Capítulo 9

—Puedo disparar —dijo Watson, asomándose por encima del peñasco—. Déjeme cargarme a uno de esos bichos.

—No —respondió Viveros, nuestra cabo—. El escudo todavía está alzado. Sólo malgastarías munición.

—Chorradas —dijo Watson—. Llevamos horas aquí. Nosotros estamos aquí sentados. Ellos están allí sentados. Cuando baje su escudo, ¿qué se supone que tenemos que hacer, acercarnos y empezar a dispararles? No estamos en el puñetero siglo catorce. No deberíamos fijar citas para empezar a matar al otro tipo.

Viveros pareció irritarse.

—Watson, no se te paga para pensar, así que cierra el puñetero pico y estate preparado. No va a tardar mucho, de todas formas. Sólo queda una cosa de su ritual antes de que empecemos.

—¿Sí? ¿Y qué es? —dijo Watson.

—Van a cantar.

Watson hizo una mueca.

—¿Qué van a cantar? ¿Canciones de película?

—No —dijo Viveros—. Van a cantar nuestras muertes.

Como siguiendo una pista, el enorme escudo semiesférico que rodeaba el campamento consu tembló por la base. Ajusté mi visión ocular y vi cómo varios cientos de metros más allá, un consu lo atravesaba, el escudo pegándose levemente a su enorme caparazón hasta que se apartó lo suficiente como para que los filamentos electrostáticos volvieran a su sitio.

Era el tercero y último consu que emergería del escudo antes de la batalla.

El primero había aparecido casi doce horas antes: un bicharraco de bajo nivel cuyo aullido desafiante sirvió para indicar formalmente la intención de los consu de batallar. El bajo rango del mensajero pretendía expresar la mínima importancia que los consu daban a nuestros soldados, siendo la idea que, si de haber sido realmente importantes, habrían enviado a alguno de grado superior. Ninguno de nuestros soldados se ofendió; el mensajero era siempre de rango inferior, no importaba el oponente, y, de todas formas, a menos que seas extraordinariamente sensible a las feromonas consu, se parecen bastante unos a otros.

El segundo emergió del escudo varias horas más tarde, gritó como una manada de vacas pilladas en una trituradora, y luego explotó en un periquete, desparramando sangre rosácea y trozos de órganos y caparazón contra el escudo consu, que chisporrotearon levemente al resbalar hasta el suelo. Al parecer, los consu creían que si un solo soldado se ofrecía ritualmente de antemano, su alma podía reconocer territorio enemigo durante algún tiempo antes de irse a donde sea que se vayan las almas consu. O algo por el estilo. Ésa era una distinción que no se tomaba a la ligera. A mí me parecía una manera tonta de perder en un santiamén a tus mejores soldados, pero puesto que yo era el enemigo, resultaba difícil ver qué pegas representaba eso para nosotros en la práctica.

El tercer consu era miembro de la casta superior, y su función era simplemente comunicarnos los motivos de nuestra muerte y la manera en que moriríamos todos. Después de lo cual, nosotros nos dedicaríamos a matar y morir. Cualquier intento por apresurar las cosas disparando de manera preventiva contra el escudo sería inútil: más o menos como lanzarte contra un núcleo estelar: había muy pocas cosas que pudieran hacerle mella a un escudo consu. Matar a un mensajero no conseguiría más que reiniciar los rituales de inicio, retrasar la lucha y matar a más gente.

Además, los consu no se estaban escondiendo detrás del escudo. Sólo que tenían que entregarse a un montón de rituales previos a la batalla, y preferían no ser interrumpidos con la inconveniente aparición de balas, rayos de partículas o explosivos. La verdad es que no había nada que a los consu se les diera mejor que una buena batalla. No había nada que les gustara más que avistar un planeta, desembarcar en él, y desafiar a los nativos a luchar.

Y ése era el caso. A los consu no les interesaba en absoluto colonizar el planeta donde estábamos. Habían arrasado una colonia humana hasta los cimientos simplemente como mensaje para que las FDC supieran que estaban en la zona y buscaban acción. Ignorar a los consu no era una posibilidad, ya que entonces seguirían cargándose colonos hasta que alguien fuera a luchar contra ellos de manera formal. Nunca se sabía tampoco qué consideraban suficiente para un desafío formal. Íbamos añadiendo soldados, hasta que un mensajero consu salía y anunciaba la batalla.

