Prólogo

Junio de 2220

Desconozco qué imagen he podido proyectar al mundo; para mí, tengo la sensación de haber sido solo un niño que jugara en la orilla, entreteniéndose aquí y allá con un guijarro alisado o una concha de una belleza especial, mientras el enorme océano de la realidad se extendía virgen ante mis ojos.

Isaac Newton, C. 1725.

Cuando entró en los libros de historia, el Benjamin L. Martin, Benny para su capitán y tripulación, se hallaba en los límites del territorio que le correspondía explorar, en órbita alrededor de una estrella de neutrones catalogada como W65117.

Su capitán era Michael Langley, casado en seis ocasiones, padre en tres, exdrogadicto, antiguo estudiante de teología, actor y músico amateur, y abogado aunque inhabilitado para ejercer. Langley parecía haber disfrutado de al menos media docena de vidas diferentes, algo que no era demasiado complicado teniendo en cuenta que en estos días no era raro vivir hasta adentrarse en el segundo o incluso el tercer siglo.

El equipo de reconocimiento a bordo constaba de once especialistas en diversos campos: física, geología, astrología, meteorología, y expertos en unas cuantas materias arcanas más. Como todos en la Academia, sus miembros se tomaban su trabajo muy en serio, tomando medidas, haciendo averiguaciones y comprobando la temperatura de todos los mundos que se cruzaban en su camino, así como de satélites, estrellas y polvo estelar. Ni que decir tiene que adoraban las anomalías, siempre que podían dar con alguna. Era un juego de tontos, y Langley era consciente. Si cualquiera de los tripulantes del Benny hubiera pasado en la frontera tanto tiempo como él, serían conscientes de que todo aquello que consideraban peculiar, extraordinario o fuera de lo normal, se repetía miles de veces en apenas unas pocas decenas de años luz. El universo se repetía hasta el infinito. No había anomalías.

Y como ejemplo, aquella estrella de neutrones. Recordaba a una bola de billar de color gris, eso si hubieran podido iluminarla. Tenía apenas unos kilómetros de diámetro, casi no llegaba al tamaño de Manhattan, pero en cambio, su masa superaba en varias veces a la del sol. Era un enorme peso muerto, tan denso que retorcía espacio y tiempo, desviando la luz de las estrellas cercanas hasta formar una aureola. Aquél cuerpo hacía estragos en los sistemas y relojes del Benny, incluso llegaba a hacerlos retroceder. La gravedad en su superficie era tal que Langley, de haber podido pisarla, hubiera pesado allí ocho mil millones de toneladas.

—¿Con o sin los zapatos? —había preguntado al astrofísico que le había comunicado aquellos cálculos.

A pesar de las escandalosas propiedades de aquel cuerpo celeste, había al menos media docena de satélites similares en las inmediaciones de la región. Lo cierto era que existía gran cantidad de estrellas muertas flotando por ahí. El mundo no era consciente porque no despertaban demasiado interés, y eran casi invisibles.

—Lo interesante del caso —le explicó Ava— es que va a chocar contra esa otra estrella de ahí —dijo dando un golpecito con el dedo en la pantalla, aunque Langley no estuvo seguro de a cuál se refería—. Tiene catorce planetas y mil millones de años de existencia, pero este monstruo va a destrozarlo todo. Además, probablemente, acabe con el sol.

Langley ya había oído eso antes, algunos días atrás, pero sabía bien que no ocurriría mientras él viviera.

Ava Eckart era uno de los pocos miembros de la tripulación que parecía tener una vida aparte de su especialidad. Era una mujer de tez negra, atractiva, metódica y simpática. Organizaba fiestas a bordo del Benny. Le gustaba bailar. Disfrutaba hablando de su trabajo, y tenía la rara habilidad de hacerlo en un lenguaje accesible a cualquiera.

—¿Cuándo? —preguntó Langley—. ¿Cuándo sucederá todo eso?

—Aproximadamente, dentro de diecisiete mil años.

Ahí lo tienes. Solo te hará falta algo de paciencia.

—Y estás deseando que suceda.

Sus ojos azabaches centellearon.

—Lo has pillado —dijo. Y enseguida todo su dinamismo pareció debilitarse—. Ése es el problema aquí fuera. Todo ocurre en una escala de tiempo poco práctica. —Entonces cogió un par de tazas de café, y le preguntó si querría compartir una con ella.

—No —respondió el capitán—. Te lo agradezco, pero no me deja dormir.

Ella le dedicó una sonrisa, se llenó una taza, y se reclinó en una silla.

