Capítulo 6

Toda esperanza tiene algo de suplicio.

Benjamin Wincomb,

Aforismos Morales y Religiosos, 1753.

Para sorpresa de Hutch, aquel estaba resultando ser el grupo más tranquilo y discreto que hubiera transportado nunca. George pasaba la mayor parte del tiempo en la sala de reuniones, estudiando minuciosamente informes financieros y de seguridad.

—Busco alguna pauta —había explicado a Hutch, entusiasmado con su tarea—. Es ahí donde está el dinero.

Alyx trazaba los planes de una nueva producción, que decía lanzaría para el próximo otoño. El tentador título rezaba Quítate la ropa y echa a correr. Hutch era incapaz de distinguir si hablaba en serio o no. Ambas se turnaban jugando a cuatro bandas al bridge con Herman, Pete y Bill.

De vez en cuando celebraban fiestas. Bill se encargaba de la música y a veces cantaban todos a coro, aunque Hutch sentía que su voz no salía especialmente bien parada al compararse con el encantador contralto de Alyx.

—Qué bien lo haces, Hutch —le había dicho ella—, creo que podrías haberte dedicado a esto de habértelo propuesto.

Hutch sabía bien que no.

—Lo digo en serio. Solo necesitas un poco de práctica. Y, claro, olvidarte de esas inhibiciones.

—¿Qué inhibiciones?

—Mujer, las tienes a patadas —había respondido tras soltar un grito ahogado.

Alyx y Herman se ejercitaban siguiendo un agotador programa de ejercicio físico. Hutch cuidaba siempre de pasar algún tiempo en el gimnasio durante sus vuelos, pero no se lo tomaba tan en serio.

Vieron muchas simulaciones. Sus gustos eran variados, pero todas las tardes se reunían en el holotanque para presenciar el thriller, romance, o cualquier otra cosa que se decidiera esa noche. Cada vez uno de ellos interpretaba un papel principal o secundario. Herman disfrutó siendo Al Trent, el célebre detective de Jason Cordman; George representó una memorable tarde a Julio Cesar; y Hutch aceptó el desafío de encarnar a Vengadora, la superheroína enmascarada del siglo XXI. Incluso Alyx salió a la palestra con buen humor, dándole la réplica al Cesar de George como Cleopatra, y más tarde al Sansón de Herman en el papel de Dalila. Ambos habían sido insólitos candidatos a aquellos papeles, Herman porque no concedía intensidad alguna al papel —nadie creyó que pudieran convencerlo para echar abajo un templo con sus propias manos—, y Alyx porque era incapaz de ocultar su divertido humor.

Herman, por supuesto, seguía encaprichado con la actriz. Intentaba ocultarlo, pero su voz siempre se alzaba una octava o dos cuando ella entraba en la misma habitación que él estaba ocupando. Uno de los problemas de las comunidades tan compactas que se constituían durante los viajes interestelares era que resultaba imposible ocultar nada. La gente está demasiado próxima entre sí, y sus emociones se hacen demasiado evidentes.

Hutch iba muy adelantada en sus lecturas del material de la misión, y cada vez pasaba más tiempo en compañía de George. Él tenía toda clase de pruebas documentales que apoyaban la idea de que se habían producido diversas visitas alienígenas a lo largo de la historia de la Tierra. Enseñó a Hutch fotos de referencias en antiguos textos y grabados acerca de avistamientos, que eran difíciles de refutar. A Hutch le resultaba extremadamente complicado cambiar de idea respecto a una concepción que había mantenido toda su vida. La idea de que hubieran existido esos visitantes, aun cuando sabía perfectamente que al menos dos razas, en tiempos remotos, habían logrado realizar vuelos interestelares, se le antojaba absurda. Con todo, la capitana atendía a las palabras de George encandilada por la emoción del entusiasmo que transmitía.

En realidad todos eran creyentes, incluso Pete, así que ella sintió que estaba cada vez más de su parte, y ansiaba que la misión conociera finalmente el éxito.

El Memphis llevaba ya unas seis semanas de viaje cuando paró en Avanzada para recoger a sus dos últimos pasajeros.

• • •

Nick Carmentine había iniciado su carrera de ufólogo como aficionado acérrimo de las historias de terror. Adoraba toda clase de momias enfurecidas, vampiros, demonios, criaturas espectrales que flotaban en casas que no estaban tan vacías como se creía y voces incorpóreas transportadas por ráfagas nocturnas de viento. Comenzó con Poe y Lovecraft y se leyó de Massengale a DiLillo. Lo recorrieron escalofríos ante las penumbras de la Luna, la inquietud de las tumbas y los terribles secretos en el ático. Vivía rodeado de todos esos lugares, y aunque con los años su afición se fue desplazando también hacia otros géneros, en realidad nunca llegó a abandonar aquellos parajes.

Y de veras que lo intentaba. Aquélla era una pasión peligrosa para un gerente de funerarias. De haberse difundido sus sanguinarias aficiones, sus clientes le hubieran dado de lado. Y fue por eso por lo que se cambió a los OVNIs, que igualmente representaban un sentimiento intenso de lo desconocido y misterioso, pero despojado de cualquier matiz que pudiera echar abajo su reputación.

