El día que cumplí setenta y cinco años, hice dos cosas. Visité la tumba de mi esposa y me enrolé en el ejército.
Visitar la tumba de Kathy fue lo menos dramático. Está enterrada en el cementerio de Harris Creek, a poco más de un kilómetro de donde yo vivo y donde juntos formamos nuestra familia. Hacer que la aceptaran en el cementerio fue más difícil de lo que quizá debería haber sido; ninguno de los dos esperaba necesitar un entierro, así que no habíamos hecho los preparativos. Es un poco mortificante, por usar la palabra adecuada, tener que discutir con el director de un cementerio sobre el entierro de tu esposa, que carece de reserva. Al final, mi hijo, Charlie, que casualmente es alcalde, tiró de unos cuantos hilos y consiguió el solar. Ser padre del alcalde tiene sus ventajas.
Bueno, respecto a la tumba. Normal y corriente, con uno de esos pequeños marcadores en vez de una lápida grande. Contrasta con la de Sandra Cain, justo al lado, cuya enorme lápida es de granito negro pulido, con una foto de cuando Sandy iba al instituto y una sentimental cita de Keats sobre la muerte de la juventud y la belleza allí grabada. Típico de Sandy. A Kathy le habría divertido saber que Sandra está junto a ella, con su grande y dramática lápida: durante toda la vida, Sandy albergó una rivalidad pasivo-agresiva hacia ella. Kathy acudía a la feria local con una tarta y Sandy llevaba tres, y se cabreaba, no demasiado sutilmente, si la tarta de Kathy se vendía primero. Kathy intentaba resolver el problema comprando una de las tartas de Sandy. Es difícil saber si esto empeoraba las cosas o las mejoraba, desde el punto de vista de Sandy.
Supongo que la lápida de Sandy podría considerarse la última palabra en el asunto, una muestra final que no puede discutirse, porque, después de todo, Kathy está ya muerta. Por otro lado, no recuerdo que nadie visitara a Sandy.
Tres meses después de su fallecimiento, Steve Cain vendió la casa y se mudó a Arizona con una sonrisa pintada en la cara tan ancha como la Interestatal 10.
Me envió una postal unos meses más tarde: se estaba tirando a una mujer que había sido actriz porno cincuenta años antes. Me sentí sucio durante una semana después de recibir esa información. Los hijos y nietos de Sandy viven en la ciudad de al lado, pero por lo mucho que visitan su tumba, podrían perfectamente vivir también en Arizona. La cita de Keats de la lápida de Sandy es probable que no la haya leído nadie más que yo desde el funeral. Y aun así de pasada, al acercarme a la tumba de mi esposa.
El marcador de Kathy muestra su nombre (Katherine Rebecca Perry), las fechas de su nacimiento y su muerte, y las palabras: amada esposa y madre. Leo esas palabras una y otra vez cuando voy a visitarla. No puedo evitarlo; son cuatro palabras que resumen tan inadecuada y a la vez perfectamente una vida… La frase no dice nada sobre ella, sobre cómo amanecía por las mañanas o cómo trabajaba, sobre cuáles eran sus intereses o dónde le gustaba viajar.
Leyendo eso nunca podría adivinarse su color favorito, o cómo le gustaba llevar el pelo, o a quién votaba, o si tenía sentido del humor. No se sabría nada de ella excepto que era amada. Y lo era. Ella consideraría eso suficiente.
No soporto visitar ese lugar. No soporto que quien fue mi esposa durante cuarenta y dos años esté muerta, que en un minuto de un domingo por la mañana estuviera en la cocina mezclando la masa para los barquillos y hablándome de la reunión del consejo de la biblioteca de la noche anterior, y al minuto siguiente estuviera en el suelo retorciéndose con una embolia cerebral. No soporto que sus últimas palabras fueran: «¿Dónde demonios he puesto la vainilla?»
No soporto haberme convertido en uno de esos viejos que visitan los cementerios para estar con su esposa muerta. Cuando era (mucho) más joven, solía preguntarle a Kathy qué sentido tenía eso. Un montón de carne y huesos pudriéndose, algo que antes fue una persona pero que ya no lo es; sólo un montón de carne y huesos pudriéndose. La persona ya no está: se ha ido al cielo o al infierno o a donde sea o a ninguna parte. Lo mismo daría visitar una charcutería. Cuando te haces mayor te das cuenta de que aunque es precisamente así, no te importa. Es lo que tienes.
