Capítulo 10

Maggie fue la primera de los Vejestorios en morir.

Lo hizo en la estratosfera de una colonia llamada Templanza, una ironía, porque al igual que la mayoría de las colonias con industria minera pesada, estaba salpicada de bares y burdeles. La corteza cargada de metal de Templanza había hecho que fuera una colonia difícil de conseguir y mantener para los humanos: la presencia permanente de las FDC allí triplicaba la habitual en las colonias, y siempre estaban enviando tropas adicionales para apoyarlas. La nave de Maggie, la Dayton, acudía a una de esas misiones cuando fuerzas ohu entraron en el espacio de Templanza y desembarcaron allí un ejército de guerreros zánganos en la superficie del planeta.

El pelotón de Maggie se suponía que debía recuperar una mina de aluminio cien kilómetros más allá de Murphy, el puerto principal de Templanza.

No consiguieron ni siquiera llegar a tierra. En el camino, el casco de su transporte fue alcanzado por un misil ohu, que lo desgarró y lanzó a varios soldados al espacio, Maggie incluida. La mayoría de esos soldados murieron al instante debido a la fuerza del impacto de los trozos de casco, que los desgarraron.

Maggie no fue una de ellos. Fue absorbida al espacio de Templanza plenamente consciente, y su unicapote de combate se cerró de modo automático sobre su cara para impedir que el aire escapara de sus pulmones.

Maggie envió de inmediato un mensaje a sus jefes de escuadrón y pelotón. Lo que quedaba de su jefe de escuadrón estaba aleteando alrededor con su arnés de descenso. El jefe del pelotón no fue de mucha más ayuda, pero no era su culpa. La nave de transporte no estaba equipada para efectuar rescates en el espacio y, en cualquier caso, estaba gravemente dañada y renqueando, bajo fuego enemigo, y se dirigía a la nave más cercana de las FDC para descargar a sus pasajeros supervivientes.

Un mensaje a la Dayton misma fue igualmente infructuoso; ésta intercambiaba disparos con varias naves ohu y no podía enviar un grupo de rescate. Ni tampoco ninguna otra nave. Al margen del combate, Maggie era un objetivo demasiado pequeño, demasiado perdido en el pozo de gravedad de Templanza y demasiado cercano a ella como para intentar nada que no fuera un rescate de magnitudes heroicas. En medio de una batalla apurada, ya estaba muerta.

Por eso, Maggie, cuya SangreSabia estaba ya alcanzando su límite de carga de oxígeno y cuyo cuerpo indudablemente empezaba a gritar pidiéndolo, cogió su MP, apuntó a la nave ohu más cercana, computó una trayectoria, y descargó cohete tras cohete. Cada estallido de los cohetes originó uno igual y opuesto de impulso hacia Maggie, enviándola en dirección al cielo nocturno de Templanza. Los datos de la batalla demostrarían más tarde que sus cohetes, gastado ya su impulso, impactaron en efecto con la nave ohu, aunque causando sólo daños menores.

Entonces, Maggie se dio la vuelta, se colocó de cara al planeta que iba a matarla y, como la buena profesora de religiones orientales que había sido, compuso un jisei, un poema de muerte, en forma de haiku.

No me lloréis, amigos.

Caigo como estrella fugaz

a la otra vida.

Lo envió junto con los últimos momentos de su vida al resto de nosotros, y murió, cruzando brillante el cielo nocturno de Templanza.

Era mi amiga, brevemente fue mi amante. Más valiente de lo que yo lo habría sido en el momento de la muerte. Y apuesto a que fue una magnífica estrella fugaz.

* * *

—El problema con las Fuerzas de Defensa Coloniales no es que no sean una excelente fuerza de combate, es que son demasiado fáciles de utilizar.

Quien hablaba era Thaddeus Bender, dos veces senador demócrata por Massachusetts, ex embajador (en diversas ocasiones) ante Francia, Japón y las Naciones Unidas, secretario de Estado en la por demás desastrosa administración Crowe, escritor, conferenciante y, finalmente, la última incorporación al Pelotón D. Como esto último era lo que más relevancia tenía para el resto de nosotros, todos habíamos decidido que el soldado raso senador embajador secretario Bender era un tonto del culo integral.

Es sorprendente lo rápido que uno pasa de ser un novato a convertirse en un viejo veterano. En nuestra primera llegada a la Modesto, fuimos saludados de manera cordial pero perentoria por el teniente Keyes (que alzó una ceja cuando le transmitimos los saludos del sargento Ruiz) y fuimos tratados con benigna falta de atención por el resto del pelotón. Nuestros jefes de escuadrón se dirigían a nosotros sólo cuando era preciso, y nuestros compañeros nos transmitían escuetamente la información que necesitábamos saber. Por lo demás, es como si no existiéramos.

