La patria del autor del Diario de un testigo de la guerra de África, fue la ciudad de Guadix, provincia de Granada: la fecha de su nacimiento, el día 10 de marzo de 1833. Entre su familia, noble y antigua, que había venido a menos por los desastres de la guerra de la Independencia, pasó sus años de niño y los primeros de adolescente, y puesto que nadie mejor que él puede narrar las emociones que sintió en tan dichosa edad, dejemos a su donosa pluma el cuidado de enterar al lector de lo que era su pueblo y de la vida que hizo allí entonces.
«Guadix, dice, fue una de las más importantes colonias de los Romanos; después, en poder de los Moros, llegó a ser hasta capital de un reino: verificada su reconquista por los Reyes Católicos, aún conservó durante tres siglos algunos aires señoriles; y allá por el año de 8, cuando la invasión francesa, los graves señores que eran Regidores perpetuos vestían sendas capas de grana, ceñían espadín y se cubrían con sombrero de tres picos. Yo he alcanzado a conocer esta vestimenta de mi abuelo, que se conservaba en mi casa como una reliquia, y que nosotros, los hijos del 33, irreverentes a fuer de despreocupados, dedicamos a mil profanaciones en nuestros juegos infantiles.
»Como quiera que sea, cuando yo vine al mundo, Guadix era ya una pobre ciudad agrícola, o, por mejor decir, una ciudad de colonos. Los duques y marqueses a quienes se repartió su territorio después de la reconquista (y cuyas grandes y ruinosas casas, coronadas de torres, se ven todavía en solitarias calles), se habían ido a vivir a Granada o a la corte de las Españas; los otros pobladores empezaban a confundirse con la plebe, a consecuencia de la desvinculación, que había fraccionado sus caudales; las órdenes religiosas, dueñas de la mitad de la riqueza, habían sido privadas de sus bienes y suprimidas; el Provincial, su ilustre batallón provincial, se hallaba en Navarra o Cataluña peleando contra el Pretendiente; el Ayuntamiento veía limitadas sus atribuciones; los antiguos Corregimientos no existían; todo el mundo vestía ya de paisano, sin capa de grana ni espadín; los tradicionales Gremios pertenecían a la historia; ¡la Alcazaba era un montón de ruinas! De la antigua grandeza sólo quedaba en pie un monumento, y ese era la Catedral. La Catedral, bella, artística, rica, gobernada por insignes prelados y sabios cabildos, descollaba sola entre escombros romanos, árabes y semifeudales. ¡La Catedral era el único palacio habitado; el único poder que conservaba su primitivo esplendor y magnificencia; el alma y la vida de Guadix!
»En ella recibí mis primeras impresiones artísticas. Ella me dio idea del poder revelador de la arquitectura; allí oí la primera música; allí admiré los primeros cuadros. Allí también, en las grandes solemnidades, brillaron ante mi vista portentos de lujo (el tisú, el brocado, el oro, la pedrería), ora en cálices, custodias y andas, ora en las vestiduras. Allí, entre nubes de incienso, al fulgor de millares de luces, al son del órgano, escuchando las concertadas voces de los cantores y los gemidos de los violines de la capilla, entreví el arte, soñé la poesía, adiviné un mundo diferente del que me rodeaba en la ciudad. Y museos, teatros, monumentos arquitectónicos, conciertos, alcázares dorados, espectáculos brillantes, todo cruzaba por mi imaginación como una profecía; todo palpitaba en mis entrañas, cual si un ser misterioso se despertase dentro de mí; todo se me revelaba, a la manera que los fulgores de la Gloria brillan ante los ojos de los extáticos.
»Así, pues, las maravillas de la tierra, el sentimiento de las artes, el Sursum corda de la poesía, se manifestaron en mi existencia en horas de mística devoción, y la fe y la belleza, la religiosidad y la inspiración, la ambición y la piedad, nacieron unidas en mi alma, como raudales de una sola fuente».
De este modo, en su libro De Madrid a Nápoles, describe Alarcón su ciudad natal, a fin de dar exacta idea de la honda emoción con que cruzaba las calles de Roma el 26 de diciembre de 1860, al dirigirse a la basílica de San Pedro, donde el Padre Santo celebraba de Pontifical. Sirvan, pues, de fondo al cuadro de su vida literaria estas primeras emociones de su infancia, que él mismo escribió en uno de esos días solemnes en que los recuerdos más tiernos de la existencia vienen a nuestra imaginación con singular lucidez.
Alarcón estudió Filosofía con un sabio Lector exclaustrado, de la Orden de San Francisco, en el Seminario de Guadix, y se graduó de bachiller a los catorce años, en Granada, donde emprendió la carrera de Leyes. Pero el caudal paterno era escaso y tenía que subvenir a las necesidades de diez hijos, de los cuales nuestro escritor es el cuarto. Viose, pues, obligado a regresar a la solitaria ciudad donde residían sus padres, y, permutando la jurisprudencia por la Teología, volvió al Seminario, donde cursó las ciencias eclesiásticas. Pero al cambiar de domicilio y de atmósfera intelectual, no cambió de naturaleza, y su invencible vocación literaria no se entibió con los nuevos estudios, antes bien, las privaciones y las dificultades encendieron su alma de más ardientes deseos, desarrollando en ella la natural afición a las letras, a punto de convertirla en pasión o en vértigo.
Expulsadas ya entonces las Órdenes religiosas, sus casas quedaron completamente abandonadas y sus magníficas bibliotecas en poder de confiteros y tenderos de comestibles. No había ya frailes que enseñaran y predicaran; pero los libros entonces andaban tan a la mano de todo el mundo, que hasta el mismo Alarcón, niño, seminarista y pobre, logró formar en poco tiempo numerosa biblioteca. No había de serle fácil concertarla y ordenarla a quien tenía que leer a hurtadillas, y tomó la determinación de colocarla en su cabeza, antes que en habitación alguna de su casa. Claro es que libro latino que caía en sus manos, fuera santo Padre, poeta, historiador o filósofo, así de baja como de buena latinidad, lo devoraba sin tregua ni compasión; los castellanos, lo que es los castellanos, eran para él tortas y pan pintado, y en materia de buena o mala doctrina nuestro imberbe estudiante no paraba mientes; un obstáculo, sin embargo, le impedía leer todo aquello que deseaba: muchos de sus volúmenes estaban escritos en francés o en italiano, y Alarcón no sabía una ni otra lengua. Es evidente que, dado su carácter, tal dificultad había de empeñarle más en vencerla, poniendo a prueba su tenacidad y los recursos de su inteligencia.
El método de que se valió para entender las obras escritas en lenguas que no sabía, es tan sencillo e ingenioso a la vez, y prueba con tal evidencia la energía y capacidad de su autor, que no podemos renunciar a describirlo; porque además del mérito que en sí tiene, evidencia el carácter y la fuerza de voluntad de un joven, de casi un niño, que, andando el tiempo, había de dar muestras mayores de entereza y decisión para llevar a cabo sus propósitos.
Sin gramáticas, sin diccionarios, con dos ejemplares de la Jerusalén libertada, uno en francés y otro en castellano, llegó a entender la lengua de Montaigne; para conocer la en que Tasso había escrito, tuvo bastante con la Eneida en latín y en italiano. Juzgue el lector qué suma de trabajo, qué constancia y qué esfuerzo de voluntad supone la empresa de llegar al conocimiento de un idioma desconocido, por medio de la comparación y cotejo de sus palabras con las de otro que se sabe; y no basta para conseguirlo la voluntad y la constancia; necesario es, además de estas cualidades, inteligencia perspicaz y privilegiada memoria. De todo ello alardeó Alarcón en este empeño, y sin necesidad de más pormenores de su niñez, esto prueba que nuestro seminarista había nacido para cosas mayores que las que Guadix le prometía, y que crecía acariciando altos pensamientos acondicionados para más amplias esferas que una arrinconada ciudad andaluza.