Aparte de los impresionantes e impenetrables escudos, la tecnología bélica de los consu alcanzaba niveles similares a los de las FDC, lo cual no era tan positivo como podía pensarse, pues los informes filtrados de las batallas de los consu contra otras especies indicaban que sus armas y tecnología eran siempre más o menos iguales a las de sus oponentes. Esto abonaba la idea de que los consu no se dedicaban a la guerra, sino al deporte. Algo no muy distinto a un partido de fútbol, sólo que con colonos masacrados en lugar de espectadores mirando.

Golpearlos primero tampoco era una opción. Todo su sistema interior estaba protegido por un escudo. La energía para generarlo provenía de la enana blanca que era compañera del sol consu. Estaba completamente envuelta en una especie de mecanismo condensador, cuya energía impulsaba el escudo. Hablando en plata, uno no se mete con gente capaz de ese tipo de cosas. Pero los consu tenían un extraño código de honor: si se los echaba de un planeta con combate, nunca volvían allí. Era como si la batalla fuera la vacuna, y nosotros el antivirus.

Toda esta información estaba en la base de datos de nuestra misión que nuestro oficial al mando, el teniente Keyes, nos había suministrado para que la leyéramos antes de la batalla. El hecho de que Watson pareciera no conocer nada de eso significaba que no se había molestado en leer el informe, lo cual no era del todo sorprendente. Desde el primer momento en que vi a Watson me quedó claro que era el tipo de hijo de puta arrogante y seguro de sí mismo que acabaría haciendo que lo mataran a él o a sus compañeros de escuadrón. El problema era que yo era su compañero de escuadrón.

El consu desplegó sus brazos golpeadores (desarrollados, en algún momento de su evolución, para luchar contra alguna criatura inimaginablemente horrible de su mundo, sin duda), y debajo de éstos, sus miembros más identificables como brazos se alzaron al cielo.

—Está empezando —dijo Viveros.

—Podría cargármelo fácilmente —indicó Watson.

—Hazlo y te mato yo misma —respondió Viveros.

El cielo crujió con un sonido parecido a un disparo del fusil del propio Dios, seguido por lo que pareció una sierra cortando un techo de lata. El consu estaba cantando. Accedí a Gilipollas y se lo hice traducir desde el principio.

Contemplad, honorables adversarios.

Somos los instrumentos de vuestra alegre muerte. A nuestro modo, os hemos bendecido.

El espíritu de los mejores de entre nosotros ha santificado nuestra batalla. Os alabaremos cuando avancemos entre vuestras filas y otorgaremos a vuestras almas, salvadas, sus recompensas. No habéis tenido la fortuna de haber nacido entre La Gente así que os pondremos en el camino que conduce a la redención.

Sed valientes y luchad con fiereza para que así podáis entrar en nuestro rebaño al renacer. Esta bendita batalla santifica el terreno para lo que todos los que mueran y han nacido aquí, se entregan.

—Joder, qué fuerte —dijo Watson, metiéndose un dedo en la oreja izquierda y retorciéndolo.

Dudé que se hubiera molestado en obtener una traducción.

—Por el amor de Dios, esto no es una guerra ni un partido de fútbol —le dije a Viveros—. Es un bautismo.

Ella se encogió de hombros.

—Las FDC no lo creen así. Ésta es la manera como empiezan cada batalla. Al parecer es su equivalente del Himno Nacional. Es sólo ritual. Mirad, el escudo está bajando. —Y señaló el escudo, que ahora fluctuaba y desaparecía.

—Ya era puñetera hora —replicó Watson—. Estaba a punto de echarme una siesta.

—Escuchadme, vosotros dos —nos advirtió Viveros—, conservad la calma, concentraos y mantened el culo agachado. Aquí disponemos de una buena posición, y el teniente quiere que nos vayamos cargando a esos bastardos según salgan. Nada complicado: sólo dispararles al tórax. Ahí es donde tienen el cerebro. Cada uno que nos carguemos será uno menos del que tendremos que preocuparnos. Disparos de fusil solamente, cualquier otra cosa sólo hará que nos eliminen antes. Cortad la charla, CerebroAmigo solamente a partir de ahora. ¿Entendido?

—Entendido —respondí yo.

—De puta madre —dijo Watson.

—Excelente.

