«Ésta es la parte fácil —me envió Jane—. Déjate llevar».
Las puertas de la bodega volaron, una descompresión explosiva que recordó mi anterior llegada al espacio de Coral. Iba a volver al mismo sitio sin salir despedido de la bodega de carga. Esta vez, sin embargo, la bodega estaba libre de objetos peligrosos y sueltos: lo único que había en el interior de la sentina de la Gavilán eran su tripulación y sus soldados, ataviados con gruesos y herméticos trajes de salto. Teníamos los pies clavados al suelo, como si dijéramos, por medio de trabas electromagnéticas, pero en cuanto las puertas fueran destruidas y estuvieran a suficiente distancia para no matarnos a ninguno, las trabas se abrirían y nosotros saldríamos por la puerta, llevados por el aire: la bodega de carga estaba sobrepresurizada para que hubiera suficiente impulso.
Y lo hubo. Los imanes de nuestros pies se soltaron, y fue como si un gigante tirara de nosotros y nos hiciera pasar por una ratonera particularmente grande. Como Jane sugirió, me dejé llevar, y de repente me encontré saliendo al espacio dando tumbos. Eso estaba bien, puesto que queríamos dar la impresión de una súbita e inesperada exposición a la nada, por si los raey estaban vigilando. Fui expulsado sin más ceremonias por la puerta con el resto de las fuerzas especiales, sentí un mareante momento de vértigo cuando fuera se reorientó como abajo, y abajo estaba a doscientos kilómetros hacia la oscura masa de Coral, la marca del día brillando al este de donde íbamos a acabar.
Mi rotación personal me hizo volverme justo a tiempo de ver a la Gavilán explotar por cuatro sitios: las bolas de fuego se originaron en la parte que me quedaba más lejana de la nave y la recortaron en llamas. No hubo ningún sonido ni calor, gracias al vacío existente entre la nave y yo, pero obscenas bolas de fuego amarillas y anaranjadas compensaron visualmente la falta de otros sentidos. Milagrosamente, al girar, vi a la Gavilán disparar misiles, lanzándolos contra un enemigo cuya posición no podía registrar. Alguien estaba aún en la nave cuando fue alcanzada. Roté de nuevo, a tiempo de ver de nuevo a la Gavilán, esta vez quebrándose en dos cuando otra andanada de misiles la alcanzó. Quienquiera que estuviese en la nave iba a morir a bordo. Esperé que los misiles que habían lanzado alcanzaran su objetivo.
Caía hacia Coral. Otros soldados tal vez estuvieran cerca de mí, pero era imposible saberlo: nuestros trajes eran no reflectores y se nos había ordenado silencio a través del CerebroAmigo hasta que hubiéramos rebasado la estratosfera del planeta. A menos que viera a alguien cubriendo una estrella, no sabría dónde estaban. Es lo que pasa cuando no quieres llamar la atención si planeas atacar un planeta, sobre todo cuando alguien más puede estar buscándote. Me sentí más y más vigilado a medida que el planeta Coral devoraba firmemente las estrellas en su creciente periferia.
Mi CerebroAmigo sonó: era hora de usar los escudos. Asentí, y de mi mochila brotó un chorro de nano-robots. Una red electromagnética de robots se tejió a mi alrededor, sellándome dentro de un globo negro mate y aislando toda luz. Ahora estaba cayendo verdaderamente sumido en la oscuridad. Le di gracias a Dios por no ser claustrofóbico; de haberlo sido, en ese momento me habría cagado.
El escudo era la clave para la inserción en órbita alta. Protegía al soldado que iba dentro de dos maneras del calor, capaz de calcinarlo, generado por la entrada en la atmósfera. Primero, el escudo esférico se creaba mientras el soldado continuaba cayendo a través del vacío, lo cual reducía la transferencia de calor a menos que el soldado de algún modo tocara la parte exterior del escudo, que estaba en contacto con la atmósfera. Para evitar esto, el mismo andamiaje electromagnético con el que los robots construían el escudo, también fijaba al soldado en el centro de la esfera, impidiendo todo movimiento. No era muy cómodo, pero tampoco lo era reventar cuando las moléculas del aire se colaran en tu carne a altas velocidades.
Los robots cogían el calor, usaban parte de la energía para reforzar la red electromagnética que aislaba al soldado, y luego desviaban el resto del calor tanto como fuera posible. Acababan por quemarse, y en ese momento otros venían por la red para ocupar su lugar. Lo ideal era que agotaras la necesidad del escudo antes de quedarte sin él. Nuestra provisión de robots estaba calculada para la atmósfera de Coral, con un poco de espacio extra. Pero los nervios no se pueden evitar.