Con el tiempo, la búsqueda de visitantes de dormitorio procedentes de otros mundos acabó reemplazando del todo su interés por vampiros y seres semejantes, y finalmente se unió a la Sociedad del Contacto.

Su padre había sido también gerente de funerarias, había sido un buen trabajador, se había jubilado joven y había traspasando el negocio a Nick. Nick era un empresario nato, y la Funeraria Sunrise del Barrio de Hatford no tardó en convertirse en las Empresas Sunrise S. L. Al tiempo que toda su cadena de establecimientos continuaba encargándose de prestar servicios ordinarios, también se especializó en funerales menos tradicionales. Si alguien quería poner en órbita sus cenizas, o esparcirlas cerca de la segunda base del estadio de béisbol de algún pueblo perdido, o volcarlas en un remoto lago de la Micronesia, Sunrise era la organización a la que debía acudir. Se encargaban de los viajes de los familiares y les suministraban consuelo, consejo e incluso algún refrigerio. Preparaban también ceremonias religiosas, y para los no creyentes que pasaran al más allá —para ellos nadie "moría"—, buscaban los discursos o ceremonias de despedida más apropiados.

Lyra, su única hija, compartía su gusto por lo exótico, aunque sin compartir del todo la idea de los embajadores de otras civilizaciones. No obstante, se ganó el corazón de su padre al convertirse en exoarqueóloga.

Nick nunca había abandonado la Tierra, nunca había ido más allá de su órbita, hasta que Lyra fue destinada a Pináculo, donde debía encargarse de investigar las ruinas de un millón de años presentes en aquel antiguo mundo. Encaprichado, Nick llegó a dilapidar una pequeña fortuna para ir a visitarla. Juntos pasearon entre las derribadas columnas y los techos derrumbados de aquellos ancestrales parajes, y ella lo llevó a contemplar algunas reconstrucciones de edificios públicos. —Aquí tuvimos que poner en juego algunas conjeturas, papi—. Se trataba de estructuras hermosamente construidas, a la altura artística del mismísimo Templo de Atenea.

Allí presenciaron la representación de una ceremonia religiosa alienígena, y Nick pudo hacerse una idea de cómo debían de ser las cosas en Pináculo justo cuando en la Tierra los primitivos humanos comenzaban a encender sus primeras hogueras.

Allí pasó un mes. Lyra le mostró piezas de cerámica de una edad estimada de ochocientos mil años estándar.

—Es de vidrio —explicó— casi inmortal.

Observó los progresos que habían alcanzado en materia de traducciones, que eran enormes, teniendo en cuenta las pocas muestras que tenían para trabajar. Habían existido también antiguos puertos y carreteras, ahora invisibles pero detectables por los instrumentos adecuados.

—Justo aquí —había dicho ella, mientras estaban en medio de un desierto que se extendía llano en todas las direcciones—, en este mismo punto, había una encrucijada que comunicaba los dos imperios más poderosos del Tercer Komáinico. —Había existido un centro de acogida de viajeros, y un río, y posiblemente una pista de aterrizaje.

—¿Cómo se llamaban —preguntó Nick— esos imperios?

Lyra no lo sabía. Nadie lo sabía.

Solo unas horas más tarde, Nick recibió un mensaje de Hockelmann. POR FIN TENEMOS POSIBILIDADES DE ÉXITO, concluía. NOS REUNIREMOS EN AVANZADA.

Claro que sí. En el Larry’s.

• • •

Avanzada era un centro de servicios y suministros situado en la frontera, el límite de expansión humano. Estaba ubicado justo tras los anillos de Escotilla de Salivar, que se hallaba aproximadamente a un millardo de kilómetros de una estrella azul-blanca de clase B. Hutch no estaba segura de saber qué esperar de su pasajero director de funerarias; probablemente que fuera alguien sombrío y metódico. En realidad, Nick era un tipo de altura media, algo desgarbado, de cabellos oscuros, afables ojos grises y una sonrisa cándida. No era de la clase de hombres que uno se imaginaba recorriendo la funeraria, consolando a amigos y familiares. George había bajado a toda prisa de la nave, para correr a abrazarlo cuando apareció a los pies de la rampa. Lo subió a bordo como si fuera un familiar al que hacia tiempo que no veía.

—Hutch —dijo—, este es Nick. Ya sabes cuándo podrás contar con él.

George rio su propia broma y Nick suspiró.

Se dieron la mano, charlaron un poco y finalmente Hutch preguntó por Tor, el sexto pasajero.

—Está en la 21 —dijo Nick, aparentemente sorprendido—, ¿no la informaron?

—No —respondió ella—. ¿Qué es la 21?

—Es una de las lunas. Esperábamos su regreso para esta semana, para que se preparase para la partida, pero está ocupado con algo. Bueno —dijo mirando a George—, ya sabes cómo es.

George parecía saberlo, y volvió la vista a Hutch como pensando que ella podía haber previsto que algo así sucediese. Todo el mundo sabe cómo es Tor.

Hutch suspiró. Ella había conocido a un Tor hacía tiempo.

—¿Bill? —dijo.