No era algo personal. Los otros tres nuevos, Watson, Gaiman y McKean, recibieron el mismo tratamiento, que se debía a dos hechos. El primero, es que, cuando llegan tíos nuevos, es porque algún veterano ya no está (y «ya no está» significa exactamente que «está muerto»). Institucionalmente, los soldados pueden ser sustituidos como piezas de maquinaria. Sin embargo, a nivel de pelotón y escuadrón, estás sustituyendo a un amigo, un camarada, alguien que ha combatido, vencido y muerto. La idea de que tú, quienquiera que seas, puedas ser un reemplazo o un sustituto de ese querido amigo y camarada es levemente ofensiva para aquellos que lo conocieron.

En segundo lugar, por supuesto, es que aún no has combatido. Y hasta que lo hagas, no eres uno de ellos. No puedes serlo. No es culpa tuya y, en cualquier caso, es algo que se corrige rápidamente. Pero hasta que estás en el campo de batalla, no eres más que un tipo que ocupa el sitio que antes pertenecía a un hombre o una mujer mejor. Advertí la diferencia inmediatamente después de nuestra batalla con los consu. Me saludaron por mi nombre, me invitaron a sentarme a las mesas del comedor, me pidieron que jugara al billar o me incorporaron a conversaciones ya comenzadas. Viveros, mi jefa de escuadrón, empezó a preguntarme mi opinión sobre las cosas en vez de decirme cómo debían ser. El teniente Keyes me contó una historia sobre el sargento Ruiz, con un hovercraft y la hija de un colonial por medio, y que no me creí del todo. En resumen, me había convertido en uno de ellos… uno de nosotros. La solución de disparar dos veces a los consu y la subsiguiente felicitación, ayudaron, pero Alan, Gaiman y McKean también fueron bienvenidos al rebaño, y no habían hecho más que luchar y conseguir que no los mataran.

Fue suficiente.

Ahora, tres meses después, teníamos unos cuantos novatos más en el pelotón que venían a sustituir a gente que había sido nuestra amiga; supimos cómo se había sentido el pelotón cuando nosotros llegamos para ocupar el lugar de otro, porque tuvimos la misma reacción: hasta que combates, estás simplemente ocupando espacio. La mayoría de los novatos captó la indirecta, comprendió, y aguantó los primeros días hasta que viéramos un poco de acción. El soldado raso senador embajador secretario Bender, sin embargo, no hizo nada de eso. Desde el momento en que apareció, intentó congraciarse con el pelotón, visitó a cada miembro personalmente y trató de establecer una relación profunda y personal. Un coñazo.

—Es como si estuviera haciendo campaña de algo —se quejó Alan, y no andaba muy desencaminado. Toda una vida dedicada a ocupar cargos te afecta de esa forma. No sabes cuándo hay que parar.

El soldado raso senador embajador secretario Bender había vivido toda una vida suponiendo que la gente estaba apasionadamente interesada en lo que él tenía que decir, y por eso nunca cerraba el pico, ni siquiera cuando nadie parecía estar escuchando. Así que, cuando opinaba descabelladamente sobre los problemas de las FDC en el salón, en esencia estaba hablando solo. Pero en cualquier caso, su declaración fue lo bastante provocativa como para llamar la atención de Viveros, que estaba almorzando conmigo.

—Disculpa —intervino—. ¿Te importaría repetir esa parte?

—Decía que el problema de las FDC no es que no sean una buena fuerza de combate, sino que es demasiado fácil recurrir a ellas —repitió Bender.

—¿En serio? —dijo Viveros—. Lo que tengo que oír.

—En realidad es sencillo —explicó Bender, y de inmediato adoptó una postura que reconocí al momento por las fotos que había visto de él en la Tierra: las manos extendidas y ligeramente curvadas hacia adentro, como para agarrar el concepto que estaba alumbrando, para dárselo a los demás. Ahora que me encontraba en el otro extremo para percibir el movimiento, me di cuenta de lo condescendiente que era—. No cabe ninguna duda de que las Fuerzas de Defensa Coloniales son una fuerza de combate enormemente capaz. Pero ése ahora no es el tema. El tema es… ¿qué estamos haciendo para evitar su uso? ¿No hay ocasiones en que se han empleado las FDC y que en cambio hubieran podido conseguirse mejores resultados realizando intensivos esfuerzos diplomáticos?

—Debes de haberte perdido el discurso que me dieron a mí —dije—. Ya sabes, ése de que no estamos en un universo perfecto y la competencia por el territorio es algo rápido y furioso.