Sentí la vibración cuando mi escudo empezó a abrirse paso por la estratosfera de Coral; Gilipollas indicó bastante tontamente que habíamos empezado a experimentar turbulencias. Me sacudí en mi pequeña esfera, mientras el campo aislante aguantaba, pero no obstante permitía más cimbreo del que me hubiera gustado. Cuando el borde de una esfera puede transmitir un par de miles de grados de calor directamente a tu carne, cualquier movimiento hacia él, no importa lo pequeño que sea, es causa de preocupación.
En la superficie de Coral, cualquiera que alzara la mirada vería cientos de meteoritos veteando la noche; cualquier sospecha sobre el contenido de esos meteoritos quedaría mitigada por el conocimiento de que, probablemente, eran restos de las naves humanas que las fuerzas raey acababan de eliminar del cielo. A miles de metros de altura, un soldado que caía y un trozo de casco que caía parecían lo mismo.
La resistencia de la atmósfera al espesarse hizo su trabajo y redujo la velocidad de mi esfera; varios segundos después dejó de brillar por el calor, se colapso por completo y la atravesé como un polluelo lanzado con honda a través de su cascarón. La vista ahora no era una negra pared de robots sino un mundo oscurecido, iluminado sólo en algunos sitios por algas luminiscentes que recortaban los lánguidos contornos de los arrecifes de coral, y luego por las luces más bruscas de los campamentos raey y los antiguos asentamientos humanos. Nos dirigiríamos al segundo grupo de luces.
«Disciplina de CerebroAmigos conectada», envió el mayor Crick, y me sorprendí: creí que había caído con la Gavilán. «Jefes de pelotón identifíquense; soldados informen a jefes de pelotón».
A eso de un kilómetro al oeste de mi posición, a unos pocos cientos de metros por encima, Jane se iluminó de repente. Eso no había sucedido en la vida real: habría sido una buena forma de hacerse matar por las fuerzas de tierra. Fue simplemente la forma en que mi CerebroAmigo me mostró dónde estaba. A mi alrededor, cerca y lejos, otros soldados empezaron a brillar: mis nuevos camaradas de pelotón, mostrándose también. Nos retorcimos en el aire y empezamos a unirnos. Mientras nos movíamos, la superficie de Coral se transformó con una red topológica superpuesta donde brillaban varios puntos arracimados: la estación de rastreo y sus inmediaciones.
Jane empezó a inundar a sus soldados de información. Cuando me uní a su pelotón, los soldados de las fuerzas especiales dejaron a un lado la cortesía de hablarme, revirtiendo a su habitual método de comunicación vía CerebroAmigo. Pensaban que, si iba a combatir con ellos, tendría que hacerlo con sus normas. Los últimos tres días habían sido un borrón de comunicaciones; cuando Jane dijo que los realnacidos se comunicaban a velocidad más lenta se estaba quedando corta. Las fuerzas especiales se lanzaban mensajes más rápido de lo que yo podía parpadear. Conversaciones y debates terminaban antes de que yo pudiera captar el primer mensaje. Lo más confuso de todo: las fuerzas especiales no limitaban sus transmisiones a mensajes de texto o verbales. Utilizaban la habilidad del CerebroAmigo para transferir información emocional enviando estallidos de emoción que usaban como un escritor utiliza los signos de puntuación. Alguien contaba un chiste y todos los que lo escuchaban se reían con su CerebroAmigo, y era como ser golpeado con un berbiquí de diversión que se abría paso en tu cerebro. Me daba dolor de cabeza.
Pero era realmente una forma más eficaz de «hablar». Jane esbozaba la misión de nuestro pelotón, objetivos y estrategia en una décima parte del tiempo que tardaría un comandante de las FDC convencionales. Eso es una auténtica ventaja cuando la reunión tiene lugar mientras tus soldados y tú os precipitáis hacia la superficie de un planeta a velocidad terminal. Sorprendentemente, pude seguir el informe casi tan rápido como Jane lo transmitía. Descubrí que el secreto era dejar de luchar o de intentar organizar la información como estaba acostumbrado, en piezas discretas de habla verbal.
Sólo acepta que estás bebiendo de la manguera y abre bien la boca. También ayudaba que yo no respondiera mucho.
La estación de rastreo estaba situada en un terreno elevado, cerca de uno de los asentamientos humanos más pequeños que habían ocupado los raey, en un reducido valle cerrado por uno de sus lados. El terreno había sido ocupado originariamente por el centro de mando de la colonia y sus edificios colindantes; los raey se habían establecido allí para aprovechar las líneas de energía y canibalizar los ordenadores del centro de mando, las transmisiones y otros recursos. Habían creado posiciones defensivas en y alrededor del centro de mando, pero las imágenes en tiempo real del lugar (proporcionadas por un miembro del comando de Crick, que se había atado un satélite espía al pecho) mostraban que esas posiciones estaban sólo moderadamente armadas y atendidas. Los raey confiaban que su tecnología y sus naves espaciales neutralizarían cualquier amenaza.
