¿Por qué son posibles las alucinaciones?
Imagine usted que un grupo de malvados científicos le ha extirpado el cerebro mientras dormía y lo han introducido en un tarro con todo lo necesario para mantenerlo con vida. Imagine, además, que, hecho esto, los malvados científicos se dedican a hacerle creer que usted no es solamente un cerebro en un tarro, sino que sigue en pie con su cuerpo, participando en las actividades propias del mundo real. Esta vieja parábola, la del cerebro en un tarro, es uno de esos experimentos mentales favoritos que muchos filósofos siempre llevan en su zurrón. Es la versión moderna de aquel demonio malvado de Descartes (1641[1]), un ilusionista imaginario empeñado en hacer lo imposible por distraer a Descartes ante cualquier situación, incluida su propia existencia. Sin embargo, como observó el propio Descartes, ni siquiera un malvado demonio con poderes infinitos sería capaz de hacerle creer en su existencia si esto no fuera cierto: cogito ergo sum, «pienso, luego existo». Hoy en día, los filósofos están menos preocupados por probar su existencia en tanto que entes pensantes (quizá porque consideran que Descartes resolvió el problema satisfactoriamente) y más ocupados en tratar de responder a la pregunta de qué conclusiones debemos extraer de nuestras experiencias sobre la propia naturaleza y sobre la naturaleza del mundo en que (aparentemente) vivimos. ¿Es posible que usted no sea más que un cerebro en un tarro? ¿Es posible que usted siempre haya sido un cerebro en un tarro?
Y si así fuera, ¿sería usted capaz de llegar a concebir su situación (por no hablar de confirmarla)?
El caso del cerebro en un tarro es un modo bastante ingenioso de aproximarse a estos problemas; sin embargo, quisiera utilizar esta parábola con un propósito ligeramente distinto. Me servirá para poner de manifiesto algunos hechos bastante sorprendentes en relación a las alucinaciones, los cuales, a su vez, nos encaminarán hacia los prolegómenos de una teoría —una teoría empírica y científicamente respetable— de la conciencia humana. El experimento mental, en su versión estándar, presupone que los malvados científicos poseen todos los medios a su alcance para transmitir a las terminaciones nerviosas de los sentidos los estímulos adecuados a fin de que su engaño tenga éxito, un supuesto que, aun reconociendo las evidentes dificultades técnicas que supondría, los filósofos han considerado como algo «posible en principio». Deberíamos ser un poco más cautos con aquello que, en principio, parece posible. En principio, también sería posible construir una escalera de acero hasta la Luna, o escribir en orden alfabético todas las conversaciones inteligibles llevadas a cabo en inglés que contuvieran menos de mil palabras. Sin embargo, ninguna de estas dos cosas es, de hecho, ni remotamente posible, y, a veces, una imposibilidad de hecho es teóricamente más interesante que una posibilidad en principio, como enseguida veremos.
Detengámonos sólo un momento para pensar en lo desalentadora que puede resultar la tarea emprendida por nuestros científicos malvados. Imaginémosles procediendo poco a poco, empezando por las tareas más sencillas hasta llegar a problemas de más difícil solución. Comenzarían con un cerebro convenientemente reducido a un estado comatoso, al que se mantiene con vida pero que no recibe ningún estímulo a través de los nervios ópticos, los nervios auditivos, los nervios somatosensoriales ni ninguna otra de las vías aferentes o, de entrada, del cerebro. Se suele asumir que un cerebro en estas condiciones permanecería en estado comatoso para siempre, sin necesidad de morfina para mantenerlo dormido, aunque existen algunas experiencias que parecen demostrar que un despertar repentino es posible incluso en circunstancias tan horribles como estas. No me parece muy arriesgado afirmar que se sentiría usted bastante angustiado, si llegara a despertarse en tal estado: ciego, sordo, completamente insensible, sin ningún sentido de la orientación de su cuerpo. Sin ánimo de aterrorizarle, pues, los científicos deciden despertarle canalizando música en estéreo (debidamente codificada como impulsos nerviosos) hacia sus nervios auditivos. Producen también las señales apropiadas, que normalmente procederían de su sistema vestibular u oído interno, para hacerle creer que está usted tumbado boca arriba, aunque paralizado, insensible y ciego. Es muy probable que todo cuanto hemos descrito hasta ahora esté dentro de los límites del virtuosismo tecnológico en un futuro no muy lejano; quizá ya sea posible hoy en día.
Nuestros científicos continuarían, entonces, con la estimulación de los canales que habían enervado su epidermis, comunicándoles lo que habría sido interpretado como una suave y uniforme sensación de calor sobre la superficie ventral de su cuerpo (la barriga), y (rizando el rizo) podrían estimular los nervios epidérmicos dorsales (posteriores) a fin de simular la hormigueante textura de finos granos de arena presionando sobre su espalda. «¡Estupendo!», pensaría usted, «aquí estoy, tumbado en la playa, paralizado y ciego, escuchando buena música, pero seguramente en peligro de quemarme al sol. ¿Cómo he llegado hasta aquí, y cómo puedo pedir ayuda?»
