X

La reorganización de la sala Maud Long comenzó al día siguiente, y todas las asiladas convinieron en que había habido una señal de la misericordia celeste en el hecho de que la abuela Barnacle hubiese muerto y se ahorrara lo que siguió.

Hasta entonces las doce camas de la sala Maud Long habían ocupado sólo la mitad del espacio, y de esa forma habían constituido, por decirlo así, lo sobrante de otra sala más grande, que alojaba con preferencia mujeres ancianas. El nuevo acomodamiento tuvo el objeto de utilizar la mitad disponible de la sala Maud Long, trasladando otras nuevas y viejísimas acogidas, que había que colocar en el otro extremo de la habitación. Mientras se hacían los preparativos, las enfermeras dieron a aquella ala el nombre de «rincón geriátrico».

—¿Qué significa esa palabra que repiten continuamente? —preguntó la abuela Roberts a la señora Taylor.

—Algo que tiene que ver con la vejez. Se ve que las nuevas que se esperan son muy viejas.

—Y nosotras, entonces, ¿qué somos? ¿Jovencitas?

—Probablemente nuestras nuevas amigas son centenarias —dijo la abuela Valvona.

—No he comprendido bien. Un momento, que me pongo bien la trompa —dijo la abuela Roberts, que así llamaba a su pequeño aparato acústico.

—Mirad lo que están trayendo en la sala —dijo la abuela Green.

Una fila de camas con ruedas eran empujadas por la sala y alineadas en el nuevo rincón geriátrico. Eran muy parecidas a otras camas del hospital, pero tenían una sorprendente particularidad; a ambos lados tenían barandas metálicas, como las camitas de los niños.

La abuela Valvona se santiguó.

Poco después, condujeron a las pacientes. Esto quizá no fue el mejor modo de presentar las recién llegadas al grupo de viejas asiladas. Representaban estados diversos de avanzada senilidad y estaban particularmente turbadas por el traslado; así es que hacían ruido y perdían más saliva que de ordinario.

La hermana Lucy se dirigió a las camas de las abuelas para decir que habrían de tener paciencia con aquellos casos tan avanzados. No debían dejarse agujas de hacer calceta cerca del rincón geriátrico, para evitar que algunas de las nuevas se hiciesen daño; y no debían alarmarse si sucedía algo extraño. Al llegar a este punto Lucy tuvo que llamar la atención de una enfermera sobre una de las nuevas, una mujercita frágil y ajada, más bien graciosa, que intentaba bajar por la baranda metálica de su camita. La enfermera corrió a instalar de nuevo a la viejecita en la cama. La pobre mujer emitió un gemido casi infantil: el gemido de una vieja que imita el lloriqueo de un recién nacido.

La hermana continuaba aleccionando a las abuelas en tono confidencial.

—Recuerden que estos son casos muy, muy avanzados —decía—. Y no se exciten. Sean buenas y esfuércense en ayudar a la enfermera estando tranquilas y manteniendo el orden.

—A este paso también nosotras acabaremos pronto con reblandecimiento cerebral —protestó la abuela Green.

—Chist… chist… —dijo la hermana Lucy—. Nosotras no usamos nunca esta palabra. Estos son casos geriátricos.

—¡Y pensar que yo he pasado los años de la madurez en ansiosa espera de la vejez y del reposo! —dijo la abuela Duncan, cuando la encargada de sala se hubo marchado.

Otro caso geriátrico estaba tratando de bajar de la cama salvando la reja metálica. Una enfermera corrió a impedirlo.

—Es una suerte —exclamó la abuela Duncan— que la pobre abuela Barnacle no haya vivido bastante para ver todo esto. ¡Pobres mujeres!… ¡No sea brusca con esa pobrecita, enfermera!

En efecto, la viejecita había arrancado la cofia a la enfermera y ahora pedía a gritos un vaso de agua. La muchacha se reajustó la cofia, y mientras una compañera acercaba un vaso de plástico a los labios de la vieja, aseguró a la sala:

—Poco a poco se calmarán. El traslado las ha alterado un poco.

La noche fue agitada, pero a la mañana siguiente las recién llegadas parecían más tranquilas, si bien algunas de ellas refunfuñaban algo en el tono de una conversación normal y casi todas —cuando una enfermera les ayudó a bajar de la cama y a sostenerse en pie por un momento con las piernas poco firmes— mojaron el pavimento. Por la tarde, una especialista y una asistente llevaron una especie de tableros a cuadros que plantaron en el suelo cerca de cuatro nuevas pacientes, las cuales estaban sentadas en un sillón, pero tenían las manos paralizadas. No protestaron cuando les quitaron sus medias y las zapatillas y una mujer joven empezó a friccionar sus pies. Después, les calzaron de nuevo las medias y zapatillas y las viejas mostraron que sabían lo que debían hacer en el momento que dispusieron los tableros ante sus pies.

—¡Miren, miren! —exclamó la señorita Valvona—. Juegan a las damas con los pies.

—Me pregunto si habremos acabado en un circo ecuestre —exclamó a su vez la abuela Roberts.

—Esto no es nada comparado con lo que verán en geriatría —dijo con orgullo la enfermera.

—¡Es verdaderamente cuestión de dar gracias al Cielo por haberle evitado a la pobre abuela Barnacle este espectáculo!

Por amor a Alec Warner, la señorita Taylor intentó absorber todo cuanto le era posible de la nueva experiencia. Pero la muerte de la abuela Barnacle, los dolores artríticos y la ruidosa llegada de los «casos geriátricos» la habían turbado un poco.

Hacia el anochecer se echó a llorar y al mismo tiempo se preocupaba de no dejarse sorprender por la enfermera. Quizás aquella hubiera podido referir que se encontraba demasiado mal para ser llevada abajo a la mañana siguiente, para asistir a la misa que ella y la señorita Valvona hacían decir en sufragio del alma de la abuela Barnacle, la cual no tenía parientes que la lloraran.