Otros pelotones se encargarían del centro de mando, localizarían y asegurarían las máquinas que integraban la información de rastreo de los satélites y preparaban la descarga a las naves espaciales raey. El trabajo de nuestro pelotón era tomar la torre de transmisión desde donde la señal de tierra se dirigía a las naves. Si el hardware de transmisión era equipo consu avanzado, tendríamos que desconectar la torre y defenderla contra el inevitable contraataque raey: si era sólo tecnología raey normal y corriente, teníamos que volarla.
Fuera como fuese, la estación de rastreo caería, y las naves raey volarían a ciegas, incapaces de localizar cuándo y dónde iban a aparecer nuestras naves. La torre estaba lejos del centro de mando principal y bastante bien protegida respecto al resto de la zona, pero teníamos planes para reducir sus fuerzas antes incluso de llegar al suelo.
«Seleccionen objetivos», envió Jane, y un trazado de nuestra zona de blancos apareció en los CerebroAmigos. Los soldados raey y sus máquinas brillaron en infrarrojo; como no percibían ninguna amenaza, no tenían ninguna disciplina calorífica. Los objetivos fueron seleccionados y preparados por escuadrones, equipos y luego por soldados individuales. Cada vez que fue posible, optamos por golpear a los raey y no a su equipo, que luego podríamos utilizar nosotros cuando termináramos con ellos. Las armas no matan a nadie: lo hacen los alienígenas detrás de sus gatillos. Una vez seleccionados los objetivos, todos nos separamos ligeramente unos de otros: lo único que había que hacer era esperar.
A mil metros de altura, nuestros robots restantes se desplegaron convirtiéndose en una vela maniobrable, deteniendo la velocidad de nuestro descenso con un tirón que encogía el estómago, pero permitiéndonos flotar y elegir nuestro camino y evitar a los otros mientras lo hacíamos. Esas velas, como nuestro equipo de combate, se camuflaban con la oscuridad y el calor. A menos que se supiera lo que se estaba buscando, nunca se nos vería llegar.
«Eliminen objetivos», envió el mayor Crick, y el silencio de nuestro descenso terminó con el tableteo desgarrador de los MPs descargando una granizada de metal. En el suelo, los soldados raey y el personal vieron cómo, inesperadamente, sus cabezas y sus miembros se despegaban de sus cuerpos; sus compañeros sólo tuvieron una fracción de segundo para comprender lo que había sucedido antes de que el mismo destino les cayera encima. En mi caso apunté a tres raey estacionados cerca de la torre de transmisión; los dos primeros cayeron sin decir ni pío; el tercero apuntó con su arma a la oscuridad y se preparó para disparar. Tenía la creencia de que yo estaba delante en vez de arriba. Lo eliminé antes de que tuviera la oportunidad de corregir esa apreciación. En unos cinco segundos, todos los raey que estaban fuera y visibles habían caído muertos. Nosotros estábamos todavía a varios cientos de metros de altura cuando sucedió.
Los reflectores se encendieron y fueron eliminados en cuanto cobraron vida. Disparamos cohetes contra trincheras y zanjas, masacrando a los raey que estaban en ellas. Los soldados que salían del centro de mando y los barracones siguieron la estela de los cohetes y dispararon en esa dirección; nuestros hombres hacía tiempo que habían maniobrado apartándose del camino, y ahora abatían a los raey que disparaban al descubierto.
Divisé un sitio donde aterrizar cerca de la torre de transmisión e instruí a Gilipollas para que calculara un plan de maniobra evasiva hasta allí. Mientras llegaba, dos raey salieron corriendo por la puerta de un cobertizo situado junto a la torre, disparando en mi dirección a bulto mientras corrían hacia el centro de mando. Alcancé a uno en la pierna y cayó aullando. El otro dejó de disparar y corrió, usando las musculosas patas parecidas a las de los pájaros que tienen los raey para ganar distancia. Le indiqué a Gilipollas que soltara la vela, que se disolvió cuando los filamentos electrostáticos que la sujetaban se plegaron y los robots se transformaron en polvo inerte. Terminé de caer los metros que me separaban del suelo, rodé, me incorporé y divisé al raey que huía. Corría en línea recta en vez de en zigzag, lo que habría dificultado abatirlo. Un único disparo, en el centro, lo eliminó. Detrás de mí, el otro raey seguía chillando, y de repente, al sonar un brusco estampido, dejó de hacerlo. Me di la vuelta y vi a Jane detrás de mí, su MP todavía apuntando al cadáver del raey.