Supongamos ahora que los científicos, después de haber conseguido todo esto, se enfrentan al problema más complejo de convencerle de que usted no es una mera nuez de coco caída sobre la playa, sino un agente capaz de participar de diversas actividades en el mundo. Proceden paso a paso: deciden en primer lugar liberar parcialmente la «parálisis» de su cuerpo fantasma y le permiten mover el dedo índice de la mano derecha sobre la arena. De hecho, lo que hacen es transmitirle la experiencia sensorial del movimiento de su dedo, lo cual se consigue provocando la sensación de realimentación cinestésica* asociada a las señales motrices o volitivas relevantes en las terminaciones eferentes, o de salida, de su sistema nervioso. Pero también deben conseguir eliminar la insensibilidad de su dedo fantasma y producir los estímulos que provocarían la sensación de una arena imaginaria revuelta por efecto del movimiento del dedo.
De repente, nuestros científicos se ven enfrentados a un problema que pronto se les escapará de las manos, ya que la manera de percibir el movimiento de la arena depende de cómo decida usted mover el dedo. Calcular con propiedad la información necesaria para la realimentación, generarla y componerla, y finalmente presentarla en tiempo real se convertirá en un problema intratable computacionalmente, incluso en el más rápido de los ordenadores; alternativamente, si los malvados científicos deciden resolver el problema del tiempo real calculando previamente todas las respuestas posibles para poder «enlatarlas» y así reproducirlas cuando sea necesario, no conseguirán más que sustituir un problema insoluble por otro: hay demasiadas posibilidades que almacenar. En resumen, nuestros malvados científicos quedarán atrapados en el pantano de la explosión combinatoria en el mismo momento en que decidan concederle una mínima capacidad para explorar su mundo imaginario[2].
Nuestros científicos han topado con un conocido obstáculo, cuya sombra se proyecta en los aburridos estereotipos de cualquier videojuego. Las alternativas abiertas para la acción deben quedar estrictamente —y en contra de todo realismo— limitadas a fin de que la labor de aquellos que quieren representar el mundo permanezca dentro de los límites de lo factible.
Si los científicos no pueden hacer otra cosa que convencerle de que está condenado a jugar a Donkey Kong toda la vida, entonces son realmente unos científicos perversos.
Para este problema técnico existe algo parecido a una solución. Es la solución utilizada, por ejemplo, para reducir la carga computacional en aquellos simuladores de vuelo que poseen un gran realismo: el uso de réplicas de los elementos del mundo simulado. Utilice una carlinga de verdad y muévala con elevadores hidráulicos en vez de intentar simular toda esta información con el asiento del piloto que se está entrenando. En resumen, sólo hay un modo de que usted pueda almacenar tanta información sobre un mundo real (quizá minúsculo, artificial, de escayola) para almacenar su propia información. Eso es «hacer trampas», particularmente si usted es el genio malvado que afirma haber engañado a Descartes sobre la existencia de absolutamente todo, pero es una manera de hacer el trabajo con algo menos que recursos infinitos.
Descartes tuvo el buen criterio de dotar a su genio imaginario con poderes infinitos para el engaño. Aunque la empresa no es, estrictamente hablando, infinita, la cantidad de información que en poco tiempo puede obtener un ser humano mínimamente inquisitivo es impresionante. Los ingenieros miden el flujo de información en bits por segundo, o hablan del ancho de banda de los canales a través de los cuales fluye la información. La televisión tiene un ancho de banda mayor que la radio, y la televisión de alta definición lo tiene aún mayor. La televisión de alta definición sensitiva tendría un ancho de banda todavía mayor, y la televisión sensitiva interactiva tendría un ancho de banda astronómico, ya que este se ramificaría constantemente en miles de trayectorias ligeramente distintas a través del mundo (imaginario). Déle a un escéptico una moneda de dudoso valor y, después de un par de segundos sopesándola, rascándola, escuchando su tintineo, mordiéndola o simplemente observando cómo refleja la luz del Sol, el escéptico habrá consumido más bits de información de la que uno de los superordenadores Cray* puede organizar en un año. Fabricar una moneda falsa, pero real, es un juego de niños; producir una moneda simulada a partir tan sólo de una serie de estímulos nerviosos organizados supera las capacidades de la tecnología humana actual, y probablemente la de todos los tiempos[3].
Una de las conclusiones que podemos extraer de todo cuanto hemos dicho hasta ahora es que no somos cerebros en un tarro (esto, por si usted empezaba a estar preocupado). Otra conclusión que aparentemente podemos extraer es que las alucinaciones fuertes son imposibles, donde por alucinación fuerte entiendo la alucinación de un objeto aparentemente real, concreto y en tres dimensiones, en oposición a destellos, distorsiones geométricas, auras, imágenes accidentales, experiencias fugaces con extremidades fantasma y otras sensaciones anómalas. Una alucinación fuerte sería, por ejemplo, un fantasma que respondiera a nuestras palabras, que se dejara tocar y produjera una sensación de solidez, que proyectara una sombra, que fuera visible desde cualquier ángulo de modo que pudiéramos caminar a su alrededor para ver cómo es su espalda.
