién es Charmian Colston? Charmian Colston… conozco el nombre, pero en este momento no consigo recordar quién es…». Contra eventualidad de tal naturaleza había escrito: «Nacida, Piper. Conocida en 1907. Ver Ww pág…». «W. w.» era la abreviatura de «Who’s Who». El número de la página estaba añadido a lápiz para ser sustituido cada año cuando adquiría la nueva edición del anuario. La mayor parte de las fichas de esta categoría estaban escritas con una caligrafía pequeña y por las dos caras. Por disposición suya, todas debían ser destruidas a su muerte. En la parte superior, a la izquierda, cada ficha llevaba una letra y un número de referencia en tinta roja. Estas señales se referían a una segunda categoría de fichas, las cuales llevaban los seudónimos inventados por el doctor Warner para cada persona. (Así Charmian en el segundo fichero figuraba con el nombre de «Gladys»). Estos, los del segundo fichero, eran las verdaderas fichas de trabajo, porque contenían las referencias a los anamnesis de los casos individuales. Sobre cada una estaba señalada una nítida red de letras y de números que se referían a varios pasos de los libros de gerontología y envejecimiento, dispuestos a lo largo de las paredes y al cúmulo de datos recogidos durante diez años en sus cuadernos de apuntes.

Alec Warner levantó el receptor del teléfono y ordenó pescado a la parrilla. Sentóse ante la mesa del escritorio, abrió un cajón y sacó un libro de apuntes. Era su diario anual —también para ser destruido a su muerte— y anotó las observaciones hechas aquella tarde sobre Charmian, Mabel Pettigrew y sobre sí mismo. «Su mente —escribió— no ha dejado de funcionar, como quiere hacer creer su marido. Trabaja por asociación de ideas. Primeramente, Charmian se ha perdido tras de un sueño, atormentando con sus dedos la manta que tenía sobre sus rodillas. No siguió, efectivamente, la relación de lo que yo narraba. Pero, por lo que parece, las palabras “reina Victoria” han evocado en su mente a otra figura real. Cuando terminé de hablar, se abandonó a una reminiscencia (presumiblemente verdadera en los detalles) de su visita a Petersburgo cuando fue allí de viaje para encontrar a su padre en 1908. (Yo mismo recordaba, cuando lo explicaba, por vez primera desde 1908, los preparativos de Charmian para el viaje a Rusia. Ese recuerdo había quedado hasta ahora adormecido en mi memoria). He observado, no obstante, que Charmian no ha mencionado el encuentro con su padre, ni con el de otro diplomático cuyo nombre no recuerdo y que más tarde se mató por causa de ella. Tampoco ha hecho mención al detalle de que la acompañaba Jean Taylor. No tengo razón alguna para dudar de la exactitud de sus recuerdos a propósito de las costumbres de los viajeros rusos. Por lo que puedo recordar, sus palabras exactas han sido…».

Siguió escribiendo hasta que llegó el pescado.

«Mi tía Marzia —reflexionó mientras comía— tenía noventa y dos años, o sea siete años más que Charmian, y poco antes de morir era aún una excepcional jugadora de ajedrez. La señora Flaxman, mujer del ex-rector de Pineville, tenía sesenta y tres años cuando perdió por completo su memoria. Doce años menos que Charmian. La memoria de Charmian no se ha disipado del todo. Funciona sólo de manera intermitente».

Se levantó y fue hacia la mesa de escritorio para señalar un apunte al margen de la página sobre la cual había anotado la relación de la tarde pasada con Charmian. Escribió: «Ver señora Flaxman».

Volvió a su pescado. Pensó en que Ninón de Lenelos, en el Setecientos, había muerto a los noventa y nueve años, en plena posesión de sus facultades mentales y famosa aún por su ingenio.

Acercó, por un momento, el vaso de vino a sus labios.

«Goethe —siguió pensando— era más viejo que yo cuando escribía poesías de amor dedicadas a jovencitas. Renoir a los ochenta y seis años… Tiziano, Voltaire… Verdi compuso Falstaff a los ochenta años. Quizá los artistas sean una excepción…».