Sus conocimientos se aumentaban como sus libros; pero, lo mismo que éstos en misterioso escondite, se amontonaban aquéllos en su inteligencia sin orden alguno; confusión espantosa de ideas heterogéneas, producida por revuelta y malsana lectura, reinaba en su mente; estudiaba, escribía y quemaba al mismo tiempo, sin criterio ni regla, y aquella agitación constante de su espíritu se agravaba con la lucha interior que simultáneamente sostenía. Una idea fija servía como de vértice a todas sus lucubraciones mentales: en ella paraban sus estudios, sus escritos literarios, sus aspiraciones todas; Madrid, el centro de todas las ambiciones, el crisol donde se depuran todas las inteligencias, el gran taller donde se labran las estatuas.
¡Sin vivir en Madrid no se puede llegar a ser grande hombre!
Así discurría el rebelde estudiante teólogo, y a satisfacer este deseo dirigía sus pasos; pero sus padres, ¡ya se ve! amantes y previsores como todos lo son, con mayor caudal de hijos que de bienes, y más atentos a la conveniencia positiva de la familia que a las descabelladas ilusiones de su hijo Pedro, pensaban de muy distinta manera, y habían resuelto, por convicción y por necesidad, no variarle de carrera, ni mucho menos facilitarle medios para vivir en la corte.
Tal resolución, vista con imparcialidad, no dejaba de ser razonable: tenían muchos hijos, y era muy natural que aspiraran a que los mayores fueran con el tiempo guía y amparo de los pequeñuelos. La carrera eclesiástica, ya entonces decaída y maltrecha, no lo estaba tanto como ahora, y aún ofrecía subsistencia segura y decorosa: en ella podía aspirarse a elevadísimos y retribuidos puestos; y, bien mirado, si Dios se servía inclinar las dotes intelectuales con que había adornado al joven Alarcón, al estudio de las ciencias eclesiásticas, no hubiera sido milagro verlo algún día con manto y muceta en coro catedral entonando salmos y antífonas, o con báculo y mitra otorgando bendiciones episcopales. Algo de esto debían de esperar aquellos padres del despejo y capacidad de su hijo, cuando tal empeño pusieron en disuadirle de sus inclinaciones literarias, cosa muy razonable además, si se tiene en cuenta que en tales tiempos el cultivo de las bellas letras era todavía más estéril y precario que ahora.
El mismo poeta no desconocía acaso el fondo de verdad que resaltaba en las amonestaciones de su familia; y esto por una parte, y por otra la idea del dolor y la desolación que penetraría en su casa el día que él saliera de ella, le mantuvieron en un estado de lucha entre su amor filial y su vocación, violentísimo en un hombre, casi inconcebible en quien acababa de salir de la infancia. Días, meses, años pasó en esta dolorosa y desesperada situación; pero en ella templó su alma para otras más terribles que en lo porvenir le esperaban. Llegó, por fin, un momento en que comprendió la necesidad de decidirse, y viéndose sin fuerzas para abrazar el estado eclesiástico, al cual no tenía inclinación, y sin los recursos paternales para emprender otra carrera, decidió salir de Guadix por cuenta propia. Alarcón no tenía dinero ni cosa que lo valiera; y como era incapaz de acudir a una superchería para proporcionárselo, formó el propósito de ganarlo dentro de su pueblo y aplazar su partida hasta que lo tuviese. Honradez, entereza de carácter, integridad, altivez, llámese lo que quiera, nuestro escritor puede envanecerse de haber atenuado mucho su desobediencia filial con rasgo tan raro, tal vez único en nuestros tiempos entre los jóvenes que se han hallado en su caso. Tenía verdadera fiebre por venir a la corte, carecía de recursos, hubiera podido proporcionárselos pidiéndolos prestados o cometiendo una mala acción que no imprime carácter en un joven de su edad, y sin embargo, prefirió esperar y buscar lo que le faltaba, trabajando sin saber cómo ni en qué. Este hecho revela el carácter de un hombre, y merece referirse. Veamos por qué difíciles, pero ingeniosos medios, se abrió el camino de Madrid.
Era paisano y amigo de Alarcón el novelista Torcuato Tárrago, y a la sazón residía en Guadix. Por mediación de éste, hallábase en relaciones y se carteaba con un personaje de la culta Cádiz, donde había imprentas, aficiones literarias y muchos de aquellos elementos de que nuestro poeta carecía en su ciudad natal. Concibió, pues, la idea de fundar en Cádiz una revista literaria que debía escribirse en Guadix; púsolo en conocimiento de Tárrago, y ambos de acuerdo, convinieron con el Mecenas gaditano en dar todo el original que se necesitara para el periódico, con tal de que él se comprometiera a sufragar los gastos y contribuir con los elementos materiales necesarios para la empresa.
A esto debió su origen El Eco de Occidente, semanario de literatura, ciencias y artes, que se publicó durante tres años en Cádiz y en Granada; y donde por primera vez vieron la luz pública trabajos de Alarcón, que más adelante, corregidos y reformados, volvieron a publicarse en Madrid. Buena fortuna logró El Eco de Occidente entre los andaluces, y no fue mala tampoco la de Tárrago y Alarcón, asociándose a un empresario que, tan pronto como cubrió gastos el periódico, les cedió todos los productos de las suscripciones de la provincia de Granada. De resultas de esto, el aprendiz de teólogo, que tuvo buen cuidado de ahorrar y ocultar sus ganancias, se creyó un capitalista al cabo de un año, y con el dinerillo reunido y su resolución, alimentada y fortalecida durante muchos meses, huyó de la casa paterna el 18 de enero de 1953.
Hizo parada en Cádiz, donde organizó a su gusto El Eco de Occidente, y un mes después entraba en la corte, como todos los estudiantes calaveras, con poco dinero, muchas esperanzas y un robusto legajo de versos, donde se encerraban más ilusiones que endecasílabos, y eso que éstos, como los franceses de Roncesvalles, eran incontables. Sin amigos, sin protectores, sin cartas siquiera de recomendación, nuestro prófugo se acomodó en Madrid como Dios le dio a entender, y al día siguiente se fue en busca de un editor que le comprara sus versos, o por lo menos que se los publicara.
Cada época tiene sus caprichos y sus modas literarias, y en aquélla El Diablo Mundo era, como si dijéramos, la cúspide de lo bello, el non plus ultra de la poesía. Nadie entendía aquel intrincado laberinto; pero precisamente por eso lo admiraba todo el que presumía de literato antes de serlo (lo mismísimo pasa hoy con otras obras), y el número de los admiradores era inmenso. El poema, o lo que sea, no tenía fin, su autor, justamente célebre por mejores títulos, había muerto, y todo poeta novel se creyó obligado a completar el pensamiento y la obra del gran Espronceda, que el público esperaba con ansiedad. ¿Cómo era posible que nuestro Alarcón dejara de echar su cuarto a espadas, probar fortuna en tan difícil, arriesgada y grandiosa empresa? Dos mil versos, continuación del Diablo Mundo, presentó al editor madrileño; pero con tan mala estrella, que a las primeras palabras éste le hizo saber que acababa de publicar el íntimo amigo de Espronceda, y afamado autor de María, D. Miguel de los Santos Álvarez, la verdadera continuación de aquella obra estupenda. Mal empezaban en la corte las aspiraciones del novel romántico; pero él fue siempre filósofo, y como tenía dinero, quemó tranquilamente sus versos y se consoló oyendo cantar buenas óperas en el teatro Real, que era por entonces la afición más desordenada de su vida.
A todo esto continuaba sin amigos ni protectores; se le acababa su capital, y sus ilusiones volaban como alma que se lleva el diablo, sintiendo ya en el fondo de su alma ese gusanillo que nos dice que hemos obrado mal, y nos representa tan al vivo las amarguras y dolores que hemos causado. Alarcón se acordaba ya con pena de la que causaba a sus padres, y su amor filial, que sólo al dejar la casa de Guadix se había entibiado, volvía a renacer en su alma con más vigor, para seguir creciendo toda su vida. Deseaba reconciliarse con su familia, aunque no volver a su pueblo, y como no hay mal que por bien no venga, el de presentarse en Guadix vino compensado con el bien de la cariñosa y codiciada reconciliación.