Es posible hacer una clasificación aproximada de las alucinaciones en función del número de rasgos de este tipo que presentan. Los testimonios de alucinaciones muy fuertes son raros, y ahora podemos comprender por qué no es una coincidencia que, intuitivamente, la credibilidad de tales testimonios sea inversamente proporcional a la fuerza de la alucinación descrita. Somos —y debemos ser— particularmente escépticos ante los testimonios de alucinaciones muy fuertes porque no creemos en fantasmas, y porque pensamos que sólo un verdadero fantasma puede producir una alucinación fuerte (la verdadera fuerza de las alucinaciones relatadas por Carlos Castañeda en Las enseñanzas de Don Juan: una forma yaqui de conocimiento [1968] supuso para los científicos el principal indicio de que el libro, pese a haber sido una celebrada tesis doctoral de antropología en UCLA, tenía más de ficción que de hecho).
No obstante, aunque no podamos afirmar que las alucinaciones verdaderamente fuertes son posibles, no cabe duda de que con frecuencia se experimentan convincentes alucinaciones multimodales. Las alucinaciones documentadas en la bibliografía de psicología clínica son a menudo detalladas fantasías que están muy por encima de la capacidad generativa de la tecnología actual. ¿Cómo es posible que un solo cerebro haga lo que una legión de científicos y expertos en animación por ordenador serían prácticamente incapaces de hacer? Si tales experiencias no son percepciones genuinas o verídicas de una cosa real «fuera» de la mente, entonces deben producirse enteramente dentro de la mente (o del cerebro); tramadas de manera artificial, pero lo suficientemente próximas a la realidad como para confundir a la propia mente que las inventó.
La explicación que más comúnmente se suele dar a este problema es la de suponer que las alucinaciones ocurren cuando se produce algún tipo de autoestimulación anormal del cerebro: una estimulación de ciertas partes o niveles de los sistemas perceptivos del cerebro generada internamente en su totalidad. Descartes, en el siglo XVII, contempló claramente esta posibilidad en su análisis del fenómeno de las extremidades fantasma: la alucinación, sorprendente aunque bastante común, que experimentan los amputados cuando sienten no sólo la presencia del miembro amputado, sino también picores, hormigueos y dolores en esa parte del cuerpo. (Con frecuencia ocurre que los que acaban de ser sometidos a una intervención de este tipo no creen que la pierna o el pie han sido amputados, hasta que ven que efectivamente ya no están ahí; tan claras y realistas son las sensaciones de su continua presencia.) Descartes utilizó la campanilla como analogía. Antes de que hubiera timbres eléctricos, intercomunicadores y walkie-talkies, las grandes casas poseían unos complejos sistemas de cables y poleas que permitían avisar a los sirvientes desde cualquiera de las habitaciones de la casa. Un firme tirón del cordón de terciopelo que colgaba de un agujero en la pared era suficiente para tirar de un cable que, gracias a un sistema de poleas, estaba conectado a una campanilla numerada en las dependencias del servicio. Cada vez que una de esas campanillas sonaba, el mayordomo sabía que se requería de sus servicios en el dormitorio del señor, en el salón o en la sala de billar. Estos sistemas funcionaban muy bien, pero estaban hechos a la medida de cualquier bromista: un tirón al cable del salón en cualquier punto de su recorrido era suficiente para que el mayordomo corriera hacia allí, comprobara que la habitación estaba vacía y se quedara con la duda de si había sido llamado o no; una especie de pequeña alucinación. Similarmente. Descartes pensó que, dado que las percepciones son causadas por complicadas cadenas de eventos en el sistema nervioso que terminan en el centro de control de la mente consciente, si fuera posible intervenir en algún punto de esta cadena (por ejemplo, en algún punto del nervio óptico, entre el globo ocular y la conciencia), un tirón en el punto apropiado de los nervios produciría exactamente la cadena de eventos que causaría la percepción real de algo, lo cual, a su vez, produciría en el punto de recepción de la mente exactamente los mismos efectos que una percepción consciente.
El cerebro, o alguna de sus partes, en un descuido, engaña a la mente. Esta fue la explicación que dio Descartes al fenómeno de los miembros fantasma. Sin embargo, las alucinaciones de miembros fantasma, pese a ser bastante vividas, son, de acuerdo con nuestra terminología, relativamente débiles; consisten en una serie desordenada de dolores y picores, todos dentro de una única modalidad sensorial. Los amputados no ven, oyen ni (por lo que yo sé) huelen sus pies fantasma. Así pues, dejando de lado por el momento el enigma de la interacción entre el cerebro físico y la mente consciente no física, una explicación como la de Descartes podría ser la correcta para el fenómeno de los miembros fantasma. No obstante, podemos demostrar que ni siquiera la parte puramente mecánica del análisis de Descartes puede ser correcta como explicación de alucinaciones relativamente fuertes: no hay manera de que el cerebro ilusionista pueda almacenar y manipular la información falsa suficiente para engañar a una mente inquisitiva.
