Capítulo 6

Había olvidado también cuántas veces puede conseguir una erección un hombre joven.

—No me malinterpretes, John —dijo Jesse, tendida sobre mí después de la tercera vez—, en realidad no me siento atraída por ti.

—Gracias a Dios —repliqué—. Si lo estuvieras, ahora mismo yo no sería más que un muñón.

—Entiéndelo —empezó Jesse—. Me gustas. Incluso antes del —indicó con la mano su cuerpo, tratando de describir lo que había pasado con él—, del cambio. Eres inteligente, simpático y gracioso. Un buen amigo.

—Ajá. ¿Sabes, Jesse? Normalmente el discursito de «seamos amigos» se utilizaba para prevenir el sexo.

—Bueno, lo que quiero es que no te hagas ilusiones por esto.

—Lo que me parece es que hemos sido transportados mágicamente a un cuerpo de veinte años y estábamos tan excitados que teníamos que follar salvajemente con la primera persona que viéramos.

Jesse me miró durante un segundo, luego se echó a reír.

—¡Sí! Exactamente. Aunque en mi caso ha sido con la segunda persona que he visto. Tengo una compañera de habitación, ya sabes.

—¿Sí? ¿Cómo es Maggie?

—Oh, Dios mío —dijo Jesse—. Hace que yo parezca una ballena varada, John.

Pasé las manos por sus costados.

—Pues esta ballena es muy hermosa, Jesse.

—¡Lo sé! —exclamó ella, y se sentó de repente, a horcajadas sobre mí. Alzó las manos y las cruzó tras su cabeza, realzando así sus pechos, maravillosamente firmes y plenos. Sentí el interior de sus muslos irradiando calor mientras sus piernas rodeaban mi torso. Sabía que, aunque no tenía una erección en ese mismo momento, una venía de camino—. Mírame —dijo, algo innecesario, porque yo no le había quitado los ojos de encima desde que se sentó—. Tengo un aspecto fabuloso. No lo digo por ser vanidosa. Nunca fui así en la vida real. Ni de lejos.

—Me resulta difícil de creer.

Ella se agarró los pechos y me apuntó con los pezones a la cara.

—¿Los ves? —dijo, y sacudió el izquierdo—. En la vida real, éste era una talla más pequeño que este otro, y aun así seguía siendo demasiado grande. Desde la pubertad, siempre padecí de dolores de espalda. Y creo que los tuve firmes durante una semana cuando tenía trece años. Como mucho.

Me cogió las manos y las colocó sobre su vientre plano y perfecto.

—Tampoco tuve uno de éstos —dijo—. Siempre tuve barriguita, incluso antes de tener bebés. Después de dos hijos, bueno, digamos que si alguna vez hubiera tenido un tercero, se habría encontrado un dúplex aquí dentro.

Deslicé las manos tras ella y la agarré por el culo.

—¿Y esto?

—Todo un pandero —dijo Jesse, y se echó a reír—. Era una chica grande, amigo mío.

—Ser grande no es ningún crimen —contesté—. Kathy también era grandota.

Me gustaba igual.

—No tuve ningún problema en su momento —dijo ella—. Las cosas del cuerpo son tonterías. Pero por otro lado, ahora no me cambiaría. —Se pasó las manos por el cuerpo, provocativamente—. ¡Soy tan sexy! —Y con eso, soltó una risita y sacudió la cabeza. Me eché a reír con ella.

Jesse se inclinó hacia adelante y me miró a la cara.

—Esto de los ojos de gato me resulta fascinante —comentó—. Me pregunto si habrán usado ADN de gato para crearlos. Ya sabes, mezclando ADN gatuno con el nuestro. No me importaría ser en parte gata.

—No creo que sea ADN de gato —dije—. No exhibimos otros atributos gatunos.

Jesse se enderezó.

—¿Como cuáles?

—Bueno —dije, y dejé que mis manos se acercaran a sus pechos—, para empezar, los gatos tienen barbas en el pene.

—Venga ya.

—No, es cierto. Son esas barbas las que estimulan a la hembra para ovular. Busca. Aquí abajo no hay barbas. Creo que lo habrías notado si las hubiera.

—Eso no demuestra nada —respondió Jesse, y de repente echó el culo hacia atrás e inclinó el resto del cuerpo hacia adelante, para caer directamente encima de mí. Sonrió con picardía—. Podría ser que no nos hubiésemos esforzado lo bastante como para que salieran.

—Me parece percibir un desafío —dije.