Pensó en la sala Maud Long, donde yacía Jean Taylor y se preguntó si Cicerón hubiera podido sacar algo de ello. Miró los estantes de la librería. Los grandes escritores alemanes de esta especialidad… eran o unos visionarios o, en líneas generales, unos patólogos. Para comprender bien el argumento era necesario trabar amistad con el prójimo, servirse de espías, conquistarse aliados.

Comió la mitad de lo que le había sido servido y bebió parte de la media botella de vino. Volvió a leer lo que había escrito: la relación de la tarde desde que había llegado a casa de los Colston hasta el paseo a través del parque, con los pensamientos que lo habían cogido de sorpresa respecto a Mabel Pettigrew, cuya embarazosa presencia —lo había consignado en el diario— le había fastidiado ocasionándole un sentimiento de irritación mental y al propio tiempo de erótica turbación. El diario acabaría en el fuego, pero su tarea de cada mañana consistía en analizar y sacar del periódico los datos para la historia de sus casos, destinados después a pasar a los diversos libros de apuntes metódicamente puestos al día. En ellos Charmian se convertiría en una «Gladys» impersonal, casi sin raíces; Mabel Pettigrew, en «Joan» y él, en «George».

Entretanto guardó fichas y diario, y durante una hora leyó uno de los gruesos volúmenes de Newman, La vida y las letras. Antes de dejarlo, con el lápiz señaló un pasaje:

«Me pregunto de qué moría la gente en los tiempos antiguos. Nosotros leemos: “Después le dijeron a José que su padre estaba enfermo”. “Y se acercaba el día en el que David iba a morir”. ¿De qué estaban enfermos, y de qué morían? Lo mismo puede decirse de los grandes papas de la Iglesia: san Atanasio murió con más de setenta años. ¿Murió de parálisis? No podemos imitar a los mártires en su muerte. Pero, tal vez, a mí me parece que sería un consuelo poder parecernos en sus enfermedades a los grandes confesores y declarar: san Gregorio papa tenía gota; san Basilio una enfermedad de hígado. Pero ¿y san Gregorio de Nacianzo? ¿Y san Ambrosio? san Agustín y san Martín murieron de fiebres, de enfermedades de la vejez…».

Eran las nueve y media cuando cogió un paquete de cigarrillos de un cajón y salió. Dobló la esquina del Pall Mall, donde la calle estaba en reparación y había un vigilante nocturno de servicio a quien, desde hacía una semana, Alec Warner iba a visitar cada noche. Confiaba recoger respuestas bastante consistentes para construir un nuevo caso. «¿Cuántos años tiene? ¿Dónde vive? ¿Qué come? ¿Cree en Dios? ¿Profesa una religión? ¿Se ha interesado alguna vez por el deporte? ¿Va de acuerdo con su mujer? ¿Cuántos años tiene? ¿Quién? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo se encuentra?».

—Hola —dijo el hombre cuando Alec se acercó—. Gracias —añadió, cogiendo el cigarrillo. Se apartó sobre el banco para acercarse al brasero y dejar sitio a Alec.

Alec se calentó las manos.

—¿Cómo se encuentra esta noche? —preguntó.

—No va mal. ¿Y usted, jefe?

—Tampoco. ¿Cuántos años me dijo…?

—Setenta y cinco. En el Ayuntamiento, sesenta y nueve.

—Naturalmente.

—No me queda mucho tiempo que vivir.

—Yo tengo setenta y nueve —gruñó Warner.

—No aparenta más de sesenta y cinco.

Alec sonrió mirando al fuego. Sabía que la afirmación no era sincera, pero a él no le importaba demostrar más o menos años, aunque la mayor parte de las personas se preocupan por ello.

—¿Dónde nació? —preguntó.

Pasó un policía y miró a los dos viejos sin mudar el ritmo de su paso. No se mostró sorprendido al ver al vigilante nocturno en compañía de un señor que tenía el aire de pertenecer a una clase social superior. ¡Cuántos viejos extravagantes habría visto!

—Ese joven policía se está preguntando qué estamos haciendo —dijo Alec.

El vigilante cogió la botella del té y quitó el tapón de corcho.

—¿Tiene alguna información para mañana?

—«Gunmetal», a dos y medio. «Inalcanzable» lo dan a cuatro y cuarto. Pero dígame…

—«Gunmetal» es dinero garantizado —le interrumpió el vigilante—. No vale la pena.

—¿Cuántas horas duerme durante el día? —preguntó Alec.