«Tú conmigo», envió, y me señaló el cobertizo. Cuando íbamos por el camino, otros dos raey salieron por la puerta a la carrera, mientras un tercero disparaba desde dentro. Jane se tiró al suelo y devolvió el fuego mientras yo perseguía a los raey que huían. Lo hacían en zigzag; alcancé a uno, pero el otro escapó, lanzándose a una zanja para hacerlo. Mientras tanto, Jane se había cansado de intercambiar disparos con el raey del cobertizo y lanzó una granada; hubo un aullido ahogado y luego una fuerte explosión, seguida de grandes trozos de raey volando por la puerta.
Avanzamos y entramos en el cobertizo, que estaba cubierto con los restos del raey y alojaba un panel de artilugios electrónicos. Un escaneo con el CerebroAmigo confirmó que era el equipo de comunicación raey; aquél era el centro de operaciones de la torre. Jane y yo retrocedimos y rociamos el lugar de cohetes y granadas. Voló por los aires de manera muy bonita; ahora la torre estaba desconectada, aunque todavía teníamos que encargarnos del equipo de transmisión situado en lo alto.
Jane pidió un informe de situación a sus jefes de escuadrón: la torre y las zonas colindantes habían sido tomadas. Los raey no consiguieron recuperarse después del asalto inicial. Nuestras bajas eran escasas, sin ningún muerto en el pelotón. Las otras fases del ataque también se desarrollaban bien; el combate más intenso tenía lugar en el centro de mando, donde los soldados iban de habitación en habitación, arrasando a los raey a su paso. Jane envió a dos escuadrones para reforzar la toma del centro de mando, hizo que otro escuadrón investigara los cadáveres raey y el equipo de la torre, y ordenó a otros dos escuadrones crear un perímetro.
«Y tú —dijo, volviéndose hacia mí y señalando la torre—, sube ahí arriba y dime lo que tenemos».
Miré la torre, que era la típica torre de radio. Unos ciento cincuenta metros de altura, poco más que andamios de metal sosteniendo lo que quiera que hubiese en lo alto. Hasta el momento, era lo más impresionante que habíamos visto de los raey. La torre no estaba allí cuando llegaron, así que debieron de erigirla casi instantáneamente. Era sólo una torre de radio, pero por otro lado, intenta levantar una torre de radio en un día, a ver cómo lo haces. La torre tenía barras de metal que formaban una escalera hacia la cima; la fisiología y la altura raey eran lo bastante parecidas a la humana como para que yo pudiera usarlas. Subí.
En lo alto soplaba un viento peligroso y había un montón de antenas e instrumentos del tamaño de un coche. Lo escruté todo con Gilipollas, quien comparó la imagen visual con su biblioteca de tecnología raey. Todo era raey. La información que llegaba de los satélites se procesaba en el centro de mando: esperé que consiguieran tomarlo sin volar nada.
Transmití la información a Jane. Ella me informó que cuanto antes bajara de la torre, más posibilidades tendría de no ser aplastado por los escombros. No necesité más indirectas. Mientras bajaba, los cohetes pasaron por encima de mi cabeza y alcanzaron directamente el conjunto de instrumentos de arriba.
La fuerza de la explosión hizo que los cables estabilizadores de la torre chasquearan con un tang metálico que prometía decapitar a todo el que estuviera en su camino. La torre entera se tambaleó. Jane ordenó que atacaran la base: los cohetes buscaron las vigas de metal. La torre se retorció y se desplomó, gimiendo al caer.
Desde la zona del centro de mando, los sonidos de combate habían cesado y se oían vítores esporádicos: los raey que hubiera allí habían dejado de estarlo. Hice que Gilipollas mostrara mi cronómetro interno. No habían pasado aún noventa minutos desde que nos lanzamos de la Gavilán.
—No tenían ni idea de que veníamos —le dije a Jane, y de repente me sorprendí por el sonido de mi propia voz.
Jane me miró, asintió, y luego se volvió hacia la torre.
—No, no lo sabían. Ésa era la buena noticia. La mala es que ahora saben que estamos aquí.
Se volvió y empezó a dar órdenes a su pelotón. Esperábamos un contraataque. Uno grande.
* * *
—¿Quieres ser humano otra vez? —me preguntó Jane. Fue la tarde antes de nuestro desembarco. Estábamos en el comedor, picoteando la comida.
—¿Otra vez? —dije, sonriendo.
—Ya sabes a qué me refiero. Volver a un cuerpo humano real. Sin aditivos artificiales.
—Claro —respondí—. Sólo me quedan unos ocho años por delante. Suponiendo que siga vivo, me retiraré y me convertiré en colono.
—Eso significa volver a ser débil y lento —especificó Jane, con el habitual tacto de las fuerzas especiales.
—No es tan malo. Y hay otras compensaciones. Los hijos, por ejemplo. O la habilidad para conocer a otras personas y no tener que matarlas porque sean enemigos alienígenas de las colonias.