Cayó soldado, y él, que voluntariamente se había declarado prófugo de la casa paterna, creyó que podía pasarlo peor siéndolo del ejército; y sin vacilaciones ni dudas emprendió su regreso a la ciudad natal, no dejando rastro de su estancia en la corte, ni llevándose nada de aquello que había traído en su cabeza y en su bolsillo. El hijo pródigo volvía al hogar, y sus padres, afligidísimos desde su partida, esperaban con los abrazos abiertos al hijo predilecto. Los padres, es natural, siempre son así: quieren más al que menos lo merece. Y sin embargo, esto, que tiene visos de verdad desconsoladora, es hermosísima prueba que aquilata el amor paternal. No quieren más al hijo ingrato que los abandona, sino que su amor se enciende con más vivo fuego por aquel que temen perder moralmente, ni más ni menos que por el enfermo cuya vida está en peligro.
Alarcón volvió a su casa a recibir el perdón que sus padres le otorgaron de buen grado y sin humillarle, pero no sin las severas amonestaciones y sanos consejos que su proceder había merecido. Hicieron el gran sacrificio de redimirlo del servicio militar; y convencidos de que la vocación de un joven tenaz y voluntarioso no se tuerce fácilmente, le otorgaron su permiso para que viviera en Granada, desde donde deseaba dirigir El Eco de Occidente. Allí se trasladó, continuando la publicación del semanario, aún con mejor fortuna que en Cádiz; permaneció un año en la ciudad de Boabdil, entrando a formar parte desde luego de aquella famosa sociedad de jóvenes literatos y artistas llamada por entonces La Cuerda, y compuesta de los que después compusieron en Madrid la famosa Colonia granadina. Castro y Serrano, Moreno Nieto, Fernández Jiménez, Manuel del Palacio, Soler, Salvador de Salvador, Leandro Pérez Cossío, Mariano Vázquez, Alarcón y otros lucieron los primeros alardes de su ingenio durante casi todo el año de 53 ante el público granadino, que no contento con aplaudirlos en reuniones privadas, iba a admirarlos al Liceo y a la Academia.
En esto llegó a Granada el eco de la triunfante rebelión de Vicálvaro, que removiendo allí, como en toda España, ánimos inquietos y espíritus levantiscos, produjo motines y asonadas, resucitando odios añejos y excitando las pasiones políticas, a que tan dado es, por desgracia, nuestro pueblo. Alarcón tenía entonces veinte años, carácter vivo y emprendedor, ambición de nombre, imaginación aventurera y amor inconsciente, pero sincero, a lo que suelen llamar libertades populares; no fue mucho, pues, si despreciando el peligro personal y no conociendo a fondo las consecuencias ulteriores que provocaba, se puso al frente del movimiento insurreccional, sorprendió un depósito de armas, las distribuyó al pueblo, ocupó el Ayuntamiento e invadió la Capitanía general. Hizo aún más: fundó un periódico llamado La Redención, y desde allí provocó con ímpetu temerario la hostilidad del clero, de la milicia nacional y del ejército. Contra todos luchó valerosamente, y fue fortuna suya no quedar vencido en tan desigual combate, pues sin ella, no le hubieran bastado su mucho talento, su valor indomable, ni su probada entereza, contra tan poderosos enemigos. Venció; pero quedó cansado y con la dolorosa convicción de la esterilidad de sus esfuerzos; por lo cual decidió volver a Madrid, donde con más juicio y tranquilidad podría exponer sus teorías y recoger menos espinosos frutos.
Dejó, pues, los amargos placeres de su influencia revolucionaria en la provincia de Granada, y vino a Madrid a ser dueño comanditario de un humildísimo sotabanco; en él residió la antigua Cuerda, con el nombre más aristocrático de Colonia granadina, pero adornada del expresivo lema de ¡Sin un cuarto!, que tenía la ventaja de ser, además de lema, verdad indiscutible. Desde las alturas de aquella desencantada mansión llovieron a porrillo sobre la corte versos, artículos, chistes, melodías, dibujos, cuentos y anécdotas, que llegaron a ser celebrados y pedidos con ansia por la culta sociedad madrileña; con esta benéfica lluvia de gracias, cayeron también los nombres de sus autores, y muy pronto se popularizaron y aun se hicieron célebres; pero siempre, eso sí, siempre ¡Sin un cuarto! El lector que deseara más noticias de nuestro poeta en esta época, puede recogerlas sin dificultad en los tres primeros tomos de esta edición de sus obras, donde las hallará narradas con el sabroso y natural gracejo que constituye la primera cualidad del escritor de que tratamos.
Por aquellos tiempos publicábase en Madrid un libelo, más bien que un periódico satírico, destinado a derribar a la señora que ocupaba el trono, y apadrinado por un alto personaje que después ha muerto con reputación de ser el arquetipo de la lealtad. ¡Así es el mundo! Todavía en aquella época había partidos y políticos creyentes, y contra El Látigo, que así se llamaba el periódico, se levantó una cruzada de partidarios leales de la Monarquía, aunque caídos por aquel entonces, dispuestos a defender por todos los medios a la Reina y a la señora. Su entereza y decisión logrolo de manera que a poco las retractaciones se hicieron casi diarias, frecuentes los cambios de director y redactores, comunes las actas de compromiso a no repetir los ataques a la persona que ocupa el trono, y el periódico quedó sin interés ni atractivo por falta de escritores que se atrevieran a continuarlo en el tono y sentido en que había sido fundado. Así estaba El Látigo cuando le ofrecieron a Alarcón la plaza de director, sin ocultarle los riesgos que llevaba consigo.
Pero ¿quién le tosía a nuestro escritor guadijeño, con sus veintiún años, su sangre andaluza y revolucionaria, buscarruidos por inclinación, sin un cuarto, y ante la ocasión de hacerse célebre en pocos días? Liose pues, la manta, y sin reparar en barras se metió de hoz y de coz en la dirección y redacción de El Látigo, y tan a maravilla hizo su papel, que al poco tiempo se hallaba pendiente de un duelo a muerte. Hable, pues, él en este asunto, que lo hará mejor que nosotros.
«A los veintiún años (dice), caballero andante de la revolución y soldado del escándalo, luché cara a cara con el poder más fuerte de mi patria, para venir a verme una mañana de febrero, solo en un campo desierto, a merced de mis enemigos, no sabiendo mi imperita mano defender mi vida, y debiéndosela a una noble genialidad de mi contrario, mientras que mis cómplices de redacción se lavaban las manos, o hacían todo lo contrario de lavárselas.
»Pero si mi desengaño y mi pena fueron horribles, el escándalo había sido igual, y cáteme usted ya célebre en la villa y corte, cuando apenas me apuntaba el bozo, y consagrado demagogo por las mil trompetas de la fama, el mismo día que dejaba de serlo. Tan cierto es que aquel día acaeció algo muy grave en mi corazón y en mi inteligencia, que desde entonces, hasta que volví a publicar una idea política, ¡dejé pasar nueve años!…, toda mi juventud».
El lance de honor que para Madrid fue un acontecimiento, al que asistieron como jueces el actual Duque de Rivas y D. Luis González Brabo, fue para Alarcón un suceso que modificó profundamente su modo de pensar y le abrió nuevos caminos para lo porvenir. En el momento supremo, cuando se vio abandonado por los que le habían comprometido, cuando sólo halló amigos y favorecedores en sus adversarios políticos, cuando reflexionó en los escritos que motivaban aquel duelo y que iba a defender y defendió a pistoletazos, toda la poesía que él se había imaginado cayó ante la triste realidad, y allá en el fondo de su alma vio que, si su imaginación exaltada y aventurera le había conducido a las mayores exageraciones, su corazón noble y caballeresco se negaba a reñir batallas por defender principios y teorías que, cuando pensaba en ellas con ánimo sereno, estaban muy lejos de satisfacer sus ideales.
