Capítulo 11

Thomas murió a causa de algo que tragó.

Lo que ingirió era tan nuevo que las FDC no tenían todavía nombre para ello, en una colonia tan nueva que tampoco tenía nombre, sino tan sólo una designación oficial: Colonia 622,47 Osa Mayor (las FDC continuaban usando designaciones estelares basadas en la Tierra por el mismo motivo que continuaban usando días de veinticuatro horas y años de trescientos sesenta y cinco días: porque era más fácil hacerlo de esa forma). Como medida de funcionamiento regular, las nuevas colonias transmiten una recopilación diaria de todos los datos de la colonia a una nave robot, la cual regresa a Fénix para que así el gobierno colonial pueda seguir la pista de los asuntos coloniales.

La colonia 622 había estado enviando esas naves desde que desembarcaron, seis meses antes; aparte de las discusiones, rencillas y roces habituales que acompañan a la fundación de cualquier nueva colonia, no se informaba de nada importante, a excepción del hecho de que una especie de moho local lo estaba cubriendo todo, metiéndose dentro de las máquinas, los ordenadores, los corrales e incluso las viviendas. Un análisis genético del material se envió a Fénix con la petición de que alguien creara un fungicida que, literalmente, les quitara el moho del pelo a los colonos. Después de eso, empezaron a llegar naves robot en blanco, sin ninguna información más de la colonia.

Thomas y Susan estaban destinados en la Tucson, que fue enviada a investigar. La Tucson intentó contactar con la colonia desde la órbita: no hubo suerte. Las imágenes de los edificios no mostraban ningún movimiento en ellos: ni gente, ni animales, nada. Sin embargo, los edificios en sí mismos no parecían dañados. El pelotón de Thomas fue enviado a explorar.

La colonia estaba cubierta de porquería, una capa de moho de varios centímetros de grosor en algunos lugares. Recubría los cables de energía y todo el equipo de comunicaciones. Era una buena noticia: era posible que el moho simplemente hubiera estropeado la capacidad de transmisión del equipo. Este momentáneo estallido de optimismo se cortó en seco cuando el escuadrón de Thomas llegó a los corrales y encontró que todo el ganado estaba muerto y muy descompuesto gracias al afanoso trabajo del moho. Encontraron a los colonos poco después, en el mismo estado. Casi todos ellos (o lo que quedaba de ellos) estaban en sus camas o cerca de ellas; las excepciones eran las familias, que a menudo fueron encontradas en los dormitorios de los niños o en los pasillos que conducían a ellos; y los miembros de la colonia encargados del cementerio, que fueron encontrados en sus puestos o en las inmediaciones. Lo que quiera que los hubiese matado, lo había hecho tan de repente, que los colonos no tuvieron tiempo de reaccionar.

Thomas sugirió llevar a uno de los cadáveres a las instalaciones médicas de la colonia; allí podría realizar una rápida autopsia que pudiera ofrecerles alguna información sobre la causa de la muerte. El jefe de su escuadrón accedió, y Thomas y un camarada eligieron uno de los cadáveres más intactos. Thomas lo cogió por debajo de los brazos y su camarada por las piernas. Thomas le dijo a su camarada que lo levantaran al contar tres; iban por el dos cuando el moho saltó del cuerpo y le dio en plena cara. Al abrir la boca por la sorpresa, el moho se le metió dentro y le llegó a la garganta.

El resto del escuadrón de Thomas ordenó en seguida a sus uniformes que los protegieran con visores, y que lo hicieran inmediatamente. En cuestión de segundos, el moho saltó de todas las grietas y rendijas para atacar. Por toda la colonia se produjeron ataques similares casi simultáneamente. Seis compañeros del pelotón de Thomas también acabaron con la boca llena de moho.

Thomas trató de sacárselo, pero se le fue metiendo más profundamente en la garganta, bloqueando su vía de aire, hasta llegar a sus pulmones y deslizarse también por su esófago hasta el estómago. A través de su CerebroAmigo, Thomas pidió a sus camaradas que lo llevaran a las instalaciones médicas, donde podrían succionar suficiente moho de su cuerpo como para permitirle respirar de nuevo; la SangreSabia indicaba que disponían de casi quince minutos antes de que Thomas empezara a sufrir daños cerebrales permanentes. Era una idea excelente, y probablemente habría funcionado si el moho no hubiera empezado a excretar ácidos digestivos concentrados en los pulmones de Thomas, comiéndoselo por dentro mientras todavía estaba vivo. Sus pulmones empezaron a disolverse de inmediato; murió de shock y asfixia minutos más tarde. Los otros seis miembros del pelotón sufrieron el mismo destino, y que, al parecer, también había acabado con los colonos, según se descubrió luego.