—Oh, lo —respondió Bender—. Pero no sé si creerlo. ¿Cuántas estrellas hay en la galaxia? ¿Cien mil millones o así? La mayoría tienen un sistema de planetas de algún tipo. El territorio es prácticamente infinito. No, creo que el verdadero asunto es que, al tratar con otras especies alienígenas inteligentes usamos la fuerza porque esa fuerza es la solución más simple. Es rápida, es directa y, comparada con las complejidades de la diplomacia, es sencilla. O te quedas con un trozo de terreno o no. Todo lo contrario de la diplomacia, que es una empresa mucho más difícil a nivel intelectual.

Viveros me miró primero a mí y luego a Bender.

—¿Crees que lo que estamos haciendo es sencillo?

—No, no. —Bender sonrió y alzó una mano para aplacarla—. He dicho sencillo en relación con la diplomacia. Si te doy una arma y te digo que le quites una colina a sus habitantes, la situación es relativamente simple. Pero si te digo que vayas donde están esos habitantes y negocies un acuerdo que te permita adquirir esa colina, hay muchas cosas que tener en cuenta: qué haces con los habitantes actuales, cómo se les compensan, qué derechos continúan teniendo en relación con la colina, y todo eso.

—Suponiendo que los habitantes de esa colina no te disparen en cuanto aparezcas valija diplomática en mano —dije yo.

Bender me sonrió y señaló vigorosamente.

—¿Ves?, eso es exactamente. Asumimos que nuestros contrarios tienen la misma perspectiva bélica que nosotros. Pero ¿y si, y si la puerta a la diplomacia estuviera abierta, aunque fuese una rendija? ¿No elegiría cualquier especie inteligente atravesar esa puerta? Pongamos, por ejemplo, al pueblo de Whaid. Estamos a punto de ir a la guerra contra ellos, ¿no?

En efecto, whaidianos y humanos llevaban con escaramuzas más de una década, luchando por el sistema Earnhardt, donde había tres planetas habitables para ambos pueblos. Los sistemas con múltiples planetas habitables eran bastante raros. Los whaidianos eran tenaces, pero también relativamente débiles: su red de planetas era pequeña, y la mayor parte de su industria seguía concentrada en su planeta natal. Como no entendían la indirecta y se largaban del sistema Earnhardt, el plan de las FDC era saltar al espacio Whaid, destruir el espaciopuerto y las principales zonas industriales y retrasar sus capacidades expansivas un par de décadas más o menos. El 233° formaría parte de la fuerza de choque que iba a desembarcar en su capital y revolver un poco las cosas; teníamos que evitar matar civiles en la medida de lo posible, pero en cambio, teníamos que abrir unos cuantos boquetes en sus casas del parlamento, sus centros religiosos y todo eso. No había ninguna ventaja industrial en hacer eso, pero de ese modo se les enviaba el mensaje de que podíamos tocarles las narices cuando quisiéramos; sólo porque nos apetecía. Eso los espabilaría.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Viveros.

—Bueno, he hecho un poco de investigación sobre esa gente —dijo Bender—. Tienen una cultura destacada. Su principal forma de arte es una especie de cántico en masa que se parece a nuestro gregoriano: llenan toda una ciudad de whaidianos y empiezan a cantar. Se dice que se puede oír desde docenas de kilómetros de distancia, y que pueden continuar durante horas.

—¿Y bien?

—Pues que ésa es una cultura que deberíamos respetar y explorar, no cargar contra ese planeta solamente porque está en nuestro camino. ¿Han intentado los coloniales alguna vez llegar a un acuerdo de paz con esa gente? No he encontrado ningún dato que diga que se ha intentado. Y creo que deberíamos probarlo. Tal vez somos nosotros los que deberíamos hacerlo.

Viveros hizo una mueca.

—Negociar un tratado cae un poco fuera de nuestras órdenes, Bender.

—En mi primera legislatura como senador, fui a Irlanda del Norte como parte de una comisión comercial y acabé consiguiendo un tratado de paz entre católicos y protestantes. No tenía la autoridad para lograr un acuerdo, lo que causó una gran controversia en Estados Unidos, pero cuando se presenta una oportunidad para la paz, debemos aprovecharla.

—Me acuerdo de eso —comenté—. Fue justo antes de la temporada de marchas más sangrienta que se había producido en dos siglos. No fue un acuerdo de paz que tuviera mucho éxito.

—La culpa no fue del acuerdo —replicó Bender, un tanto a la defensiva—. Un chico católico drogado hasta el culo lanzó una granada a una marcha de los caballeros de Orange, y todo se desencadenó después.

—Puñetera gente real, que se pone en el camino de los ideales pacíficos —dije yo.