El escudo desapareció por fin, y el campo que separaba a humanos y consu se cubrió al instante con los rastros de los cohetes que llevaban horas apuntando y preparados. Los eructos tartajeantes de sus explosiones fueron seguidos de inmediato por gritos humanos y el chirrido metálico de los consu. Durante unos segundos, no hubo más que humo y silencio, y a continuación se produjo un largo grito entrecortado cuando los consu se abalanzaron para atacar a los humanos, quienes a su vez mantuvieron la posición y trataron de abatir a tantos como fue posible antes de que los dos frentes colisionaran.

—¡A por ellos! —gritó Viveros. Y con eso alzó su MP, apuntó a un lejano consu, y empezó a disparar. La imitamos de inmediato.

* * *

Preparación para la batalla.

Primero, comprobar los sistemas del fusil de infantería MP-35. Esto es la parte fácil: los MP-35 se autoexaminan y autorreparan, y, en un instante, pueden usar material del bloque de municiones como materia prima para arreglar un desperfecto. La única manera en que se puede estropear para siempre un MP es colocarlo en el camino de un misil. Como es probable que estés pegado a tu arma en ese momento, si se produce el caso, tienes otros problemas de los que preocuparte al margen de tu fusil.

Segundo, ponte tu traje de guerra. Se trata del unicapote estándar autosellador que te cubre todo menos la cara. El unicapote está diseñado para que te olvides de tu cuerpo durante la batalla. El «tejido» de nano-robots organizados deja entrar la luz para la fotosíntesis y regula el calor: en un iceberg ártico o en una duna del Sahara, la única diferencia que tu cuerpo advierte es el cambio visual de escenario. Si de algún modo consigues sudar, tu unicapote te limpia, lo filtra y almacena el agua hasta que puedas transferirla a la cantimplora. Puedes tratar la orina del mismo modo. Defecar en tu unicapote generalmente no está recomendado.

Si recibes una bala en la barriga (o en cualquier otra parte) y el unicapote se endurece en el punto de impacto y transfiere la energía de la superficie del traje, es mejor que permitir que la bala te atraviese. Resulta enormemente doloroso, pero es más aconsejable que dejar que la bala te vaya rebotando por los intestinos. Por desgracia, el endurecimiento y la transferencia de energía sólo funciona hasta cierto punto, así que evitar el fuego enemigo sigue siendo la orden del día.

Añade el cinturón, que incluye tu cuchillo de combate, tu herramienta multiusos (que es lo que un cuchillo del ejército suizo quiere ser cuando sea mayor), un refugio personal impresionantemente plegable, la cantimplora, una semana de galletas energéticas y tres cananas para bloques de munición. Cúbrete la cara con crema cargada de nano-robots, que interactúa con tu unicapote para compartir información medioambiental. Conecta el camuflaje. Trata de encontrarte en el espejo.

Tercero, abre un canal CerebroAmigo con el resto de tu escuadrón y déjalo abierto hasta que regreses a la nave o mueras.

Yo creí que había sido muy listo al recurrir a eso en el campamento de instrucción, pero resulta que es una de las reglas más sagradas durante el fragor de la batalla. La comunicación vía CerebroAmigo implica que no hay órdenes ni señales poco claras… ni sonido de voz que revele tu posición. Si oyes a un soldado de las FDC durante el calor de la batalla, es porque es estúpido o bien está gritando porque lo han alcanzado.

La única pega de la comunicación CerebroAmigo es que tu CerebroAmigo puede enviar también información emocional si no estás prestando atención. Si de repente sientes que te vas a mear encima de miedo, es algo que puede distraerte al menos hasta que te das cuenta de que no eres tú quien está a punto de vaciar la vejiga, sino tu compañero de escuadrón. También es algo que ninguno de tus compañeros de escuadrón te permitirá olvidar nunca.

Enlaza solamente con tus compañeros de escuadrón: si intentas mantener un canal abierto con todo tu pelotón, de repente sesenta personas estarán maldiciendo, luchando y muriendo dentro de tu cabeza, cosa que no te hace ninguna falta.

Finalmente, olvídate de todo excepto de seguir las órdenes. Mata a todo aquello que no sea humano y siga con vida. Las FDC te lo ponen sencillo: durante los dos primeros años de servicio, todo soldado es infante, no importa si en tu vida previa fuiste conserje o cirujano, senador o vagabundo callejero. Si consigues sobrevivir a los dos primeros años, entonces tienes la oportunidad de especializarte y ganar un billete colonial permanente en vez de deambular de batalla en batalla y ocupar el hueco de funciones de apoyo que todo cuerpo militar tiene. Pero durante dos años, lo único que tienes que hacer es ir adonde te manden, apostarte detrás de tu fusil, y matar y no dejar que te maten. Es simple, pero simple no es lo mismo que fácil.