—Y sí —dijo—. Me encantaría poder estar aquí cuando suceda. Adoraría poder ver algo así.

—¿Dentro de diecisiete mil años? Pues empieza a cuidar tus comidas.

—Claro —dijo mientras seguía pensativa—. De todas formas, aunque viviera lo suficiente, aún harían falta unos cuantos miles de años más para poder presenciar todo el proceso. Al menos.

—Para eso están las simulaciones.

—Pero no es lo mismo —respondió ella—. No es igual que estar allí —dijo negando con la cabeza—. Aunque, para lo que sirve… igualmente tenemos las manos atadas. Mira esa estrella, por ejemplo. —Se refería a la 1107, la estrella de neutrones que estaban orbitando—. Estamos justo aquí, pero aun así no podemos acercarnos lo suficiente para verla.

Langley punteó su imagen en las pantallas.

—Hablo de verla realmente —continuó—. Volar por su superficie. Iluminarla.

—Darse un paseo por ella.

—¡Exacto! —Ava irradiaba entusiasmo. Vestía unos pantalones cortos de color verde y una sudadera blanca con la inscripción Universidad de Ohio—. Ya tenemos antigravedad, lo único que nos hace falta es un generador más potente.

—Mucho más potente.

La imagen semejante a la del capitán Acab que acostumbraba a adoptar la inteligencia artificial de la nave apareció en pantalla. Como todas las IA de las naves de la Academia, respondía al nombre de Bill.

Langley tenía ya muy vistos sus ojos adustos y sombríos, sus espesas patillas y su jersey de fina pana negra como para sorprenderse ante su presencia, pero la tripulación sí que solía sobresaltarse al verlo aparecer. De haber sido un ente consciente, una posibilidad siempre negada por sus creadores, Langley habría pensado que Bill se reía a costa de todos ellos.

—Capitán —anunció—. Hemos tropezado con un fenómeno extraño.

Aquél era un comentario poco común. Bill no acostumbraba a comunicar información alguna sin antes editorializarla.

—¿De qué se trata, Bill?

Ha desaparecido ya. Fue una transmisión artificial por radio.

—¿Una transmisión?

Sí. A 8.4 gigahercios.

—¿Y qué decía? ¿De dónde provenía?

Sus profundos ojos se acercaron.

No puedo responder a ninguna de esas dos preguntas, capitán. No es ningún lenguaje o sistema con el que esté familiarizado.

Langley y Ava cruzaron sus miradas. Estaban muy lejos de casa. No podía haber nadie allí fuera.

La señal estaba dirigida —añadió Bill.

—¿No era una señal simplemente emitida?

No. La atravesamos hace unos momentos.

—¿Y pudiste entender algo, Bill?

No. Responde a un patrón claramente artificial. Cualquier otra afirmación que pueda hacer es pura especulación.

Ava contemplaba las imágenes del campo de estrellas en las pantallas, como si algo pudiera llegar a revelarse en ellas.

—¿Qué nivel de certeza tienes, Bill? —preguntó.

Noventa y nueve con ocho, en una estimación por lo bajo. —Líneas de caracteres comenzaron a aparecer descendiendo por una de las pantallas informativas—. Éste es su aspecto. He sustituido símbolos por cadencias de impulsos.

El capitán era incapaz de distinguir pauta alguna, pero aceptó el cálculo de Bill sin cuestionarlo.

—¿Dices entonces que hay otra nave ahí fuera, Bill?

Solo digo que hay una señal.

—¿De dónde procedía? —preguntó Ava—. ¿De qué parte?

No tengo forma de estar seguro. Pero parecía tener su origen en las proximidades de la 1107. La estrella de neutrones. Supongo que debía de proceder de algo que la orbite. Cruzamos la señal demasiado rápido para seguir su pista.

Langley frunció el ceño mientras consideraba los símbolos que no dejaban de aparecer en pantalla. Siguió observándolos hasta que se detuvieron.

Eso es todo —dijo Bill—. ¿Quieres que repita el registro?

El capitán miró a Ava. Ella negó con la cabeza.

Langley levantó la vista hacia la imagen de la IA. Su semblante era enjuto y gastado. Era la lánguida personificación de la eminencia, una efigie que adoptaba cuando debía exponer algún suceso en curso.

—¿Bill, podremos volver a dar con ella?

La IA dudó.

¿Con una señal dirigida? Suponiendo que provenga de una órbita menor a la nuestra, tendríamos que esperar a que volviera a alcanzarnos.

—¿Cuánto tiempo necesitaríamos?

La información es insuficiente.

—Haz una suposición.

Seguramente varios meses.