El cerebro puede relajarse y dejar que el mundo real proporcione grandes dosis de información verdadera, pero si empieza a intentar cortocircuitar sus propios nervios (o a tirar de sus propios cables, como habría dicho Descartes), el resultado no pasará de la más débil y efímera de las alucinaciones. (De igual modo, el mal funcionamiento del secador de pelo de un vecino puede causar «nieve» o «moscas», y zumbidos o raros destellos en la pantalla de nuestro televisor, pero si vemos una versión falsa del telediario del mediodía, sabemos que lo que la ha provocado tiene una causa mucho más compleja que está muy por encima de las capacidades de un secador de pelo.)
Resulta tentador suponer que quizá hemos sido un poco crédulos ante el caso de las alucinaciones. Quizá sólo las alucinaciones suaves, fugaces y débiles se producen alguna vez; las alucinaciones fuertes nunca se dan porque no pueden darse. Un somero repaso de la bibliografía sobre alucinaciones sugiere claramente que existe algo así como una relación inversa entre fuerza y frecuencia de las alucinaciones, así como entre fuerza y credibilidad. Tal repaso nos proporciona asimismo nuevas pistas para la elaboración de una teoría sobre los mecanismos de producción de alucinaciones. Una característica endémica de todo testimonio de alguna alucinación es el reconocimiento de una pasividad poco usual ante la alucinación por parte de aquellos que han sido víctimas de un fenómeno de este tipo: los alucinados se limitan a contemplar el fenómeno maravillados, pero jamás sienten el deseo de investigar o explorar, y nunca intentan interactuar con las apariciones. Es muy probable que tal pasividad sea, por los motivos que acabamos de exponer, una característica esencial de las alucinaciones, un requisito necesario para que se produzca una alucinación mínimamente detallada y duradera.
La pasividad, sin embargo, no es más que un caso especial de la manera en que una alucinación relativamente fuerte puede sobrevivir. El motivo por el cual tales alucinaciones pueden sobrevivir es que el ilusionista —palabra con la que quiero designar al responsable de que se produzcan alucinaciones, quienquiera que este sea— puede «contar con» que la víctima será más o menos activa en el momento de investigar el fenómeno; en el caso de la pasividad total, la actividad investigadora será nula. En tanto en cuanto el ilusionista sea capaz de predecir con detalle el grado de actividad investigadora de la víctima, no tiene más que hacer que la ilusión se mantenga «en las diversas perspectivas desde las que mirará la víctima». Los diseñadores de decorados de cine siempre insisten en conocer de antemano la colocación exacta de la cámara o, si esta no ha de permanecer estacionaria, su trayectoria y ángulo precisos. Así sólo tienen que preparar el material necesario para cubrir las perspectivas que entrarán dentro del encuadre. (No es una casualidad que en el cinéma vérité se haga un uso extensivo de tomas con la cámara al hombro.) En la vida real, Potemkin utilizó el mismo principio para decorar los pueblos que debía visitar Catalina la Grande: su itinerario tuvo que ser acorazado.
Así pues, una solución para el problema de las alucinaciones fuertes será suponer que existe un vinculo entre la victima y el ilusionista, lo cual permite a este último construir una ilusión que depende de la intención prospectiva y de las decisiones de la víctima, lo que presupone que es capaz de anticipar estas reacciones. Cuando el ilusionista no es capaz de «leer la mente de la víctima» para obtener la información necesaria, en la vida real siempre queda el recurso de que el ilusionista (un mago de feria, por ejemplo) polarice la atención en la dirección deseada mediante un sutil pero poderoso «golpe de efecto psicológico». Así, un mago que realiza un número con naipes utiliza diversas técnicas para crear en la víctima la ilusión de que elige libremente las cartas sobre el tapete, cuando en el fondo sólo hay una carta que puede ser vuelta boca arriba. Volviendo ahora a nuestro experimento mental, si los científicos malvados pudieran obligar al cerebro del tarro a tener unas determinadas intenciones prospectivas, podrían entonces salvar el problema de la explosión combinatoria preparando sólo el material necesario; el sistema sería interactivo sólo en apariencia. De igual modo, el genio perverso de Descartes podría obrar su propósito con poderes finitos, si fuera capaz de mantener la ilusión del libre albedrío de la víctima, cuya capacidad prospectiva del mundo imaginario es controlada por el propio genio malvado[4].
Sin embargo, existe un modo aún más económico (y realista) de que las alucinaciones sean producidas en el cerebro, un sistema que aprovecha la propia curiosidad de la víctima. Podremos comprender mejor cómo funciona utilizando como analogía un conocido juego de sociedad.
En este juego se convence a una persona, el inocente del grupo, para que abandone la habitación al tiempo que se le informa de que otro de los miembros del grupo relatará algún sueño que haya tenido recientemente. Este deberá contar su sueño a todos los que se queden en la habitación, de modo que cuando vuelva aquel a quien le tocó salir y empiece a hacer preguntas, la identidad del que tuvo el sueño quedará oculta entre el coro de los que responden. El cometido del que salió es hacer preguntas, a las que los demás sólo pueden responder sí o no, a fin de adivinar la trama del sueño con el mayor detalle posible y, una vez hecho esto, deberá psicoanalizar al que soñó para poder adivinar su identidad.