* * *

Hacían falta dos disparos para abatir a un soldado consu. Eso era nuevo: ninguno de los datos de inteligencia sobre ellos mencionaba que tuvieran un escudo personal. Sin embargo, algo les permitía sobrevivir al primer impacto; éste los hacía caer sobre lo que podríamos considerar que era su culo, pero volvían a levantarse de nuevo en cuestión de segundos. Así que dos disparos: uno para abatirlos, y otro para dejarlos abatidos.

Dos disparos en secuencia sobre el mismo blanco móvil no es algo fácil de conseguir cuando estás disparando desde varios cientos de metros de distancia en un campo de batalla muy concurrido. Después de comprender esto, hice que Gilipollas creara una rutina de fuego especializada que al apretar el gatillo disparaba dos balas, la primera, de punta hueca, y la segunda con carga explosiva. La especificación fue transmitida a mi MP entre disparos: un segundo estaba disparando munición de fusil estándar y al siguiente ya estaba usando mi mataconsus especial.

Me encantaba mi fusil.

Transmití las especificaciones de fuego a Watson y Viveros; Viveros la transmitió a la cadena de mando. En cosa de un minuto, el campo de batalla se llenó del sonido de rápidos disparos dobles, seguido de docenas de consu reventando cuando las cargas explosivas lanzaban sus órganos internos contra el interior de sus caparazones. Parecían palomitas de maíz reventando. Miré a Viveros. Ella apuntaba y disparaba sin emoción ninguna. Watson disparaba y sonreía como un niño al que acaba de tocarle un muñeco de peluche en la feria del pueblo.

«Uh oh —envió Viveros—. Nos han localizado, agachaos…»

—¿Qué? —dijo Watson, y asomó la cabeza. Lo agarré y lo hice agacharse mientras los cohetes chocaban contra los peñascos que estábamos usando como cobertura. Nos roció la grava recién formada. Alcé la cabeza justo a tiempo de ver un trozo de peñasco del tamaño de una bola girar locamente hacia mi cráneo. Lo detuve sin pensar: el traje se puso duro por todo mi brazo y el pedrusco rebotó en él como una perezosa pelota blanda. Sentí un agudo dolor en el brazo; en mi otra vida fui propietario de tres huesos de esa extremidad terriblemente mal alineados. No volvería a hacerlo de nuevo.

—La leche jodida, ha estado cerca —dijo Watson.

—Cierra el pico —repliqué, y le envié a Viveros: «¿Ahora qué?»

«Aguantad», envió ella, y sacó su herramienta multiusos del cinturón. La convirtió en espejo, y la usó para asomarse por encima del peñasco. «Seis, no, siete vienen subiendo…»

De pronto hubo un krump cercano. «Cinco», corrigió ella, y cerró su herramienta. «Preparad las granadas y seguidme cuando nos movamos…»

Asentí, Watson hizo una mueca, y cuando Viveros envió «Ahora» todos lanzamos las granadas por encima del peñasco. Conté tres cada uno; después de nueve explosiones resoplé, recé, me asomé y vi los restos de un consu, otro arrastrándose aturdido desde nuestra posición, y dos buscando ponerse a cubierto. Viveros se encargó del herido; Watson y yo abatimos a los otros dos.

—¡Bienvenidos a la fiesta, caraculos! —aulló Watson, y luego saltó exultante por encima del peñasco justo a tiempo de ser alcanzado en la cara por el quinto consu, que se había adelantado a las granadas y había permanecido agachado mientras barríamos a sus amigos.

El consu colocó el cañón de su arma ante la nariz de Watson y disparó; la cara de éste se convirtió en un cráter y luego brotó hacia afuera en forma de geiser de SangreSabia y tejido cuando lo que antes era la cabeza se desparramó sobre el consu. El unicapote de Watson, diseñado para endurecerse al ser alcanzado por los proyectiles, hizo exactamente eso cuando el disparo alcanzó la parte posterior de la capucha, encerrando el disparo, la SangreSabia, y trozos de cráneo, cerebro y CerebroAmigo presurizados y con una única apertura disponible.

Watson no supo qué lo había golpeado. Lo último que envió por el canal de su CerebroAmigo fue una oleada de emoción que mejor podía definirse como asombro desorientado; la leve sorpresa de alguien que sabe que está viendo algo que no esperaba pero aún no ha descubierto qué. Entonces su conexión se interrumpió, como un suministro de datos cortado de repente.