—Yo también percibo algo —respondió ella, y se meneó.

* * *

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Jesse más tarde.

—Estoy pensando en Kathy —contesté—, y en cuántas veces estuvimos tendidos igual que nosotros ahora.

—¿En la alfombra, quieres decir? —dijo Jesse, sonriendo. Le di un golpe suavecito en la cabeza.

—Esa parte no. Tendidos después del sexo, charlando y disfrutando de la compañía mutua. Es lo que estábamos haciendo la primera vez que hablamos de enrolarnos.

—¿Por qué sacaste el tema?

—No fui yo. Fue Kathy. Yo acababa de cumplir sesenta años, y estaba deprimido por hacerme viejo. Así que ella sugirió que nos enroláramos cuando llegara el momento. Me sorprendió un poco. Siempre habíamos sido antimilitaristas. Protestamos contra la Guerra Subcontinental, ¿sabes?, cuando no era exactamente popular hacerlo.

—Montones de personas protestaron contra esa guerra —dijo Jesse.

—Sí, pero nosotros protestamos de verdad. Fuimos la rechifla del pueblo.

—Entonces ¿cómo racionalizó ella lo de enrolaros en el Ejército Colonial?

—Explicó que no estaba contra la guerra o los militares en sentido general, sino contra aquella guerra y nuestros militares. Dijo que las personas tienen derecho a defenderse y que, probablemente, haya un universo desagradable ahí fuera, y que, más allá de esos nobles motivos, volveríamos a ser jóvenes.

—Pero no podríais alistaros juntos —dijo Jesse—. A menos que tuvierais la misma edad.

—Ella era un año más joven que yo —contesté—. Y se lo mencioné… Le dije que si me enrolaba en el ejército, estaría oficialmente muerto, no estaríamos casados y quién sabe si volveríamos a vernos de nuevo.

—¿Qué dijo ella?

—Que eso eran detallitos técnicos. Que me encontraría y me arrastraría al altar como había hecho antes. Y lo habría hecho, ¿sabes? Podía ser inflexible en esas cosas.

Jesse se apoyó en un codo y me miró.

—Lamento que no esté aquí contigo, John.

Sonreí.

—No pasa nada —dije—. Sólo es que la echo de menos de vez en cuando, eso es todo.

—Comprendo. Yo también echo de menos a mi marido.

La miré.

—Creí que te había dejado por una mujer más joven y luego se intoxicó comiendo.

—Eso hizo, y se mereció vomitar hasta la primera papilla —dijo Jesse—. En realidad no lo echo de menos a él, lo que echo de menos es tener un marido. Me gusta que haya alguien con quien se supone que tienes que estar. Es bonito estar casado.

—Es bonito estar casado —coincidí.

Jesse se me acercó y pasó un brazo sobre mi pecho.

—Esto también es bonito. Hace tiempo que no lo hacía.

—¿Estar tendida en el suelo?

Ahora le tocó a ella darme un cate.

—No. Bueno, sí, vale. Pero más específicamente, estar tendida después del sexo. O tener sexo, lo mismo da. No querrás saber cuánto tiempo hace desde la última vez.

—Claro que sí.

—Hijo de puta. Ocho años.

—No me extraña que te tiraras encima de mí en el momento en que me viste —dije.

—En esto tienes razón. Daba la casualidad de que estabas muy convenientemente situado.

—Estar situado lo es todo: es lo que siempre me decía mi madre.

—Tuviste una madre extraña —dijo Jesse—. Eh, zorra, ¿qué hora es?

—¿Qué?

—Estoy hablándole a la voz de mi cabeza —dijo ella.

—Le has puesto un bonito nombre.

—¿Cuál le has puesto a la tuya?

—Gilipollas.

Jesse asintió.

—Suena bien. Bueno, Zorra me dice que son las 1600 en punto. Tenemos dos horas hasta la cena. ¿Sabes qué significa eso?

—No sé. Creo que cuatro veces es mi límite, aunque sea joven y esté supermejorado.

—Tranquilízate. Significa que tenemos tiempo suficiente para echarnos una siesta.

—¿Debo coger una manta?

—No seas tonto. Que haya echado un polvo en la alfombra no significa que quiera dormir en ella. Tienes una cama de sobra. Voy a usarla.

—¿Entonces voy a echar la siesta solo?

—Te compensaré —prometió Jesse—. Recuérdamelo cuando me despierte.

Eso hice. Eso hizo.