Desde aquél día no volvió a ocuparse de política, y retirándose a Segovia para reponer su quebrantada salud, entregose en absoluto al cultivo de la literatura. A El final de Norma, que escribió en su tranquilo retiro, siguieron varios artículos que publicó en El Occidente, reseñando la Exposición de la Industria de París, adonde se había trasladado en aquella primavera, y con los cuales puso el sello a su reputación de crítico y literato. Más de cien impresiones se han hecho de su artículo La Nochebuena del poeta, que escribió en aquel año, y con ser tantas las ediciones y tan agitados los años que han transcurrido, todavía solaza su lectura y se reproduce con frecuencia para dar saludable y ameno entretenimiento a los aficionados a las bellas letras. Desde esta época hasta fines de 1857, raro era el periódico o revista donde no se hallara la firma de Alarcón al pie de trabajos literarios. El Occidente, La Discusión, El Criterio, La América, El Museo Universal, El Semanario Pintoresco, La Ilustración, El Eco Hispano-Americano, El Mundo Pintoresco, El Correo de Ultramar y otros muchos periódicos, participaron de la fecundidad de nuestro escritor; y los artículos de costumbres, las novelas, las revistas locales y de viajes, llevaron su nombre con aplauso por toda la Península. No descuidó tampoco el teatro, antes bien dedicó a la crítica dramática una buena parte de su tiempo, siendo por algunos años el terror de los literatos que escribían para la escena, pues su crítica era severa, acerada, aguda y nutrida de lógica y sólido razonamiento. Muchos disgustos le valió el cultivo de este género de literatura, que siempre lastima la susceptibilidad de los criticados; pero el mayor de todos lo recibió cuando quiso que se representara una obra dramática que acababa de escribir.
A fines del año de 1857 se anunciaba en los carteles del teatro del Circo un drama titulado El hijo pródigo. Llenose la platea, la noche del estreno, de periodistas, poetas y artistas de todas las categorías y condiciones, y de aficionados a las primeras representaciones, en quienes la de aquella noche había excitado mayor curiosidad. Rara vez el público se dispone a oír la obra de un escritor conocido con imparcialidad completa. El nombre del autor, sus antecedentes literarios, sus ideas políticas, sus triunfos o derrotas anteriores, las simpatías de que goza en el círculo de los del oficio, los acontecimientos del día y hasta la temperatura, influyen en el ánimo de los espectadores, predisponiéndoles a levantar o rebajar el éxito de la obra que se representa. Aun antes de levantar el telón la noche del estreno de El hijo pródigo, ya se veía el espíritu de hostilidad que dominaba en una gran parte de los que habían de juzgarle; los chistes de unos, las hipócritas e intencionadas alabanzas de otros, los ataques no disimulados de aquellos que deseaban vengarse del crítico que tan severamente había juzgado sus obras, y el desdichado carácter español, propicio siempre a dejarse arrastrar por el camino que más perjudique al compatriota que se eleva, formaban aquella noche una atmósfera tan contraria a la obra de Alarcón, que bien a las claras se veían las malas condiciones con que se entraba en el palenque dramático, y, sin esperar a que se alzara el telón, podía asegurarse que el drama tenía que luchar con elementos contrarios y con diez probabilidades de éxito contra noventa. El drama, sin embargo, impuso silencio a sus detractores; se apoderó desde el principio de una parte del público; reconcilió después con otra a su autor, y por último arrancó ruidosos aplausos. Alarcón fue llamado a la escena repetidas veces, salvándose la obra y proporcionándole un triunfo legítimo. Pero si la colectividad había sido vencida y subyugada, las individualidades tenían aún recursos para impedir que el autor gozase de las ventajas de la victoria; y, en efecto, al día siguiente muchos periódicos lanzaban apasionadas críticas del drama, ocultando la verdad del éxito unos, afirmando que no lo había tenido otros, desfigurando su argumento algunos, tachándole de inmoral no pocos; cuál aseguraba que había sido silbado, cuál otro que los aplausos eran comprados; quién declaraba que nadie asistía al teatro aunque seguía anunciándose El hijo pródigo; quién aconsejaba que se dejase de ir al Circo; en fin, el clamoreo fue tal y tan contradictorio, que la opinión no pudo formar verdadero juicio de la obra; porque entonces, aunque la prensa periódica, en su parte literaria, no era tan apasionada e injusta como en el día, estaba ejercida por personas de más ingenio y valía, teniendo, por consiguiente, más autoridad en el público. Desdichadamente para los que escribían obras dramáticas, los críticos de los periódicos merecían crédito de sus lectores, y ejercían verdadera influencia en su ánimo, y cuando la emprendían injustamente con algún autor, le causaban perjuicios positivos en la reputación y en los intereses. Hoy es otra cosa: la talla de los críticos de teatros, en general, ha disminuido tanto como la parcialidad y la pasión se han desarrollado, y si bien todavía la prensa periódica no ha llegado a ser completamente inofensiva, en este punto su influencia en el público es tan pasajera, que apenas si logra dañar o favorecer a los autores en las primeras representaciones.
Profundamente herido Alarcón por la confabulación que la injusticia, la envidia y la venganza habían tramado contra su drama, resolvió retirarlo de la escena y no autorizar jamás su representación. Veinticuatro años han pasado, y ni ha vuelto a escribir para el teatro, ni ha consentido, por más instancias que se le han hecho, la representación de El hijo pródigo, obra que, no estando libre de defectos, tiene cualidades relevantes, y a la cual profundos críticos, que la han juzgado años después, le han señalado el puesto que merecía en las letras y que le habían negado los criticados que presenciaron su estreno.
Escarmentado en esta tentativa dramática, y sin amor ninguno a la política aventurera, pero conservando su carácter activo e inquieto, penetró nuestro poeta en lo que suele llamarse gran mundo, y claro es que con su gracejo y desenvoltura había de figurar en él en primera línea. Los salones más aristocráticos y los círculos más en moda se honraban con su presencia, y él, que en toda ocasión lleva consigo la noble emulación de distinguirse, lo consiguió de tal manera en esta época, que, en dondequiera que se buscaba el ingenio y la galantería, la persona de Alarcón era indispensable. Su vida fue, pues, durante dos años una verdadera novela en acción, con todos los accidentes y episodios poéticos y dramáticos que pueden adornar a la más interesante que corra impresa por el mundo. Espectador que observa y estudia en lo que ve, actor que sabe aprovechar las lecciones que la experiencia da constantemente al hombre, y artista que encuentra la parte más bella de las cosas y de los sucesos, Alarcón fortaleció en este tiempo su espíritu con los conocimientos de la vida real y del corazón humano, aprovechándolos para todas sus obras literarias, recogiendo a la vez un caudal de relaciones y amistades que le ayudaron a fijar definitivamente sus doctrinas políticas en un término medio, tan distante de la anarquía como del despotismo. Su íntima amistad con Ros de Olano, y sobre todo con Pastor Díaz, influyó grandemente en que el carácter del fogoso poeta guadijeño se hiciera más grave que lo había sido hasta entonces, dejándole ver las cosas del mundo tales y como eran, y sin los adornos utópicos de que su imaginación solía revestirlas. Pastor Díaz lo trató como a un hijo, y como tal lo asistió Alarcón en su postrera enfermedad hasta que recogió su último aliento, conservando hoy su memoria con el respeto y gratitud que a sus maestros debe toda alma bien nacida.
Pero ni el bullicio del gran mundo, ni las distracciones de aquella alegre vida, ni tan siquiera los amoríos harto ruidosos en que nuestro escritor disipaba mucho tiempo, fueron parte a quitarle sus aficiones literarias, ni aun a amenguar la fecundidad de su pluma: nuevas novelas, nuevos artículos, nuevas poesías brotaron de ella, en tanto que, dando muestras de viril patriotismo en medio de aquella tempestad de pasajeras impresiones exclamaba ardorosamente:
«Méjico, Gibraltar, la raza impía,
que, afrentando la sombra de Cisneros,
con júbilo soez nos desafía.
¿Será que siempre nos aguarden fieros
sin que salten ¡oh Dios! a la venganza
trémulos de la vaina los aceros?».
Un año después de escribir esto sentaba plaza de soldado voluntario en el ejército de África, y, dejando la vida brillante y alegre de los salones por la penosa y austera de los campamentos, pasaba el Estrecho con el batallón de Ciudad Rodrigo, a las órdenes del general Ros de Olano.