El jefe del pelotón dio la orden de dejar a Thomas y las otras víctimas atrás; el pelotón se retiró al transporte y regresó a la Tucson. Se les negó permiso para atracar. Uno a uno, los miembros del pelotón fueron sometidos a vacío absoluto para matar el moho que todavía pudiera quedar en sus trajes, y a continuación los sometieron a un intenso proceso de descontaminación interna y externa, tan doloroso como cabe imaginar.

Las sondas sin tripulación que fueron enviadas luego indicaron que no había supervivientes de la colonia 622 en ninguna parte, y que el moho, aparte de poseer suficiente inteligencia como para organizar dos ataques distintos coordinados, era casi inmune a las armas tradicionales. Balas, granadas y cohetes sólo afectaban a pequeñas porciones mientras que dejaba ilesas a otras; los lanzallamas freían la capa superior de moho, dejando intactas las de debajo; los rayos los afectaban, pero causaban daños generales mínimos. La investigación en busca de un fungicida que habían solicitado los colonos había comenzado, pero se interrumpió cuando quedó establecido que el moho estaba presente en casi todas las partes del planeta.

El esfuerzo de localizar otro planeta habitable se consideró menos caro que erradicar el moho a escala local.

La muerte de Thomas fue un recordatorio de que no sólo no sabíamos contra qué nos enfrentábamos, sino que, a veces, simplemente no podíamos ni imaginar contra qué lo hacíamos. Thomas cometió el error de asumir que el enemigo se parecería a nosotros. Se equivocó. Murió por eso.

* * *

Conquistar el universo estaba empezando a afectarme.

La inquietante sensación había comenzado en Gindal, donde emboscamos a unos soldados gindalianos cuando regresaban a sus nidos, y abatimos sus enormes alas con rayos y cohetes que los hacían caer dando vueltas y gritando por acantilados pelados de dos mil metros de altura. Casi había empezado a afectarme en Udaspri, cuando tuvimos que ponernos mochilas para contrarrestar la inercia y conseguir un mejor control mientras saltábamos de un fragmento de roca a otro en los anillos del planeta, jugando al escondite con los arácnidos vindi que habían empezado a lanzar trozos del anillo contra el planeta de abajo, planeando delicadas órbitas descendentes que apuntaban directamente a la colonia humana de Halford. Para cuando llegamos a Cova Banda, ya estaba listo para romperme.

Pudo haber sido por los covandu mismos, que en muchos aspectos eran clones de la raza humana: bípedos, mamíferos, extraordinariamente dotados para las artes, sobre todo la poesía y el teatro, rápidos reproductores e inusitadamente agresivos en lo referente al universo y su lugar en él. Los humanos y los covandu frecuentemente se encontraban luchando por los mismos territorios sin desarrollar. Cova Banda, de hecho, había sido una colonia humana antes de ser covandu, abandonada después de que un virus nativo hubiera provocado que los colonos desarrollaran horribles miembros adicionales y personalidades asesinas como remate. A los covandu en cambio, el virus ni siquiera les provocaba dolor de cabeza: se instalaron rápidamente. Sesenta y tres años más tarde, los coloniales desarrollaron al fin una vacuna, y quisieron recuperar el planeta. Por desgracia, a los covandu, demasiado parecidos a los humanos como he dicho, no les hizo mucha gracia la idea de compartir nada. Así que allá fuimos, a batallar contra ellos.

El más alto de todos ellos, por cierto, no mide más de tres centímetros.