Una vez que uno de los asistentes ha abandonado la habitación, el huésped explica al resto del grupo que nadie debe contar un sueño, sino que deberán responder a las preguntas de acuerdo con las siguientes reglas: si la última letra de la última palabra de la pregunta está en la primera mitad del alfabeto, tendrán que responder sí, y tendrán que responder no en los demás casos; sólo hay una condición: se aplica una regla especial para evitar contradicciones que invalida a las anteriores, de acuerdo con la cual debe responderse a preguntas posteriores de forma que no contradigan las respuestas de preguntas anteriores. Por ejemplo:
P: ¿Trata el sueño de una chica?
R: Sí.
Pero si más adelante se formula una pregunta como P: ¿Aparecen personajes femeninos?
R: Sí [a pesar de la s final, en aplicación de la regla que prohíbe las contradicciones[5]].
Cuando el inocente vuelve a la habitación y empieza a hacer preguntas, recibe como respuesta una serie de síes y noes ordenados al azar, o en todo caso distribuidos arbitrariamente. Casi siempre el resultado es muy entretenido. A veces el juego termina de repente y de forma bastante absurda, como ocurriría si la primera pregunta fuera «¿es el sueño idéntico palabra por palabra a El Quijote?» o también «¿aparecen seres animados?». Aunque lo más normal es que, para regocijo de los participantes, se vaya construyendo una historia estrafalaria y a menudo obscena, plagada de ridículos percances. Cuando finalmente quien hace las preguntas decide que el que tuvo el sueño —quienquiera que este o esta sea— debe ser alguien muy enfermo y lleno de complejos, el animado grupo se apresura a informarle de que el autor del «sueño» no es otro más que él mismo. Evidentemente, esto no es del todo cierto. De alguna manera, el inocente sí que es el autor del sueño en virtud de las preguntas que decidió hacer. (Sólo a él se le ocurrió poner a los tres gorilas en el bote de remos con la monja.) Pero en otro sentido, el sueño simplemente carece de autor, y eso es precisamente lo importante. Estamos ante un proceso de producción narrativa, de acumulación de detalles, sin plan alguno ni intención de ser autor: una ilusión sin ilusionista.
La estructura de este juego tiene un sorprendente parecido con la estructura de una familia de modelos bien conocidos de los sistemas perceptivos. Es un hecho comúnmente aceptado que la visión humana, por ejemplo, no puede ser explicada como un proceso únicamente «dirigido por los datos» o «de abajo arriba», sino que es necesario suponer la existencia, en los niveles superiores, de ciertos procesos «dirigidos por expectativas» para la verificación de hipótesis (o algo parecido a la verificación de hipótesis). Otro miembro de esta familia de modelos es el modelo perceptivo de «análisis por síntesis » que también supone que las percepciones se construyen en un proceso que combina expectativas generadas centralmente, por un lado, y confirmaciones (y desmentidos) producidas en la periferia, por el otro (véase Neisser, 1967). La idea general que subyace en estas teorías es que una vez se ha producido una determinada cantidad de «preprocesamiento» en los estratos iniciales o periféricos del sistema perceptivo, las tareas perceptivas se completan —los objetos son identificados, reconocidos, categorizados— con una serie de ciclos de generación y verificación. En cada uno de esos ciclos, las expectativas e intereses del momento nos sirven para elaborar hipótesis que nuestros sistemas perceptivos deben confirmar o refutar; una rápida secuencia de generaciones y confirmaciones de hipótesis da lugar al producto final, el «modelo presente», puesto al día, del mundo del sujeto perceptor. La base sobre la que se fundamentan dichas explicaciones de la percepción responde a consideraciones de diversa índole, tanto biológicas como epistemológicas. No podemos decir que existan pruebas irrefutables en favor de tales modelos, si bien es cierto que los experimentos que se han llevado a cabo inspirados por este enfoque han tenido un éxito notable. Algunos teóricos han sido tan osados como para afirmar que la percepción debe tener esta estructura fundamental.
Sea cual sea el veredicto final en cuanto a la veracidad de las teorías de la percepción basadas en la generación y verificación de hipótesis, observamos que nos permiten dar una explicación simple y bastante sólida del fenómeno de las alucinaciones. Lo único que es preciso suponer para que un sistema perceptivo normal entre en un estado de alucinación es que, mientras la parte de generación de hipótesis del ciclo (es decir, la que está dirigida por expectativas) funciona con normalidad, la parte dirigida por los datos (es decir, la encargada de verificar) entra en un proceso aleatorio o arbitrario de confirmación y refutación, exactamente igual que en nuestro juego de sociedad. En otras palabras, si el ruido en el canal de datos se ve arbitrariamente amplificado en forma de «confirmaciones» y «refutaciones» (las respuestas arbitrarias en forma de sí o no del juego), las expectativas, inquietudes, obsesiones y preocupaciones que pueda tener la víctima en ese momento harán que se planteen preguntas o hipótesis cuyo contenido reflejará, con toda seguridad, esos intereses. De este modo, en el sistema perceptivo se irá desplegando una «historia» sin autor. No es necesario suponer que la historia estaba escrita de antemano, ni tampoco que la información se almacena y se combina en la parte ilusionista del cerebro. Lo único que hace falta asumir es que el ilusionista entra en un estado arbitrario de verificación y que la víctima proporciona el contenido al plantear sus preguntas.