—Mira, ya he dicho que la diplomacia no era fácil. Pero creo que en el fondo tenemos más que ganar intentando trabajar con esa gente que tratando de aniquilarlos. Es una opción que al menos debería estar sobre la mesa.

—Gracias por la lección magistral, Bender —concluyó Viveros—. Ahora, si me lo permites, tengo un par de puntualizaciones que hacerte. La primera es que, hasta que entres en combate, lo que sabes o lo que crees saber de ahí fuera, significa una mierda para mí y para todos los demás. Esto no es Irlanda del Norte, no es Washington D.C, y no es el planeta Tierra. Cuando te enrolaste, lo hiciste como soldado, y será mejor que lo recuerdes. Segundo, no importa lo que pienses, soldado, tu responsabilidad ahora mismo no es hacia el universo ni la humanidad en general: es hacia mí, tus camaradas de escuadrón, tu pelotón y las FDC. Cuando se te dé una orden, la cumplirás. Si te pasas, tendrás que responder ante mí. ¿Me comprendes?

Bender miró a Viveros con frialdad.

—Se han cometido muchas maldades bajo la excusa de «sólo seguía órdenes» —respondió él—. Espero que nunca nos encontremos teniendo que usarla.

Viveros entornó los ojos.

—He terminado de comer —espetó, y se levantó, llevándose consigo su bandeja.

Bender arqueó las cejas cuando ella se marchó.

—No pretendía ofenderla —me dijo. Observé a Bender con atención.

—¿Reconoces el apellido «Viveros»? —pregunté.

Él frunció el ceño.

—No me resulta familiar.

—Piensa —insistí—. Debíamos de tener unos cinco o seis años entonces. Una lucecita se encendió en su cabeza.

—Hubo un presidente peruano llamado Viveros. Lo asesinaron, creo.

—Pedro Viveros, eso es —dije—. Y no sólo lo asesinaron a él: su esposa, su hermano, la esposa de su hermano y la mayor parte de sus familiares fueron también asesinados en el golpe de Estado. Sólo sobrevivió una de las hijas de Pedro. Su niñera la arrojó por el túnel de la ropa sucia mientras los soldados recorrían el palacio presidencial, buscando a miembros de la familia. La niñera fue violada antes de que le cortaran la garganta, por cierto.

Bender se volvió de un tono gris verdoso.

—No puede ser la hija.

—Lo es. ¿Y sabes una cosa? Cuando el golpe fracasó y los soldados que mataron a su familia fueron juzgados, su excusa fue que estaban siguiendo órdenes. Así que no importa si tu argumento estaba bien expresado o no, se lo has presentado a la última persona en el universo a quien no era preciso dar lecciones sobre la banalidad del mal. Ella lo sabe todo al respecto. Asesinaron a toda su familia mientras permanecía escondida en un sótano, dentro de un carro de ropa sucia, sangrando y tratando de no llorar.

—Dios, lo siento mucho —dijo Bender—. No habría dicho una cosa así. Pero no lo sabía.

—Pues claro que no lo sabías, Bender. Y ése era precisamente el argumento de Viveros. Aquí, no sabes nada. Nada de nada.

* * *

—Escuchad —dijo Viveros mientras bajábamos a la superficie—. Nuestro trabajo es estrictamente golpear y largarnos. Vamos a aterrizar cerca del centro de sus sedes gubernamentales: destruiremos edificios y estructuras, pero evitaremos blancos vivos a menos que caigan primero soldados de las FDC. Ya hemos pateado a esta gente en los huevos, ahora nos estamos meando encima mientras no pueden levantarse. Sed rápidos, causad daños, y volved. ¿Queda claro?

La operación había sido un paseo hasta ese momento: los whaidianos no estaban preparados para la súbita e instantánea aparición de dos docenas de naves de combate de las FDC en su planeta natal. Las FDC habían iniciado una ofensiva de distracción en el sistema Earnhardt varios días antes para engañar a las naves whaidianas y atraerlas a la batalla, así que casi no había nadie para defender el fuerte, y los que había fueron borrados del cielo de manera ordenada y sorpresiva.

Nuestros destructores dieron rápida cuenta del principal espaciopuerto whaidiano, destruyendo la kilométrica estructura en puntos críticos, lo cual permitió que las propias fuerzas centrípetas del puerto se hicieran pedazos (no había necesidad de malgastar más munición de la necesaria). No se detectaron cápsulas de emergencia que zarparan para alertar de nuestro ataque a las fuerzas whaidianas que permanecían en el sistema Earnhardt, así que no sabrían que habían sido engañados hasta que fuera demasiado tarde. Si alguna de las fuerzas whaidianas sobrevivía a la batalla de allí, regresaría a casa y no encontraría ningún sitio donde atracar o hacer reparaciones. Nuestras fuerzas se habrían marchado mucho antes de que arribaran.