La señorita Taylor se durmió, pero se despertó en plena noche porque le dolía el cuerpo, y para evitarse una inyección fingió que continuaba durmiendo. A la mañana siguiente, a las once, la abuela Valvona y la señorita Taylor fueron trasladadas con los sillones de ruedas a la capilla del hospital. Les acompañaban otras tres viejas de la sala Maud Long, que no eran católicas, pero que se sentían unidas a la difunta de varios modos, incluidos el afecto, el desprecio, el resentimiento y la piedad.

Durante la celebración de la función una idea irracional atravesó el cerebro de la señorita Taylor. La alejó y se concentró en la oración. Pero aquella idea irracional, que se refería a la identidad del torturador de doña Lettie, acudía a su mente con insistencia.

* * *

—¿Estoy hablando con el señor Godfrey Colston? —preguntó el hombre al teléfono.

—Sí, soy yo.

—Recuerde que ha de morir —dijo el desconocido.

—Doña Lettie no está —dijo Godfrey, agitado.

—El mensaje es para usted, señor Colston.

—¿Quién habla?

El hombre había colgado el receptor.

Pese a que aún seguía manteniendo su elevada estatura, parecía que durante el invierno Godfrey hubiese empequeñecido en una medida que quizás el metro no habría confirmado. Sus huesos eran más grandes que nunca, mejor dicho, habíase conservado en las proporciones que tuvieron sus huesos durante toda su vida de adulto, pero los ligamentos de las articulaciones se habían relajado poco a poco, como suele suceder con el correr de los años. Así parecía que los huesos se habían hecho más macizos. En Godfrey se acentuó más rápidamente ese proceso a partir de otoño, cuando la señora Pettigrew entró a formar parte de su familia, la mañana en la cual recibió la primera llamada telefónica.

Colgó el receptor y con pasos cortos entró en la biblioteca. La señora Pettigrew le siguió. Parecía más lozana y sólo un poquitín más vieja que seis meses antes.

—¿Quién estaba al teléfono, Godfrey? —preguntó.

—Un hombre… No logro comprenderlo. El mensaje tenía que ser para Lettie, pero ha precisado que era para mí. Yo creí que aquellas palabras…

—¿Qué le ha dicho?

—Lo mismo que a Lettie. Pero, repito, que ha precisado más. «Es para usted, señor Colston, es para usted». No lo comprendo…

—¡Vamos, vamos! —dijo la señora Pettigrew—. ¡Arriba esos ánimos!

—¿Tiene usted la llave del bufete?

—Sí. ¿Quiere beber algo?

—Noto que necesito un trago.

—Se lo traigo. Siéntese.

—Abundante, por favor.

—Siéntese. ¡Qué niño es!

Volvió, ágil, ligera en su vestido negro, con la nueva cofia blanca entre sus cabellos negrísimos que le caían sobre la frente. Se los había hecho recortar más. Llevaba las uñas lacadas de color de rosa y en un dedo dos grandes anillos que daban un tono de opulenta y antigua majestad a su larga y arrugada mano que sostenía el vaso de coñac con soda para Colston.

—Gracias —dijo Godfrey, tomando el vaso—. Mil gracias.

Volvió a sentarse y bebió mirando de vez en cuando a la mujer, como tratando de adivinar lo que iba a hacer o decir.

La señora Pettigrew, sentada frente a él, calló hasta que él terminó de beber. Luego dijo:

—Créame, créame a mí —repitió—. Todo eso es fruto de la fantasía.

Godfrey dijo algo acerca del hecho de estar en plena posesión de sus propias facultades.

—En tal caso —insistió la señora Pettigrew—, en tal caso, ¿ha hablado ya con su abogado?

Él murmuró algo parecido a «la próxima semana».

—Esta tarde tiene una entrevista con el abogado.

—¿Esta tarde? Pero ¿quién… cómo…?

—Yo le pedí hora para hoy, a las tres.

—Hoy no —replicó Godfrey—. No me siento animado. Tiene un despacho lleno de corrientes de aire. La semana próxima.

—Puede tomar un taxi, si no quiere conducir. No está muy lejos.

—La semana próxima —gritó él.

El coñac le había devuelto sus fuerzas.

Pero pronto se disiparon los efectos del alcohol. Durante la comida, Charmian le preguntó:

—¿Qué te pasa, Godfrey?

El teléfono sonó. Godfrey levantó la cabeza, alarmado. Dijo a la señora Pettigrew que no contestara.

—Quizá la señora Anthony lo haya oído —dijo ella.

El oído de la señora Anthony empezaba a declinar. Evidentemente, no había oído el repiqueteo del teléfono. Con andar decidido, la gobernanta salió al recibimiento y descolgó el auricular. Pronto regresó y se dirigió a Charmian.

—Es para usted —dijo—. El fotógrafo desea venir mañana a las cuatro.

—Perfectamente —dijo Charmian.

—Recuerde que mañana por la tarde, yo no estaré.

—No importa —insistió la anciana—. No es a usted a quien quieren fotografiar. Dígale que a las cuatro me va muy bien.

—¿Otro periodista? —preguntó Godfrey, en tanto que la señora Pettigrew iba a comunicar la respuesta.

—No, un fotógrafo.

—No acaba de gustarme ver a todos esos extraños por la casa. Esta mañana he tenido una desagradable experiencia. Aplázalo.

Levantose de la silla y gritó a través de la puerta.

—Señora Pettigrew, no queremos que venga. Dígale que otro día, por favor.

—Demasiado tarde —dijo aquella volviendo a sentarse en su sitio.

La señora Anthony se asomó.