Tiene su salida de la 21 ya prevista —dijo la IA—. Tiempo estimado: algo más de diecisiete horas.

—¿Diecisiete horas? Creo que voy a estrangular a este chico —dijo Hutch volviéndose hacia George.

—Seguro que no sabía que iba a necesitar estar más de lo previsto —dijo George—. Si no, habría llegado a tiempo. Es un artista.

Lo decía como si aquello lo explicara todo. Era divertido, su Tor también había sido artista. No demasiado bueno. Al menos no especialmente exitoso. Pero no podía tratarse de la misma persona. Éste era Tor Kirby. Aquél que ella había conocido se había llamado Tor Vinderwahl. Ni siquiera se parecía.

—Bueno, amigos —dijo—, no saldremos hasta las tres de la madrugada. Será una buena oportunidad para hacer un viaje por la estación.

• • •

El pasado de Tor Kirby era algo impreciso. La información de la que disponía Hutch estipulaba únicamente que era heredero de la fortuna del Fontanero Feliz. No especificaba qué podría estar haciendo en Avanzada. ¿Podrían haber traído a un operario de NAU para instalar las canalizaciones de agua?

La gigante de gas hogar de Avanzada era el único mundo del sistema que se desplazaba describiendo una órbita más o menos estable. Todos los demás objetos celestes habían sido dispersados, los planetas expulsados, las lunas arrojadas a enormes distancias. Aquélla estación había sido proyectada originariamente para estudiar los motivos que explicasen un fenómeno semejante, por qué los otros cuerpos habían migrado al sur, mientras aquel enorme planeta había conservado sus anillos y su familia de satélites. La teoría rezaba que debía haberse producido un encuentro con otra estrella, veinte mil años atrás. No obstante, dar con la candidata adecuada no había sido tarea fácil. Nick dispuso una simulación de lo sucedido para George y su equipo. Los expertos pensaban haberlo averiguado todo: cómo había sido aquel alineamiento, en cuánto tiempo había tenido lugar —tres años—, de dónde había procedido el sistema intruso. Cuatro de los mundos habían sido expelidos al mismo tiempo, y los científicos habían podido dar con ellos. Tras indagar en el vacío interestelar, los habían encontrado justo donde habían esperado hacerlo. Los demás rondaban alrededor del sol. Escotilla de Salivar había sobrevivido intacto porque había estado al otro extremo del sol cuando tuvo lugar el suceso. El hecho de no poder encontrar el cuerpo celeste restante los llevaba a pensar que en realidad había sido una estrella de neutrones, o posiblemente incluso un agujero negro.

Hutch ya había visto antes aquella demostración, y estaba a punto de escabullirse cuando sintió vibrar su intercomunicador.

¿Capitana Hutchins? —dijo una voz de mujer—. El Dr. Mogambo querría que pasase usted un momento por su despacho, si dispone de tiempo.

Le sorprendió saber que Mogambo estaba en Avanzada.

Se encarga de dirigir el grupo de geometría —explicó la voz. Claro que aquello tampoco sirvió para aclararle demasiadas cosas.

La capitana subió a la cubierta principal y se dirigió hacia el área administrativa.

Segunda puerta a la derecha —dijo la voz. La propietaria de la misma la estaba esperando dentro. Era una mujer de piel color oliva, cabellos oscuros y unos enormes ojos vidriosos. De sangre árabe dominante, pensó Hutch.

—Por aquí, por favor —dijo la mujer levantándose de su asiento y abriendo una segunda puerta. Mogambo, recostado en un cómodo sillón acolchado, le dio la bienvenida con una señal y apagó las luces del techo, dejando la estancia iluminada solo por una pequeña lámpara de escritorio.

Maurice Mogambo, dos veces ganador del Premio Nobel, en ambas ocasiones como reconocimiento por su trabajo en la arquitectura espacio-temporal y sus estudios sobre la energía en relación al vacío. Hutch había trabajado para él en algún momento de su carrera, como piloto prácticamente privado.

Era un tipo increíblemente alto. Incluso más que George. Hutch lo observó, y saludó casi al nudo de su corbata. Llevaba una barba muy poblada, algo poco habitual en una época en la que todo el mundo se decantaba por los afeitados apurados. Su piel era de color ébano, brillante. Su cuerpo era atlédco y tenía unos esbeltos dedos de violinista. Hutch recordó la intensidad con que programaba sus sesiones de entrenamiento, y su pasión por el ajedrez.

Sonrió hasta que él le indicó dónde debía sentarse. Ella tomó asiento, esperando su señal para poner fin a aquel amigable ambiente inicial. Mogambo consideraba el mundo un tablero en el que jugar su partida. Era brillante, generoso y encantador siempre que quisiera serlo. Sin embargo, ella había conocido su lado implacable, lo había visto arruinar empleos y carreras de gente que no había cumplido sus expectativas. No tolera a los torpes, le había advertido una vez un colega suyo, como si fuera un cumplido. Finalmente, ella había concluido que, para él, torpes eran los que carecían de su propia brillantez.

—Me alegra volver a verla, Hutch. —Llenó dos vasos, rodeó el escritorio y le entregó uno. Era una bebida sin alcohol, de limón, lima y una pizca de jengibre.