* * *

—La madre que nos parió —dijo Thomas mientras se sentaba a la mesa, cargando con una bandeja tan repleta de comida que era un milagro que pudiera levantarla siquiera—. Anda que no somos guapos ni nada.

Tenía razón. Los Vejestorios habían aparecido en cuerpos sorprendentes. Thomas, Harry y Alan podrían haber sido todos modelos masculinos; de nosotros cuatro, yo era decididamente el patito feo, y eso que era… en fin, lo que se entiende por un tío bueno. En cuanto a las mujeres, Jesse era espectacular, Susan todavía más y Maggie francamente parecía una diosa.

Dolía mirarla.

Dolía mirarnos a todos. De una manera buena y deslumbrante. Todos pasamos cinco minutos sin quitarnos la vista de encima unos a otros. Y no sólo a nosotros. Mientras escrutaba la sala, no pude encontrar a un solo humano feo. Era agradablemente perturbador.

—Es imposible —me dijo Harry de pronto. Lo miré. También había echado un vistazo alrededor—. Es imposible que toda la gente de esa sala tuviera este aspecto tan bueno cuando tuvieron originalmente esta edad.

—Habla por ti, Harry —dijo Thomas—. Si acaso, yo soy sólo un poquito menos atractivo que en mis días verderones.

—Hoy sí que tienes un color verderón —dijo Harry—. Pero aunque descartemos al Dudoso Thomas aquí presente…

—Voy a irme a llorar ante mi espejo —amenazó Thomas.

—Es casi imposible que todo el mundo fuera así de guapo —prosiguió Harry—. Os garantizo que yo no tenía este aspecto a los veinte años. Era gordo. Tenía un montón de acné. Ya había empezado a perder el pelo.

—Basta —cortó Susan—. Me estoy poniendo cachonda.

—Y yo estoy intentando comer —comentó Thomas.

—Ahora puedo reírme del de entonces, porque tengo este aspecto —dijo Harry, pasándose la mano por el cuerpo, como para presentar el modelo del año—. Pero el nuevo yo tiene muy poco que ver con el antiguo, os lo aseguro.

—Parece como si eso te molestara —observó Alan.

—Un poquito, sí —admitió Harry—. Quiero decir, me lo quedo. Pero aunque alguien te ofrezca un caballo regalado, yo creo que hay que mirarle el dentado. ¿Por qué somos tan guapetones?

—Buenos genes —dijo Alan.

—Claro —respondió Harry—. Pero ¿de quién? ¿Nuestros? ¿O de algo que han sacado de un laboratorio en alguna parte?

—Ahora estamos en una forma excelente —dijo Jesse—. Le he contado a John cómo este cuerpo está en mucha mejor forma de lo que nunca lo estuvo mi cuerpo real.

Maggie habló de pronto.

—En mi caso es lo mismo. Y «mi cuerpo real» es una referencia a «mi antiguo cuerpo». Éste no lo siento como real todavía.

—Pues es bastante real, hermana —espetó Susan—. Todavía tienes que mear con él. Puedes estar seguro.

—Y eso lo dice la mujer que me criticó por basto —comentó Thomas.

—Mi teoría, porque tengo una —dijo Jesse—, es que, mientras estaban replicando nuestros cuerpos, se tomaron algún tiempo para mejorarlos.

—De acuerdo —coincidió Harry—. Pero eso sigue sin explicar por qué lo hicieron.

—Para que nos sintamos unidos —afirmó Maggie. Todos se la quedaron mirando.

—Vaya, mirad quién está saliendo del cascarón.

—Vete a hacer gárgaras, Susan —dijo Maggie. Susan hizo una mueca—. Mirad —prosiguió—, es una regla básica de la psicología humana que nos sentimos inclinados a apreciar más a las personas que encontramos atractivas. Todos en esta sala, incluso nosotros, somos mutuamente desconocidos, y tenemos pocos lazos comunes, si es que existe alguno, que puedan unirnos en poco tiempo. Hacer que todos parezcamos atractivos para los demás es una forma de potenciar esos vínculos, o lo será, cuando empecemos a entrenarnos.

—No veo cómo vamos a ser útiles para el ejército si todos estamos demasiado ocupados unos con otros en vez de luchar —dijo Thomas.

—No se trata de eso —explicó Maggie—. La atracción sexual es sólo un asunto secundario. La cuestión es lograr despertar rápidamente confianza y devoción. Por instinto, la gente confía y quiere ayudar a la gente que encuentra atractiva, al margen del deseo sexual. Por eso los presentadores de los telediarios son siempre atractivos. Por eso la gente atractiva no tiene que esforzarse tanto en el colegio.

