SRES. D. MARIANO CATALINA Y D. NAZARIO DE CALONJE
Dedico a Vds. el primer tomo de esta colección de mis OBRAS, en señal de agradecimiento al estímulo y ayuda que me han prestado para ordenarlas y publicarlas tan cuidadosa y elegantemente, con su papel de color de garbanzo, con sus portadas a dos tintas, con tanta linda cabeza y letra de adorno, con mi retrato artísticamente grabado por el insigne Maura, y hasta con mi endiablada Biografía, que por cierto ha redactado uno de Vds. desde puntos de vista tan cariñosos y benévolos, que voy a ponerme colorado cada vez que tenga que regalar a alguien un ejemplar del presente volumen…
En cuanto al texto de la obra, única parte de mi responsabilidad exclusiva, mucho siento que no sea cosa más seria y de mayor sustancia, como sin duda hubiera convenido, tratándose de obsequiar a personas de tan graves ideas y sentimientos… Aunque, en esto de la sustancia, he de permitirme rogar a Vds. y a sus más escrupulosos amigos y amigas, que paren mientes en una condición interna y muy recomendable de los cuentecillos adjuntos, condición por la cual estoy casi orgulloso de haberlos escrito, no obstante su ningún mérito literario.
Me explicaré en pocas palabras.
Cuentos amatorios se titula esta serie de novelillas, y amatoria es, efectivamente, hasta rayar en alegre y aun en picante, la forma exterior o vestidura de casi todas ellas. Pero, en buena hora lo diga, ni por la forma, ni por la esencia, son amatorios al modo de ciertos libros de la literatura francesa contemporánea, en que el amor sensual se sobrepone a toda ley divina y humana, secando las fuentes de las verdaderas virtudes, talando el imperio del alma, arrancando de ella las raíces de la fe y de la esperanza, y destruyendo los respetos innatos que sirven de base a la familia y a la sociedad.
Mis cuentos son amatorios a la antigua española, a la buena de Dios, por humorada y capricho, como tantas y tantas novelas, comedias y poesías de nuestros antiguos y célebres escritores, en que, sin odio ni ataque deliberado a los buenos principios, ni aflicción ni bochorno del género humano, se describían festivamente, y en son de picaresca burla, excesos y ridiculeces de estrambóticos amadores y equívocas princesas, de paganos y busconas, de rufianes y celestinas, con los chascos, zumbas y epigramas que requería cada lance; todo ello teñido de un verdor primaveral y gozoso, que más inducía a risa que a pecado.
Nadie podrá desconocer que, en este punto, mis Cuentos amatorios no sólo no traspasan nunca los límites en que supieron contenerse Cervantes, Quevedo y Tirso, sino que rara vez llegan a sus inmediaciones. Por lo que respecta al fondo, creo haber sido más consecuente con la moral que ningún narrador de historias de este linaje, supliendo así con buenas doctrinas el mérito artístico y literario que faltaba a mis obras. Siempre me he complacido en deducir útiles enseñanzas y provechosas consecuencias de mis narraciones más libres de dibujo y más subidas de color, como se ve en El Coro de Ángeles, en La última calaverada y en La belleza ideal, escritas, dos de ellas, a la edad de veinte años, lo cual demuestra en definitiva que la tesis de mi Discurso académico sobre la moral en el arte, no ha sido, como afirmaron algunos críticos, flamante convicción de mi edad madura, sino regla constante de toda mi vida literaria.
Conque ya saben Vds. cuál es la «condición interna muy recomendable» de mis Cuentos amatorios, así como la razón que ha tenido para no vacilar en dedicárselos a Vds., tan mirados y puntillosos en ciertas materias, su afectísimo amigo y camarada,
EL AUTOR.
Madrid, 1º de Mayo de 1981.