Con el espacio local despejado de amenazas, las FDC se concentraron a placer en los centros industriales, las bases militares, minas, refinerías, plantas desalinizadoras, presas, paneles solares, bahías, instalaciones de lanzamiento espacial, autopistas importantes y cualquier otro objetivo que forzara a los whaidianos a tener que reconstruirlos antes de reiniciar sus capacidades interestelares. Después de seis horas de sólida e implacable paliza, los whaidianos habían sido devueltos de manera eficaz a los días de los motores de combustión interna; y probablemente permanecerían así mucho tiempo.

Las FDC evitaron un bombardeo aleatorio a gran escala de las principales ciudades, ya que el objetivo no era causar muertes civiles. La inteligencia de las FDC sospechaba que habría muchas bajas por el agua liberada en las presas, pero eso no podía evitarse. Llegado el caso, los whaidianos no podrían impedir que las FDC destruyeran sus ciudades más importantes, pero la idea era que ya tendrían suficientes problemas con las enfermedades, el hambre y la inquietud social y política que suelen producirse inevitablemente cuando te arrancan de debajo de los pies tu base industrial y tecnológica. Por tanto, atacar activamente a la población civil se consideraba inhumano y (algo igualmente importante para el alto mando de las FDC) un uso ineficaz de los recursos.

Aparte de la capital, marcada como objetivo estrictamente como ejercicio de guerra psicológica, ni siquiera se consideró atacar otros lugares.

No es que los whaidianos de la capital parecieran apreciarlo. Proyectiles y rayos rebotaban en nuestros transportes de tropas cuando aterrizamos.

Sonaban como granizo y huevos fritos contra el casco.

—De dos en dos —dijo Viveros, emparejando al escuadrón—. Que nadie se quede solo. Consultad vuestros mapas y no os dejéis atrapar. Perry, vigila a Bender. Trata de impedir que firme ningún tratado de paz, por favor. Como propina, vosotros dos sois los primeros en salir por la puerta. Adelantaos y encargaos de los francotiradores.

—Bender —lo llamé—, prepara tu MP para lanzamiento de cohetes y sígueme. Cámara conectada. Charla sólo a través del CerebroAmigo.

La rampa de transporte bajó y Bender y yo salimos pitando por la puerta. Directamente delante de mí, a sólo cuarenta metros, había una escultura abstracta rarísima. Me la cargué mientras Bender y yo corríamos. Nunca me gustó mucho el arte abstracto.

Me dirigí hacia un gran edificio situado al noroeste de nuestro punto de desembarco; tras el cristal, en su vestíbulo, pude ver a varios whaidianos con objetos largos en las zarpas. Lancé un par de misiles en esa dirección. Los misiles impactarían contra el cristal; probablemente no matarían a los whaidianos del interior, pero los distraerían lo suficiente como para que Bender y yo desapareciéramos. Envié un mensaje a Bender para que volara una ventana de la primera planta; lo hizo, y nos lanzamos hacia ella, aterrizando en lo que parecía un conjunto de cubículos de oficinas. Eh, incluso los alienígenas tienen que trabajar. Sin embargo, no había allí whaidianos vivos. Imagino que la mayoría se había quedado en casa en vez de ir a trabajar. Bueno, quién podía reprochárselo.

Encontramos una rampa que ascendía en espiral. Ningún whaidiano nos siguió desde el vestíbulo. Sospeché que estaban tan ocupados con otros soldados de las FDC que se habían olvidado de nosotros. La rampa terminaba en el tejado; detuve a Bender antes de que nos vieran y me arrastré despacio. Vi a tres whaidianos disparando desde un lado del edificio. Me cargué a dos y Bender se encargó del otro.

«Ahora qué», envió Bender.

«Ven conmigo», respondí.

El whaidiano medio es una especie de cruce entre un oso negro y una ardilla voladora grande y furiosa; los whaidianos que abatimos parecían grandes osos-ardilla con fusiles y con la cabeza volada. Retrocedimos tan rápidamente como fue posible hasta el borde del tejado. Le indiqué a Bender que se dirigiera a uno de los francotiradores muertos; yo me quedé con el otro.

«Métete debajo», envié.

«¿Qué?»

Señalé los otros tejados.

«Hay otros whaidianos en los otros tejados —envié—. Camúflate mientras los elimino».

«¿Qué hago?», preguntó Bender.

«Vigila la entrada del tejado y no les permitas que nos hagan lo que les hemos hecho a ellos».