—Pero ahora todos somos atractivos —objeté yo—. En la tierra de los increíblemente atractivos, los simplemente monos podrían tener problemas.

—E incluso ahora, entre los increíblemente atractivos como nosotros, algunos tienen mejor aspecto que otros —dijo Thomas—. Cada vez que miro a Maggie, siento como si sacaran el oxígeno de la sala. No te ofendas, Maggie.

—No te preocupes —contestó ésta—. Aquí, lo que no debemos perder de vista no es cómo somos ahora: sino cómo éramos antes. A corto plazo, ésa es la línea de reflexión básica que usaremos todos, y ventajas a corto plazo es lo que vamos a buscar.

—Así que no notas que te falta el oxígeno cuando me miras a mí —le dijo Susan a Thomas.

—No pretendía ser un insulto —respondió Thomas.

—Lo recordaré cuando te esté estrangulando —afirmó Susan—. Para que veas lo que es la falta de oxígeno.

—Vosotros dos dejad de coquetear —los regañó Alan, y dirigió su atención a Maggie—. Creo que tienes razón respecto a la atracción, pero me parece que te olvidas de que hay una persona hacia la que supuestamente deberíamos sentirnos más atraídos: nosotros mismos. Para bien o para mal, estos cuerpos en los que estamos siguen resultándonos extraños. Quiero decir, entre ser verde y tener un ordenador llamado «Caraculo» en mi cabeza… —Se detuvo, y nos miró a todos—. ¿Qué nombre les habéis puesto a vuestros CerebroAmigos?

—Gilipollas —dije yo.

—Zorra —dijo Jesse.

—Capullo —dijo Thomas.

—Carapijo —dijo Harry.

—Satán —dijo Maggie.

—Cariño —dijo Susan—. Al parecer, soy la única a la que le gusta el CerebroAmigo.

—Más bien eres la única que no se sintió perturbada al tener de pronto una voz dentro de la cabeza —dijo Alan—. Pero ése es mi argumento: volverse de nuevo joven y experimentar enormes cambios físicos y mecánicos se cobra su precio en la psique de cualquiera. Aunque nos alegremos de volver a ser jóvenes (y yo me alegro) todavía vamos a seguir sintiéndonos alienados de nuestros cuerpos. Hacer que nos parezcamos atractivos a nosotros mismos es una forma de ayudarnos a «asentarnos».

—Estamos tratando con gente muy lista —comentó Harry con ominosa fatalidad.

—Oh, anímate, Harry —le dijo Jesse, dándole un empujoncito—. Eres la única persona que conozco capaz de convertir en una oscura conspiración ser joven y sexy.

—¿Crees que soy sexy?

—Eres un sol, ricura —contestó ella, y pestañeó repetidas veces ante él. Harry mostró una sonrisa tímida.

—Es la primera vez en este siglo que alguien me dice algo así. De acuerdo, me lo quedo.

* * *

El hombre que estaba de pie delante del teatro lleno de reclutas era un veterano experto en combate. Nuestros CerebroAmigos nos informaron que llevaba en las Fuerzas de Defensa Coloniales catorce años, y que había participado en varias batallas cuyos nombres no significaban nada para nosotros de momento, pero que sin duda lo harían en el futuro. Aquel hombre había ido a lugares nuevos, había conocido razas nuevas y las había exterminado nada más verlas. Parecía tener unos veintitrés años.

—Buenas tardes, reclutas —empezó a decir cuando todos terminamos de sentarnos—. Soy el teniente coronel Bryan Higgee, y durante el resto de su viaje, seré su oficial al mando. A nivel práctico, eso significa muy poco: entre ahora y nuestra llegada a Beta Pyxis III, dentro de una semana, sólo tendrán un objetivo. Sin embargo, servirá para recordarles que a partir de este momento, están sometidos a las leyes y regulaciones de las Fuerzas de Defensa Coloniales. Ahora cuentan con cuerpos nuevos, y con esos cuerpos nuevos vienen nuevas responsabilidades.

»Se estarán preguntando por ellos, qué pueden hacer, qué tensiones pueden soportar y cómo pueden usarlos al servicio de las Fuerzas de Defensa Coloniales. Todas esas preguntas serán respondidas pronto, en cuanto empiecen su entrenamiento en Beta Pyxis III. Sin embargo, ahora mismo, nuestro principal objetivo es simplemente que se sientan cómodos en sus nuevos pellejos.