Naturalmente, los covandu no son tan estúpidos como para lanzar sus diminutos ejércitos contra humanos que tienen sesenta o setenta veces su tamaño. Primero nos atacaron con aviación, morteros de largo alcance, blindados y otro equipo militar que podía causar algún daño… y lo hizo. No es fácil abatir un aparato de veinte centímetros de largo que vuela a varios cientos de kilómetros por hora. Pero se hace lo que se puede para dificultar el uso de estas opciones (nosotros lo hicimos desembarcando en el parque de la principal ciudad de Cova Banda, de modo que la artillería que fallaba al alcanzarnos golpeaba a su propia gente), y, de todas formas, al final uno acaba librándose como sea de la mayoría de estas molestias. En este caso, nuestra gente se tomó más molestias para destruir las fuerzas covandu que de costumbre. No sólo porque eran más pequeños y alcanzarlos requería más atención, también porque nadie quiere que lo mate un contrincante de tres centímetros.

De todas formas, al final, se acaba por abatir todos los aviones y destruir todos los blindados, y entonces hay que tratar con los covandu individualmente. Así es como se combate contra ellos: se los pisa. Simplemente bajas el pie, aplicas fuerza y está hecho. Mientras tanto, el covandu te dispara con su arma y grita con toda la potencia de sus diminutos pulmones, un graznido que apenas puedes oír. Pero es inútil. Tu traje, diseñado para aplicar el freno a un proyectil a escala humana, apenas registra los trocitos de materia que un covandu te lanza contra los tobillos; ni siquiera el crujido del pequeño ser que has aplastado. Entonces localizas a otro y lo repites.

Lo hicimos durante horas, mientras avanzábamos por la principal ciudad de Cova Banda, deteniéndonos de vez en cuando al ver un cohete en un rascacielos de seis o siete metros de altura y abatirlo de un solo disparo. Algunos miembros de nuestro pelotón disparaban en cambio una andanada contra el edificio, dejando que las balas, cada una lo bastante grande como para arrancarle la cabeza a un covandu, rebotara por todo el edificio como si fuera una bola loca. Pero sobre todo había que pisotear. Godzilla, el famoso monstruo japonés, que resucitaba por enésima vez cuando salí de la Tierra, se habría sentido como en casa.

No recuerdo exactamente cuándo empecé a gritar y a dar patadas a los rascacielos, pero lo hice durante tanto tiempo y con tanta fuerza que, cuando al final llamaron a Alan para que me rescatara, Gilipollas me estaba informando de que había conseguido romperme tres dedos del pie. Alan me acompañó hasta el parque de la ciudad donde habíamos desembarcado y me hizo sentarme; en cuanto lo hice, un covandu emergió de detrás de una piedra y me apuntó con su arma a la cara. Sentí como si me estuvieran lanzando diminutos granitos de arena contra la mejilla.

—Maldita sea —dije. Furioso, le di un golpecito con dos dedos y lo lancé contra un rascacielos cercano. Se perdió de vista, trazando un arco, deceleró con un thunk que sonó a lata cuando golpeó el edificio, y cayó los dos metros restantes hasta el suelo. Cualquier otro covandu que hubiera en la zona al parecer decidió desistir de ningún otro intento de asesinato.

Me volví hacia Alan.

—¿No tienes un escuadrón del que ocuparte? —pregunté. Lo habían ascendido después de que a su jefe de escuadrón le arrancara la cara un gindaliano furioso.

—Podría hacerte la misma pregunta —respondió, y luego se encogió de hombros—. Están bien. Tienen sus órdenes y ya no hay ninguna oposición real. La cosa está despejada y Tipton puede encargarse del escuadrón. Keyes me dijo que viniera a sacarte de ahí y a averiguar qué demonios te pasa. Así pues, ¿qué demonios te pasa?

—Cristo, Alan —dije—. Acabo de pasarme tres horas pisando a seres inteligentes como si fueran puñeteros insectos, eso es lo que me pasa. Estoy aplastando y matando a gente con mis puñeteros pies. —Hice un gesto con el brazo—. Es completamente ridículo, Alan. Esta gente mide tres centímetros de altura. Es como si Gulliver les diera caña a los liliputienses.

—No tenemos posibilidad de elegir nuestras batallas, John —repuso Alan.

—Y ¿cómo te hace sentirte ésta en concreto? —pregunté.

—Me molesta un poco —contestó Alan—. No es una lucha justa: estamos mandando a toda esta gente al infierno. Por otro lado, la peor baja que tengo en mi escuadrón es un tímpano reventado. Es un milagro. Así que, en líneas generales, me siento bien. Además, los covandu no están enteramente indefensos. El marcador general entre ellos y nosotros está muy igualado.