Esta explicación es la que nos permite establecer un vínculo más directo entre el estado emocional del alucinado y el contenido de las alucinaciones que se producen. Por lo general, el contenido de las alucinaciones está relacionado con las inquietudes que asaltan al alucinado en un determinado momento, y el modelo que acabamos de exponer incorpora este factor sin necesidad de recurrir a la intervención de un narrador interno dotado de un grado de información inverosímil y poseedor de una teoría o un modelo de la psicología de la víctima. Por ejemplo, ¿por qué un cazador, el último día antes de la veda, ve un ciervo, con sus astas y su blanca cola, cuando lo que está mirando es una vaca negra o a otro cazador con una chaqueta naranja? Porque su interrogador interno está preguntando obsesivamente «¿es un ciervo?» y recibiendo un NO como respuesta, hasta que finalmente un poco de ruido en el sistema se ve amplificado por error como un Si, con las consabidas consecuencias catastróficas.
Existe un cierto número de descubrimientos que avalan esta concepción de las alucinaciones. Por ejemplo, es bien sabido que las alucinaciones son el resultado normal de largos períodos de privación sensorial (véase, por ejemplo, Vosberg, Fraser y Guehl, 1960). Una posible explicación de este hecho sería que durante la privación sensorial, la parte dirigida por datos del sistema de generación y verificación de hipótesis haga descender la posición de su umbral para el ruido, el cual se ve así amplificado en forma de patrones arbitrarios de señales de confirmación y refutación, que terminan por convertirse en detalladas alucinaciones, cuyo contenido no es sino el producto de ansiosas expectativas y confirmaciones aleatorias. Además, como demuestra la mayoría de testimonios, las alucinaciones se van produciendo de forma gradual (en condiciones de privación sensorial o bajo el efecto de drogas). Primero son débiles —por ejemplo, geométricas—, para ir haciéndose más fuertes («objetivas» o «narrativas»); efecto, este, que forma parte de las predicciones de nuestro modelo (véase, por ejemplo, Siegel y West, 1975).
Finalmente, el mero hecho de que, por difusión en el sistema nervioso, una droga sea capaz de producir efectos tan complejos y ricos en contenido también necesita de una explicación; es evidente que la droga por sí misma no puede «contener la historia», por mucho que algunos incautos se empeñen en creer que es así. Es muy poco probable que una droga, actuando de forma difusa, pueda crear o incluso convertirse en un complejo sistema de ilusionismo, mientras que es fácil ver que una droga podría actuar de manera que el umbral de verificación de un sistema de generación de hipótesis se viera rebajado, elevado o simplemente alterado de manera arbitraria. Es evidente que el modelo de generación de alucinaciones inspirado en el juego de sociedad puede dar cuenta también de la composición de los sueños. Desde los trabajos de Freud, han quedado pocas dudas sobre el hecho de que el contenido temático de los sueños es claramente sintomático de los más profundos impulsos, ansiedades y preocupaciones del que sueña, aunque los indicios que nos proporcionan los sueños siempre quedan bien ocultos por un barniz de simbolismo y de pistas falsas. ¿Qué otro proceso podría producir historias que con tanta efectividad hablan sin cesar de las más profundas inquietudes del que sueña y a la vez ocultarlo todo bajo el velo de la metáfora y la sustitución? El freudiano suele responder a esta pregunta con la extravagante hipótesis de que existe un dramaturgo interno especializado en componer sueños terapéuticos en beneficio del ego y en evitar astutamente las intervenciones de un censor interno disfrazando su auténtico significado. (El modelo freudiano podría denominarse también modelo de Hamlet, ya que recuerda la estrategia de Hamlet de ofrecer una representación de «La ratonera» sólo para Claudio; se necesita un genio realmente listo para imaginar una estratagema como esta, pero si debemos creer a Freud, todos albergamos a un virtuoso de la narración de este tipo.) Como veremos más adelante, no todas aquellas teorías que proponen la existencia de homúnculos («hombrecillos» en el cerebro) merecen ser rechazadas; sin embargo, siempre que uno deba apelar a los homúnculos para que corran en su ayuda, sería conveniente que estos se parecieran más a una brigada de funcionarios estúpidos que a los brillantes dramaturgos de Freud, encargados de organizamos una representación onírica para cada noche. El modelo que hemos propuesto elimina la necesidad del dramaturgo por completo y cuenta con la «audiencia» (por análoga con aquel que «lo es» en el juego de sociedad) para que se encargue de aportar el contenido. Está claro que la audiencia no es un simple figurante, pero por lo menos no tiene por qué disponer de una teoría sobre sus propias ansiedades; sólo debe dejarse llevar por ellas en el momento de hacer las preguntas.