»Y así, durante el resto de su viaje, éstas son sus órdenes: Diviértanse.

Sus palabras provocaron un murmullo y varias risas dispersas en las filas. La idea de que pasarlo bien fuera una orden resultaba divertidamente absurda.

El teniente coronel Higgee mostró una sonrisa sin alegría.

»Comprendo que parece una orden poco corriente. Sea como sea, divertirse con sus nuevos cuerpos va a ser el mejor modo de que se acostumbren a las nuevas habilidades de que disponen. Cuando comiencen su entrenamiento, se requerirá una actuación sobresaliente de todos ustedes desde el principio. No habrá «calentamiento»: no tenemos tiempo para eso. El universo es un lugar peligroso. Su entrenamiento será breve y difícil, no podemos permitirnos que se sientan incómodos con sus cuerpos.

»Reclutas, consideren esta semana que viene como un puente entre sus antiguas vidas y las nuevas. En ese tiempo, que al final les parecerá demasiado breve, podrán utilizar esos nuevos cuerpos, diseñados para uso militar, para disfrutar de los placeres de que disfrutaban de civiles. Descubrirán que la Henry Hudson está llena de distracciones y actividades que les encantaban en la Tierra. Úsenlos. Disfrútenlos. Acostúmbrense a trabajar con sus nuevos cuerpos. Aprendan un poco sobre su potencial y vean si pueden adivinar sus límites.

»Damas y caballeros, volveremos a reunimos para un informe final antes de comenzar su entrenamiento. Hasta entonces, que se diviertan. No exagero cuando digo que, aunque la vida en las Fuerzas de Defensa Coloniales tiene sus recompensas, ésta puede ser la última vez que puedan sentirse completamente libres y descuidados respecto a sus cuerpos. Sugiero que empleen este tiempo con sabiduría y lo pasen lo mejor posible. Es todo; rompan filas.

* * *

Todos nos volvimos locos.

Empezamos, naturalmente, con el sexo. Todo el mundo lo hacía con todo el mundo, en más sitios de la nave de lo que tal vez sea sensato comentar.

Durante el primer día, quedó claro que cualquier lugar un poco apartado iba a ser usado para joder con entusiasmo, así que aprendimos a tener el detalle de hacer un montón de ruido al movernos, y alertar de este modo a los que se divertían de que ibas de camino. En algún momento del segundo día se corrió la voz de que yo tenía un camarote para mí solo: me llovieron las súplicas para acceder a él. Me negué a todas. Nunca había dirigido una casa de mala reputación, y no iba a empezar entonces. Las únicas personas que iban a folletear en mi habitación éramos yo y mis invitadas.

Sólo hubo una. Y no fue Jesse sino Maggie, quien resultó que ya se había fijado en mí cuando era una pasa. Después de nuestra reunión con Higgee, más o menos se emboscó en mi puerta, cosa que me hizo preguntarme si ése era quizá el procedimiento estándar de las mujeres postcambiadas. Fuera como fuese, era muy divertida y, al menos en privado, nada tímida. Resultó que era catedrática de la facultad de Oberlin. Enseñaba filosofía de las religiones orientales y había escrito seis libros sobre el tema. Las cosas que descubre uno sobre la gente.

Los otros Vejestorios también se dedicaron a lo suyo. Jesse se emparejó con Harry después de nuestro lío inicial, mientras que Alan, Tom y Susan llegaron a un acuerdo con Thomas como eje. Menos mal que le gustaba comer, porque necesitó de todas sus fuerzas.

La ferocidad con la que los reclutas se dedicaron al sexo parece extraña vista desde fuera, pero tenía todo el sentido desde nuestra posición (ya fuera tumbados o apoyados). Coged a un grupo de personas que en general practican poco sexo debido a la falta de compañía o a la mala salud o el declive de la libido, metedlos dentro de cuerpos jóvenes, atractivos y enormemente funcionales, y luego lanzadlos al espacio, lejos de todo lo que han conocido y de todas las personas que han amado jamás. La combinación de esas tres cosas era una receta ideal para el sexo. Lo hacíamos porque podíamos, y porque nos ayudaba a vencer la soledad.