* * *

Habían metido en cama a Charmian. Ser tratada físicamente con rudeza hacía que su cerebro fuera más lúcido en cierto sentido, y más nebuloso en otro. En ese momento sabía demasiado bien que la señora Anthony no era la Taylor, que Mabel Pettigrew era la ex-gobernanta de Lisa Brooke y que le era antipática.

Acostada, Mabel Pettigrew reflexionaba en sus resentimientos y se decidió por el no. Había hecho la prueba tres semanas, y la prueba se había revelado insatisfactoria.

También Charmian meditaba en la cama. Pensaba en los agravios recibidos de Mabel Pettigrew mucho tiempo atrás. Pero, en realidad, había sido Lisa Brooke quien la hizo víctima de chantaje, tanto que Charmian se vio obligada a pagar y volver a pagar, pese a que Lisa no tuviese necesidad de dinero, y había velado noches enteras devanándose los sesos hasta que dejó a su amante Guy Leet, mientras Guy, por amor a Charmian, se casaba secretamente con Lisa al objeto de tenerla sujeta y hacerla callar. Ahora Charmian revertía todas esas culpas sobre Mabel Pettigrew, olvidando por el momento que la responsable de aquellos antiguos tormentos había sido Lisa, tan amargo era aquel recuerdo y tan perversa su nueva torturadora. En efecto, mientras le estaba quitando el vestido, Mabel Pettigrew le había dado un tirón de un brazo y seguramente le produjo una contusión con su apretón tenaz e impaciente.

—De lo que usted tiene necesidad es de una enfermera —había dicho—, y yo no lo soy.

Charmian aún estaba indignada por la insinuación de que ella necesitaba una enfermera. Por eso había decidido que, a la mañana siguiente le pagaría la mensualidad y la rogaría que se marchara. Antes de que Mabel Pettigrew apagase la luz, Charmian comenzó a decir con voz dura:

—Yo creo, señora Pettigrew…

—Oh, llámeme Mabel, tráteme como a una amiga.

—Creo, señora Pettigrew, que a partir de ahora no será necesario que usted venga a la salita cuando yo reciba a mis invitados, a menos que yo no llame…

—¡Buenas noches! —dijo Mabel Pettigrew, y apagó la luz.

De regreso a su habitación, encendió la televisión que había sido instalada a su requerimiento. La señora Anthony se había ido a su casa. Cogió su trabajo de ganchillo y se sentó a hacer labor con las agujas en tanto contemplaba la pantalla.

Tenía ganas de soltarse los cierres del corsé, pero no estaba segura de que Godfrey no sacara la cabeza para mirarla. Durante las tres semanas de su estancia en casa de los Colston, él había entrado cinco tardes en la habitación donde ella estaba. Nunca por la noche. Quizá lo hiciera esta noche, y Mabel Pettigrew no quería que la encontrara desarreglada. Oyó llamar a la puerta y dijo que entrara.

La primera vez fue necesario que el señor Colston expresara sus exigencias, pero ahora Mabel había comprendido perfectamente de qué se trataba. Godfrey —sus ojos excitados y su rostro enjuto que se destacaba a la débil luz de la lámpara— dejó en la mesita baja del café un billete de una esterlina. Luego quedó allí, de pie, mirándola con sus brazos colgantes y las piernas separadas, como el campesino de una comedia. Sin cambiar de posición, ella se levantó la falda por un lado hasta descubrir el borde de la media y el broche de la liga. Entretanto continuaba haciendo correr las agujas y mirando la televisión. En silencio, y durante un par de minutos, Godfrey contempló la media y el brillante acero de las ligas. Luego echó sus hombros hacia atrás, como para recobrar su porte normal, y, siempre en silencio, salió de la habitación.

Después de la primera vez, la señora Pettigrew se había imaginado, casi alarmándose, que las solicitudes de Godfrey fuesen el preliminar de exploraciones más audaces por su parte. Ahora había comprendido, con sentimiento de alivio propio de su edad, que él no exigiría jamás otra cosa: sólo el borde de la media y el broche de la liga. Cogió la esterlina de encima de la mesa, la colocó en su bolso de piel de ante y se aflojó los cierres del corsé. Tenía sus proyectos para el porvenir. Y de todos modos, una esterlina era una esterlina.