Por mucho que odie el cementerio, también agradezco que esté ahí. Echo de menos a mi esposa. Y es más fácil echarla de menos en el cementerio, donde nunca ha sido más que un cadáver, que echarla de menos en todos los sitios donde estuvo viva.
No me quedé mucho; nunca lo hago. Lo suficiente para sentir la puñalada aún reciente después de casi ocho años, que me recuerda también que tengo otras cosas que hacer en vez de estar perdiendo el tiempo en un cementerio como un viejo chocho. En cuanto la siento, me doy media vuelta y me marcho.
Aquel día no me molesté en mirar atrás. Era la última vez que visitaría el cementerio o la tumba de mi esposa, pero no quería invertir luego demasiado esfuerzo tratando de recordar ese lugar. Como decía, ése es un sitio donde ella sólo ha estado muerta. No tiene mucho sentido recordar eso.
* * *
Bien pensado, enrolarme en el ejército tampoco fue demasiado dramático. Mi ciudad es demasiado pequeña como para tener su propia oficina de reclutamiento, así que tuve que desplazarme hasta Greenville, la sede del condado, para enrolarme. La oficina de reclutamiento es un local pequeño en una calle corriente; tiene una licorería a un lado y un salón de tatuajes al otro. Según el orden en que entres en uno u otro sitio, puedes despertarte a la mañana siguiente metido en serios problemas.
El interior de la oficina es aún menos atractivo, si eso es posible. Consiste en una mesa con un ordenador y una impresora, un humano tras la mesa, dos sillas delante de la mesa y seis sillas contra una pared. Una mesita frente a las sillas contiene información sobre el reclutamiento y algunos números atrasados de Time y Newsweek. Kathy y yo habíamos estado ya allí una década antes; me pareció que no habían movido nada de sitio, y mucho menos cambiado, lo que incluía las revistas. El humano parecía nuevo. Al menos, no recuerdo que el reclutador anterior tuviera tanto pelo. Ni pechos.
Estaba muy ocupada tecleando en el ordenador y no se molestó en mirarme cuando me acerqué.
—Ahora mismo le atiendo —murmuró, algo así como una reacción pavloviana al haber oído abrirse la puerta.
—Tómese su tiempo —dije—. Ya veo que el lugar está repleto.
Mi intento de humor sarcástico fue ignorado y desatendido, como venía siendo costumbre en los últimos años; era bueno ver que pese a todo, yo no perdía la forma. Me senté delante de la mesa y esperé a que la reclutadora terminara lo que estaba haciendo.
—¿Viene o va? —preguntó, todavía sin mirarme.
—¿Cómo dice?
—¿Viene o va? —repitió—. ¿Viene para su Intento de Enrolarse o va a iniciar su estancia?
—Ah. Voy.
Esto hizo que por fin me mirara, entornando los ojos a través de un severo par de gafas.
—Usted es John Perry —dijo.
—Ese soy yo. ¿Cómo lo ha adivinado?
Ella volvió a mirar su ordenador.
—La mayoría de la gente que quiere alistarse viene el día de su cumpleaños, aunque pueden hacerlo formalmente durante los treinta días posteriores. Hoy sólo tenemos tres cumpleaños. Mary Valory ya ha llamado para decir que no irá. Y no parece que usted sea Cynthia Smith.
—Me alegra oír eso.
—Y como no viene para una solicitud inicial —continuó ella, ignorando un nuevo intento humorístico por mi parte—, es de lógica que sea usted John Perry.
—Podría ser un viejo solitario que va por ahí buscando conversación —dije.
—Por aquí no tenemos muchos de ésos —respondió ella—. Les asustan los chicos de la tienda de al lado, con todos esos tatuajes de demonios. —Finalmente apartó el teclado y me dedicó toda su atención—. Bien. Muéstreme su identificación, por favor.
—Pero si ya sabe quién soy —le recordé.
—Vamos a asegurarnos —respondió ella. No había ni el más leve atisbo de una sonrisa cuando lo dijo. Tratar con viejos carcamales cada día, al parecer se había cobrado su precio.
Le entregué mi carnet de conducir, el certificado de nacimiento y la tarjeta nacional de identidad. Ella los cogió, buscó en su mesa una manopad, la conectó al ordenador y me la entregó. Coloqué la palma sobre el aparato y esperé a que terminara el escaneo. La mujer volvió a cogerlo y deslizó la tarjeta de identidad por el lado para cotejar la información de las huellas.