—Lo mismo digo, profesor. Ha pasado mucho tiempo. —Casi ocho años. Pero lo cierto es que no había echado de menos su compañía—. No sabía que estaba aquí.

En el tiempo que siguió, ambos intercambiaron cumplidos. El explicó que llevaba dos meses en Avanzada. Le informó de que estaban enviando misiones a diferentes regiones dominadas por objetos de gran densidad, donde se estaban tomando medidas de tiempo y espacio.

—Aparentemente —dijo— las características físicas del espacio no son uniformes. —Hizo el comentario con los ojos cerrados, simulando hablar para sí mismo—. Es distinto a lo que habíamos esperado —dijo, y su sonrisa se desvaneció.

Hutch sabía de sobra que Mogambo no la había invitado para discutir de física. Sin embargo, se limitó a seguirle el juego, formulándole algunas preguntas acerca de la investigación, haciendo ver que comprendía sus respuestas y explicándole que sí, que la operación Deepsix había sido desconcertante, que se había pasado casi los diez días aterrorizada, y que nunca pensaría en acercarse a algo semejante.

Por fin Mogambo cambió el rumbo de la conversación, volvió a llenarle el vaso a Hutch y comentó con cierta brusquedad que tenía entendido que se disponía a viajar a la 1107.

—Sí, es correcto.

—Para determinar si hay algo importante detrás de las transmisiones captadas por el Benjamin Martin.

—Así es.

Entonces Mogambo apoyó los codos en la mesa, y apretó las puntas de los dedos, unas con otras. Se reclinó hacia delante, recordaba bastante a un halcón de gran tamaño.

Once-cero-siete —dijo.

Ella aguardó.

—¿Hutch, qué piensas tú?

—No lo sé —dijo—. Si realmente había algo ahí fuera cuando lo detectó el Benny, dudo mucho que siga ahí. —Sospechaba que debía de estar informado acerca de la nueva señal interceptada recientemente, pero él no sabría si ella había sido informada o no. Por su parte, por supuesto, no tenía intención de decirle nada que no debiera.

Él la estudió por un momento.

—Es exactamente lo mismo que pienso yo —dijo frunciendo el ceño. Hutch pensó que iba a decir algo más, pero pareció pensárselo mejor y volvió a reclinarse para juguetear con el vaso.

Hutch estudió aquel despacho. En las paredes había colgadas algunas representaciones artísticas electrónicas no demasiado valiosas, paisajes con jardines y caminos que surcaban campos. Mientras el silencio se alargaba, fue ella quien se reclinó finalmente.

—¿Considera la posibilidad de salir ahí a echar un vistazo? Nos encantaría tenerle a bordo. —Era todo lo contrario. Y sabía de sobra que no aceptaría su oferta. Por ello, no corría ningún peligro al proponérsela.

—¿Con la Sociedad del Contacto? —dijo devolviéndole una sonrisa. Daba a entender algo como: Tú quizá tengas que viajar con ellos, pero yo tengo cosas más importantes que hacer—. No. En realidad, estoy bastante ocupado. —Entonces mostró una hilera de sanos dientes blancos—. Es una empresa dirigida por fanáticos, Hutch. Pero no carece de posibilidades de éxito.

Sabía exactamente a dónde quería ir a parar, pero no iba a ayudarlo.

—Nunca se sabe —dijo.

Entonces algo rugió en el fondo de su garganta.

—Quisiera que me hicieras un favor.

—Cualquier cosa que esté en mis manos.

—Comunícame si verdaderamente encontráis algo. Yo llegaría al lugar señalado en un par de semanas.

Estaba claro cómo iba a acabar una cosa así. ¡Oye, que sí, que tenemos un transmisor alienígena! Mogambo acudiría al galope a la escena y se llevaría todo el reconocimiento. George nunca sabría qué lo había derribado.

—No estoy segura de poder hacer eso, profesor.

Él pareció dolido.

—¿Por qué no, Hutch?

—El contrato al que estoy unida estipula que es el Sr. Hockelmann quien mantiene el control de los informes que se vayan produciendo. —Claro que aquello no era del todo cierto, pero podría haberlo sido—. No puedo hacer lo que me pide, por mucho que pudiera desearlo.

—Hutch, para mí esto significa mucho. Escucha, lo cierto es que, si pudiera, te acompañaría sin pensármelo dos veces. Pero no es posible. Tengo muchísimo trabajo que atender. No puedo dejar mi puesto sin más. Seguro que lo entiendes. ¿Cuánto tiempo tardaréis en llegar de aquí hasta allí? ¿Una semana?

—Algo así.

Él la miró apenado.

—No está en mis manos. —Entonces pulsó un interruptor, y la luz de la lámpara ganó intensidad. La estancia se llenó de luz—. Es muy importante para mí, Hutch. Lo consideraría como un favor personal, y realmente te agradecería mucho que pudieras hallar el modo de solucionarlo. —Hutch empezó a responderle, pero él alzó una mano—. Hazlo por mí, y buscaré una forma de recompensarte. Tengo contactos. Estoy seguro de que no querrás pasar el resto de tu vida yendo y viniendo a toda prisa de Sol a Avanzada.