Bender hizo una mueca y se metió bajo su whaidiano muerto. Yo hice lo mismo y lo lamenté inmediatamente. No sé cómo huele un whaidiano vivo, pero uno muerto apesta a rayos. Bender se volvió y apuntó hacia la puerta; conecté con Viveros, le envié una visión general a través del CerebroAmigo, y luego empecé a abatir a los otros francotiradores de los tejados.

Eliminé a seis en cuatro tejados distintos antes de que empezaran a darse cuenta de lo que estaba pasando. Finalmente, vi que uno apuntaba con su arma hacia mi tejado; le di una caricia de amor en el cerebro con mi fusil y le transmití a Bender que prescindiera de su cadáver y saliera zumbando al tejado. Ambos lo conseguimos Unos segundos antes de que lo alcanzaran los cohetes.

Al bajar, nos encontramos con los whaidianos que yo esperaba encontrar al subir. La cuestión de quién se sorprendió más, si ellos o nosotros, quedó zanjada cuando Bender y yo abrimos fuego primero y giramos luego hacia la planta más cercana. Lancé unas cuantas granadas a la rampa para dar a los whaidianos algo en qué pensar mientras Bender y yo salíamos por piernas.

—¿Qué demonios hacemos ahora? —chilló Bender mientras corríamos por todo el edificio.

«Usa el CerebroAmigo, capullo —envié, y doblé una esquina—. Revelarás nuestra posición». Me acerqué a una pared de cristal y me asomé. Estábamos como mínimo a treinta metros de altura, demasiado lejos para saltar, incluso con nuestros cuerpos mejorados.

«Ahí vienen», envió Bender. De atrás nos llegó el sonido de lo que sospeché que eran varios whaidianos muy cabreados.

«Escóndete», envié, apunté con mi MP a la pared de cristal más cercana, y disparé. El cristal se quebró pero no se rompió. Cogí lo que supuse era una silla whaidiana y la arrojé por la ventana. Luego me escondí en el cubículo junto a Bender.

«Qué demonios… —envió Bender—. Ahora vendrán a por nosotros».

«Espera —respondí—. Agáchate. Estate preparado para disparar cuando te lo diga. Automático».

Cuatro whaidianos doblaron la esquina y se acercaron cuidadosamente a la ventana rota. Los oí borbotear entre sí; conecté el circuito de transmisión.

—… se fueron por el agujero en la pared —le decía uno a otro mientras se acercaban.

—Imposible —contestó el otro—. Está demasiado alto. Morirían.

—Los he visto saltar grandes distancias —dijo el primero—. Tal vez sobrevivirían.

—Ni siquiera esos [intraducible] pueden saltar 130 deg [unidad de medida] y vivir —dijo el tercero, acercándose a los dos primeros—. Esos [intraducible] comedores de [intraducible] siguen aquí, en alguna parte.

—¿Visteis a [intraducible: probable nombre personal] en la rampa? Esos [intraducible] [lo/la] destrozaron con sus granadas —dijo el cuarto.

—Subimos la rampa contigo —dijo el tercero—. Claro que [lo/la] vimos. Ahora callaos y registrad esta zona. Si están aquí, nos vengaremos del [intraducible] y lo celebraremos en el servicio.

El cuarto cubrió la distancia que lo separaba del tercer whaidiano, y extendió una gran zarpa hacia él, como compadeciéndolo. Los cuatro estaban ahora convenientemente delante del agujero en la pared.

«Ahora», envié a Bender, y abrí fuego. Los whaidianos se sacudieron como marionetas durante unos segundos y luego cuando la fuerza de los impactos los empujó contra la pared que ya no existía, cayeron por la ventana.

Bender y yo esperamos unos segundos, luego nos volvimos hacia la rampa. Estaba libre excepto por los restos de [intraducible: probable nombre personal], que olía aún peor que sus compañeros francotiradores muertos del tejado. Hasta ahora, toda la experiencia en el planeta natal de Whaid había sido una bicoca. Volvimos a la primera planta y nos dirigimos hacia el sitio por donde habíamos entrado, pasando junto a los cuatro whaidianos a quienes habíamos ayudado a salir por la ventana.

—Esto no es lo que esperaba —dijo Bender, mirando los restos de los whaidianos.

—Y ¿qué esperabas? —pregunté.

—Lo cierto es que no lo sé —replicó él.

—Bueno, ¿entonces cómo puede no ser lo que esperabas? —dije, y conecté mi CerebroAmigo para hablar con Viveros. «Estamos abajo», envié.

«Ven para acá —respondió Viveros, y mandó la información sobre su situación—. Y tráete a Bender. No vais a creer esto». Mientras lo decía, lo oí por encima del sonido de los disparos al azar y de las explosiones de las bombas: un canto grave y gutural que resonaba entre los edificios del centro gubernamental.