El consu que le había disparado a Watson cantó mientras le volaba la cara. Yo había dejado encendido mi circuito traductor, y por eso vi la muerte de Watson subtitulada con la palabra «Redimido» repetida una y otra vez mientras pedazos de su cabeza formaban lágrimas de sangre sobre el tórax del consu.

Grité y disparé. El consu se desplomó hacia atrás y su cuerpo explotó mientras bala tras bala se introducían bajo su placa torácica y estallaban. Creo que gasté treinta balas en el consu ya muerto antes de pararme.

—Perry —dijo Viveros, pasando a su voz para sacarme del estado emocional en que yo estaba—. Vienen más de camino. Hora de moverse. En marcha.

—¿Qué hay de Watson? —pregunté.

—Déjalo —respondió Viveros—. Él está muerto y tú no, y de todas formas no hay nadie para llorarle. Más tarde volveremos a por el cadáver. Vamos. Sigamos con vida.

* * *

Vencimos. La técnica de bala de fusil doble redujo la manada consu en un número sustancial antes de que se dieran cuenta y cambiaran de táctica, pasando a lanzar cohetes de ataque en vez de llevar a cabo otro ataque frontal. Después de varias horas así, los consu se replegaron por completo y volaron su escudo, dejando atrás un escuadrón para suicidarse ritualmente, indicando así que aceptaban su derrota. Después de que se hubieran clavado los cuchillos ceremoniales en la cavidad cerebral, sólo nos quedaba recoger a nuestros muertos y los heridos que había en el campo de batalla.

El Segundo Pelotón acabó bastante bien el día: dos muertos, incluido Watson, y cuatro heridos, sólo una de carácter serio. La soldado se pasaría el mes siguiente reparando su intestino delgado mientras los otros tres estarían de vuelta en el servicio en cuestión de días. Las cosas podían haber sido peor. Un hovercraft blindado consu se había lanzado hacia la posición de la Compañía C del 4º Pelotón y había detonado, llevándose a dieciséis por delante, incluido el comandante del pelotón y dos jefes de escuadrón, e hiriendo al resto. Si el teniente del 4º Pelotón no estuviera ya muerto, sospecho que, después de una cagada como ésa, desearía estarlo.

Cuando el teniente Keyes nos dio la orden de despejar, fui a recoger a Watson. Un grupo de carroñeros de ocho patas ya estaba trabajando en él: abatí a uno y animé al resto a dispersarse. Habían hecho un trabajo impresionante con Watson en tan poco tiempo: aun así, me sorprendió cuánto pesaba un hombre después de perder la cabeza y gran parte de sus tejidos blandos. Me cargué lo que quedaba de él sobre los hombros y eché a correr hacia la morgue temporal, que estaba a un par de kilómetros de distancia. Tuve que pararme a vomitar sólo una vez.

Alan me vio llegar.

—¿Necesitas ayuda? —dijo, acercándose.

—Estoy bien —contesté—. No pesa mucho.

—¿Quién es?

—Watson.

—Oh, él —dijo Alan, e hizo una mueca—. Bueno, estoy seguro de que en alguna parte habrá alguien que lo eche de menos.

—Trata de no ponerte sentimental conmigo. ¿Cómo os ha ido hoy?

—No demasiado mal. He mantenido la cabeza gacha casi todo el tiempo, he asomado el fusil de vez en cuando y disparado unos cuantos tiros en la dirección general del enemigo. Puede que alcanzara a alguno. No lo sé.

—¿Has oído el cántico de muerte antes de la batalla?

—Claro que sí —dijo Alan—. Parecían dos trenes de carga apareándose. No es algo que uno pueda elegir no oír.

—No —dije—. Pero ¿lo has hecho traducir? ¿Has entendido lo que decía?

—Sí. No estoy seguro de que me guste su plan para convertirnos a su religión, viendo que eso implica tener que morirse y todo eso.

—Las FDC parecen pensar que es sólo un ritual. Como si fuera una oración que recitan porque es algo que han hecho siempre.

—¿Qué piensas tú? —preguntó Alan.

Eché atrás la cabeza para señalar a Watson.