Hutch se levantó con cuidado y puso su vaso, medio vacío, sobre el escritorio.

—Transmitiré su petición, profesor. Estoy segura de que George estará deseoso de cumplir sus pretensiones.

• • •

Tor había sabido que Hutch iba a dejarlo. Había pasado algunas tardes en su compañía hacía años. Asistieron a un par de espectáculos, un par de cenas, una copa en Cassidy una noche mientras veían de refilón el Potomac desde el centro. Un paseo por la ribera de un río. Una tarde de domingo cabalgando por el parque Rock Creek. Y por fin, un miércoles por la tarde de finales de noviembre, ella le había dicho que dejarían de verse, que lo sentía, que esperaba que no se lo tomara mal, que partiría a un lugar lejano cuyo nombre Tor era incapaz de pronunciar siquiera, hacia ese estúpido mundo en el que los noks se mataban unos a otros en grandes números, librando una guerra que parecía iba a durar para siempre.

—No creo que pueda visitar Arlington muy a menudo —había dicho ella a modo de excusa.

Había sabido que lo iba a dejar. No podía explicar cómo, algo en su forma de actuar todo aquel tiempo le había dicho que todo iba a ser temporal, que iba a llegar el día en que volvería a visitar todos aquellos lugares solo. Por supuesto, nunca le había mencionado nada al respecto, no había sabido cómo hacerlo, temeroso de que eso solo sirviera para enviarla aún más lejos. Así, Nick pidió la cuenta, pagó, le dijo que sentía que todo hubiera acabado de aquella forma y se fue sin más. La dejó allí sentada.

Entonces era Tor Vinderwahl, aquel había sido su nombre original, el que había cambiado a sugerencia del director de la Galería de Arte de Georgetown. Vinderwahl suena inventado, había dicho. Y además es difícil de recordar. Si quieres que se te conozca, no es muy apropiado.

No la había vuelto a ver. Pero no la había olvidado.

En varias ocasiones había estado a punto de enviarle un mensaje. Hutch, sigo aquí. O, Hutch, cuando vuelvas, ¿por qué no volvemos a intentarlo? O, Hutch, Priscilla, te quiero. Había grabado un mensaje tras otro, pero nunca había llegado a pulsar el botón que enviara la transmisión. Había viajado hasta Wheel varias veces, cuando había sabido que estaba allí destinada. En dos de ellas se la había cruzado, tan deliciosamente hermosa. Su corazón se había acelerado y se le había formado un nudo en la garganta, y había sido consciente de que sería incapaz de hablar con ella, de que se hubiera quedado mirándola como un tonto, sin más, diciendo vaya sorpresa haberte encontrado aquí.

Era una forma ridicula de comportarse para un hombre adulto. Lo más razonable hubiera sido ir a su encuentro y charlar con ella, darle la oportunidad de cambiar de idea. Las mujeres actúan así muy a menudo. Además, había conocido el éxito desde entonces, sus obras habían empezado a venderse, y eso debía contar algo.

En una ocasión se la había encontrado en un restaurante, en Georgetown. En realidad se había sentado frente a ella, pero en el otro extremo del comedor, mientras su cita no dejaba de preguntarle si se encontraba bien. Hutch no llegó a verlo, o al menos eso aparentó. Al final de la noche, después que ella y el hombre que la había acompañado —a sus ojos un bobo, anticuado y sin gracia— se hubieran levantado, él se había quedado pegado a la silla, abatido, apenas capaz de respirar.

A fin de cuentas, nunca había llegado a llamarla, a enviarle un mensaje o a dejar algún rastro de vida. No quería convertirse en un fastidio, y la única posibilidad que tenía de recuperarla exigía que conservara su orgullo. De no ser así…

Su carrera había sufrido un giro al convertirse en un artista centrado en temas extraterrestres. Al principio se había limitado a refugiarse en algún holotanque y activar un paisaje de Caronte, o de un yate que cruzara un planeta acuático bañado por la luz de la luna.

Había vendido algunas de aquellas obras. No por demasiado dinero, pero era algo. Lo bastante como para convencerse de que podría dedicarse al arte de manera suficientemente profesional como para que la gente colgara sus creaciones en las paredes de sus casas.

El trabajo de Kirby refleja talento, había escrito un crítico, pero carece de profundidad. Le falta sentimiento. Nos sentimos sobrecogidos por una maestría considerable, la pintura nos absorbe, nos hace experimentar la danza de los mundos. Pero, buena como es la pintura de Kirby, no permite sentir la agitación de un cielo iluminado.

Aquello podía significar cualquier cosa, pero revelaba una certeza: Kirby debía salir a visitar los sistemas planetarios que pintaba. Para poder captar la esencia de los anillos de una gigante gaseosa en su lienzo, debía acercarse a éstos, contemplarlos, dejar que su majestuosidad lo envolviese. Así fue como comenzó a buscar la forma de visitar aquello que dibujaba. Resultaba enormemente caro. Pero valía la pena.

Por supuesto, nunca llegó a situarse entre los mejores de su campo. Antes que algo así sucediera, debería llevar muerto treinta años. Sin embargo, su obra fue expuesta en las galerías más prestigiosas, alcanzando sustanciosas cotizaciones. Por primera vez en su vida había experimentado un éxito profesional considerable, y disfrutaba también del dinero que esto significaba.