Eso era sorprendentemente cierto. El tamaño de los covandu les daba ventaja en las batallas espaciales; a nuestras naves les cuesta trabajo localizar las suyas y sus diminutos cazas pueden causar pocos daños individualmente pero en conjunto son terribles. Sólo cuando combatimos en tierra tuvimos una ventaja abrumadora. Cova Banda tenía una flota espacial relativamente pequeña protegiéndolo; ése era uno de los motivos por los que las FDC habían decidido recuperarlo.

—No estoy hablando de quién va por delante en el recuento general, Alan —dije—, estoy hablando del hecho de que nuestros enemigos no miden ni tres centímetros de altura. Antes de eso, estuvimos combatiendo con arañas. Antes, con malditos pterodáctilos. Todo esto está afectando mi sentido de la escala. Ya no me siento humano, Alan.

—Técnicamente hablando, ya no eres humano —contestó él. Era un intento de aliviar mi estado de ánimo.

No funcionó.

—Bueno, pues entonces ya no me siento conectado con lo que era ser humano —repliqué yo—. Nuestro trabajo es encontrar nuevos pueblos y culturas extrañas, y matar a los hijos de puta lo más rápidamente posible. Sólo sabemos lo que necesitamos saber de ellos para combatirlos. Por lo que sabemos, sólo existen como enemigos. Salvo por el hecho de que son inteligentes para contraatacar, bien podríamos estar combatiendo contra animales.

—Eso lo hace más sencillo para la mayoría de nosotros —razonó Alan—. Si no te identificas con una araña, no te sientes tan mal al matar a una, aunque sea grande e inteligente. Sobre todo si es grande e inteligente.

—Tal vez sea eso lo que me molesta. No tiene ningún sentido de la consecuencia. Acabo de coger a un ser vivo y lo he lanzado contra un edificio. Hacerlo no me ha molestado en absoluto. El hecho de que no lo haya hecho es lo que me perturba, Alan. Tendría que haber consecuencias para nuestras acciones. Al menos, tendríamos que sentir algo de horror por lo que hacemos, lo estemos llevando a cabo por buenos motivos o no. Yo no siento ningún horror por mis acciones, y eso me asusta. Me asusta lo que significa. Ando dando pisotones por esta ciudad como si fuera un maldito monstruo, y estoy empezando a pensar que eso es exactamente lo que soy. En eso me he convertido. Soy un monstruo. Eres un monstruo. Todos somos malditos monstruos inhumanos, y no vemos que haya nada malo en serlo.

Alan no tuvo nada que decir. Así que permanecimos en silencio, contemplamos a nuestros soldados pisoteando covandu hasta la muerte, hasta que ya no quedó ninguno.

* * *

—Entonces ¿qué demonios le pasa? —le preguntó el teniente Keyes a Alan, al final de nuestra reunión tras la batalla con los otros jefes de escuadrón.

—Cree que todos somos monstruos inhumanos —respondió Alan.

—Oh, eso —dijo el teniente Keyes, y se volvió hacia mí—. ¿Cuánto tiempo llevas en esto, Perry?

—Casi un año —contesté. El teniente Keyes asintió.

—Entonces estás siguiendo el calendario, Perry. Hace falta más o menos un año para que la mayoría de la gente descubra que se han convertido en máquinas de matar sin alma ni conciencia ni moral. Algunos lo hacen más temprano, otros más tarde. Jensen aquí presente —indicó a uno de los jefes de los otros escuadrones—, llegó hasta los quince meses antes de venirse abajo. Dile lo que hiciste, Jensen.

—Le pegué un tiro a Keyes —dijo Ron Jensen—. Consideré que él era la personificación del maligno sistema que me convertía en una máquina de matar.

—Casi me voló la cabeza —dijo Keyes.

—Fue un tiro de suerte —concedió Jensen.