* * *

—A eso me refería —declaró Bender, casi alegremente, cuando despejamos la última esquina y empezamos a descender hacia el anfiteatro natural. En él se habían reunido cientos de whaidianos que cantaban, se mecían y agitaban bastones. A su alrededor, docenas de soldados de las FDC habían ocupado sus posiciones. Si abrían fuego, sería una matanza de patos en un barreño. Conecté de nuevo mi circuito traductor pero no conseguí nada: o bien los cánticos no significaban nada o estaban utilizando un dialecto del idioma whaidiano que los lingüistas no habían descubierto.

Localicé a Viveros y me acerqué a ella.

—¿Qué está pasando? —le grité, por encima del estrépito.

—Dímelo tú, Perry —respondió ella, también a gritos—. Aquí sólo soy una espectadora. —Señaló con la cabeza hacia la izquierda, donde el teniente Keyes conferenciaba con otros oficiales—. Están tratando de decidir qué hacemos.

—¿Por qué no ha disparado nadie? —contestó Bender.

—Porque ellos no nos han disparado a nosotros —contestó Viveros—. Nuestras órdenes eran no disparar a los civiles a menos que fuera necesario. Parece que éstos son civiles. Todos llevan bastones pero no nos han amenazado con ellos: tan sólo los agitan cuando cantan. Por tanto, no es necesario matarlos. Pensaba que te alegrarías de ello, Bender.

—Y me alegro —dijo él, y señaló, claramente entusiasmado—. Mirad, ése es el que guía a la congregación. Es el feuy, un líder religioso. Es un whaidiano de gran importancia. Probablemente escribió el cántico. ¿Tiene alguien una traducción?

—No —contestó Viveros—. No usan ningún lenguaje que conozcamos. No tenemos ni idea de lo que están diciendo.

Bender se adelantó un paso.

—Es una oración por la paz —dijo—. Tiene que serlo. Deben de saber lo que le hemos hecho a su planeta. Pueden ver lo que le hemos hecho a su ciudad. Cualquier pueblo a quien se haya hecho algo así debe llorar.

—Oh, estás tan lleno de mierda —replicó Viveros—. No tienes ni puñetera idea de qué están cantando. Podría ser un cántico sobre cómo van a arrancarnos la cabeza y nos van a destrozar cuello abajo. Podrían estar cantando a su muerte. Podrían estar cantando la puñetera lista de la compra. No lo sabemos. Ni tú tampoco.

—Te equivocas —dijo Bender—. Durante cinco décadas he estado en primera línea de la batalla por la paz en la Tierra. cuándo un pueblo está preparado para la paz. cuándo están intentando establecer contacto. —Señaló a los whaidianos que cantaban—. Esta gente está preparada, Viveros. Puedo sentirlo. Y voy a demostrártelo.

Bender soltó su MP y echó a andar hacia el anfiteatro.

—¡Maldita sea, Bender! —gritó Viveros—. ¡Vuelve aquí ahora mismo! ¡Es una orden!

—¡Ya no voy a «seguir órdenes», cabo! —replicó Bender, y entonces echó a correr.

—¡Mierda! —gritó Viveros, y corrió tras él. Intenté cogerla, pero se me escapó.

A esas alturas, el teniente Keyes y los otros oficiales se dieron la vuelta y vieron a Bender correr hacia los whaidianos con Viveros detrás. Oí a Keyes gritar algo y a Viveros detenerse de pronto; Keyes debió de haber enviado su orden también a través del CerebroAmigo. Si asimismo le había ordenado a Bender que se detuviera, éste ignoró la orden y continuó su carrera hacia los whaidianos.

Finalmente se detuvo en el borde del anfiteatro, y se quedó allí de pie, en silencio. Al cabo de un rato el feuy, el que lideraba el cántico, advirtió al humano que esperaba al borde de su congregación y dejó de cantar. La congregación, confusa, perdió el ritmo y pasó más o menos un minuto antes de reparar también en Bender, entonces todos se volvieron hacia él.

Ése era el momento que Bender estaba esperando. Debió de pasar el tiempo previo a que los whaidianos advirtieran su presencia preparando lo que iba a decir y traduciéndolo al whaidiano, porque cuando habló, lo hizo intentando hablar en su idioma, y lo hizo razonablemente bien.

—Amigos míos, mis amigos en búsqueda de la paz —empezó a decir, extendiendo las manos hacia ellos, con las palmas vueltas hacia adentro.