Para entonces ya había perdido toda esperanza de poder recuperar a Priscilla Hutchins. El hecho de que se hubiera cambiado el apellido tenía un triste efecto secundario: era imposible que ella llegara a averiguar que él y Tor Kirby eran la misma persona.

No veía forma de enderezar aquella situación, hasta que leyó un artículo que hablaba de George Hockelmann, de la Sociedad del Contacto, y de las sustanciales contribuciones que hacía a la Academia. La organización que empleaba a Hutch.

Tor nunca se había interesado especialmente por el mundo que lo rodeaba. Era del todo inconsciente de la cuestionable reputación que mantenía la Sociedad del Contacto entre los profesionales del ramo. Lo único que conocía eran los nombres de sus más importantes integrantes, que aparecían periódicamente entre las informaciones publicadas por la Academia, disponibles para todo aquel que quisiera consultarlas.

Aquélla era su oportunidad. Contribuyó con un cuadro que representaba el Templo de los Vientos de Quraqua, un emplazamiento arqueológico submarino. Era su mejor trabajo hasta la fecha, y recogía un sumergible que descendía hacia el emplazamiento —la pintura dejaba bastante claro que estaba aproximándose—, escoltado por una pareja de kimbos quraquat, unos peces esbeltos, planos y con forma de cuña, y por otra criatura semejante a un calamar. La pintura fue subastada y alcanzó una suma de dinero tal que Tor llegó a arrepentirse de haberla donado. Su pintura y su nombre —sus dos nombres— le hicieron estrechar vínculos con la Academia. Con todo, aunque estuviera presente en los comentarios de sus miembros, y a pesar de lo talentoso y generoso que pudiera hacerle parecer, era consciente de que todo aquello no iba a bastar para convencerla de que lo llamara. Probablemente, ni siquiera se hubiera percatado de lo sucedido.

Algunos días más tarde subió a un transporte comercial en dirección a Roca de Koestler, un deslumbrante mundo repleto de acantilados y embravecidos mares que orbitaba una gigante gaseosa. Tor estaba allí dibujando los anillos, pintándolos mientras se alzaban junto a un mar encrespado, cuando recibió el mensaje de George. A LAS PUERTAS DE UN DESCUBRIMIENTO IMPORTANTE. Al principio no se interesó especialmente, hasta que escuchó la frase Piloto de la Academia.

Contestó al mensaje sin apenas permitirse albergar esperanzas, formulando preguntas acerca de la duración de la misión, la naturaleza de las señales y otros asuntos en los que verdaderamente no estaba interesado, como simple excusa para disfrazar la única cuestión que realmente le importaba.

—A propósito, ¿conoces el nombre del piloto?

Después de aquello, siguió una agonizante espera de cinco días.

—Hutchings.

George no había pronunciado el nombre correctamente, pero Tor sabía que le había tocado la lotería.

• • •

Tomó un transporte hasta Avanzada, se plantó allí en un momento y decidió trabajar en algo mientras aguardaba. De hecho, había decidido que su más firme apuesta con Hutch era hacer ver que se topaba con ella por causa de su trabajo. Mostrarle cómo se ganaba ahora la vida.

La gigante gaseosa de Avanzada era enorme, quizá de seis veces la masa de Júpiter. Se llamaba Escotilla de Salivar, en honor a un piloto que había desaparecido entre sus brumas veinte años atrás. Poseía más de treinta lunas, eso sin contar los cuerpos asociados a ella y ubicados en su elegante sistema de anillos. Algunas poseían su propia atmósfera, varias presentaban actividad geológica, dos albergaban océanos congelados bajo sus heladas superficies, pero ninguna tenía vida. 21 era un pequeño pedazo de hielo y roca, que no llegaba a alcanzar la mitad del tamaño de la Luna terrestre.

Casi toda su superficie estaba tachonada de escarpados picos, cráteres y cuarteadas cordilleras. Sin embargo, una enorme llanura dominaba casi una cuarta parte de su paisaje, allí donde la lava había emergido hacía eones, extendiéndose por la región y solidificándose.

• • •

Mientras se aproximaban a recoger a Tor, Bill informó a Hutch de la llegada de un mensaje.

Hutch, ha llegado una transmisión procedente del Wendy Jay.

Debía tratarse de Kurt Eichner, un experimentado capitán al servicio de la Academia, un ejemplo de eficiencia teutona. Cada cosa en su sitio, y un sitio para cada cosa. Kurt era el único capitán de la Academia, que ella supiera, que había podido tirar abajo su nave para luego volver a levantarla.

Tenía su lado amable, que no revelaba a sus pasajeros. Aun cuando les transmitía el mensaje más común, lo hacía de manera cordial, pero con cierta brusquedad. Ya te he enviado el niño, muchacha, puedes esperar sentada.

Le gustaba Hutch, pero también era cierto que le gustaban todas las mujeres piloto. Sin embargo, al menos según lo que ella sabía, siempre evitaba escrupulosamente complicarse con alguna de ellas. No estaba segura de a qué podía ser debido. De joven había tenido cierta fama de crápula. Ante ella, no obstante, no había mostrado evidencia alguna. Aun cuando, en alguna que otra ocasión, Hutch le había dado pie para ello.