No es lo único que hicimos, naturalmente. Usar aquellos cuerpos nuevos y maravillosos sólo para el sexo habría sido como cantar una sola nota. Ya sabíamos que disponíamos de un físico nuevo y mejorado, pero entonces lo descubrimos de un modo sencillo y sorprendente. Harry y yo tuvimos que interrumpir una partida de ping-pong cuando quedó claro que ninguno de los dos iba a ganar… No porque ambos fuéramos incompetentes, sino porque nuestros reflejos y coordinación mano-ojo hacían casi imposible que la pelotita burlara al otro. Nos dedicamos a ello durante treinta minutos, y habríamos estado más tiempo si la pelotita que estábamos usando no se hubiera roto a consecuencia de ser golpeada a velocidades tan tremendas. Era ridículo. Era maravilloso.

Otros reclutas descubrieron lo mismo que nosotros de otras maneras. Al tercer día, formé parte de una multitud que miraba cómo dos reclutas estaban enzarzados en lo que era posiblemente la más encarnizada batalla de artes marciales de la historia: hacían cosas con sus cuerpos que simplemente no habrían sido posibles con la flexibilidad humana normal y la gravedad estándar.

En un momento dado, uno de los hombres lanzó una patada que arrojó al otro al extremo opuesto de la habitación, y éste, en vez de caer convertido en un montón de huesos rotos, como sin duda me habría pasado a mí, dio una voltereta en el aire, se enderezó, y se lanzó de nuevo contra su oponente. Parecía un efecto especial. Pero real.

Después de la batalla, ambos hombres respiraron profundamente y se saludaron. Luego, los dos se abrazaron sosteniéndose, riendo y sollozando histéricamente al mismo tiempo. Era extraño, maravilloso y preocupante ser tan bueno como siempre quisiste ser en algo, y luego ser mejor todavía.

La gente también fue demasiado lejos, claro. Vi a una recluta saltar desde una elevada plataforma, tal vez porque suponía que podía volar o, al menos, aterrizar sin hacerse daño. Tengo entendido que se hizo polvo la pierna y el brazo derechos, la mandíbula, y que se rompió el cráneo. Sin embargo, todavía estaba viva después del salto, una situación que probablemente no se habría dado en la Tierra. Más impresionante, sin embargo, fue que volvió a la acción dos días más tarde, sin duda, debido más a la tecnología médica colonial que a los poderes recuperativos de aquella tonta mujer. Espero que alguien le dijera que no hiciera estupideces similares en el futuro.

Cuando la gente no jugaba con sus cuerpos, jugaba con sus mentes, o con sus CerebroAmigos, que era más o menos lo mismo. Mientras recorría la nave, a menudo veía reclutas sentados, con los ojos cerrados, asintiendo. Estaban escuchando música o viendo una película o algo por el estilo, y lo que veían en sus cerebros era para ellos solos. Yo también lo había hecho: mientras estudiaba los sistemas de la nave, me había encontrado con un recopilatorio de todos los dibujos animados de Looney Tunes existentes, tanto durante sus días clásicos de la Warner como después de que los personajes pasaran a dominio público. Me pasé horas una noche viendo al Coyote siendo aplastado y volando por los aires; finalmente tuve que dejarlo cuando Maggie me dijo que tenía que elegir entre ella y el Corre-caminos. La elegí a ella. Podía tener al Correcaminos en cualquier otro momento, de todas formas. Había descargado todos los dibujos animados en Gilipollas.

«Cultivar la amistad» fue algo a lo que me dediqué bastante. Todos los Vejestorios sabíamos que nuestro grupo como mucho era temporal: simplemente éramos siete personas unidas al azar, en una situación que no tenía ninguna esperanza de permanencia. Pero nos hicimos amigos, y amigos íntimos además, en el corto período de tiempo que permanecimos juntos. No es exagerado decir que me hice tan íntimo de Thomas, Susan, Alan, Harry, Jesse y Maggie como de cualquiera de mis mejores amigos en la última mitad de mi vida «normal». Nos convertimos en una pandilla, y en una familia; hasta en las pequeñas rencillas y discusiones. Nos dábamos mutuamente alguien de quien ocuparnos, algo que necesitábamos en un universo que no sabía que existíamos y al que no le importábamos.

Establecimos lazos. Y lo hicimos incluso antes de que los científicos de las colonias nos instaran biológicamente a hacerlo. Y a medida que la Henry Hudson se acercaba a nuestro destino final, supe que iba a echarlos de menos.

* * *

—En esta sala ahora mismo hay mil veintidós reclutas —dijo el teniente coronel Higgee—. Dentro de dos años a partir de hoy, cuatrocientos de ustedes estarán muertos.