Merece la pena señalar asimismo, que un rasgo esencial del juego de sociedad como la regla que prohíbe las contradicciones no sería necesario en un proceso de producción de sueños o alucinaciones. Dado que los sistemas perceptivos siempre parecen estar explorando una situación que se está produciendo en ese momento (y no un fait accompli, la narración de un sueño ya contado), cualquier confirmación subsiguiente que pudiera resultar «contradictoria» puede ser interpretada por el mecanismo como la indicación de un cambio en el mundo en vez de como una revisión de la historia conocida por los que están contando el sueño. El fantasma era azul cuando miré por primera vez, pero ahora se ha vuelto verde; sus manos se convirtieron en garras, y así sucesivamente. La volatilidad de las metamorfosis de los objetos en los sueños y las alucinaciones es una de las características más sorprendentes de estos relatos y aún más sorprendente es lo poco que nos «preocupan» tales metamorfosis cuando soñamos. Así que la granja en Vermont se convierte de repente en un banco en Puerto Rico, y el caballo que estaba montando es ahora un coche, no… una lancha motora, y mi acompañante, que inició el viaje siendo mi abuela, es ahora el Papa. Estas cosas pasan.
Esta volatilidad es precisamente lo que uno esperaría de un inquisidor activo pero poco proclive al escepticismo, enfrentado a un conjunto aleatorio de síes y noes. Por otro lado, la persistencia de ciertos temas y objetos en los sueños, su resistencia a metamorfosearse o desaparecer, también puede ser explicada por nuestro modelo. Si aceptamos, por el momento, que el cerebro utiliza la regla del alfabeto y lleva a cabo el procesamiento en castellano, podemos imaginar cómo el siguiente interrogatorio subterráneo puede llegar a crear un sueño obsesivo:
P: ¿Trata de mi padre, quizás?
R: No.
P: ¿Trata de una llamada telefónica? R: Sí.
P: Trata de mi madre, entonces. R: No.
P: ¿No trata de mi padre, pues? R: No.
P: ¿Es sobre mi padre que telefonea? R: Sí.
P: ¡Ya sabía yo que era sobre mi padre! ¿Me está llamando a mí?
R: Sí…
Apenas podemos decir que la teoría que hemos esbozado demuestre algo (todavía) sobre los sueños y las alucinaciones. Demuestra, metafóricamente, cómo podría ser una explicación mecanicista de estos fenómenos, lo cual es bastante para un preludio, ya que muchos se sienten tentados por la tesis derrotista que sostiene que la ciencia no puede explicar «en principio» los diversos «misterios» de la mente. Lo presentado hasta ahora ni siquiera aborda el problema de nuestra conciencia de los sueños y las alucinaciones. Además, aunque hemos podido exorcizar a un homúnculo improbable, el inteligente ilusionista/dramaturgo que engaña a la mente, de momento lo hemos sustituido no sólo por unos contestadores de preguntas estúpidos (que bien podríamos sustituir a su vez por máquinas), sino también por el todavía demasiado listo, y poco explicado, inquisidor, la «audiencia». Quizá hayamos conseguido eliminar a un villano, pero aún no hemos empezado siquiera a ocuparnos de la víctima.
No podemos negar, no obstante, que hayamos hecho algunos progresos. Hemos visto que, al atender los requisitos «ingenieriles» de un fenómeno mental, surgen nuevas preguntas más fáciles de contestar, como por ejemplo: ¿qué modelos de las alucinaciones son capaces de evitar la explosión combinatoria? ¿De qué manera puede ser elaborado el contenido de la experiencia por unos procesos ciegos y (relativamente) estúpidos? ¿Qué tipo de vínculos entre procesos o sistemas podrían explicar el resultado de su interacción? Si queremos elaborar una teoría científica sobre la conciencia, deberemos enfrentarnos a muchas preguntas como estas.
También hemos introducido una respuesta que será fundamental en todo lo que seguirá. El elemento clave de cuantas explicaciones hemos aventurado aquí sobre por qué son posibles los sueños y las alucinaciones es que lo único que debe hacer el cerebro es llevar a cabo todo lo que sea necesario para aliviar el hambre epistémica, satisfacer la «curiosidad» en todas sus formas. Si la «víctima» es pasiva o indiferente ante el asunto x, si la víctima no busca respuestas a ninguna pregunta sobre x, entonces no es necesario preparar material alguno sobre x. (Allí donde no pica, no vale la pena rascarse.) El mundo nos proporciona un inagotable diluvio de información que bombardea nuestros sentidos, y cuando nos concentramos en toda la información que nos llega, o a la que podemos acceder, a menudo sucumbimos a la ilusión de que es preciso utilizarla toda, siempre. Pero nuestras capacidades para usar información y nuestros apetitos epistémicos son limitados. Si nuestro cerebro puede satisfacer todos nuestros apetitos epistémicos particulares a medida que estos surgen, nunca hallaremos un motivo de queja. De hecho, nunca podremos decir que nuestro cerebro nos está proporcionando menos de todo cuanto está a nuestra disposición en el mundo.