—El consu que lo mató gritaba «redimido, redimido» con todas sus fuerzas, y estoy seguro de que habría hecho lo mismo conmigo. Creo que las FDC subestiman lo que está pasando aquí. Me parece que el motivo por el que los consu no vuelven después de una de estas batallas no es porque consideren que han perdido, no creo que se trate de perder o ganar. Según sus creencias, este planeta está ahora consagrado por la sangre, y creo que piensan que ahora lo poseen.

—Entonces ¿por qué no lo ocupan?

—Tal vez no sea el momento —respondí—. Tal vez tengan que esperar algún tipo de Armagedón. Pero mi teoría es que no creo que las FDC sepan cómo consideran los consu cada planeta en el que luchan. Me parece que en algún momento van a llevarse una gran sorpresa.

—Muy bien, lo acepto —convino Alan—. Todos los militares que conozco tienen un historial de autocomplacencia. Pero ¿qué piensas hacer al respecto?

—Mierda, Alan, no tengo ni la menor idea —contesté—. Aparte de intentar llevar mucho tiempo muerto cuando eso suceda.

—Pasando a un tema completamente distinto y menos deprimente —dijo Alan—, hiciste un buen trabajo al idear la solución de fuego para la batalla. A algunos de nosotros nos estaba jodiendo bastante ver que alcanzábamos a esos hijos de puta y seguían levantándose y atacando. Te vamos a estar invitando a copas durante un par de semanas.

—No pagamos las copas —lo contradije yo—. Si recuerdas, esto es un viaje por el infierno con todos los gastos pagados.

—Bueno, pero si lo hiciéramos, te las ahorrarías.

—Estoy seguro de que no ha sido gran cosa —repliqué, y entonces advertí que Alan se había detenido y estaba firme. Alce la cabeza y vi a Viveros, el teniente Keyes y un oficial que no reconocí dirigiéndose hacia mí. Me detuve y esperé a que me alcanzaran.

—Perry —dijo el teniente Keyes.

—Mi teniente. Por favor, perdone que no le salude, señor. Llevo un cadáver a la morgue.

—Allí es donde suelen ir los cadáveres —comentó Keyes, y señaló el cuerpo—. ¿Quién es?

—Watson, señor.

—Oh, él. No ha tardado mucho, ¿no?

—Era muy nervioso, señor.

—Supongo que sí —corroboró Keyes—. Bien, Perry, éste es el teniente coronel Rybicki, el comandante del 223º.

—Señor —dije—, disculpe que no salude.

—Sí, el cadáver, ya veo —dijo Rybicki—. Hijo, quería darle la enhorabuena por su solución de hoy. Ha salvado un montón de tiempo y de vidas. Esos hijos de puta consu siguen cambiando de táctica. Los escudos personales ya eran un detalle nuevo y nos estaban causando un montón de problemas. Voy a proponerle para una felicitación, soldado. ¿Qué le parece?

—Gracias, señor. Pero estoy seguro de que a alguien más se le habría ocurrido tarde o temprano.

—Probablemente, pero a usted se le ocurrió primero, y eso cuenta algo.

—Sí, señor.

—Cuando volvamos a la Modesto, espero que permita que un viejo infante le invite a una copa, hijo.

—Me gustaría, señor —dije. Vi que al fondo, Alan sonreía.

—Bien, pues enhorabuena de nuevo. —Rybicki señaló a Watson—. Y lamento lo de su amigo.

—Gracias, señor.

Alan saludó por los dos. Rybicki devolvió el saludo y se marchó, seguido de Keyes. Viveros se volvió hacia nosotros.

—Pareces divertido —me dijo Viveros.

—Estaba pensando que hace unos cincuenta años que nadie me llamaba «hijo».

Viveros sonrió, y señaló a Watson.

—¿Sabes adónde hay que llevarlo?

—La morgue está detrás de ese risco —dije—. Voy a soltar a Watson y luego me gustaría coger el primer transporte de vuelta a la Modesto, si es posible.

—Mierda, Perry —dijo Viveros—. Eres el héroe del día. Puedes hacer lo que quieras. —Se dio media vuelta para marcharse.

—Eh, Viveros —llamé—. ¿Siempre es así?

Ella se volvió.

—¿Siempre es así qué?

—Esto —respondí—. La guerra. Las batallas. Los combates.

—¿Qué? —se extrañó Viveros, y luego hizo una mueca—. Demonios, no, Perry. Hoy ha sido un paseo. Ha estado chupado.

Y entonces se marchó, la mar de divertida.

Así fue mi primera batalla. Mi estancia en la guerra había comenzado.