—¿Deseaba algo?

—Deseamos terminar la comida sin interrupciones —dijo la señora Pettigrew en voz alta—. Por eso yo he contestado al teléfono.

—Muy amable de su parte, de verdad —dijo la sirvienta, y desapareció.

Godfrey aún estaba protestando por el fotógrafo.

—Hemos de aplazarlo. Demasiados extraños.

—No estaré mucho tiempo aquí, Godfrey —contestó Charmian.

—Vamos, vamos —intervino la señora Pettigrew—. Podría muy bien vivir otros diez años todavía.

—Claro. Y precisamente por eso, considerándolo bien, he decidido ingresar en esa clínica. Me han dicho que la organización es casi perfecta. Además, allí cada uno puede disfrutar de su propia intimidad. ¡Siento verdadera necesidad!

La señora Pettigrew encendió un cigarrillo, y lentamente lanzó el humo a la cara de Charmian.

—¡Aquí nadie turba tu intimidad! —dijo Godfrey.

—¡Y además la libertad! —añadió Charmian—. En la clínica seré libre de recibir a quien yo quiera. Fotógrafos, extraños…

—No hay necesidad de que te vayas a una clínica, ahora que has mejorado tanto —replicó Godfrey con un tono casi de desesperación.

La señora Pettigrew sopló otra bocanada de humo también en dirección a Charmian.

—Por otra parte —dijo él, lanzando una mirada a la gobernanta—, no podemos permitirnos ese gasto.

Charmian calló, como quien no tiene necesidad de replicar. En realidad, sus libros aún le procuraban dinero, y su pequeño capital —por lo menos aquel— estaba al seguro de las manos de la señora Pettigrew. Las reediciones de sus novelas en el invierno anterior, le habían estimulado el cerebro. Su memoria lo había acusado favorablemente y su estado físico era mucho mejor desde hacía años, a pesar del ataque de bronquitis que sufrió en enero, cuando una enfermera de día y otra de noche tuvieron que atenderla durante una semana. De cualquier modo, se vio obligada a moverse lentamente y a menudo tenía trastornos renales. Miró a Godfrey que, con voracidad, comía su buen plato de arroz, sin saber —de eso ella estaba muy segura— qué estaba comiendo. Se preguntó qué le preocupaba y qué nueva tortura le estaba infligiendo la señora Pettigrew. ¿Qué había descubierto esa mujer en el pasado de su marido? ¿Por qué Godfrey consideraba que todo debía ser acallado, a toda costa? A menudo Charmian se preguntaba cuál era su deber hacia su marido, y cuáles los límites de los deberes de una mujer. Habría querido estar ya en aquella clínica de Surrey. Estaba sorprendida de ese deseo, porque el temor de acabar siendo confiada a unos extraños la había atormentado durante toda su vida, y Godfrey siempre le pareció mejor que lo peor que aún no conocía.

—Irte de tu casa, a los ochenta y siete años, podría matarte —estaba diciendo Godfrey con voz casi suplicante—. ¿Qué necesidad tienes de irte?

—La señora Anthony está bien sorda —exclamó la señora Pettigrew, después de haber llamado en vano con el timbre—. Tiene que procurarse un aparato acústico.

Y se fue a la cocina para ordenar a la criada de que llevara té para ella y leche para Charmian.

Cuando salió, Godfrey dijo:

—Esta mañana he tenido una desagradable experiencia.

Charmian refugiose tras una expresión vaga y distraída. Temía que su marido le hiciese alguna confesión embarazosa a propósito de la señora Pettigrew.

—¿Me escuchas, Charmian?

—¡Oh, sí, sí…! Dime.

—He tenido una llamada telefónica del hombre de Lettie.

—¡Pobre Lettie! ¿Aún no se ha cansado de atormentarla ese tipo?

—La llamada era para mí. Dijo: «El mensaje es para usted, señor Colston». Yo no me meto cosas imaginarias en la cabeza, fíjate bien. Lo oí con mis propios oídos.

—¿De verdad? ¿Y de qué mensaje se trataba?

—Lo conoces ya, ¿no? —contestó Godfrey.

—Bien, pero yo sólo le daría la importancia que se merece.

—¿Qué quieres decir?

—Ni más ni menos de lo que digo —contestó Charmian.

—Me gustaría saber quién es ese individuo y por qué la policía aún no lo ha descubierto. Con las tasas y los impuestos que pagamos, es verdaderamente vergonzoso estar amenazados de ese modo por un desconocido.

—Pero ¿con qué te ha amenazado? —preguntó Charmian—. Yo suponía que siempre ha dicho únicamente que…

—Sí, pero es una frase que te descompone —la atajó Godfrey—. A «uno» podría perfectamente darle un ataque después de una de esas llamadas. Si vuelve a suceder otra vez, escribiré al «Times».

—¿Por qué no lo consultas con la señora Pettigrew? —dijo Charmian—. Ella es fuerte como una torre.

Pero en el acto sintió compasión por él, tan encogido sobre sus huesos. Lo dejó y, lentamente, subió las escaleras, agarrándose a la barandilla, para disfrutar de su siesta del mediodía. Y, entretanto, pensaba si encontraría fuerzas para decidirse a abandonarle, víctima como era de ese enredo con la señora Pettigrew. Después de todo, incluso ella quizá también hubiera podido encontrarse en una situación igualmente comprometida si, mucho antes de envejecer, no se hubiese preocupado de destruir cualquier carta comprometedora. Sonrió mirando su escritorio, de apariencia tan misteriosa, en el cual ni siquiera la señora Pettigrew logró encontrar ningún secreto, pese a que Charmian sabía que había conseguido forzar la cerradura. Realmente, en el fondo, Godfrey no era un hombre inteligente.