—Volverás a envejecer y a morir —constató Jane.
—Supongo que sí. Es lo que hacen los humanos. Esto —alcé un brazo verde—, no es lo habitual, ¿sabes? En cuanto a lo de morirse, es mucho más probable hacerlo en cualquier momento de la vida en las FDC que si fuera colono. Estadísticamente hablando, ser un colono humano sin modificar es la forma normal de morirse.
—Todavía no estás muerto —dijo Jane.
—Hay quien parece empeñado en que lo haga —bromeé—. ¿Y tú? ¿Algún plan para retirarte y colonizar?
—Las fuerzas especiales no se retiran.
—¿Quieres decir que no os está permitido? —pregunté.
—No, sí está permitido —contestó Jane—. Nuestro servicio dura diez años, igual que el vuestro, aunque con nosotros no existe la posibilidad de que dure menos. Lo que pasa es que luego no nos retiramos, eso es todo.
—¿Por qué no?
—No tenemos ninguna experiencia aparte de lo que somos —dijo Jane—. Nacemos, combatimos, eso es lo que sabemos hacer. Somos buenos en nuestro trabajo.
—¿Nunca te apetece dejar de luchar?
—¿Por qué? —preguntó Jane.
—Bueno, para empezar, reduce dramáticamente la posibilidad de muerte violenta —expliqué—. En segundo lugar, te daría una oportunidad de vivir esas vidas con las que todos soñáis. Los FDC tenemos esa vida antes de ingresar en el servicio. Vosotros podríais tenerla después.
—No sabría qué hacer conmigo misma —reflexionó ella.
—Pues bienvenida a la raza humana —respondí—. Entonces ¿me estás diciendo que ningún miembro de las fuerzas especiales deja el servicio? ¿Jamás?
—He conocido a uno o dos —admitió Jane—. Pero sólo un par.
—¿Qué les pasó? —pregunté—. ¿Adónde fueron?
—En realidad no estoy segura —dijo Jane, vagamente—. Mañana te quiero a mi lado —añadió, cambiando de tema.
—Entiendo.
—Eres todavía demasiado lento. No quiero que interfieras con mi otra gente.
—Gracias.
—Lo siento —se disculpó Jane—. Me doy cuenta de que no tengo mucho tacto. Pero has dirigido soldados. Sabes cuál es mi preocupación. Estoy dispuesta a asumir los riesgos de tenerte cerca. Los demás no deberían tener que hacerlo.
—Lo sé —contesté—. No me ofendo. Y no te preocupes. Me comportaré. Pienso retirarme, ¿sabes? Y tengo que continuar vivo un poco más de tiempo para hacerlo.
—Es bueno que tengas motivaciones.
—Estoy de acuerdo. Tú también tendrías que pensar en retirarte. Como dices, es bueno tener motivación para estar vivo.
—No quiero estar muerta —dijo Jane—. Es motivación suficiente.
—Bueno, si alguna vez cambias de opinión, te enviaré una postal desde el sitio donde vaya a retirarme. Ven a verme. Podemos vivir en una granja. Plantar algunos pollos. Criar algo de trigo.
Jane hizo una mueca.
—No puedes hablar en serio.
—La verdad es que sí —dije, y me di cuenta de que era cierto. Jane guardó silencio durante un momento.
—No me gustan las granjas.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté—. No lo has hecho nunca.
—¿Le gustaban a Kathy?
—En absoluto —contesté—. Apenas toleraba arreglar el jardín.
—Bien, pues ahí lo tienes —dijo Jane—. El precedente va en mi contra.
—Piénsalo, de todas formas.
—Tal vez lo haga —respondió ella.
* * *
«Dónde demonios he puesto la munición», envió Jane, y entonces los cohetes nos alcanzaron. Me lancé al suelo mientras las rocas de la posición de Jane caían a mi alrededor. Alcé la cabeza y vi la mano de Jane, retorciéndose. Me levanté para correr hacia ella, pero una ráfaga de disparos me detuvo. Retrocedí y me coloqué tras la roca donde estaba situado.
Observé al grupo de raey que nos había sorprendido: dos se movían lentamente, colina arriba hacia nosotros, mientras un tercero ayudaba a un cuarto a cargar un cohete. No tuve dudas de hacia dónde iba a apuntar. Lancé una granada contra los dos que avanzaban y los oí correr a cubierto. Cuando estalló, los ignoré y le disparé al raey del cohete. Cayó con un golpe seco y disparó su cohete con su último aliento; la ignición quemó la cara de su compañero, que gritó y agitó los brazos, agarrándose los ojos. Le disparé en la cabeza. El cohete se perdió en las alturas, lejos de mí. No me molesté en esperar a ver dónde aterrizaba.