Su recuerdo favorito de Kurt Eichner era de Quraqua, donde en una ocasión había cocinado para ella. Había sido en un refugio portátil, y le había preparado una cena inolvidable a base de chucrut, col roja y compota de patata. Puede que fuera debido a lo desolado del emplazamiento, o quizá simplemente a las habilidades culinarias de Kurt, pero lo cierto fue que aquella fue la comida más memorable de su vida… con la posible excepción de unas frutas con pan que había tomado en una ocasión, después de tres días sin probar bocado.

—Dale paso, Bill —dijo por fin.

Hutch pasó la imagen a su pantalla principal y se recostó. Kurt apareció en ella. Tenía ya setenta años. Con la mayoría de la gente sucedía que era fácil saber si superaban ya una cifra de años considerable, aunque no fuera porque sus cuerpos dejaran evidencia de ello, sino porque sus miradas tendían a endurecerse, y porque en su forma de ser se ausentaba la vivacidad. Algunos argumentaban que esto era debido a que los humanos debían vivir la bíblica cifra de los setenta, y no había nada que, en el fondo, pudiera cambiar ese hecho. Había otros que pensaban que ese fenómeno podía evitarse negándose a ceder ante las garras de la costumbre. Fuera como fuese, lo cierto era que Kurt había logrado conservar su juventud. Su sonrisa le concedía un aspecto afeminado, pero lo cierto es que ella se deleitaba gozando de su aprobación.

Hola, Hutch —dijo—. Me he enterado que estabas en Avanzada. ¿Cuánto piensas quedarte aquí?

—De hecho, ya me he marchado —respondió—. Salí en cuanto recogí aquello a por lo que venía.

Había un retraso de siete minutos, lo que indicaba que estaba ya a una distancia considerable.

Me apena escucharlo. Me hubiera gustado que nos hubiéramos visto.

—¿Cuándo llegas tú, Kurt?

Mañana por la mañana. Según tengo entendido, esta vez pilotas un vuelo privado.

—Más o menos. Es una misión de la Academia, pero la nave no es nuestra.

¿Es de la Sociedad del Contacto? —dijo sin poder reprimir del todo una sonrisa.

—¿Estás informado?

Claro. No es precisamente un secreto.

Siguieron charlando hasta que Bill los interrumpió.

Aproximación en marcha —dijo.

• • •

El Memphis entró en órbita y Hutch salió en la lanzadera. En los límites de la llanura había dispuesta una pequeña bóveda gris, iluminando magnífica y jovial el profundo vacío. Estaban en la cara interior de la luna, y tenían ante sí una espectacular vista de anillos y satélites. Aquél gigantesco cuerpo celeste, enmarcado por unas franjas verdes y doradas, era uno de los paisajes más hermosos que pudiera visitar una nave espacial.

Mensaje —dijo Bill.

La capitana asintió y Bill lo hizo pasar. Era únicamente sonido.

Estoy casi listo —decía una voz de hombre que a Hutch se le antojó familiar.

—¿Hablo con Tor Kirby? —preguntó.

Así es.

Estaba segura de conocerlo.

—Bill —dijo—, consulta el informe de pasajeros. Veamos si podemos encontrar una foto de este chico.

Aquí la tienes.

Apareció una imagen. ¡Era Vinderwahl!

Hutch miró la foto, perpleja. ¿Por qué se habría cambiado el nombre?

—Tor, soy Hutch.

¿Quién?

—Hutch.

Pausa.

¿Priscilla Hutchins? ¿De veras eres tú?

Seguía sin tener comunicación visual.

—¿Qué fue de Tor Vinderwahl?

Soy yo.

—¿Qué le ha pasado a tu apellido? ¿Qué estás haciendo aquí? —La última vez que lo había visto, había estado trabajando a tiempo parcial como relaciones públicas en un almacén de componentes electrónicos. E intentando pintar.

Me lo cambié.

—¿Por qué?

Ya hablaremos de ello cuando suba a la nave, ¿de acuerdo? Ahora mismo estoy algo ocupado.

—¿Necesitas ayuda?

Puedo arreglármelas. —Hutch lo oyó moverse, escuchó el "clac" de una libreta cerrándose, el crujir de tela, presumiblemente de su mochila. Y finalmente el suave silbido de un campo Flickinger constituyéndose, al activar su e-traje. Las luces de la construcción abovedada se apagaron, la puerta se abrió y por fin Tor apareció en la superficie. Miró a Hutch y la saludó con la mano.

Vaya, ¿quién lo habría imaginado? Se había despedido de él años atrás, y entonces Tor la había dejado asombrada por el modo en que se había limitado a asentir, a decir que sentía que ella pensara que las cosas debían acabar así. Desde entonces, simplemente había desparecido de su vida. Éste se rinde bastante pronto, había pensado.

En aquel momento, aquello hirió su orgullo, pero se lo había merecido. Y ahora allí estaba de vuelta.