* * *

Al final, Godfrey se sometió y consintió ir a la entrevista concertada con su abogado. La señora Pettigrew no hubiera rehusado tan resueltamente permitirle que la aplazara para otro día, si la narración de la llamada telefónica no la hubiese asustado tanto. Era bien claro de que el cerebro de ese hombre no funcionaba como debía. Eso, ella, no lo había previsto. Era aconsejable que Godfrey viese a su abogado antes de que alguien pudiese insinuar que él había sido inducido a hacer eso o aquello.

Godfrey sacó el coche y partió. Diez minutos después, la gobernanta tomó un taxi en la esquina de la calle y le siguió. Sólo quería asegurarse de que él había ido al despacho del abogado; pasando por delante del despacho del letrado, podría comprobar si el coche de Godfrey estaba aparcado allí.

El automóvil no estaba delante de la casa del abogado. La señora Pettigrew ordenó al taxista que diera la vuelta por Sloane Square. Ninguna traza del coche. Bajó del taxi. Entró en un café situado enfrente del despacho y sentóse en un lugar desde el cual podía ver llegar a Godfrey. Pero a las cuatro menos cuarto el coche no se había visto aún. Se le ocurrió pensar que quizás, mientras se dirigía a ver al abogado, Godfrey hubiese tenido una imprevista amnesia. Muchas veces él le había dicho que su oculista y su pedicuro estaban en Chelsea. Quizá, por equivocación, había ido a graduarse la vista o a que le arreglaran los pies. La señora Pettigrew había confiado en las facultades mentales de Godfrey hasta aquella mañana. Siempre le había parecido que se conservaba perfectamente lúcido, pero todo era posible que ocurriera después de aquella estúpida historia del teléfono. Era necesario no olvidar que frisaba ya los ochenta y ocho años.

¿O bien jugaba a ser más astuto? ¿Y si la llamada telefónica hubiese sido del abogado —el cual, a pesar de todo, confirmaba la entrevista— y Godfrey la había aplazado? ¿Cómo era posible que él, de pronto, se hubiese convertido en un loco, al igual que su hermana, sin haber dado antes alguna señal previa? ¿Acaso había decidido fingirse débil para sustraerse a sus obligaciones?

La señora Pettigrew pagó el café, recogió su abrigo de piel de ardilla y se encaminó a lo largo de King’s Road. El coche no estaba delante del establecimiento del pedicuro. Quizá Godfrey había regresado a casa. Miró a lo largo de la curva y le pareció entrever, a la media luz azulina, el automóvil de Godfrey aparcado delante de un edificio bombardeado. Lo observó atentamente. Sí: era precisamente el «Vauxhall» de Godfrey.

La señora Pettigrew miró a su alrededor. Las casas situadas enfrente del edificio bombardeado estaban habitadas y no ofrecían escondrijos. En cuanto al inmueble siniestrado, parecía que animaba a una inspección. Subió los polvorientos escalones sobre de los cuales estaba alineada una colección de sucias botellas de leche. La desvencijada puerta estaba entreabierta, y chirrió cuando la señora Pettigrew la empujó y miró al interior. Más allá de los montones de ladrillos y cascotes de yeso, vio las ventanas que daban a la parte trasera de la casa. Oyó un ruido semejante al rasgueo de papel. ¿Serían ratones? Dio un paso atrás y quedóse junto a la puerta. Se preguntaba cuánto tiempo resistiría en aquel umbral desolado para ver —y no ser vista— de qué dirección regresaría Godfrey a su automóvil.

* * *

Charmian despertó a las cuatro y comprendió que la casa estaba desierta. Ahora la señora Anthony se iba a las dos. Godfrey y la señora Pettigrew debían estar fuera. Charmian permaneció tumbada, en silencio, para tener la confirmación de que estaba sola. No oyó ningún ruido. Se levantó lentamente, se arregló y, agarrándose a la barandilla de la escalera, bajó los peldaños. Había alcanzado ya el primer rellano cuando sonó el timbre del teléfono. No apresuró el paso. El teléfono seguía llamando cuando ella lo alcanzó.

—¿Hablo con la señora Colston?

—Sí, soy yo.

—Usted es Charmian Piper, ¿verdad?

—Sí. ¿Es usted periodista?

—Recuerde que ha de morir —dijo la voz.

—¡Oh, hace más de treinta años que lo pienso! —contestó ella—. Para ciertas cosas he perdido la memoria. ¡Tengo ochenta y seis años cumplidos! Pero no me olvido de la muerte, cualquiera que sea el momento en que deba llegar.

—Estoy muy contento de oírselo decir —dijo el hombre—. Hasta más ver.

—Adiós —dijo ella—. ¿En qué periódico trabaja?

Pero el hombre ya había colgado.

Charmian se dirigió a la biblioteca y con sumo cuidado reavivó el fuego que estaba a punto de apagarse. El esfuerzo, a causa de la postura encorvada, la cansó y tuvo que sentarse en un sillón. Faltaba poco para la hora del té. Por un momento pensó en el té. Se dirigió a la cocina en donde la señora Anthony ya había dispuesto la bandeja con todo lo necesario, para cuando la señora Pettigrew lo preparase. De pronto, Charmian se sintió invadida por un sentido de exaltación y de placer. ¿Conseguiría prepararse el té ella sola? Sí, debía intentarlo. El hervidor pesaba mucho, mientras lo mantenía debajo del grifo para llenarlo de agua, y aún era más pesado cuando lo hubo llenado hasta la mitad. Le oscilaba en la mano, y la huesuda muñeca, cubierta de grandes pecas, le dolía y temblaba a causa del esfuerzo. Por fin consiguió levantarlo, sano y salvo, y colocarlo sobre el hornillo. Había visto a la señora Anthony usar el mechero automático para encender el gas. Intentó hacerlo funcionar, pero no lo logró. Cerillas. Las buscó por todas partes, pero no las encontró. Regresó a la biblioteca y de un vasito tomó una de aquellas cerillas partidas, obra de Godfrey. Se inclinó, imprudentemente, y la encendió en el fuego del hogar. Luego, con mucha precaución, llevó a la cocina la pequeña y vacilante llamita, sosteniendo la cerilla en una mano que agarraba con la otra para reducir lo más posible su temblor. Finalmente encendió el gas bajo el hervidor. Puso la tetera a calentar sobre el hornillo y sentóse en la silla de la sirvienta, en espera de que el agua hirviese. Se sentía fuerte y tranquila.