—Sí, menos mal que fallaste. De lo contrario, yo estaría muerto y tú serías un cerebro flotando en un tanque, loco por falta de estímulos externos. Mira, Perry, le pasa a todo el mundo. Te librarás de ello cuando te des cuenta de que no eres un monstruo inhumano, sólo estás intentando adaptar tu cerebro a una situación totalmente jodida. Durante setenta y cinco años llevaste un tipo de vida en el que la máxima excitación era echar un polvo de vez en cuando, y casi sin darte cuenta, estás intentando cargarte pulpos espaciales con un MP antes de que te maten ellos a ti. Cristo. Son aquellos que no se vienen debajo de los que no me fío.

—Alan no se ha venido abajo —dije—. Y lleva aquí el mismo tiempo que yo.

—Cierto —repuso Keyes—. ¿Cuál es tu respuesta a eso, Rosenthal?

—Por dentro soy un caldero hirviente de furia inconexa, teniente.

—Ah, represión —dijo Keyes—. Excelente. Intenta evitar lanzarme una descarga cuando finalmente estalles, por favor.

—No puedo prometer nada, señor.

—¿Sabes lo que funcionó para mí? —dijo Aimee Weber, otra jefe de escuadrón—. Hice una lista de las cosas que echaba de menos de la Tierra. Fue deprimente, pero por otro lado, me recordó que no me había hundido del todo. Si echas de menos cosas, es que sigues conectado.

—¿Y qué echabas de menos? —pregunté.

—Shakespeare en el parque, por ejemplo. Mi última noche en la Tierra, vi una representación de Macbeth que rozaba la perfección. Dios, fue magnífico. Y no es que no tengamos buen teatro en directo por estos lares.

—Yo echo de menos las galletitas de chocolate de mi hija —dijo Jensen.

—Puedes encontrar galletitas de chocolate en la Modesto —dijo Keyes—. Están cojonudas.

—No tanto como las de mi hija. El secreto está en la melaza.

—Eso parece repugnante —dijo Keyes—. Odio la melaza.

—Menos mal que no lo sabía cuando le disparé —dijo Jensen—. No habría fallado.

—Yo echo de menos nadar —dijo Greg Ridley—. Solía hacerlo en el río junto a mi casa, en Tennessee. Estaba helado como el Polo Norte casi siempre, pero me gustaba así.

—Montañas rusas —dijo Keyes—. Esas grandes que te hacen sentir que los intestinos se te van a salir por los zapatos.

—Libros —dijo Alan—. Un buen libro de tapa dura las mañanas de domingo.

—Bien, Perry —empezó Weber—, ¿hay algo que tú eches de menos ahora mismo?

Me encogí de hombros.

—Sólo una cosa —respondí.

—Nada puede ser más estúpido que echar de menos una montaña rusa —dijo Keyes—. Escúpelo. Es una orden.

—Lo único que de verdad echo de menos es estar casado —respondí—. Echo en falta estar sentado junto a mi esposa, charlando o leyendo juntos o lo que fuera.

Eso provocó un silencio total.

—Esto es nuevo para mí —dijo Ridley.

—Mierda, yo no echo de menos eso —comentó Jensen—. Mis últimos veinte años de matrimonio no fueron nada del otro jueves.

Miré alrededor.

—¿Ninguno tiene un esposo o una esposa que se enrolara? ¿No mantenéis el contacto con ellos?

—Mi marido se enroló antes que yo —dijo Weber—. Ya lo habían matado antes de que me dieran mi primer destino.

—Mi esposa está destinada en la Boise —dijo Keyes—. Me manda una nota de vez en cuando. Me da la impresión de que no me echa mucho de menos.

Supongo que soportarme treinta y ocho años fue suficiente.

—La gente viene aquí y no quieren sus antiguas vidas —dijo Jensen—. Cierto, echamos de menos las pequeñas cosas… como dice Aimee, eso es lo que impide que te vuelvas majara. Pero es como viajar atrás en el tiempo, justo antes de que tomaras las decisiones que te dieron la vida que viviste. Si pudieras retroceder, ¿por qué tomar las mismas decisiones? Ya has vivido esa vida. Yo no lamento las decisiones que tomé, pero no tengo prisa por volver a tomarlas. Mi esposa anda por ahí, cierto. Pero está contenta viviendo su nueva vida sin mí. Y yo he de decir que no tengo prisa por cumplir de nuevo ese servicio.

—Todo esto no me está animando —dije.

—¿Qué es lo que echas de menos de estar casado? —preguntó Alan.