Hutch le devolvió el saludo. Tor vestía una camiseta gris con un dragón, unos pantalones cortos color caqui y unas zapatillas de deporte. No había cambiado nada.

Con ella Tor había sido extremadamente cauteloso, hasta el punto de no estar completamente segura de sus sentimientos. Luego, cuando una noche nevada en el Restaurante Carlyle en el Potomac —era raro que recordara aquel detalle— ella había llegado a la conclusión de que estaba enamorada de él, fue consciente de que era así, a pesar de todos los esfuerzos que estaba haciendo por ocultarlo, y aquello la había espantado. Se tuvo que ir. A dar saltos por las estrellas. A tomar el primer mercancías que saliera de Wheel.

Y allí estaba él ahora. Tor Vinderwahl. Su Tor.

—Acércanos, Bill —dijo—. Posa en tierra la cámara estanca del muelle de carga.

Cuando la lanzadera aterrizó, Tor ya estaba sacando de su refugio de bolsillo todo su equipo, sus reservas de oxígeno y agua. Hutch activó su propio traje y salió al exterior con una mezcla de sentimientos.

Tenía buen aspecto. La miró con aire vacilante y fue como si todos aquellos años desaparecieran y los anillos gigantes que surcaban lo alto del cielo fueran barridos de un plumazo, como si ambos hubieran regresado a Potomac.

—Me alegra verte, Hutch —dijo—. Hace mucho tiempo. —Tenía los ojos azules, y sus cabellos azabache ondulaban en su frente. Lo llevaba más largo de lo que recordaba.

—Yo también me alegro de verte, Tor —dijo—. Es una agradable sorpresa. —En realidad, sí que algo había cambiado, en sus modales, en sus ojos, algo. Podía verlo en el modo en que la trataba, cargando su equipo con ambas manos, cruzando su mirada entre ella y la lanzadera.

Ella había esperado un abrazo. En lugar de eso, le dio un rápido apretón y le besó la mejilla. El campo Flickinger destelló cuando sus labios la rozaron.

—No esperaba verte aquí arriba —dijo él.

—¿Por qué te cambiaste el apellido, Tor?

—¿Quién hubiera adquirido una obra firmada por un tal Vinderwahl?

—Yo misma —dijo.

—Apúntate una —dijo Tor sonriendo. Hutch distinguió un caballete entre el equipo.

Su antiguo amigo siguió su mirada hasta aquel objeto.

—Es por esto por lo que estoy aquí —dijo. Entonces sacó un tubo largo, lo abrió y sacó un lienzo. Lo desenrolló, sosteniéndolo en alto para que Hutch pudiera contemplarlo. Había captado el gigante de gas en todo su esplendor, suspendido en lo alto del paisaje. El cielo aparecía repleto de anillos con un par de satélites, ambos en cuarto creciente, flotando en un cielo nocturno. Perfilada sobre el planeta anillado, Hutch vio una superluminar.

—Es hermoso —dijo. Había recorrido un largo camino desde los estériles paisajes dibujados que le había enseñado allá en Arlington.

—¿Te gusta?

—Vaya, claro, Tor. ¿Pero cómo pudiste hacerlo? —dijo mirando a su alrededor, a aquella roca carente de aire—. ¿Lo dibujaste desde dentro del refugio?

—Oh, no —respondió—, lo hice justo allí —dijo señalando una roca que podría haberle servido como apoyabrazos, o incluso como asiento.

—¿Pero no se te quedan helados los materiales?

—Es un lienzo especial. Los pasteles también, de materiales menos volátiles. —Tor sonrió contemplando su trabajo, claramente complacido, y entonces lo volvió a guardar—. Lo cierto es que funciona bastante bien.

—¿Y para qué?

—¿Lo dices en serio?

—Claro. Debió de costarte una fortuna venir hasta aquí. ¿Y solo para dibujar un cuadro?

—No es el dinero lo que importa, Hutch. Ya no. ¿Sabes qué valor podrá alcanzar este cuadro de vuelta a casa?

—No.

Tor asintió, como evidenciando que fuera una cantidad desorbitada.

—Me cuesta creer que nos hayamos encontrado en un sitio así. —Se sentó, envolvió sus rodillas con las manos y levantó la vista hacia ella—. Sigues igual de linda, Hutch.

—Gracias. Y felicidades, Tor. Me alegro por ti.

Tor se veía bastante apuesto bajo la luz de los anillos. Sacó un control a distancia de un bolsillo de su traje, apuntó a la cúpula y activó el mecanismo. La bóveda se combó, se desmoronó y quedó reducida a un fardo. Ambos la recogieron, junto con los depósitos de aire y agua, y lo metieron todo en la lanzadera.

George y los demás los esperaban. Se dieron la mano, bebieron, rieron, manifestaron lo increíble que era que él y Hutch ya se conocieran de antes, dijeron lo contentos que estaban de verlo de nuevo y conversaron acerca del modo en que estaban yendo en pos del premio gordo.

Entonces pidieron ver en qué había estado trabajando, y Tor enseñó su obra y todos exclamaron extasiados. Alyx, excitada, preguntó qué nombre iba a darle.

Aquélla era una pregunta que Hutch debería haberle hecho.

Pasaje Nocturno —respondió.