Hasta aquí, nos hemos limitado a presentar este principio de economía, aunque no se puede decir que lo hayamos establecido. Como veremos, el cerebro no siempre se aprovecha de esta opción en todos los casos, pero es importante no olvidar esta posibilidad. Todavía no se ha reconocido suficientemente la capacidad de este principio para resolver viejos enigmas.
En los capítulos que siguen, intentaré dar una explicación de la conciencia. Más precisamente, explicaré los diversos fenómenos que conforman aquello que llamamos conciencia, y demostraré que son todos efectos físicos de las actividades del cerebro; explicaré también cómo han evolucionado estas actividades y de qué manera dan lugar a ilusiones sobre sus poderes y propiedades. Es difícil imaginar cómo puede ser que nuestra mente sea nuestro cerebro, pero no es imposible. A fin de imaginar algo así, es preciso conocer muchos de los descubrimientos científicos sobre el cerebro y, lo que es más importante, es necesario aprender nuevas maneras de pensar. La acumulación de hechos nos ayuda a imaginar nuevas posibilidades, pero los descubrimientos y las teorías de la neurociencia no son suficientes; incluso aquellos que se dedican a la neurociencia se sienten abrumados por los problemas que plantea la conciencia. Con el fin de ampliar su imaginación, junto a los hechos científicos relevantes, he incluido una serie de historias, análogas, experimentos mentales y otras ayudas especialmente diseñadas para proporcionarle nuevas perspectivas, romper con viejos hábitos en la manera de pensar y ayudarle a organizar los hechos en una única visión coherente completamente distinta de la visión tradicional de la conciencia que tendemos a creer. El experimento mental del cerebro en un tarro y la analogía con el juego del psicoanálisis son ejercicios de calentamiento que nos permitirán abordar con más garantías el objetivo principal de este libro: esbozar una teoría de los mecanismos biológicos y una manera de pensar sobre estos mecanismos que le permitirán ver cómo es posible resolver los tradicionales misterios y paradojas de la conciencia.
En la primera parte revisaremos los diversos problemas de la conciencia y estableceremos algunos métodos. Esto es mucho más importante y difícil de lo que uno podría pensar. Muchos de los problemas con que se han encontrado otras teorías son la consecuencia de haber empezado con mal pie, con la intención de hallar una respuesta para las grandes preguntas demasiado pronto. Los novedosos supuestos básicos de mi teoría juegan un papel fundamental más adelante, lo que nos permitirá posponer la resolución de muchos de los enigmas filosóficos con los que han chocado otros investigadores, hasta que hayamos esbozado una teoría basada en hechos empíricos que presentamos en la segunda parte.
El modelo de las Versiones Múltiples esbozado en la segunda parte es una alternativa al modelo tradicional de la conciencia, que he bautizado con el nombre de Teatro Cartesiano. Requiere una radical revisión del concepto tradicional de «flujo de la conciencia» y, en un primer momento, resulta profundamente antiintuitivo; sin embargo, se va apoderando de uno a medida que ve cómo es capaz de dar cuenta de ciertos problemas sobre el cerebro que hasta hoy habían sido ignorados por los filósofos (y por los científicos). Al considerar con cierto detalle la cuestión de cómo puede haber evolucionado la conciencia, conseguiremos aportar nueva luz sobre determinadas características de nuestra mente que, de otra manera, resultan desconcertantes. En esta segunda parte analizamos también el papel que juega el lenguaje dentro de la conciencia, así como la relación que existe entre el modelo de las Versiones Múltiples con concepciones más tradicionales de la mente humana y con otras concepciones teóricas desarrolladas en el marco del campo multidisciplinar de la ciencia cognitiva. A lo largo de nuestro camino, y hasta que no nos sintamos seguros con los nuevos fundamentos, deberemos resistirnos a la tentadora simplicidad de la visión tradicional.
En la tercera parte, armados de nuevas maneras de guiar nuestra imaginación, podremos afrontar (finalmente) los misterios tradicionales de la conciencia: las extrañas propiedades del «campo fenoménico», la naturaleza de la introspección, las cualidades (o qualia) de los estados de la experiencia, la naturaleza del yo o el ego y su relación con los pensamientos y las sensaciones, la conciencia de las criaturas no humanas. Las paradojas que han obstaculizado los debates tradicionales sobre este asunto podrán ahora ser vistas como productos de una falta de imaginación, no de «inteligencia», con lo que seremos capaces de eliminar los misterios.
Este libro presenta una teoría que es a la vez empírica y filosófica y, dado que los requisitos que se le imponen son de muy diversa índole, se incluyen dos apéndices que tratan brevemente algunos problemas concretos que surgen tanto desde el punto de vista científico como del filosófico. En el siguiente capítulo, tratamos el problema de cómo podría ser una explicación de la conciencia y de si es lícito querer acabar con todos sus misterios.