Los dos raey que avanzaban hacia mi posición empezaron a retirarse; lancé otra granada en su dirección para mantenerlos ocupados y corrí hacia Jane. La granada cayó directamente a los pies de uno de los raey y procedió a llevársele los pies por delante; el segundo raey se arrojó al suelo. Le lancé una segunda granada. No la evitó lo bastante rápido.
Me arrodillé junto a Jane, que todavía se estaba agitando, y vi el trozo de roca que había penetrado por un lado de su cabeza. La SangreSabia se coagulaba rápidamente, pero pequeños borbotones brotaban por los bordes. Le hablé, pero ella no me respondió. Accedí a su CerebroAmigo y sólo detecté fragmentos emocionales de shock y dolor. Sus ojos miraban sin ver. Iba a morir. Le agarré la mano y traté de calmar el asfixiante arrebato de vértigo y de déjá vu que sentía.
El contraataque había empezado al amanecer, no mucho después de que tomáramos la estación de rastreo, y había sido más que duro: había sido feroz.
Los raey, comprendiendo que su protección había sido eliminada, contraatacaron con fuerza para recuperar la estación. El ataque fue improvisado, revelando la falta de tiempo y planificación, pero también implacable. Una nave de tropas tras otra fueron apareciendo sobre el horizonte, trayendo a más raey al combate.
Los soldados de las fuerzas especiales usaron su mezcla especial de táctica y locura para recibir a esas primeras naves de tropas con equipos que corrían a su encuentro mientras aterrizaban, disparando cohetes y granadas a las bodegas en el momento en que se abrían las puertas. Los raey añadieron finalmente apoyo aéreo, y los soldados empezaron a desembarcar sin ser volados por los aires en el momento en que pisaban el suelo. Mientras el grueso de nuestras fuerzas defendía el centro de mando y el premio tecnológico consu oculto en él, nuestro pelotón se quedó en la periferia, acosando a los raey y haciendo que su avance fuera más que dificultoso. Por eso Jane y yo estábamos en aquel macizo rocoso, a varios centenares de metros del centro de mando.
Directamente bajo nuestra posición, otro equipo de raey empezaba a avanzar hacia nosotros. Era hora de moverse. Lancé dos cohetes para retrasarlos, luego me agaché y me cargué a Jane al hombro. Gimió, pero yo no podía preocuparme por eso entonces. Divisé un peñasco que habíamos usado antes al llegar y me lancé hacia allí. Detrás de mí, los raey apuntaron. Los disparos nos pasaron rozando, esquirlas de roca me cortaron la cara. Conseguí llegar tras el peñasco, solté a Jane, lancé una granada en dirección a los raey. Cuando estalló, salí corriendo de detrás de la roca y salté hacia su posición, cubriendo la distancia de dos grandes zancadas. Los raey chillaron: no sabían qué hacer con un humano que aparecía directamente ante ellos. Cambié mi MP a fuego automático y los abatí a bocajarro antes de que pudieran organizarse. Regresé junto a Jane y accedí a su CerebroAmigo. Todavía estaba allí. Todavía viva.
El siguiente tramo de nuestro viaje iba a ser difícil: unos cien metros de terreno despejado se extendían entre nosotros y donde quería llegar, un pequeño garaje de mantenimiento. Las líneas de infantería raey bordeaban el campo; un aparato raey volaba en esa dirección, buscando humanos a quienes disparar. Accedí a Gilipollas para localizar las posiciones de la gente de Jane y encontré a tres cerca de mí: dos en mi lado del campo, a treinta metros de distancia, y el tercero al otro lado. Les di la orden de cubrirme, volví a coger a Jane y corrí hacia el cobertizo.
El aire estalló a mi alrededor por los disparos. La hierba saltó hacia mí cuando las balas se clavaban en el suelo, donde habían estado o iban a estar mis pies. Me alcanzaron en la cadera izquierda; mi mitad inferior se torció cuando el dolor me recorrió todo el costado. Eso iba a dejar marca. Conseguí conservar el equilibrio y seguí corriendo. Detrás de mí, pude oír los martilleos de los cohetes impactando en las posiciones raey. Había llegado la caballería.
La nave raey se volvió para dispararme, y luego viró para evitar el cohete lanzado por uno de nuestros soldados. Lo consiguió, pero no tuvo tanta suerte para evitar los otros dos cohetes que la buscaban desde la dirección opuesta.
El primero la alcanzó en el motor; el segundo, en el parabrisas. El aparato se escoró y empezó a caer, pero permaneció en el aire el tiempo suficiente para ser besado por un último cohete que se coló por el parabrisas roto y estalló en la cabina. Se desplomó con un rugido ensordecedor mientras yo llegaba al cobertizo. Detrás de mí, los raey que me habían estado disparando volvieron su atención hacia la gente de Jane, que les estaban causando mucho más daño que yo. Abrí la puerta del cobertizo y me lancé junto con Jane al hueco de reparaciones que había dentro.