—Bueno, pues, ya sabes, a mi esposa —contesté—. Pero también la sensación de, no sé, tranquilidad. La impresión de que estás donde se supone que tienes que estar, con alguien con quien se supone que tienes que estar. Aquí no me siento así, joder. Vamos a sitios por los que tenemos que luchar, con gente que podría estar muerta mañana o pasado. Sin ánimo de ofender.

—No hay problema —dijo Keyes.

—Aquí no hay ningún terreno estable, nada con lo que me sienta a salvo. Mi matrimonio tuvo sus más y sus menos, como el de todo el mundo, pero sabía que en el fondo era sólido. Echo en falta ese tipo de seguridad, y ese tipo de conexión con alguien. Parte de lo que nos hace humanos es lo que significamos para otras personas, y lo que esas personas significan para nosotros. Echo de menos significar algo para alguien, tener esa parte de ser humano. Eso es lo que echo de menos del matrimonio.

Más silencio.

—¡Qué demonios, Perry! —exclamó por fin Ridley—. Cuando lo expresas de esa forma, yo también echo de menos estar casado.

Jensen hizo una mueca.

—Yo no. Tú sigues echando de menos estar casado, Perry, y yo las galletitas de mi hija.

—Melaza —recordó Keyes—. Repugnante.

—No empecemos de nuevo, señor —dijo Jensen—. No vaya a ser que tenga que coger mi MP.

* * *

La muerte de Susan fue casi al revés que la de Thomas. Un ataque de perforadores a las plataformas extractoras de Elysium había reducido severamente la cantidad de petróleo que allí se refinaba. La Tucson fue destinada para transportar operarios y protegerlos mientras volvían a poner en funcionamiento varias de las plataformas desconectadas. Susan estaba en una de las plataformas cuando los perforadores atacaron de nuevo con artillería improvisada; la explosión hizo caer a Susan y a otros dos soldados de la plataforma y los arrojó varias docenas de metros hacia el mar. Los otros dos soldados ya estaban muertos al llegar al agua, pero Susan, con graves quemaduras y apenas consciente, seguía viva.

Los perforadores la sacaron del agua y decidieron dar un escarmiento con ella. En los mares de Elysium habita un gran carroñero llamado boqueador, cuya mandíbula batiente es capaz de engullir a una persona de un solo bocado. Los boqueadores frecuentan las plataformas de excavación porque se alimentan de la basura que éstas arrojan al mar. Así que rescataron a Susan, le devolvieron la conciencia a bofetadas, y luego le soltaron un apresurado manifiesto, confiando en que la conexión de su CerebroAmigo transmitiría sus palabras a las FDC. Declararon a Susan culpable de colaborar con el enemigo, la sentenciaron a muerte, y la lanzaron al mar directamente debajo del pozo donde la plataforma arrojaba la basura.

No tardó en aparecer un boqueador; un trago y Susan para adentro. A esas alturas, Susan seguía viva, y se esforzaba por salir del boqueador por el mismo orificio por el que había entrado. Sin embargo, antes de que pudiera conseguirlo, uno de los perforadores le disparó al boqueador bajo la aleta dorsal, donde está situado el cerebro del animal. El boqueador murió en el acto y se hundió, llevándose a Susan consigo. Susan murió no por haber sido devorada, ni siquiera por haberse ahogado, sino por la presión del agua mientras ella y el pez que se la había tragado se hundían en el abismo.

Los perforadores no pudieron celebrar durante mucho tiempo ese golpe al opresor. Nuevos soldados de la Tucson barrieron sus campamentos, capturaron a varias docenas de jefes, los fusilaron y se los dieron de comer a los boqueadores. A excepción de los que mataron a Susan, que fueron ofrecidos a los boqueadores sin el paso intermedio de ser fusilados primero. La insurrección terminó poco después.

La muerte de Susan me resultó clarificadora, un recordatorio de que los humanos pueden ser tan inhumanos como cualquier especie alienígena. Si yo hubiera estado en la Tucson, podría haberme visto alimentando boqueadores con uno de los hijos de puta que mataron a Susan, y sin sentirme ni pizca de mal al respecto. No sé si esto me hizo sentirme mejor o peor de lo que lo estaba cuando combatimos a los covandu. Pero en todo caso ya no me preocupó ser menos humano que antes.