¿Qué honda amargura sufriría el alma de nuestro poeta para cambiar tan bruscamente de manera de vivir? ¿Qué desengaño le hacía huir del gran mundo para pelear contra moros en las playas de África? ¿Por qué abandonaba el hombre de moda la sociedad en que ocupaba tan distinguido puesto, para hacer la vida obscura y penosa del soldado? Nada extraordinario le había ocurrido: España llamaba a sus hijos, y en Alarcón renacían los instintos patrióticos de sus primeros años; aquellas ardientes aventuras políticas de Granada, aquellos discursos revolucionarios del bienio, aquellos artículos furibundos de El Látigo, no eran sino emanaciones del belicoso patriotismo que ardía en su alma, y que, pugnando por desbordarse, salía por cualquier parte en busca del peligro. Alarcón no era revolucionario, como no lo han sido tal vez la mayor parte de los hombres que han figurado en la revolución; pero tenía en su alma el calor y la inquietud propios de los hijos del Mediodía, alimentaba su espíritu con los recuerdos gloriosos de los antiguos capitanes españoles, y, a falta de ocasión para seguir las huellas de los Pelayos, Corteses y Córdovas, se contentaba con parecerse a los Padillas y Maldonados, ilustres todos por el valor que mostraran, pero muy diferentes por la causa en que lo emplearon. ¡Alarcón había soñado toda su vida con África! ¡con Méjico! ¡con Gibraltar! ¡con Portugal! y no era mucho que, al oír el grito de guerra que llamaba a los hijos de Cisneros para continuar su empresa de África, dejara todo lo del mundo por contribuir a la realización de sus sueños. Era joven, tenía ya nombre estimado como escritor y como poeta; la paz le brindaba con todas sus delicias; pero «por ventura (pensaba Alarcón), ¿no eran jóvenes también como él, y poetas, y escritores, los Ercillas y Garcilasos, y los Camoens, Cervantes y Calderones?».
Con más fortuna, aunque no con menos peligro, hizo su campaña el soldado poeta de nuestros días, que algunos de aquellos a quienes imitaba, y, sin embargo, trajo de la guerra un balazo, dos cruces y un libro. Del balazo y las cruces hace él orgulloso alarde, y tan inmodesto en esta materia, que suele narrar el hecho a sus hijos para que lo admiren hoy y lo imiten mañana. Con el libro es más modesto, pues no lo celebra nunca; pero nadie ignora que de aquella obra, escrita en los campamentos, se tiraron cincuenta mil ejemplares, que debieron de producir en venta cerca de tres millones. ¡De tal manera la acogió el público de entonces! El de ahora ha dado en decir que es el mejor libro de D. Pedro Antonio de Alarcón, a quien con frecuencia se le designa con el honroso nombre del autor del Diario de un testigo de la Guerra de África.
No se hizo rico el recluta de Ciudad Rodrigo, a pesar de los tres millones que produjo su obra; pero sí recibió del editor, más espléndido de lo que se acostumbra, dinero bastante para vivir holgadísimamente, y esta vez sin trabajar, una muy larga temporada, que él inauguró emprendiendo un viaje por la hermosísima, incomparable Italia. Quien ame la belleza y sea artista de corazón, siga su ejemplo, y hallará para lo porvenir nuevos mundos, elevadísimos puntos de vista, ilimitados horizontes, refugio y amparo de toda alma dolorida; el arte antiguo y moderno en sus más asombrosas maravillas; aquellas ruinas, hijas del tiempo, de la barbarie y de las revoluciones, que, como la zarza sagrada, arden sin consumirse y varían de forma sin perder su belleza; aquella naturaleza que empieza en las gigantescas escabrosidades de los nevados Alpes con los recuerdos de Aníbal y Napoleón, para terminar en los hermosísimos jardines de Chiaia y de Sorrento, donde viven todavía nuestros Córdovas y Toledos; aquella Roma, hija de bárbaros, reina del mundo, madre de toda civilización, por donde vagan confundidas las sombras de todas las grandezas humanas, los reyes, los cónsules, los tribunos, los emperadores, los papas, los sabios, los guerreros, los poetas, los artistas, los monstruos y los mártires. Alarcón atravesó gozosamente Francia, Suiza o Italia; pero no por eso dejó de sacar fruto de su viaje: no duró éste arriba de seis meses, y sin embargo, de tal modo supo aprovechar el tiempo nuestro escritor, que, al terminarlo, ya tenía en cartera un amenísimo e interesante libro, que con el título De Madrid a Nápoles dio al poco tiempo a la luz. Había visto con ojos de artista y espíritu observador las obras más bellas de la inteligencia humana; había hablado con Rossini en París, con Cavour en Turín, con Pío IX en Roma; había asistido al sitio de Gaeta, presenciando la caída del último y legítimo rey de las Dos Sicilias; su libro pues, tiene algo de todos los géneros de literatura por él cultivados, y, a la vuelta de un capítulo que trata puramente de arte, viene otro esencialmente político, que precede tal vez al que trata de las costumbres del país que recorre. Este libro tiene algo de todas las cualidades de su autor; pero se distingue más que ningún otro de los suyos por el juicio y la serenidad de espíritu con que aprecia los hechos y las personas: hay todavía en sus teorías levadura revolucionaria; pero en la manera de sentir, allí donde deja correr libremente su natural inspiración, escribe como un tradicionalista a la moderna. Es reaccionario cuando siente, liberal cuando piensa, y en toda ocasión prudente y exacto, como quien tiene experiencia del mundo y de la vida humana.
Por este tiempo estaba en el poder la Unión liberal, más vigorosa y rozagante que nunca. Su política descreída y reselladora había recogido los elementos dispersos de todos los partidos, por buenos o malos medios; y a la verdad que no dejaba de ser práctico un partido cuyas doctrinas servían tanto a los que procedían de la revolución como a los que venían del campo reaccionario. Alarcón había conocido y tratado en África al general O’Donnell, y, además del afecto personal, le ligaba a él esa relación que existe entre el soldado y el caudillo que le lleva a la victoria: era ya conservador en el fondo de su alma, y además se sentía arrastrado hacia aquel hombre político, que por lo menos predicaba el orden desde el poder y lo imponía cuando tenía necesidad; por consiguiente, nuestro antiguo demagogo estaba ya en espíritu dentro de la Unión liberal; pero la Unión liberal era Gobierno, y Alarcón estimaba en tanto su decoro, que no podía confundirse con la turbamulta que en aquellos tiempos vendía su primogenitura por un plato de lentejas. Instado por sus amigos personales, llamado con promesas y halagos, supo resistir toda tentación de afecto y de interés, negándose a prestar su pluma y su palabra a la defensa de un partido que no le era repulsivo, al que se sentía inclinado, pero de cuya defensa no podía encargarse sin las apariencias de resellamiento. En esta situación expectante permaneció dos años, al cabo de los cuales cayó el Ministerio del Duque de Tetuán, cayendo con él la barrera que impedía a Alarcón militar en las filas de la Unión liberal. Esta evolución del soldado de África, pasándose a un partido que había perdido el poder después de conservarlo muchos años, tal vez no obtuvo el aplauso de sus antiguos amigos políticos; pero nadie pudo calificarla de interesada, antes bien lo hizo dando muestras inequívocas de que obedecía a una convicción sincera, hija de madura reflexión. Ni aun se le podía atribuir la esperanza, que entonces era remota, de próxima vuelta al poder; pues si bien la Unión liberal lo obtuvo poco tiempo después, Alarcón no ocupó puesto alguno retribuido, obedeciendo siempre a razones de delicadeza, que debían tener muy presentes aquellos que cambian de opinión sin cambiar de destino, o que, siguiendo el título de la antigua comedia, creen lícito mudarse por mejorarse.
Un golpe dolorosísimo vino a contristar el ánimo de Alarcón. Su padre, ya extenuado por larga y penosa enfermedad, falleció en el año de 1863, bendiciendo a sus nueve hijos, especialmente al antiguo prófugo, que mucho le ayudaba desde Madrid en el difícil cargo de jefe de familia. Aquel empeño particular de ver sacerdote a su hijo Pedro y en dignidad respetable, lo vio realizado el anciano en otro hijo menor. Nuestro poeta contribuyó poderosamente con su consejo a que su hermano abrazara esta carrera; le ayudó a seguirla, influyó para que adelantara en ella, y cuando el autor de sus días, postrado y moribundo, pedía con fe y esperanza la presencia del ausente hijo sacerdote, beneficiado entonces en una catedral de Galicia, para que quedase al cuidado de las que iban a ser viuda y huérfanas, llegó éste con el nombramiento, que su hermano Pedro le había alcanzado, de canónigo de la catedral de Guadix. ¡Tan cierto es que en los momentos supremos de la vida hay revelaciones providenciales (que Dios otorga al amor ferviente de los que con fe le piden), como lo fue que el padre de Alarcón adivinó que la presencia de aquel hijo suyo era don de la misericordia divina! No hubo necesidad de decirle que era canónigo de Guadix y que iba a sustituirle en sus deberes paternales; él lo adivinó al verlo entrar en la cámara mortuoria, y, como si no esperase más para dejar el mundo, expiró rodeado de toda su familia, y bendiciendo a aquel hijo desobediente y rebelde a los veinte años, que, después de realizar sus esperanzas de gloria en el palenque de la literatura, era ya padre cariñoso de sus hermanos, y consuelo de su anciana madre.