Cuando el agua hirvió, echó una cucharadita de té en la tetera y comprendió que lo difícil iba a llegar ahora. Charmian levantó un poquito el hervidor e inclinó el vertedor sobre la tetera, manteniéndose apartada lo más posible. El agua hirviente salió. Cayó un poco, pero no sobre el vestido y los pies. Puso la tetera en la bandeja. Se tambaleaba, pero consiguió colocarla con delicadeza.

Miró el calentador del agua. ¿Debía preocuparse también del agua? Hasta este momento todo había ido bien y sería una lástima cometer ahora algún error y provocar un accidente. Pero se sentía fuerte y animosa. Una tetera sin el calentador del agua al lado era un absurdo. Lo llenó, y esta vez le cayó un poco de agua en un pie, pero no tanto como para escaldarse. Cuando ya todo estuvo dispuesto en la bandeja, Charmian sintió la tentación de tomarse el té en la cocina, en la silla de la señora Anthony.

Pero pensó en el alegre fuego encendido en la biblioteca. Miró la bandeja. No había duda alguna: nunca tendría fuerzas suficientes para sostenerla. En cambio, podía transportar las cosas de una en una, aun cuando esa operación exigiera media hora por lo menos.

Lo hizo así, descansando una sola vez durante todos esos viajes. Primero llevó la tetera y la puso en el suelo delante de la chimenea. Después llevó el calentador con el agua hirviente. Esos eran los objetos más peligrosos. Finalmente transportó la taza y el platito, una segunda taza con otro platito —no fuera caso de que Godfrey o la señora Pettigrew, cuando regresaran, deseasen tomar té—, los pastelillos con mantequilla, la mermelada, dos platos, dos cuchillos y dos cucharitas. Otro viaje para el plato de las galletas «Garibaldi», que a Charmian le gustaba mojar en el té. Al verlas, Charmian recordó todo cuanto se hablaba sobre Garibaldi, cuando ella era una niña, y de las cartas que su padre mandaba al «Times» y eran leídas en voz alta después de los rezos de la mañana. Tres galletas «Garibaldi» se deslizaron del plato y se desmenuzaron en el pavimento de la antesala. Charmian continuó. Dejó el plato sobre la mesa y luego volvió para recoger los trozos de las galletas, incluso las migajas. Hubiera sido una lástima que alguien hubiese podido decir que había sido descuidada. Pues bien, aquella tarde ella se sentía segura, firme. Por último fue a buscar la bandeja grande, con su hermoso mantel. Se detuvo para secar el agua que había vertido junto a la cocina del gas. Cuando lo hubo llevado todo a la biblioteca, cerró la puerta, puso la bandeja sobre la mesita baja junto a su sillón y dispuso todo lo necesario en un orden hermoso y perfecto. La operación había exigido veinte minutos. Aliviada, se adormeció en el sillón otros cinco minutos. Luego, con extrema prudencia, se sirvió el té, y le cayó un poquitín —pero sólo un poquitín— en el platito. Y ese poquito, después, volvió a echarlo en la taza. Todo era como siempre, con la salvedad de que estaba sola, beatíficamente sola, y el té no estaba completamente escaldado. Precisamente ahora empezaba a disfrutar de verdad ese té.

* * *

La señora Pettigrew, de pie bajo el desconchado estucado del zaguán, miró su reloj. En esa penumbra no lograba distinguir la esfera. Bajó los peldaños y por segunda vez la comprobó a la luz de un farol. Eran las cinco menos veinte. Luego regresó a su puesto de vigilancia debajo del bombardeado atrio. Ya había subido dos escalones, cuando, de improviso, apareció un guardia.

—¿Necesita alguna cosa, señora?

—No. Espero a un amigo.

Él subió la escalerita, abrió la chirriante puerta y alumbró con su lámpara de bolsillo para inspeccionar el interior, como si hubiese esperado encontrar al amigo allí dentro. Miró a la señora Pettigrew con curiosidad y luego se fue.

«Es una vergüenza, es realmente una vergüenza que yo me vea obligada a encontrarme en una situación tan comprometedora, sin poder moverme de aquí, al frío, y expuesta a que me interroguen los policías —pensaba la señora Pettigrew—. ¡Tengo casi setenta y cuatro años!».

Algo rozó el suelo detrás de la puerta. Miró sin lograr ver nada. Pero en este preciso momento sintió algo parecido al contacto de una mano en su tobillo. Se echó hacia atrás, tropezando, y chilló al darse cuenta, al mirar de reojo, que era un enorme ratón que se escurría entre las barras del enrejado.

El policía atravesó la calle y acudió a su encuentro. Era evidente que había estado espiándola, oculto en el portal de una de las casas del otro lado de la calle.

—¿Hay algo que no va? —preguntó.

—Un ratón —contestó ella—. Me ha pasado por los pies.

—Señora, váyase de aquí, se lo ruego.

—Estoy esperando a un amigo. Déjeme.

—¿Cuál es su nombre, señora?