Los datos recogidos del acontecimiento acabarían por demostrar que no menos de cuarenta mil diminutos proyectiles en forma de aguja que los whaidianos llaman avdgur se clavaron en el cuerpo de Bender en el espacio de menos de un segundo, disparados desde los bastones, que no eran bastones en absoluto, sino armas tradicionales para disparar, con la forma de una rama de árbol sagrada para ellos. Cuando cada lasca de avdgur penetró su unicapote y su cuerpo, cortando la solidez de su forma, Bender literalmente se derritió. Todos estuvimos de acuerdo luego en que fue una de las muertes más interesantes que ninguno de nosotros había visto nunca.

El cuerpo de Bender cayó produciendo una extraña salpicadura y los soldados de las FDC abrieron fuego contra el anfiteatro. Fue en efecto una matanza de patos; ni un solo whaidiano consiguió salir de allí ni logró matar o herir a ningún otro soldado de las FDC aparte de Bender. Todo duró menos de un minuto.

Viveros esperó la orden de alto el fuego, se acercó al charco que era todo lo que quedaba de Bender, y empezó a darle patadas con furia.

—¿Qué te parece ahora la paz, hijo de puta? —gritó mientras los órganos licuados de Bender manchaban sus zapatos.

* * *

—Bender tenía razón, ¿sabes? —me dijo Viveros camino de la Modesto.

—¿En qué? —pregunté.

—En que las FDC se utilizan demasiado y demasiado rápido —respondió Viveros—. En que es más fácil combatir que negociar. —Hizo un gesto en dirección al planeta natal whaidiano, que se perdía tras nosotros—. No teníamos por qué hacer esto. Echar a patadas a esos pobres hijos de puta del espacio y obligarlos a pasar el siguiente par de décadas sufriendo de hambre y muriendo y matándose unos a otros. Hoy no hemos matado civiles… bueno, aparte de esos que mataron a Bender, pero durante mucho tiempo, morirán de otras cosas y se asesinarán unos a otros; no pueden hacer mucho más. No ha sido más que un genocidio. Nos sentimos mejor porque no estaremos presentes cuando ocurra.

—Nunca estuviste de acuerdo con Bender antes —comenté.

—Eso no es cierto. Lo que dije es que no tenía ni puta idea, y que su deber era hacia nosotros, pero no que estuviera equivocado. Tendría que haberme escuchado. Si hubiera seguido sus malditas órdenes, ahora estaría vivo. En cambio, yo tengo que limpiarlo de mis pies.

—Probablemente diría que murió por lo que creía.

Viveros hizo una mueca.

—Por favor —contestó—. Bender murió por Bender. Mierda. Acercarte a un puñado de gente cuyo planeta acabamos de destruir y actuar como si fuera su amigo. Qué gilipollas. Si yo hubiera sido uno de ellos, también le habría disparado.

—Puñetera gente real, que se interpone en el camino de los ideales pacíficos —dije.

Viveros sonrió.

—Si Bender hubiera estado realmente interesado en la paz en vez de en su propio ego, habría hecho lo que yo estoy haciendo, y lo que tendrías que hacer tú también, Perry —añadió—. Seguir las órdenes. Permanecer con vida. Cumplir nuestro tiempo de servicio en infantería. Unirse a la formación de oficiales y ascender. Convertirse en la gente que da las órdenes, no sólo las sigue. Así es como haremos la paz cuando podamos. Y así es como puedo vivir con lo de «sólo cumplo órdenes». Porque sé que un día haré que esas órdenes cambien.

Se echó hacia atrás, cerró los ojos y durmió el resto del viaje de regreso a nuestra nave.

Luisa Viveros murió dos meses después en una bola de mierda llamada Estercolero. Nuestro escuadrón cayó en una trampa en unas catacumbas naturales, bajo la colonia hann’i que teníamos que despejar. En la batalla, nos acorralaron en una caverna que tenía cuatro túneles adicionales, todos rodeados por la infantería hann’i. Viveros nos ordenó que volviéramos a nuestro túnel y ella empezó a disparar contra su boca, derrumbándolo y sellándolo. Los datos del CerebroAmigo muestran que se dio la vuelta y abrió fuego contra los hann’i. No duró mucho. El resto del escuadrón consiguió volver a la superficie; no fue fácil hacerlo, considerando cómo nos habían acorralado allí, pero desde luego fue mejor que morir en una emboscada.

Viveros recibió una medalla por valentía a título póstumo; a mí me ascendieron a cabo y me dieron el mando del escuadrón. La cama y la taquilla de Viveros fueron a parar a un tipo nuevo llamado Whitford, que era bastante decente, tal como estaban las cosas.

La institución había sustituido una pieza del engranaje. Y yo eché de menos a la que se había ido.