—Es usted John Perry —dijo por fin.
—Ahora estamos donde empezamos.
Volvió a ignorarme.
—Hace diez años, durante la sesión de orientación de su Intento de Enrolarse, se le proporcionó información sobre las Fuerzas de Defensa Coloniales, y los deberes y obligaciones que asumiría al unirse a ellas —dijo ella, en un tono de voz que indicaba que decía eso al menos una vez al día, todos los días, durante la mayor parte de su vida laboral—. Adicionalmente, en el ínterin, se le han enviado materiales y actualizaciones para recordarle los deberes y obligaciones que asumirá.
»¿Necesita información adicional o una presentación más moderna, o declara que comprende completamente los deberes y obligaciones que está a punto de asumir? Sea consciente de que no hay ninguna penalización por pedir nuevos materiales u optar por no unirse a las FDC en este momento.
Yo recordaba bien la sesión de orientación. La primera parte había consistido en un puñado de viejos sentados en sillas plegables en el Centro Comunitario de Greenville, comiendo donuts, bebiendo café y escuchando a un funcionario del aparato de las FDC hablar sobre la historia de las colonias humanas. Luego, éste repartió folletos sobre la vida al servicio de las FDC, que se parecía bastante a la vida militar en cualquier otro sitio. Durante el turno de ruegos y preguntas descubrimos que él no había estado en las FDC: sólo lo habían contratado para hacer presentaciones en la zona del valle de Miami.
La segunda parte de la sesión de orientación fue un breve reconocimiento médico: llegó un doctor y nos sacó sangre, rascó el interior de mi mejilla para extraer algunas células, y me hizo un escaneo cerebral. Al parecer, aprobé.
Desde entonces, el folleto que me dieron en la sesión de orientación me llegaba por correo una vez al año. Empecé a tirarlo a partir del segundo año. No lo había leído desde entonces.
—Comprendo —dije.
Ella asintió, buscó en su mesa, sacó un papel y un bolígrafo, y me los entregó. El papel tenía varios párrafos, cada uno con espacio para firmar debajo. Lo reconocí: había firmado otro, muy similar, diez años antes, para indicar que comprendía lo que iba a hacer una década mas adelante.
—Voy a leerle cada uno de estos párrafos —dijo ella—. Al final de cada uno, si comprende y acepta lo que se le haya leído, por favor firme y feche en la línea que sigue inmediatamente al párrafo. Si tiene alguna pregunta, por favor hágala después de la lectura del párrafo. Si no comprende o no acepta lo que se le haya leído y explicado, no firme. ¿Comprende?
—Comprendo.
—Muy bien. Párrafo uno: «El abajo firmante reconoce y comprende que libremente, por propia voluntad y sin ningún tipo de coacción se ofrece voluntario para enrolarse en las Fuerzas de Defensa Coloniales durante un tiempo de servicio no inferior a dos años. Adicionalmente, comprende también que el término de servicio puede ser ampliado de manera unilateral por las Fuerzas de Defensa Coloniales hasta ocho años más en tiempos de guerra y dificultad».
Esta cláusula de extensión de «diez años en total» no era nueva para mí (había leído la información que me enviaron, una o dos veces), aunque me preguntaba cuánta gente la pasaba por alto, y de aquellos que no la leían, cuántos pensaban que iban a pasarse diez años en el servicio. Me daba la impresión de que las FDC no pedirían esos diez años si no lo consideraran necesario. Debido a las Leyes de Cuarentena no sabemos mucho de las guerras coloniales, pero lo que oímos es suficiente para saber que el universo no vive precisamente tiempos de paz.
Firmé.
—Párrafo dos: «Comprende que, al ofrecerse voluntario para enrolarse en las Fuerzas de Defensa Coloniales, accede a portar armas y usarlas contra los enemigos de la Unión Colonial, que pueden ser otras fuerzas humanas. Durante el tiempo de su servicio no podrá negarse a portar y usar armas según se le ordene, ni poner objeciones religiosas o morales a esas acciones para evitar entrar en combate».
¿Cuánta gente se presenta voluntaria para el ejército y luego se declara objetor de conciencia? Firmé.
—Párrafo tres: «Comprende y acata que cumplirá fielmente y a la velocidad debida las órdenes y directrices impartidas por sus oficiales superiores, tal como estipula el Código Uniforme de Conducta de las Fuerzas de Defensa Coloniales». Firmé.