La señora Pettigrew creyó que él le había preguntado: «¿A qué juego está jugando?»[8]. Pensó que, probablemente, aparentaba muchos menos años de lo que ella misma creía.

—Puede hacer tres suposiciones en lo que a mí respecta —contestó audazmente.

—He de invitarla a que se vaya de aquí, señora. ¿En dónde vive?

—Cuide de sus asuntos.

—¿Hay alguien que se ocupa de usted? —inquirió el hombre.

La señora Pettigrew diose cuenta de que no tan sólo el policía no la había considerado menos vieja de lo que era, sino que, por el contrario, y con toda probabilidad, sospechaba que estaba un tanto idiotizada.

—Estoy esperando a un amigo —repitió.

El policía quedó indeciso ante ella, escrutando su rostro. Tal vez se preguntaba lo que debía hacer. Detrás de la puerta hubo un ligero movimiento. La señora Pettigrew se sobresaltó nerviosamente.

—Oh, ¿es un ratón?

Precisamente en ese instante, tras la mole del policía, golpeó la portezuela de un coche.

—Ahí está mi amigo —exclamó ella, intentando pasar por delante del hombre—. Déjeme pasar, por favor.

El policía se volvió para examinar el coche. Godfrey estaba ya alejándose.

—¡Godfrey, Godfrey! —llamó la mujer.

Pero él ya se había ido.

—Su amigo no la ha esperado mucho —observó el policía.

—No le he visto por culpa de su charla.

Y la señora Pettigrew se dispuso a bajar los peldaños.

—¿Cree que por sí sola conseguirá llegar a su casa?

El policía parecía aliviado al ver que se iba. No obtuvo respuesta. La señora Pettigrew tomó un taxi en King’s Road. Se sentía muy cansada.

Cuando entró en casa, Godfrey le estaba diciendo a Charmian:

—Te digo que tú «no puedes» haber preparado el té y haberlo traído hasta aquí. ¿Cómo habrías podido? Ha sido la señora Pettigrew quien lo ha hecho. Piénsalo bien. Has soñado.

Charmian se dirigió a la señora Pettigrew.

—¿Es verdad o no es verdad que usted ha estado fuera toda la tarde, señora Pettigrew?

—Mabel —corrigió la gobernanta.

—¿No es verdad, Mabel? Me he preparado el té yo sola y lo he traído aquí. Godfrey no quiere creerme. Es absurdo.

—Yo he servido el té antes de salir a tomar un poco de aire —contestó la señora Pettigrew—. Confieso que en estos días siento más la necesidad de hacerlo, desde que la señora Anthony se va más pronto.

—¿Ves como tengo razón? —dijo Godfrey a su mujer.

Charmian callaba.

—Y has estado contándome toda una historia —insistió él—, que te habías levantado y habías preparado el té. ¡Ya sabía yo que era imposible!

—Cada día me siento más débil la cabeza y el cuerpo, Godfrey —dijo Charmian—. Iré a la clínica de Surrey. Estoy decidida.

—Quizá sería lo mejor —observó la señora Pettigrew.

—No hay necesidad de que vayas a una clínica —replicó Godfrey—. Nadie te lo propone. Yo sólo decía…

—Ahora me voy a la cama, Godfrey.

—Sí, querida. Le prepararé la bandeja con la cena —dijo la señora Pettigrew.

—No quiero cenar, gracias. He tomado muy a gusto mi té.

La señora Pettigrew se acercó para cogerla por debajo del brazo.

—Me arreglaré muy bien por mí misma, gracias —dijo Charmian.

—Vamos, no se enoje. Duerma bien para estar en forma mañana cuando venga el fotógrafo —dijo la señora Pettigrew.

Charmian salió con lentitud de la habitación y subió las escaleras.

—¿Ha visto al abogado? —preguntó la señora Pettigrew.

—Hace un frío atroz —dijo Godfrey.

—¿Ha visto al abogado?

—No. Le llamaron para un asunto urgente. Le hablaré otra vez. Dejé dicho que le veré mañana, Mabel.

—¡Un asunto urgente! —repitió ella—. Era con el abogado con quien tenía hora dada, no con el médico. Usted está peor que Charmian.

—Sí, sí, Mabel, con el abogado. Procure que la señora Anthony no la oiga.

—La señora Anthony se ha ido. De todas formas es sorda. ¿En dónde ha estado durante toda esta tarde?

—Bien, he ido a la comisaría de policía.

—¿Cómo?

—Sí, he estado en la comisaría de policía. Me han hecho esperar mucho rato.

—Escuche, Godfrey, usted no tiene ninguna prueba en contra mía, ¿comprende? Usted tiene necesidad de pruebas. Intente alguna cosa, ¡y ya verá! ¿Qué les ha dicho a los de la policía? ¿Qué les ha dicho?

—No recuerdo las palabras exactas. Es hora ya de que hagan algo. Les he dicho: «Mi hermana es perseguida por ese hombre desde hace ya más de seis meses. Y ahora también ha empezado conmigo. Ya va siendo hora de que encuentren un remedio», he dicho. Luego he continuado diciendo…

—¡Ah, las llamadas telefónicas…! Pero ¿nada más que eso? De verdad, Godfrey, ¿es eso todo?

Godfrey se encogió en el sillón.

—¡Maldita sea, qué frío! —rezongó—. ¿Hay un poco de whisky?

—No. No tenemos.

Silenciosamente, antes de acostarse, Godfrey abrió la puerta de la habitación de Charmian.

—¿Aún despierta? —preguntó como en un susurro.

—Sí —contestó ella, despertándose.

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas alguna cosa?

—No necesito nada, gracias, Godfrey.

—¡No te marches a la clínica! —murmuró.

—Godfrey, esta tarde yo sola me he preparado el té.