En aquella relativa calma, volví a comprobar sus constantes vitales. La herida de su cabeza estaba completamente cubierta de SangreSabia; era imposible saber cuánto daño había o a qué profundidad habían entrado en su cabeza los fragmentos de roca. Su pulso era intenso pero su respiración era entrecortada y errática. Ahí era donde la capacidad de transportar oxígeno extra de la SangreSabia iba a resultar de ayuda. Ya no estaba tan seguro de que fuera a morirse, pero no sabía qué podía hacer para mantenerla con vida yo solo.
Accedí a Gilipollas en busca de opciones, y se me ofreció una: el centro de mando había acomodado una enfermería. Sus instalaciones eran modestas, pero contenían una cámara de estabilización portátil. Mantendría allí a Jane hasta que pudiera meterla en una de las naves y devolverla a Fénix para que recibiera cuidados médicos. Recordé cómo Jane y la tripulación de la Gavilán me metieron en una cámara similar después de mi primer viaje a Coral. Era hora de devolver el favor.
Una serie de balas atravesó una ventana encima de donde me encontraba: alguien había recordado que estaba allí. Hora de moverse de nuevo. Planeé mi siguiente carrera, hasta una trinchera construida por los raey y situada cincuenta metros más adelante, ocupada ahora por las fuerzas especiales. Les hice saber que iba de camino; ellos me cubrieron mientras yo corría en zigzag hacia su posición. Con eso, estuve de nuevo tras las líneas de las fuerzas especiales. El resto del camino hasta el centro de mando lo recorrí con incidentes mínimos.
Llegué justo en el momento que los raey empezaban a lanzar proyectiles contra el centro de mando. Ya no estaban interesados en recuperar su estación de rastreo: ahora se concentraban en destruirla. Miré al cielo. Incluso con el brillo de la mañana, chispeantes destellos de luz asomaban a través del azul. La flota colonial había llegado.
Los raey no iban a tardar mucho en demoler el centro de mando, llevándose consigo la tecnología consu. No me quedaba mucho tiempo. Entré en el edificio y corrí hacia la enfermería mientras todos los demás salían.
* * *
Había algo grande y complicado en la enfermería del centro de mando. Era el sistema rastreador consu. Sólo Dios sabe por qué los raey decidieron alojarlo allí. Pero lo hicieron. Como resultado, la enfermería era la única sala en todo el centro de mando que no había sido acribillada; las fuerzas especiales tenían órdenes de apoderarse del sistema rastreador sin destruirlo. Nuestros chicos y chicas había atacado a los raey que había dentro con granadas de luz y cuchillos. Sus cuerpos estaban todavía allí, apuñalados y todo, desperdigados por el suelo.
El sistema rastreador zumbaba, casi contenidamente, plano y sin ninguna característica llamativa, contra la pared de la enfermería. El único signo de que tuviera capacidad de conexión/desconexión era un pequeño monitor y una ranura de acceso para un módulo de memoria raey que permanecía olvidado en una mesita de noche de hospital. El sistema rastreador no tenía ni idea de que dentro de un par de minutos no iba a ser más que un puñado de cables rotos, gracias al inminente bombardeo raey. Todo nuestro trabajo para asegurarnos la maldita máquina iba a ser desperdiciado.
El centro de mando se sacudió. Dejé de pensar en el sistema rastreador y coloqué a Jane con cuidado en una cama, luego busqué la cámara estabilizadora. La encontré en una habitación adjunta: parecía una silla de ruedas incrustada dentro de medio cilindro de plástico. Vi dos fuentes de energía portátiles en un estante: enchufé una a la máquina y leí el panel de diagnóstico. Duraría dos horas. Cogí otra. Más valía prevenir.
Llevé la cámara estabilizadora junto a Jane mientras otro proyectil impactaba y hacía que todo el centro de mando se estremeciera y las luces se apagaran. Caí de lado, resbalé con un cadáver raey y me lastimé la cabeza contra la pared. Un destello de luz se encendió tras mis ojos y luego sentí un dolor intenso. Maldije mientras me enderezaba, y sentí que un poco de SangreSabia manaba de una rozadura en mi frente.
Las luces se encendieron y se apagaron durante unos segundos, y entre esas fluctuaciones Jane envió un arrebato de información emocional tan intenso que tuve que agarrarme a la pared para no caer. Estaba consciente; consciente y, en aquellos pocos segundos, vi lo que ella creía ver. Alguien más en la habitación con ella, con su mismo aspecto; sus manos le cogían la cara y le sonreía. Un destello, otro destello más, y fue como la última vez que la vi. La luz volvió a fluctuar, se encendió definitivamente, y la alucinación desapareció.