—Párrafo cuatro: «Comprende que, al ofrecerse voluntario para las Fuerzas de Defensa Coloniales, da su consentimiento a cualquier régimen o procedimiento médico, quirúrgico o terapéutico que sea considerado necesario por las Fuerzas de Defensa Coloniales para ampliar su capacidad para el combate».
Ahí estaba el porqué de que yo e incontables vejestorios de setenta y cinco años nos alistásemos cada año.
Una vez le dije a mi abuelo que, para cuando yo tuviera su edad, ya habrían descubierto un modo de extender drásticamente el lapso de vida humano. Él se rió de mí y me dijo que eso era lo que él había creído también y sin embargo, allí estaba, hecho un vejestorio. Y ahí estaba yo también. El problema de envejecer no es que cuando no es una maldita cosa sea otra… sino que son todas las malditas cosas a la vez, todo el tiempo.
No se puede detener el envejecimiento. Las terapias genéticas, la sustitución de órganos y la cirugía plástica libran una buena batalla, pero la vejez te alcanza de todas formas. Consigues un pulmón nuevo y a tu corazón se le fastidia una válvula. Consigues un corazón nuevo, y el hígado se te hincha como una piscina hinchable. Te cambias el hígado y una embolia te provoca un jamacuco. Ése es el as en la manga de la edad: todavía no pueden sustituir los cerebros.
El promedio de vida alcanzó los noventa años hace tiempo, y ahí nos quedamos. Cuando creíamos que íbamos a seguir avanzando hasta alcanzar edades bíblicas, parece que Dios levantó el pie del acelerador. La gente puede vivir más tiempo, y de hecho lo hace, pero vive esos años de más como un anciano. Respecto a eso no ha cambiado gran cosa.
Juzguen por ustedes mismos. Cuando se tienen por ejemplo veinticinco, treinta y cinco, cuarenta y cinco o incluso cincuenta y cinco años, todavía se siente uno capaz de enfrentarse al mundo. En cuanto se cumplen sesenta y cinco y el cuerpo empieza a recorrer la cuesta abajo de la ruina física, esos misteriosos «regímenes y procedimientos médicos, quirúrgicos y terapéuticos» empiezan a parecer interesantes. A los setenta y cinco, los amigos han muerto y ya hemos sustituido al menos un órgano importante; tenemos que orinar cuatro veces durante la noche y no somos capaces de subir una escalera sin acabar exhaustos… y encima tenemos que escuchar que estamos en buena forma para nuestra edad.
Cambiar eso por una década de vida nueva en una zona de combate en ese momento te empieza a parecer un chollo. Sobre todo porque, si no lo haces, al cabo de diez años más ya tendrás ochenta y cinco y no habrá ninguna diferencia entre una pasa y tú: los dos estaréis arrugados y sin próstata, la pasa nunca tuvo próstata.
¿Cómo consiguen las FDC invertir el transcurso de la edad? Nadie lo sabe aquí abajo. Los científicos terrestres no pueden explicar cómo lo hacen y no pueden copiar sus éxitos, aunque no por falta de intentos. El ámbito de actuación de las FDC no está en los planetas, así que no se le puede preguntar a ningún veterano, y, por otra parte, las FDC sólo reclutan en los planetas, de modo que, aunque pudieras preguntarles, los colonos tampoco lo saben. Las terapias que las FDC llevan a cabo tienen lugar en el espacio, en las zonas de autoridad de las propias FDC, lejos de las miradas de los gobiernos globales y nacionales. Así que nada de ayuda por parte del Tío Sam ni de nadie más.
De vez en cuando, un primer ministro, un presidente o un dictador decide prohibir el sistema de reclutamiento de las FDC hasta que revelen sus secretos.
Las FDC nunca discuten: recogen sus bártulos y se largan. Luego, todos los ancianos de setenta y cinco años de ese país se toman unas largas vacaciones internacionales de las cuales no regresan nunca. Las FDC no ofrecen ninguna explicación, ningún argumento, ninguna pista. Para averiguar cómo logran que la gente vuelva a ser joven, hay que apuntarse.
Firmé.