—Está bien. Te lo has preparado tú. Pero no te marches…

—Godfrey —insistió Charmian—. Si quieres seguir mi consejo, escribe a Eric. Debes hacer las paces con él.

—¿Por qué? ¿Qué te hace hablar así?

Pero ella no quiso decir lo que le había sugerido esas palabras. Godfrey se quedó perplejo. También él había pensado en escribir al hijo, pero ahora se preguntaba si Charmian sabría acerca de él y de su situación mucho más de cuanto él pudiese suponer, o quizás aquella frase únicamente expresaba un deseo genérico.

* * *

—Debe prometerme que ese asunto será tratado como estrictamente profesional.

—Prometo —asintió Alec Warner.

—Se trata de una cosa peligrosa —prosiguió la joven—. He llegado a saberla por conducto estrictamente confidencial. Quisiera que no se mencionara ni una sola palabra.

—Ni yo tampoco —dijo Alec.

—Tan sólo a efectos puramente científicos —insistió Olive.

—Ciertamente.

—¿De qué manera toma sus apuntes? —preguntó la muchacha—. No se pueden descubrir los verdaderos nombres.

—Todos los documentos con referencias a nombres reales serán destruidos después de mi muerte. Nadie podrá identificar jamás las anamnesis de mis casos.

—Está bien —dijo Olive—. Santo Cielo, esta tarde Godfrey estaba en un estado espantoso. Me ha dado pena. Se trata de la señora Pettigrew, ¿comprende?

—¿Ligas y diversiones de esa clase?

—¡Oh, no, no! Aquello acabó ya.

—Chantaje.

—Precisamente. La mujer, a lo que parece, ha descubierto un montón de cosas sobre el pasado de Godfrey.

—¿El asunto con Lisa Brooke?

—Ese y muchos más. Después un escándalo financiero en la «Cerveza Colston», al que a su tiempo se le echó tierra encima. La señora Pettigrew está al corriente de todo. Ha puesto sus manos sobre los papeles personales de Godfrey.

—¿Y él ha ido a la policía?

—No, tiene miedo.

—Le protegerían. ¿De qué tiene miedo? ¿Se lo ha preguntado?

—Sobre todo de su mujer. No quiere que acabe sabiéndolo. Creo que es cuestión de orgullo. Naturalmente, yo no la conozco, pero me parece haber comprendido que, de ellos dos, ella ha sido la más religiosa, y, siendo una famosa escritora, siempre se ha conquistado la simpatía general, incluso porque es más sensible que él.

Alec Warner escribía en su carnet.

—Charmian no se dejaría turbar por cualquier cosa que llegara a saber a propósito de Godfrey. Bien, ahora usted me dice que Godfrey «tiene miedo», de que Charmian sepa…

—Sí, así es.

—La mayor parte de la gente —continuó él—, diría más bien que es ella la que tiene miedo de él, ya que a veces Godfrey la trata ásperamente.

—Bien, yo sólo he oído la campana de Godfrey. La verdad es que ahora está muy deprimido.

—¿Ha observado su color?

—Tiene la cara muy enrojecida. Y ha bajado de peso.

—¿Se ha encorvado más?

—¡Oh, sí! Y nada de bebidas al alcance de su mano. La señora Pettigrew tiene el whisky bajo llave.

Alec tomó un apunte.

—Abstenerse de alcohol le resultará beneficioso con el tiempo —comentó—. Para su edad, bebía demasiado. ¿Y qué piensa hacer con la señora Pettigrew?

—Bueno, él la paga, pero ella continúa pidiéndole más y Godfrey aborrece desembolsar dinero. La última novedad es que la señora Pettigrew pretende que él haga nuevo testamento a su favor. Hoy debía ir al estudio de su abogado, pero, en cambio, vino aquí. Creía que yo podría convencer a Eric para que interviniera y asustara de alguna manera a esa mujer. Dice que Eric no perdería nada con ello. Pero usted sabe que Eric está muy resentido con los suyos y está celoso de su madre, especialmente desde que las novelas de ella se reeditan. En realidad, a Eric le asisten todos los derechos para heredar cierta suma; es sólo cuestión de tiempo…

—Eric no es uno de los nuestros —dijo Alec—. Siga hablándome de Godfrey.

—Él dice que le gustaría hacer las paces con su hijo, y yo le he prometido escribir a Eric en su nombre. Lo haré, pero repito…

—La señora Pettigrew, ¿tiene dinero propio?

—No lo sé. Con una mujer como esa, no se puede saber nunca, ¿no le parece? No creo que tenga mucho, después de lo que supe ayer…

—¿Qué fue?

—Verá —siguió diciendo Olive—, me he enterado de la historia de Ronald Sidebottome, que vino a verme ayer. No lo he sabido por Godfrey.

—¿De qué se trata? —preguntó Alec—. Olive, usted sabe que yo pago siempre un suplemento cuando las informaciones representan una entrevista extra por parte suya.

—¡Calma, calma! De acuerdo. Yo sólo quería que comprendiera que cuanto voy a referirle es una noticia que no tiene nada que ver con las otras.

Alec le sonrió como un viejo tío.

—Ronald Sidebottome —continuó Olive—, ha acabado por decidirse a no impugnar el testamento de Lisa Brooke, ahora que Tempest ha muerto. La acción judicial había sido una idea de Tempest y me dijo que el asunto habría sido muy desagradable, quiero decir el asunto del matrimonio no consumado entre Lisa y Guy Leet. La señora Pettigrew está ahora furiosa de que la acción se suspenda, porque, cuando Tempest murió, se había puesto de parte de los Sidebottome. Y no ha logrado influir a Ronald como hubiera querido, pese a que durante todo el invierno no ha escatimado esfuerzos en ese sentido. En el fondo, Ronald es un tipo muy independiente. ¡Ella no conoce al viejo Ronald! Está sordo, lo admito, pero…

—Le conozco desde hace más de cuarenta años. Es interesante que a usted le dé la impresión de ser un tipo independiente.