Higgee estaba de pie allí de nuevo, delante del teatro. Esta vez tenía un telón de fondo: Beta Pyxis III flotaba tras él, una canica enorme veteada de azul, blanco, verde y marrón. Todos lo ignorábamos y nos concentrábamos en el teniente coronel Higgee. Su estadística había logrado llamar la atención de todos, una hazaña, considerando la hora (las 0600) y el hecho de que la mayoría de nosotros estuviera aún tambaleándose por la última noche de libertad que sabíamos que íbamos a tener.

—En el tercer año, morirán otros cien —continuó—. Otros ciento cincuenta el cuarto y quinto años. Después de diez años (y, sí, reclutas, lo más probable es que se les exija servir diez años enteros), setecientos cincuenta de ustedes habrán muerto en cumplimiento del deber. Tres cuartas partes del total, muertos. Ésas son las estadísticas de supervivencia, no sólo de los diez o veinte últimos años, sino de los más de doscientos que las Fuerzas de Defensa Coloniales llevan en activo.

Se hizo un silencio letal.

—Sé lo que están pensando ahora mismo, porque yo lo pensé cuando estuve en su lugar —dijo el teniente coronel Higgee—. Están pensando: ¿qué demonios hago aquí? ¡Este tipo me está diciendo que voy a estar muerto dentro de diez años! Pero recuerden que, en casa, lo más probable es que eso también fuera así: pero frágiles y viejos, una muerte inútil. Puede que mueran en las Fuerzas de Defensa Coloniales. Probablemente morirán en las Fuerzas de Defensa Coloniales. Pero su muerte no será inútil. Habrán muerto para mantener viva a la humanidad en el universo.

La pantalla tras Higgee se apagó, para ser sustituida por un campo de estrellas tridimensional.

—Déjenme explicarles nuestra situación —dijo, y, al hacerlo, varias docenas de estrellas se iluminaron de verde brillante, distribuidas al azar por todo el campo—. Éstos son los sistemas que los humanos hemos colonizado… ganando una cabeza de puente en la galaxia. Y aquí —señaló— es donde se sabe que existen razas alienígenas de tecnología comparable a la nuestra y parecidas condiciones de supervivencia.

Esa vez, cientos de estrellas se iluminaron de rojo. Los puntos humanos de luz quedaron completamente rodeados. En el teatro se oyeron jadeos.

—La humanidad tiene dos problemas —prosiguió el teniente coronel Higgee—. El primero es que se halla en una misma carrera con otras especies similares por la colonización. Es así de sencillo. Debemos colonizar o quedar cercados y contenidos por otras razas. Y esta competencia es feroz. La humanidad tiene pocos aliados entre las otras razas. Las alianzas son muy infrecuentes, y eso ya era así mucho antes de que la humanidad llegara a las estrellas.

»Sean cuales sean sus sentimientos sobre las posibilidades de la diplomacia a largo plazo, la realidad es que, sobre el terreno, nos hallamos inmersos en una competencia feroz y furiosa. No podemos frenar nuestra expansión y esperar que así podamos conseguir una solución pacífica que permita la colonización de todas las razas. Hacer eso sería condenar a la humanidad. De modo que luchamos por colonizar.

»Nuestro segundo problema es que, cuando encontramos planetas adecuados para la colonización, a menudo están habitados por vida inteligente. Cuando es posible, vivimos con la población nativa y trabajamos para conseguir armonía. Desgraciadamente, muchas veces no somos bienvenidos. Cuando esto sucede, es lamentable, pero las necesidades de la humanidad son y deben ser nuestra prioridad. Por eso las Fuerzas de Defensa Coloniales se convierten en una fuerza invasora.

El fondo cambió de nuevo a Beta Pyxis III.

—En un universo perfecto, no necesitaríamos las Fuerzas de Defensa Coloniales —siguió explicando Higgee—. Pero éste no es un universo perfecto, de manera que, las Fuerzas de Defensa Coloniales tienen tres imperativos. El primero es proteger las colonias humanas existentes de ataques e invasiones. El segundo, localizar nuevos planetas adecuados para la colonización, y defenderlos contra la depredación, la colonización y la invasión de razas hostiles. El tercero es preparar planetas con poblaciones nativas para la colonización humana.

»Como soldados de las Fuerzas de Defensa Coloniales, se les requerirá que cumplan con estos tres objetivos. No es un trabajo fácil, ni sencillo, ni limpio, en muchos aspectos. Pero hay que hacerlo. La supervivencia de la humanidad lo exige… y nosotros se lo exigiremos a ustedes.