Jane se estremeció. Me acerqué a ella. Tenía los ojos abiertos y me miraba con fijeza. Accedí a su CerebroAmigo; Jane seguía consciente, por muy poco.
—Eh —dije en voz baja, y le cogí la mano—. Te han herido, Jane. Ahora estás bien, pero tengo que meterte en esta cámara estabilizadora hasta que podamos conseguir ayuda. Me salvaste una vez, ¿recuerdas? Así que ahora estamos igualados. Aguanta, ¿de acuerdo?
Jane me agarró la mano, débilmente, como para llamar mi atención.
—La he visto —me dijo, susurrando—. He visto a Kathy. Me ha hablado.
—¿Qué te ha dicho? —pregunté.
—Ha dicho —contestó Jane, y vaciló un poco antes de volver a concentrarse en mí—. Ha dicho que debería ir a esa granja contigo.
—Y tú ¿qué has contestado a eso?
—He dicho que de acuerdo.
—Bien.
—Bien —repitió Jane, y perdió de nuevo el conocimiento. Su CerebroAmigo indicaba actividad cerebral errática; la cogí y, con el máximo cuidado posible, la coloqué en la cámara. Le di un beso y la conecté. La cámara se selló y zumbó; los índices neuronales y fisiológicos de Jane se redujeron al mínimo. Estaba preparada para viajar. Miré hacia las ruedas para maniobrar en torno al raey muerto que había pisado un momento antes y advertí el módulo de memoria que sobresalía de la bolsa que llevaba en el abdomen.
El centro de mando volvió a sacudirse cuando fue alcanzado nuevamente. Contra toda lógica, me agaché, cogí el módulo de memoria, me acerqué a la ranura de acceso, y la metí. El monitor cobró vida y mostró un listado de archivos en lengua raey. Abrí un archivo y accedí a un esquema. Lo cerré y abrí otro archivo. Más esquemas. Volví al listado original y miré la interfaz de gráficos para ver si había un acceso de categoría superior. Allí estaba: accedí a él e hice que Gilipollas tradujera lo que veía.
Lo que veía era un manual de usuario del sistema rastreador consu.
Esquemas, instrucciones operativas, indicaciones técnicas, resolución de problemas. Todo estaba allí. Era casi tan bueno como tener el mismísimo sistema.
El siguiente proyectil alcanzó de pleno el centro de mando, me hizo caer de culo y envió fragmentos de metralla por toda la enfermería. Un trozo de metal abrió un agujero en el monitor que yo estaba mirando; otro destrozó el sistema trazador, que dejó de zumbar y empezó a emitir sonidos ahogados; cogí el módulo de memoria, lo saqué de la ranura, agarré la cámara estabilizadora y eché a correr. Apenas habíamos cubierto una distancia aceptable cuando un último proyectil impactó en el centro de mando, derribando el edificio por completo.
Delante de nosotros, los raey se retiraban; la estación de rastreo era ahora el menor de sus problemas. En el cielo, docenas de puntos oscuros que descendían indicaban la llegada de lanzaderas de desembarco llenas de soldados de las FDC ansiosos por recuperar el planeta. Me sentí feliz de que se hicieran cargo. Quería marcharme de aquel lugar lo antes posible.
No muy lejos, el mayor Crick hablaba con miembros de su estado mayor. Me indicó que me acercara. Empujé a Jane hacia él. La miró a ella, luego a mí.
—Me cuentan que ha corrido casi un kilómetro con Sagan al hombro, y que luego entró en el centro de mando cuando los raey empezaron a bombardearlo —dijo Crick—. Sin embargo, creo recordar que fue usted quien nos llamó locos a nosotros.
—No estoy loco, señor —respondí—. Es que tengo un sentido muy calibrado del riesgo aceptable.
—¿Cómo está? —preguntó Crick, señalando a Jane.
—Está estable —dije—. Pero tiene una herida grave en la cabeza. Tenemos que llevarla a un centro médico lo antes posible.
Crick señaló una lanzadera.
—Ése es el primer transporte —dijo—. Ustedes dos irán a bordo.
—Gracias, señor.
—Gracias a usted, Perry —dijo Crick—. Sagan es una de mis mejores oficiales, me alegro de que la haya salvado. Si hubiera podido salvar también ese sistema rastreador, habría hecho doblete. Todo este esfuerzo defendiendo la maldita estación, para nada.
—En cuanto a eso, señor —dije, y mostré el módulo de memoria—. Creo que tengo algo que le parecerá interesante.
Crick miró el módulo de memoria, y luego frunció el cejo al mirarme.
—A nadie le gustan los listillos, capitán —dijo.
—No, señor, supongo que no —contesté—, aunque es teniente.
—Ya nos encargaremos de eso —respondió Crick.
Jane se marchó en la primera lanzadera. Yo me retrasé un poco.