—Tiene un carácter muy particular, tranquilo… —continuó Olive.

Conoció a Ronald Sidebottome un día que, en compañía del abuelo, visitaba una exposición de arte, poco después de la muerte de Tempest, y había invitado a los dos viejos a cenar a su casa.

—Pues si conoce a Ronald desde hace más de cuarenta años, ciertamente no tiene necesidad de que yo le hable de él.

—Querida mía, yo le conozco desde hace más de cuarenta años, pero no lo conozco tal como le conoce usted.

—Aborrece a la señora Pettigrew —dijo Olive con una sonrisa que traicionaba una propia e íntima reflexión—. Esa mujer no tendrá mucho de lo que le dejó Lisa. Hasta ahora sólo ha puesto las manos sobre el abrigo de piel de ardilla. Nada más.

—Pero ¿no se propone impugnar el testamento por cuenta propia?

—No. Los abogados le han dicho que no tiene suficientes probabilidades de ganar el pleito. Lisa Brooke la pagó siempre como es debido, y no existen otros motivos válidos para un proceso. De todos modos, no creo que tenga suficiente dinero para correr con los gastos del pleito. Por eso contaba con Sidebottome. Naturalmente, según el testamento, el dinero le tocará a ella, a la muerte de Guy Leet. Pero Guy va diciendo a todo el mundo que nunca se había sentido mejor de lo que se encuentra ahora. Por eso es posible que la señora Pettigrew intente exprimir todo cuanto pueda al pobre Godfrey.

Alec Warner acabó de tomar apuntes y cerró el bloc. Olive le sirvió de beber.

—¡Pobre Godfrey! —dijo nuevamente la joven—. También estaba trastornado por otro motivo. Ha recibido una llamada telefónica de ese individuo que persigue a su hermana. O, por lo menos, cree haberla recibido, aunque creo que, en definitiva, es la misma cosa, ¿no le parece?

Alec Warner volvió a abrir el bloc y otra vez tomó la pluma del bolsillo de su chaleco.

—¿Qué dijo ese hombre?

—La misma frase: «Usted morirá», o algo similar.

—Intente ser más concreta. El hombre de Lettie dice: «Recuerde que ha de morir». ¿Son estas las palabras que Godfrey oyó al teléfono?

—Creo que sí. Esa clase de trabajo es cansado de veras.

—Lo sé, querida. ¿A qué hora recibió la llamada?

—Por la mañana. Eso lo sé. Me dijo que fue inmediatamente después de que se despidiera el médico de Charmian.

Alec completó sus notas. De nuevo cerró la libretita.

—¿Sabe Guy Leet que ha sido retirada la demanda de invalidación del testamento? —preguntó aún.

—Lo ignoro. La decisión es sólo de ayer tarde.

—Quizás aún no lo sabe. Últimamente lo pasaba bastante mal.

—Pero no le queda ya mucho que vivir —dijo Olive.

—El dinero de Lisa le hará más agradable el tiempo que le quede. Supongo que esa información no es estrictamente confidencial, ¿verdad?

—No —contestó Olive—. Sólo es confidencial lo que le he dicho sobre la señora Pettigrew en cuanto a que tiene a Godfrey en su poder.

Alec Warner regresó a casa y escribió una carta a Guy Leet:

«Querido Leet,

»No sé si soy el primero en informarte de que ni Ronald Sidebottome ni la señora Pettigrew quieren ser parte en el pleito para invalidar el testamento de Lisa.

»Te envío mis felicitaciones y confío que disfrutarás para largo de tu buena fortuna.

»Perdóname si me atrevo a anticiparte así la comunicación oficial. Si he conseguido ser el primero a darte esa noticia, ¿podrías hacerme el favor de medir tus pulsaciones y tomarte la temperatura inmediatamente después de haber leído esta carta, luego vuelves a hacerlo una hora después y por último otra vez a la mañana siguiente, e informarme sobre los datos recogidos: tus pulsaciones y tu temperatura en condiciones normales, si es que lo sabes?

»Esos datos serán preciosos para mi fichero. Te lo agradecerá mucho tu

ALEC WARNER.

»P. S. —Naturalmente, cualquier otra observación concerniente a tus reacciones por la buena noticia, será extraordinariamente bien recibida».

Alec Warner fue a echar la carta y luego regresó para poner al día sus fichas. El teléfono sonó dos veces. La primera vez era Godfrey Colston, de quien Alec, por pura coincidencia, tenía precisamente en la mano su tarjeta.

—Oh —dijo Godfrey—, estás en casa.

—Sí. ¿Me habías llamado antes?

—No —contestó Godfrey—. Oye, tengo necesidad de hablarte. ¿Conoces a alguien de la policía?

—No conozco a nadie demasiado bien, desde que Mortimer se retiró.

—Mortimer no sirve para nada —contestó el otro—. Se trata de esas llamadas anónimas. Mortimer hace meses que está investigando. Ahora ese tipo ha empezado a fijarse en mí.

—De nueve a diez estoy libre. ¿Puedes llegarte al club?

Alec reanudó sus anotaciones. La segunda llamada llegó un cuarto de hora después. Era de un hombre que dijo:

—Recuerde que ha de morir.

—¿Le desagradaría repetírmelo? —preguntó Alec.

El desconocido repitió la frase.

—Gracias —dijo Alec, y colgó el receptor un momento antes que su interlocutor.

Tomó su ficha personal y escribió unos apuntes. Luego añadió una señal de referencia en una carpeta debidamente anotada. Por último escribió en su diario una frase que terminaba con estas palabras: «Problema: ¿histeria colectiva?».