—Párrafo cinco: «Comprende que al ofrecerse voluntario a las Fuerzas de Defensa Coloniales pone fin a su ciudadanía en su entidad política nacional, en este caso los Estados Unidos de América, y también en la Franquicia Residencial que le permite residir en el planeta Tierra. Comprende que su nacionalidad será transferida a la Unión Colonial y específicamente a las Fuerzas de Defensa Coloniales. Reconoce y comprende que al poner fin a su ciudadanía local y su Franquicia Residencial planetaria, tiene prohibido el regreso a la Tierra y, al término de su servicio en las Fuerzas de Defensa Coloniales, será trasladado a la colonia que designen la Unión Colonial y/o las Fuerzas de Defensa Coloniales».
O lo que es lo mismo: no se puede volver a casa. Esto forma parte de las Leyes de Cuarentena, que fueron impuestas por la Unión Colonial y las FDC para, oficialmente al menos, proteger la Tierra de desastres xenobiológicos como la Esterilidad. La gente de la Tierra lo sufrió en su momento. Es curioso lo aislado que se vuelve un planeta cuando un tercio de su población masculina pierde de modo permanente su fertilidad en el espacio de un año. La gente está menos obsesionada ahora: se han aburrido de la Tierra y quieren ver el resto del universo, por lo que se han olvidado por completo del Gran Tío Walt sin hijos. Pero la UC y las FDC son las únicas que tienen astronaves con los impulsores de salto que hacen posible el viaje interestelar. Así que en ésas estamos.
(Esto hace que el acuerdo para colonizar lo que la UC diga que hay que colonizar sea un poco absurdo: como ellos son los únicos que tienen naves, vas adonde te llevan. No te van a dejar la nave…)
Un efecto secundario de las Leyes de Cuarentena y del monopolio de la impulsión de salto es que las comunicaciones entre la Tierra y las Colonias (y entre las colonias mismas) son imposibles. La única manera de recibir una respuesta a tiempo de una colonia es meter un mensaje en una nave con impulsión de salto; las FDC transmiten a regañadientes los mensajes y datos de los gobiernos planetarios de esta forma, pero todo lo demás se encomienda a la suerte. Puedes plantar una parabólica y esperar que te lleguen señales de las colonias, pero Alfa, la colonia más cercana a la Tierra, está a ochenta y tres años luz de distancia. Esto hace que el chismorreo interplanetario resulte difícil.
Nunca lo he preguntado, pero imagino que éste es el párrafo que hace que la mayoría de la gente se eche para atrás. Una cosa es querer volver a ser joven, otra muy distinta darle la espalda a todo lo que has conocido, a todos los que has amado o tratado, a todas las experiencias que has vivido en siete décadas y media. Es dificilísimo decirle adiós a toda tu vida.
Firmé.
—Párrafo seis… párrafo final —dijo la reclutadora—. «Acepta y comprende que a las setenta y dos horas de la firma final de este documento, o a su traslado fuera de la Tierra por las Fuerzas de Defensa Coloniales, lo que suceda primero, se le considerará a todos los efectos muerto ante la ley en todas las entidades políticas relevantes, en este caso el estado de Ohio y los Estados Unidos de América. Todas sus propiedades y bienes serán tratados según indica la ley. Todas las obligaciones o responsabilidades que por ley terminan con la muerte acabarán también. Todos los registros legales previos, sean meritorios o vejatorios, serán por tanto anulados y todas las deudas zanjadas según la ley. Acepta y comprende que, si aún no se ha encargado de la distribución de sus bienes, las Fuerzas de Defensa Coloniales, a petición suya le proporcionarán asesoramiento legal y financiero para hacerlo en las próximas setenta y dos horas».
Firmé. Ahora tenía setenta y dos horas para vivir. Por así decirlo.
—¿Qué pasa si no abandono el planeta dentro de setenta y dos horas? —pregunté, mientras le entregaba el papel a la reclutadora.
—Nada —dijo ella, aceptando el impreso—. Excepto que, como estará legalmente muerto, todas sus pertenencias se dividirán según su testamento, sus seguros de vida y salud serán cancelados o reintegrados a sus herederos y no tendrá ningún derecho legal que le ampare ante la ley en ningún caso, desde la calumnia al asesinato.
—¿Así que alguien podría venir y matarme y eso no tendría ninguna repercusión legal?
—Bueno, no. Si alguien le asesina mientras está legalmente muerto, creo que aquí, en Ohio, podría ser juzgado por «molestar a un cadáver».
—Fascinante.