Conque volvamos al Alarcón político.
En el periódico La Época hizo su primera campaña contra el Ministerio Miraflores, defendiendo a la Unión liberal; campaña que, como era lógico, le atrajo la enemistad del Gobierno, y su oposición a que fuera diputado en el Congreso que acababa de ser convocado. Él, sin embargo, quiso corresponder a los deseos de sus paisanos de Guadix; se presentó en el distrito, y, sólo cuando la oposición ministerial se extremó cruelmente, retiró su candidatura, más por miedo a los perjuicios que indirectamente pudiera causar a sus amigos, que por falta de fe en el éxito de la elección. Cumplido este deber de gratitud y consideración a las personas que estaban dispuestas a favorecerle, se creyó en el caso de arrostrar él solo las iras del Gobierno, y, al retirar su candidatura, denunció ante el país al Gobernador de la provincia, que le hacía víctima de tantas injusticias y atropellos. Consecuencia de esto fue verse demandado ante el tribunal de imprenta y en la necesidad de defenderse por sí mismo. Todo Granada acudió a la vista de la causa, y Alarcón, que nunca había hecho profesión de orador, lo fue en aquella ocasión tan sincero, tan ardiente y con tal elocuencia, que su discurso terminó entre los aplausos del auditorio; le absolvió el tribunal, y el Gobernador tuvo que salir aquella noche de Granada, haciendo dimisión de su mando.
De vuelta a Madrid, fundó Alarcón, con los señores Mantilla, Navarro Rodrigo y Núñez de Arce, La Política, periódico que se inauguró haciendo oposición violenta y lucidísima al Ministerio Miraflores, que cayó a los pocos meses.
En la nueva lucha electoral que se empeñó en seguida, fue más afortunado que en la anterior, pues derrotó al candidato ministerial, que con toda su influencia apoyaba el general Narváez, Presidente a la sazón del Gabinete. En la poca vida de que gozaron estas Cortes, Alarcón se distinguió por sus discursos de oposición, enérgicos y elocuentes, discursos que eran ya título más que sobrado para obtener un puesto político de primera línea, cuando subió de nuevo al poder el Duque de Tetuán. Pero Alarcón no había olvidado su desdichada campaña de El Látigo; estaba ligado a un partido a quien defendía con fe y abnegación, mas no se creía obligado a sacrificarle su dignidad, aceptando una posición oficial que le imponía deberes hacia la persona contra quien tanto había trabajado. Limitose, pues, a ser segunda vez diputado, sirviendo como tal al Gobierno, y defendiéndolo siempre que pudo con lealtad y desinterés.
En este año de 1865 debía realizarse en su vida nueva transformación, meditada por él hacía tiempo, y que iba a decidir definitivamente de su destino. Contaba treinta y tres años cuando contrajo matrimonio en Granada con doña Paulina Contreras y Reyes, persona en quien Dios quiso que se juntaran la belleza corporal y la bondad del alma para que la obra fuera completa. Este don divino no lo agradecerá nunca bastante (y eso que lo agradece mucho) el arrepentido calavera de otros tiempos, pues aunque Alarcón era ya en aquellos muy aceptable para marido, distaba mucho de merecer mujer tan buena como la que Dios le daba. Verdad es que El que todo lo sabe no ignoraba que el antiguo seminarista tendría aún más cualidades como casado, que defectos había tenido como soltero. Este suele decir que gran parte de la felicidad que el matrimonio le ha proporcionado se la debe a su experiencia y tino, puesto que, despreciando vanas pompas y ventajas materiales del mundo, fue a buscar, con conocimiento de causa y premeditación sostenida, compañera cuyo carácter y virtudes le garantizasen la dicha del alma. Difícil es encontrar el diamante, difícil es no confundirlo con piedra menos preciosa, o falsa del todo; no es fácil hallarlo puro, brillante, sin mancha que lo deslustre, ni capa exterior que le haga parecer pedrusco sin valor ni mérito, y es todavía mucho más difícil, aun hallado con estas cualidades, el hacerlo propio, cuando son tantos los que aspiran a poseer tal maravilla. No se envanezca, pues, el dichoso, ni tome como mérito suyo el bien que recibe, pues muchos, en tan buenas disposiciones como él, han buscado ese diamante, y unos no lo han hallado, otros lo han hallado falso, otros feo, y los más, si lo encontramos verdadero, no conseguimos hacerlo nuestro. Dé, por el contrario, muchas gracias a Dios el afortunado mortal que ha recibido tal mujer y tales hijos, y no se engría tampoco de ser buen padre y buen marido, pues todo ello es deuda que paga, y no gracia que hace. En fin, sean cuales sean las causas y sus consiguientes obligaciones, lo cierto es que el estudiante calavera, el literato de mala vida, el soldado de África y el hombre del gran mundo, es hoy el más fiel y formal de los maridos y el más bonachón de los padres.
En 1866, bajo el Ministerio Narváez-González Brabo, firmó la célebre protesta de los diputados unionistas, que le valió el destierro, lo mismo que a sus compañeros; acto gubernamental en que tuvo origen, según la opinión de algunos, la famosa revolución de septiembre. Alarcón se fue a París, y, levantado que le hubieron el destierro, se retiró a Granada, donde se estableció y escribió el canto épico titulado El Suspiro del Moro, premiado con la medalla de oro en el certamen que aquel Liceo había anunciado para el año 1867.
En Granada permaneció hasta que el año siguiente, iniciada la sublevación de Cádiz, corrió a unirse con el Duque de la Torre, caudillo ya de aquella gran hazaña. Presenció la batalla de Alcolea, acompañó al Sr. Ayala al campo enemigo cuando fue éste a pactar con los Generales del ejército que había mandado el heroico e infortunado Marqués de Novaliches, y de estas escenas y otras ocurridas por entonces, escribió un interesante bosquejo histórico titulado Canarias, Cádiz y Alcolea, que tal vez algún día vea la luz pública, pero que hoy guarda cuidadosamente su autor.
Entregado el poder por el general Concha y constituido el Gobierno Provisional, Alarcón fue nombrado Ministro Plenipotenciario en la corte de Suecia y Noruega, pero no llegó a tomar posesión de su cargo, porque fue elegido diputado constituyente en la circunscripción de Guadix, y prefirió ocupar su asiento en la Asamblea, a desempeñar en el extranjero la alta misión que se le había confiado.