Langley se negaba a aceptar lo que había ocurrido. No ahí fuera. Probablemente debía de tratarse de algún problema técnico.

—¿Puedes hacer alguna estimación de la ubicación de esa fuente, Bill?

No, capitán. Para eso tendría que dar con ella una segunda vez.

Langley miró a Ava.

—Debe de haber algún fallo. Éstas cosas pasan a veces. Cualquier problema técnico en el sistema.

—Quizá —replicó ella.

—Bill, ejecuta un diagnóstico. Comprueba si hay algún problema interno que pueda explicar la intercepción.

Ya lo he hecho, capitán. Todo parece estar en orden.

Ava torció los labios, reflexionando.

—Consultemos con Pete. —Hablaba de Pete Damon, el director del proyecto. Pete era uno de los físicos más famosos del mundo, en gran parte gracias a su papel como presentador de Universo, una serie científica extraordinariamente popular, y que había hecho mucho a favor de conquistar sostén público para organizaciones como la Academia, pero que también le había granjeado la envidia de muchos colegas suyos.

Langley podía oír voces de fondo en la comunicación, allí donde miembros de la tripulación llevaban a cabo experimentos temporales. Aunque la vida de la 1107 se remontaba solo a doscientos millones de años atrás, en realidad ocupaba aquella posición desde hacía dos mil millones de años. Cuando Ava había tratado de explicar un suceso así, cómo el tiempo podía haberse ralentizado en el seno de la gravedad de aquel cuerpo celeste, en aquella recóndita región del universo, la mente del capitán se había negado a aproximarse siquiera a la idea. Sabía que era cierto, que así había ocurrido, pero le dolía la cabeza solo de considerarlo.

Ava atrajo la atención de Pete sobre una de las pantallas auxiliares, y conversó con él apresuradamente. El físico frunció el ceño y negó con la cabeza, estudiando sus propios monitores.

Es imposible —dijo.

—¿Podrías ignorar algo así? —preguntó Ava.

Entonces siguieron más miradas a los monitores. Conversaciones en voz baja con imprecisas figuras a un lado y a otro. Y dedos que daban golpecitos en las pantallas.

No —dijo—. Voy para allá.

Se abrieron y cerraron compuertas. Langley escuchó pisadas y voces excitadas.

—Parece que has sobresaltado a la tripulación, Ava —dijo el capitán.

—No me extraña —respondió con aspecto risueño.

Varias personas irrumpieron en el puente. El propio Pete; Rick Stockard, el canadiense; Hal Packwood, que se había embarcado en su primer vuelo largo y que volvía a todo el mundo loco hablando sin cesar de lo asombroso que le parecía cuanto veía; Miriam Kapp, que dirigía los experimentos cronológicos; y dos o tres más. Todos llegaban con la respiración entrecortada.

—¿De dónde procedía? —repitieron unos y otros—. ¿Habéis podido escuchar algo?

—¿Aún seguimos captándolo?

—Por el amor de Dios, Mike —dijo Tora Cavalla, una astrofísica de considerable apetito sexual— ¿trabajáis ya intentando encontrar el origen de la transmisión? ¿Os dais cuenta de que puede haber alguien ahí fuera?

—Claro que sí —dijo Langley. Tora no le agradaba demasiado. Su comportamiento perturbaba la vida de la nave, y además parecía pensar que todos a su alrededor eran idiotas. Su actitud podría haber pasado desapercibida, por ejemplo, en CalTech. Pero en la estrechez de una superluminar, donde todos debían habitar en comunidad durante meses, generaba claustrofobia y recelo—. Y claro que estamos buscando la fuente emisora. Pero no esperéis demasiado. Desconocemos de dónde puede proceder. Y cualquier exploración que podamos llevar a cabo cerca de ese montón de hierro no va ser demasiado fiable. El pozo gravitatorio lo trastoca todo.

—No dejéis de buscar —dijo Packwood, hablando como si estuviera al mando.

—¿Y hay alguna otra explicación factible? —preguntó Tora, frunciendo su pálida y ancha frente. El suceso la intrigaba sobremanera.

—Siempre cabe la posibilidad de que alguna pieza de equipo haya funcionado equivocadamente. Aunque Bill lo niega.

Observó a Pete, rogándole con sus grises ojos que hiciera de aquella misión una caza en pos de esa señal.

—No es algo que debamos dar por perdido —dijo Pete— hasta poder saber qué originó la transmisión. —Era un tipo alto, de piernas largas y aspecto solemne. Su mirada era furtiva, sugiriendo siempre que trataba de ocultar algo. Para Langley era como un carterista que intentara esconder su botín. Con todo, era un hombre de palabra, y uno podía confiar en lo que decía—. ¿Qué tenemos, Mike? —preguntó.