—Sin embargo —continuó ella, con un tono despreocupado de lo más inquietante— en general la cosa no llega tan lejos. Entre ahora y el final de esas setenta y dos horas puede cambiar de opinión respecto a enrolarse. Sólo tiene que llamarme. Si no estoy aquí, un contestador automático tomará su nombre. Cuando hayamos verificado que es realmente usted quien solicita la cancelación del reclutamiento, quedara liberado de cualquier obligación. Recuerde, sin embargo, que esa cancelación le impedirá de modo permanente cualquier reclutamiento futuro. Sólo es posible enrolarse una vez.
—Entendido —dije—. ¿Necesita que jure?
—No. Sólo debo procesar este informe y darle su billete.
Se volvió hacia el ordenador, tecleó unos minutos y luego pulsó ENTER.
—El ordenador está generando ahora su billete —dijo—. Será sólo un momento.
—De acuerdo. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Estoy casada.
—No era eso lo que iba a preguntarle —dije—. ¿De verdad la gente le hace proposiciones?
—Constantemente. Es muy molesto.
—Lo lamento —dije. Ella asintió—. Lo que iba a preguntarle es si ha conocido a alguien de las FDC.
—¿Quiere decir aparte de los que se alistan? No. Las FDC tienen una corporación aquí abajo que se encarga del reclutamiento, pero ninguno de nosotros pertenece realmente a ellas. No creo que ni siquiera lo sean los altos ejecutivos. Recibimos toda nuestra información y materiales del personal de la embajada de la Unión Colonial, no de las FDC directamente. No creo que ellos vengan a la Tierra.
—¿Le molesta trabajar para una organización a la que no ha visto nunca?
—No. El trabajo está bien y la paga es sorprendentemente buena, considerando el poco dinero que han invertido en decorar esto. De todas formas, usted va a unirse a una organización que tampoco ha visto nunca. ¿No le molesta?
—No —admití—. Soy viejo, mi esposa está muerta y no tengo muchos motivos para quedarme aquí. ¿Va a enrolarse usted cuando le llegue la hora?
Ella se encogió de hombros.
—No me importa envejecer.
—A mí tampoco me importaba cuando era joven. Es ser viejo ahora lo que me molesta.
La impresora zumbó suavemente y expulsó un objeto parecido a una tarjeta de visita. Ella lo cogió y me lo tendió.
—Éste es su billete —me dijo—. Le identifica como John Perry, recluta de las FDC. No lo pierda. Su lanzadera despega de ahí delante dentro de tres días para llevarlo al aeropuerto de Dayton. Sale a las ocho de la mañana; le sugerimos que llegue temprano. Se le permitirá sólo una bolsa de mano, así que elija con cuidado las cosas que desea llevarse.
—De Dayton, tomará el vuelo de las once a Chicago y luego el delta de las dos a Nairobi. Hay nueve horas de diferencia con Nairobi, así que llegará a eso de la medianoche, hora local. Le recibirá un representante de las FDC y se le dará la opción de tomar el transbordador de las dos de la madrugada hasta la Estación Colonial o descansar un poco y viajar en el de las nueve de la mañana. A partir de ese momento, estará en manos de las FDC.
Cogí el billete.
—¿Qué hago si alguno de esos vuelos llega tarde o se retrasa?
—Ninguno de esos vuelos ha experimentado un solo retraso en los cinco años que llevo trabajando aquí.
—Guau. Apuesto a que los trenes de la FDC tampoco tienen retrasos.
Ella me miró sin mostrar ningún interés.
—¿Sabe? —dije—. Desde que entré aquí, he estado intentando bromear con usted.
—Lo sé —contestó ella—. Lo siento. Cuando era niña, me extirparon quirúrgicamente el sentido del humor.
—Oh.
—Es broma —dijo, y se levantó, extendiendo la mano.
—Oh —me levanté y la estreché.
—Enhorabuena, recluta. Buena suerte ahí fuera en las estrellas. Lo digo en serio —añadió.
—Gracias —contesté—. Se lo agradezco.
Ella asintió, volvió a sentarse, y dirigió la mirada hacia el ordenador. Ya podía retirarme.
Al salir vi a una mujer mayor cruzar el aparcamiento en dirección a la oficina de reclutamiento. Me acerqué a ella.
—¿Cynthia Smith? —pregunté.
—Sí —dijo ella—. ¿Cómo lo sabe?
—Sólo quería desearle feliz cumpleaños —dije, y luego señalé hacia arriba—. Y decirle que tal vez volvamos a vernos allá arriba.
Ella sonrió al comprenderlo. Finalmente, había hecho sonreír a alguien ese día. Las cosas mejoraban.