En las Cortes Constituyentes de 1869, Alarcón defendió la candidatura del Duque de Montpensier para el trono de España, antes ocupado por su hermana. El pacto que había precedido a la insurrección de septiembre tuvo por base esta solución, y los que en él entraron procedentes de la Unión liberal no imaginaban que pudiera llegar un día en que el campeón del Duque de Montpensier se dejara llevar a otra monarquía extranjera, y más tarde a la Presidencia de la República. Las cosas estaban muy bien arregladas; pero como el hombre propone y Dios dispone, sin duda no debió parecerle bien a su Divina Majestad que recogiera el fruto quien había hecho la siembra, y prefirió que la Corona de España se pusiese a merced de unos cuantos diputados para que por elección se la entregaran, no al más digno de los españoles, como en otros tiempos, sino al más desocupado de los príncipes extranjeros. Alarcón cumplió su palabra; luchó cuanto pudo para que prevaleciera el compromiso de Alcolea; pero ni sus expresivos artículos publicados en La Política combatiendo sucesivamente la interinidad, la Regencia del general Serrano y las candidaturas extranjeras, ni su famoso folleto titulado El Prusiano no es España, ni, por último, su voto en la Asamblea Constituyente, lograron sacar adelante la candidatura del francés. Mala causa eligió por entonces, a nuestro juicio, el fervoroso redactor de La Política; verdad es que las de sus contrarios no eran mejores, y al fin él quedaba siquiera como caballero y hombre honrado, no faltando a los compromisos adquiridos, mientras otros, como él comprometidos y con más fuertes lazos obligados, se olvidaban de todo y pagaban tributo al éxito y a la fortuna. Vencido entonces, se apartó dignamente de la nueva dinastía, porque pensaba, con razón, «que los montpensieristas debían ceñir crespones de duelo por su derrota, en vez de apresurarse a saludar al monarca que había vencido en la urna». Pero los tiempos se suceden sin parecerse, y en esto, como en todo, se progresa sin duda alguna: entonces saludaron al monarca triunfante muchos de los que trabajaron por otro; ahora le pedirían el Gobierno aquellos mismos que de buena gana le hubieran recibido a cañonazos.
Durante el período de gestación monárquica de la revolución de septiembre, que dio por resultado la venida de un D. Amadeo de Saboya, Alarcón fue objeto de las mayores atenciones y lisonjeras ofertas por parte de los gobernantes que él combatía. El general Prim, con quien desde la guerra de África mantenía estrecha amistad, le brindó con una plaza de Consejero de Estado y una gran cruz; D. Manuel Silvela le ofreció la Dirección de política del Ministerio de Estado, y los periódicos progresistas le indicaron en alguna ocasión para ocupar el Ministerio de Ultramar. Él se apresuró a rechazar esta especie, así como había rechazado los otros cargos y honores, manifestando públicamente que nada aceptaría de aquel Gobierno ni de ningún otro que no realizase el pensamiento de Alcolea, cosa que, si bien no hace mucho honor al buen gusto del artista, enaltece por extremo al hombre y al amigo que lo sacrifica todo al cumplimiento de sus compromisos.
En las elecciones de 1871 fue elegido diputado de oposición por su país natal; y si en las de 1872 quedó derrotado, supo promover tan ruidosos incidentes a consecuencia de las coacciones ministeriales, que su publicación en los periódicos y en las Cortes contribuyó mucho a quebrantar y derribar el Gabinete Sagasta-Romero Robledo.
Después de esta derrota, publicó aquel artículo, formidable por la novedad de la tesis, titulado La Unión liberal debe ser alfonsina, en que demostraba que, habiendo fracasado la candidatura de la Revolución para el trono de España, y no siendo posible que subsistiese el rey extranjero D. Amadeo de Saboya, debían concertarse los unionistas y los moderados para proclamar Rey a D. Alfonso de Borbón, bajo la curatela del Duque de Montpensier, a cuya lealtad y afecto había confiado ya Doña Isabel II la causa de su hijo, después de haber abdicado la corona. Fue, pues, Alarcón el primer revolucionario de septiembre que proclamó la candidatura de D. Alfonso XII, con la circunstancia de que los periódicos moderados encomiaron grandemente su escrito, después de maduro examen, mientras que los republicanos y amadeístas lo combatían, como era natural. Claro es que los diarios unionistas que no apoyaban aquel orden de cosas, se identificaron con la doctrina de Alarcón, haciendo en el mismo día pública profesión de alfonsinos, lauro honroso para el autor del artículo, que tan bien supo adivinar el fin a que caminaban los sucesos públicos de su patria. Sin embargo, es Alarcón tan opuesto a cosechar en política o a estorbar a los ambiciosos, que en seguida dejó el periodismo y su árida materia, para volver a cultivar con mayor honra la bella literatura, mientras que otros cogían el fruto de sus predicaciones.
Comenzó su nueva campaña literaria en 1873 escribiendo un primoroso libro, que publicó al año siguiente, titulado La Alpujarra, donde describe con singular verdad y colorido aquel célebre teatro de la rebelión de Aben-Humeya. En el mismo año dio a luz su novela El sombrero de tres picos, de la cual está ya agotada la sexta edición castellana, siendo varias las que se han hecho en lenguas extranjeras. Esta novelita es notabilísima por el gracejo, agudeza y color de la época con que está escrita.
Nombrado Consejero de Estado a raíz de la Restauración, tomó posesión de su cargo a principios del año 1875, primer destino que llegó a desempeñar en veintiún años de vida política, durante los cuales fue varias veces diputado, habiendo sido Gobierno sus amigos en muchas ocasiones, y siendo nuestro poeta tan pobre como lo son casi todos. Si alguien pudiera tener duda de que en sus evoluciones políticas jamás entró por nada el interés personal, siendo todas hijas de convicción sincera, este dato de su vida, que tal vez no tiene semejante en los tiempos modernos, bastaría para disiparla completamente. No negamos que pueda haber hombres políticos en quienes haya coincidido el medro personal con un cambio sincero de ideal; pero, sin negarlo, creemos que esos fenómenos no entran bien en la credulidad de la opinión pública; porque al fin y al cabo, de los pecadores arrepentidos fue siempre la penitencia, y únicamente después de muchos méritos por ella contraídos, han podido llegar a predicadores. La inconsecuencia política no es pecado ni siquiera venial, cuando nace del convencimiento, y va acompañada del desinterés; pero si va con ella el lucro personal, podrá no ser pecado, pero es siempre indelicadeza. Pocos como Alarcón habrán llegado desde el liberalismo exaltado a las filas conservadoras con vida tan limpia y antecedentes tan nobles como los suyos.
Siendo Consejero de Estado, obtuvo la gran cruz de Isabel la Católica, a propuesta del Ministerio de la Guerra, por su libro sobre la guerra de África y sus servicios en aquella campaña; y el mismo año publicó El escándalo, novela que ha alcanzado mayor éxito que otra alguna española en nuestra época, y en la cual, como si narrara hechos reales, nace el interés de la verdad de los caracteres, del naturalismo de la expresión y de la sinceridad y sentimiento con que están escritas aquellas profundas escenas, cuyos personajes viven o han vivido entre nosotros.
Muchas veces ha sido elegido diputado y dos senador por Granada; pero, aun sabiendo que por esos caminos hay que marchar para llegar a elevadas posiciones, Alarcón está más ufano de la modesta elección de los literatos de la Academia Española, que de todos sus triunfos políticos, a pesar de que en ellos se empeña el amor propio y suele hacerse cuestión de honra lo que en realidad no tiene gran importancia. Casi unanimidad de votos obtuvo en la sesión de 15 de diciembre de 1875 para ocupar una plaza de número en la Real Academia Española; plaza de que tomó posesión un año después, leyendo un célebre discurso sobre La moral en el arte, cuya doctrina sostuvo muchos meses la polémica entre periódicos y revistas españolas y extranjeras, defendiéndola o impugnándola, según las ideas de los que sobre el discurso escribieron.
La tendencia espiritualista de este discurso y el espíritu moral y religioso de su novela El escándalo, fue pretexto, ya que no razón, para que algunos críticos trataran a Alarcón de ultramontano, cuando en realidad dista todavía mucho de esa doctrina, que representa sencillamente, a nuestro juicio, la integridad del catolicismo. Si alguna nueva prueba se necesitara de la sinrazón con que le llamaron ultramontano, ahí está su última y tal vez su mejor novela, El niño de la bola, donde, sin que encontremos manchas de inmoralidad, hay vacilaciones y condescendencias que rechaza evidentemente la llamada intransigencia ultramontana. En esta obra parece como que el autor ha querido fijar el límite de sus creencias; pero a nuestro entender no lo ha logrado del todo, y es preciso esperar a que nuevos trabajos suyos den idea más clara del verdadero espíritu de sus obras.
La dimisión que de su cargo de Consejero de Estado presentó a la caída del Ministerio Cánovas, le deja libre de toda ocupación administrativa, y como a la política presta ya escasa atención, es seguro que nuevos y meditados libros vendrán, desde su casa de campo de Valdemoro, donde hoy reside y donde ya escribió El niño de la bola, a deleitar, entretener y enseñar al público, ávido siempre de sus escritos.