»Tres cuartas partes de los presentes morirán en diez años. A pesar de las mejoras en los cuerpos de los soldados, en armas y en tecnología, eso es una constante. Pero tras ustedes el universo quedará convertido en un lugar donde sus hijos, los suyos, y los hijos de toda la humanidad, podrán crecer y desarrollarse. Es un precio elevado, pero merece la pena pagarlo.

»Algunos de ustedes se preguntarán qué obtendrán de su servicio cuando éste termine. La respuesta es otra vida. Podrán colonizar y empezar de nuevo en un mundo nuevo. Las Fuerzas de Defensa Coloniales aceptarán sus solicitudes y les proporcionarán todo lo que necesiten. Lo que no podemos prometerles en su nueva vida es éxito: eso será cosa suya. Pero tendrán un comienzo excelente, y la gratitud de sus compañeros colonos por su tiempo de servicio a ellos y a los suyos. O también pueden hacer lo que yo he hecho y reengancharse. Les sorprendería saber cuántos lo hacen.

Beta Pyxis III parpadeó un momento y luego desapareció, dejando a Higgee como único foco de atención.

—Espero que todos hayan seguido mi consejo de pasárselo bien esta semana pasada —dijo—. Ahora empieza su trabajo. Dentro de una hora abandonarán la Henry Hudson para comenzar su entrenamiento. Hay varias bases de entrenamiento; sus asignaciones están siendo transmitidas a sus CerebroAmigos. Pueden regresar a sus camarotes para empaquetar sus pertenencias personales; no se preocupen por la ropa, se la proporcionarán en la base. Sus CerebroAmigos les informarán de dónde reunirse para el transporte.

»Buena suerte, reclutas. Que Dios les proteja y que puedan servir a la humanidad con distinción y con orgullo.

Y entonces el teniente coronel Higgee nos saludó militarmente. No supe qué hacer. Ni tampoco los demás.

—Ya tienen sus órdenes —finalizó el teniente coronel—. Rompan filas.

* * *

Los siete nos quedamos juntos frente a los asientos donde acabábamos de sentarnos.

—Desde luego, no dejan mucho tiempo para despedidas —dijo Jesse.

—Comprobad vuestros ordenadores —sugirió Harry—. Tal vez algunos de nosotros vayamos a las mismas bases.

Lo hicimos. Harry y Susan iban a la Base Alfa; Jesse a la Beta; Maggie y Thomas a la Gamma; Alan y yo a la Delta.

—Están disolviendo a los Vejestorios —suspiró Thomas.

—No te pongas sentimental —lo cortó Susan—. Sabías que iba a pasar.

—Me pondré sentimental si quiero —contestó él—. No conozco a nadie más. Incluso te echaré de menos a ti, vieja tonta.

—Nos estamos olvidando de una cosa —dijo Harry—. Puede que no estemos juntos, pero todavía podemos seguir en contacto. Tenemos nuestros CerebroAmigos. Todo lo que tenemos que hacer es crear una especie de lista de correos para cada uno. El club de los «Vejestorios».

—Eso funciona aquí —objetó Jesse—, pero no sé si funcionará cuando entremos de servicio activo. Podríamos estar en el otro lado de la galaxia unos de otros.

—Las naves siguen comunicándose entre sí a través de Fénix —dijo Alan—. Cada nave tiene naves robot que van a Fénix a recoger órdenes y comunicar el estatus de la nave. También llevan el correo. Puede que tardemos algún tiempo en saber de los demás, pero sigue estando a nuestro alcance.

—Como enviar mensajes en botellas —dijo Maggie—. Botellas con energía superior.

—Sí, hagámoslo —convino Harry—. Seamos nuestra pequeña familia. Busquémonos unos a otros, no importa dónde estemos.

—Ahora también tú te estás poniendo sentimental —dijo Susan.

—No me preocupa perderte a ti, Susan —replicó Harry—. Tú y yo vamos al mismo sitio. Es a los demás a quienes echaré de menos.

—Un pacto, entonces —propuse yo—. Seguiremos siendo los Vejestorios, en lo malo y en lo peor. Cuidado, universo.

Extendí la mano. Uno a uno, los demás Vejestorios pusieron las suyas sobre la mía.

—¡Cristo! —exclamó Susan, mientras sumaba su mano al montón—. Ahora soy yo quien se está poniendo sentimental.

—Se te pasará —la tranquilizó Alan. Susan le dio un golpecito con la otra mano.

Nos quedamos así todo el tiempo que pudimos.