—Fue una transmisión excepcional. Bill no puede conseguirnos nada más.

—¿Podemos oírla? —preguntó Packwood.

—Bill —dijo Langley—, pon la grabación. Ésta vez en audio.

Se prolongaba unos dos segundos, en una serie de agudos pitidos y chirridos.

—¿Es posible interpretar algo? —preguntó Pete.

—No —dijo Langley—. Cero.

Los miembros del equipo intercambiaron serias miradas. Un par más de ellos siguieron insistiendo.

—Debe de significar que hay otra nave en algún sitio —dijo Pete—. O un orbitador.

—Pues no será nada que nos pertenezca a nosotros —dijo una técnica muy joven que, sosegada, acababa de entrar al puente. Se llamaba Wanda—. Lo he verificado dos veces.

Pete asintió.

—¿Y qué podría estar haciendo nadie ahí fuera? —preguntó Tora.

—Nosotros estamos aquí —dijo Langley.

Tora negó con su cabeza.

—¿Y los sensores no detectan nada?

Langley ya había comprobado esa información. Pero volvió a hacerlo. Nada había cambiado.

—Si hubiera algo ahí fuera —dijo Stockard— seriamos capaces de verlo. —Era un tipo bronco y agresivo. Alguien que, en otra época, hubiera optado por hacer carrera militar.

—Lo cierto es que las condiciones en lugares como este suelen ser bastante peculiares —dijo Packwood—. El espacio se pliega sobre sí mismo, el tiempo se deforma, y todo de manera intermitente. Sin embargo…

—¿Por qué no damos la vuelta y retrocedemos hasta comprobarlo? —dijo Pete—. Investigando esa misma región.

—Es imposible. No podemos permitirnos gastar el combustible que haría falta para dar la vuelta en redondo. Si queremos regresar al mismo punto, tendremos que esperar hasta dar una vuelta completa.

—¿Cuánto tardaríamos?

—Meses.

Todos miraron al capitán, pero no había nada que él pudiera hacer. De cualquier manera, Langley no consideraba que estuviera sucediendo nada realmente extraordinario. Había estado dirigiendo equipos de la Academia en el espacio profundo desde hacía casi cuarenta años, y sabía bien que si algo podía decirse de las estrellas de neutrones era que nunca nadie se demoraba demasiado en sus proximidades.

En todo el tiempo transcurrido desde que las superluminares habían dejado la Tierra, se había hallado únicamente otra civilización viva, si es que podía llamarse así. Los nativos de Nok estaban atrasados unos cuatro mil años, y justo ahora estaban saliendo de su revolución industrial. Eran bastante fanáticos, y guerreaban constantemente por uno u otro motivo.

También se habían hallado ruinas en algunos otros lugares. Pero eso era todo. Langley había supervisado personalmente miles de mundos terrestres, y no más de treinta habían podido acoger algún tipo de vida. En dos tercios de estos últimos, se había tratado de organismos unicelulares.

No. No importaba lo que Bill pudiera haber interceptado, o al menos pudiera pensar haberlo hecho. La explicación al suceso no podía incluir una nave tripulada por habitantes de otro mundo. Claro que eso no quería decir que no entendiera la excitación de la tripulación.

—¿Qué sugerís que hagamos, capitán? —inquirió Pete después de vacilar durante un tiempo—. ¿Podréis poner en marcha un diagnóstico que determine si la transmisión es correcta?

—Ya lo hemos hecho. Y Bill no ha encontrado ningún error. —Claro que si el problema estaba en el propio Bill…

—De acuerdo. ¿Qué más nos queda por intentar?

—Podríamos reconfigurar los satélites y lanzarlos en misión de búsqueda. Luego retomar nuestra misión de rutina. Y cuando acabemos, regresar a casa.

A Pete parecía no agradarle demasiado aquella estrategia.

—¿Y qué hay de los satélites?

—Si encuentran algo, enviarán resultados.

—¿Sigues pensando que va a tomar tanto tiempo?

—Lo siento Pete. Pero de veras que no hay un modo más fácil de hacerlo.

—¿Cuántos satélites emplearemos? —Ya solo quedaban siete. Iba a ser necesario sacrificar una parte del programa de exploración.

—Cuantos más enviemos ahí fuera, más probabilidades de éxito tendremos.

—Hazlo —dijo Pete—. Envíalos todos. Bueno, conserva quizá uno o dos de ellos.