Allí, en el magnífico despacho o celda prioral que se ha construido entre un frondoso jardín y una hermosa huerta, que cultiva con sus propias manos, con tiempo, tranquilidad y buenos deseos para continuar con honra y provecho su brillante carrera literaria, nuestro buen amigo puede estar seguro de que es mucho más estimado y admirado que aquellos diligentes políticos de antesala, a quienes varias veces hemos oído exclamar: «¡No se comprende cómo Alarcón no ha sido ya varias veces Ministro!». A la edad de cuarenta y ocho años, con lindos hijos, mujer bella y virtuosa, y retiro cómodo y ameno, Alarcón halla en el amor de la familia su único solaz y recreo: sus antiguas ideas, sus aficiones, sus costumbres y su conducta en los palenques político-literarios, son ya más las de un veterano que colgó sus armas, que las de un hombre entusiasta y ambicioso. Sin embargo, creemos o tememos que el demonio de la política, que varias veces le ha tentado, volverá a llevarle a las lides en que extrañan su ausencia sus antiguos camaradas de la prensa y del Parlamento.
Alarcón es de carácter vivo y jovial, sencillo en su trato y de amenísima conversación; leal y cariñoso con sus amigos, considera a los verdaderos como miembros de su propia familia; y su casa, donde suele reunirlos con frecuencia, es de esas pocas donde el tiempo se pasa sin sentir. Su vigorosa inteligencia y su ingenio agudo y sazonado, están hoy en su apogeo; tiene ya la experiencia y la tranquilidad de espíritu que casi siempre le han faltado, y no aventuramos mucho si nos atrevemos a asegurar que, con ser tan grande y tan merecida la reputación literaria del Alarcón de los tiempos pasados, aún ha de ser mayor y más sólida la del Alarcón que está por venir.
1881.
* * * * *
Los rumores que con insistencia han corrido por Madrid acerca de la enfermedad y muerte de Alarcón y de las causas que la produjeron, muévenme, por deber y deseo propios y por ruego de su familia, a llenar el espacio que media desde el año 1881 en que se terminó la anterior biografía, y la muerte de tan ilustre escritor, ocurrida el 19 de julio de 1891.
En el transcurso de estos diez años, Alarcón sólo vivió para las letras los seis primeros, dando a la estampa El capitán Veneno, estudio del natural, escrito el verano de 1881; La Pródiga, novela publicada a principios de 1882, y el Discurso sobre oratoria sagrada, que leyó en la Academia Española el 19 de abril de 1883, contestando al del nuevo individuo de número Sr. D. Alejandro Pidal y Mon, amén de otros artículos sueltos publicados en periódicos y revistas, y que, unidos a los que en 1884 aparecieron en La Ilustración Española y Americana con destino al tomo de Más viajes por España, forman hoy el de Últimos escritos, dado a luz a poco de su muerte por disposición testamentaria.
Al propio tiempo recopiló cuidadosamente todas sus obras sueltas, incluyéndolas en la Colección de escritores castellanos, apareciendo en esta forma sucesivamente tres tomos de Novelas cortas, titulados Cuentos amatorios, Historietas nacionales y Narraciones inverosímiles; uno de cuadros de costumbres, denominado Cosas que fueron; otro de Viajes por España; otro de Juicios literarios y artísticos, y otro de Poesías serias y humorísticas, con el drama El hijo pródigo.
Al escribir su último artículo, titulado Diciembre, el año 1887, ya se resentía la naturaleza fuerte y vigorosa de Alarcón; su carácter jovial e ingenioso cayó en profunda melancolía; no encontró en su organismo, gastado por los años y el trabajo, energías bastantes para rehacerse; conoció con intuición maravillosa que el hombre todo luz e inteligencia de otros tiempos, aplaudido y admirado por el mundo, se hundía, y se hundía para siempre; y encerrándose en el seno de una familia amante y cariñosa, se negó con obstinación invencible a salir ni ser visto por nadie, y se sentó a esperar la muerte con la constancia y el tesón propios de su carácter.
Esta parte de su vida, ignorada por la mayoría, y sólo conocida de sus íntimos, encierra páginas de infinita tristeza y de resignación heroica, más fáciles de comprender que de narrar. El 30 de noviembre de 1888 caía herido por el primer ataque de hemiplejía, que le paralizó todo el lado izquierdo, pero dejando despejada su inteligencia. ¡Quién sabe lo que pasaría por aquella alma grande y apasionada y por aquel corazón vehemente e impetuoso al verse privado de movimiento, necesitando el apoyo de su mujer y sus hijos para dar unos pasos vacilantes, y al conocer, como conoció, toda la importancia y gravedad del nuevo giro que tomaba su dolencia! Aún tuvo dos ataques más, el 28 de diciembre de 1889 y el 10 de febrero de 1890, tan grave este último, que, alarmado el mismo enfermo, recibió los santos Sacramentos y consintió en someterse a un plan médico, cosa que había rechazado hasta entonces.
El acierto y el cariño con que le asistió el Dr. Tolosa Latour, y los cuidados y desvelos de su familia, lograron vencer aquella tremenda crisis y que mejorara Alarcón notablemente, recobrando parte del movimiento.
Resignado con su enfermedad, buscó distracción en la lectura, y en esos años pasaron por sus manos un sinnúmero de obras francesas y españolas, tirando algunas a medio leer, por insípidas, enterneciéndose hasta llorar con otras, y haciendo que le leyeran sus hijos muchas de ellas.
Agotada ya la mayoría de las bibliotecas de nuestros editores, pidió un día que le leyeran El Escándalo, y Alarcón, sobreviviéndose a sí mismo, escuchó la lectura de esa novela inmortal como si fuera un extraño, juzgando sus escenas culminantes y manifestando su agrado en ocasiones. «A esta novela sólo le falta que yo me muera», les dijo a sus hijos al terminarse la lectura de esa obra, por la que siempre mostró predilección.
Este fue el último libro que leyó Alarcón. Al día siguiente, 15 de julio, cayó con el último ataque, iniciándose el derrame cerebral que le llevó al sepulcro. Casi perdido el conocimiento, conservó lucidez bastante para conocer a los suyos y recibir con verdadera unción los Sacramentos de la Iglesia, y rodeado de su mujer y sus cinco hijos, de su hermano Joaquín, del Dr. Tolosa y de todos los criados, con un crucifijo entre las manos y asintiendo con la mirada a las palabras de consuelo y resignación que le decía el sacerdote, entregó su alma a Dios el 19 de julio de 1891 a las ocho de la noche, ante el cuadro magnífico y conmovedor de ese hogar amantísimo, que inmóvil y silencioso, por no turbar sus últimos instantes, veía desaparecer lo que más amaba en la tierra, y legando a sus hijos el recuerdo imperecedero de una muerte ejemplar y cristiana.
No es, pues, cierto, como algunos han supuesto, que Alarcón tuviera sus facultades perturbadas durante su enfermedad. Su encierro fue voluntario, efecto de un exceso de cavilosidad y recelo; temió la compasión y la lástima del prójimo ante su decaimiento físico y moral, y alejándose de la sociedad y del mundo en que vivía, confió a la intimidad de la familia el secreto de su melancolía, y buscó en el calor del hogar el alivio de sus dolencias.
El testamento, que se abrió la noche de su muerte, disponía para sus restos el entierro más humilde, prohibía honores y coronas, y mandaba ser enterrado en la fosa común, sin que en su sepultura se pusiera lápida ni inscripción alguna[1].
Dejaba redactada de su puño y letra la esquela mortuoria; nombraba albaceas literarios a sus íntimos amigos D. Manuel Tamayo, D. Mariano Catalina y don Manuel Vázquez; prohibía que se publicara ningún trabajo suyo que no apareciera ya en la colección de sus obras, y disponía minuciosamente cuanto había que hacer para que su viuda y sus hijos pudieran obtener en plazo breve la orfandad que les correspondía.
Su despacho aún se conserva como lo dejó; su obra literaria sigue mereciendo el aplauso del público, que compra y saborea sus libros como en los mejores tiempos, y su nombre, vivo aún en la memoria de los que le trataron, ocupa dentro y fuera de nuestra patria un lugar eminente en la historia de la literatura española.
1905.
MARIANO CATALINA.