Capítulo 4

El tiempo trae arrugas a las caras bellas, pero renueva los colores de un amigo sensible, algo que ni el calor, el frío, la pobreza, la estancia o el destino pueden cambiar o apagar.

John Lyly,

Endymion III, 1591.

Los inicios de George Hockelmann no fueron demasiado prometedores. Era hijo de una familia poco ambiciosa, establecida en un barrio residencial a las afueras de Memphis, que se contentaba con ver pasar los años, bebiendo cerveza helada y representando papeles heroicos o románticos en aventuras simuladas en remotos lugares y tiempos más enardecedores. George había sido un chico patoso, tanto física como socialmente. No era muy bueno en los deportes, tampoco hacía amigos con facilidad, y al madurar llegó a sospechar que había pasado lo mejor de sus primeros quince años de vida sentado en su habitación, construyendo maquetas de naves espaciales.

Las notas de George tampoco fueron demasiado buenas. Debía de tener una expresión algo insustancial, pues sus profesores tampoco esperaron demasiado de él. En consecuencia, tampoco se esforzó especialmente. Quizá fuera también esa la razón por la que, cada vez más, se fue convirtiendo en blanco fácil para los fanfarrones.

Pero logró sobrevivir a todo eso, habitualmente con la ayuda de Herman Culp, un chico rudo y menudo de Hurst Avenue. Aunque pasó sin pena ni gloria por las diferentes asignaturas, sí descubrió un cierto talento para las matemáticas, que con el transcurso de los años lo transformó, cuando llegó a los veintitrés años, en un auténtico genio para predecir tendencias económicas. Al cumplir los veinticuatro, publicó The Main Street Observer, un boletín informativo de inversiones que alcanzó un éxito tal que llegó a ser investigado en dos ocasiones por la SXC por sospechas de manipulación.

Con veintiséis engrosó la lista de los Cien de Oro de Nussbaum, los más ricos emprendedores de la Unión Norteamericana. Seis años después decidió que ya había ganado más dinero del que iba a poder gastar nunca. Había perdido cualquier interés por ejercer sus influencias, y se dispuso a decidir qué hacer a partir de ese momento con su vida.

Compró los Rebeldes de Memphis, de la United League, decidido a conseguir un campeonato del mundo para su ciudad natal. En realidad nunca llegó a conseguirlo, y ahora, después de más de dos décadas, lo consideraba su único fracaso.

Siguió reuniéndose con Herman. Ambos salían a cazar todos los años en otoño, normalmente en Manitota. Hubo un año en que una prima de Herman le ofreció utilizar su casa de campo. Estaba al norte de Montreal, junto al Río San Mauricio, en una región pintoresca, repleta de ciervos y alces. La hacienda estaba situada cerca de Dolbeau, un lugar famoso por haber presenciado supuestamente el aterrizaje de un OVNI, hacía casi medio siglo. Entonces recorrieron el pueblo, visitaron su museo, hablaron con los nativos y fueron hasta el lugar en que todos afirmaban que realmente había aterrizado el artefacto. Contemplaron árboles despedazados y rocas chamuscadas, visitaron las tumbas de tres desgraciados cazadores que, junto a sus perros, se decía que se habían topado con los visitantes. De ellos se encontró poco más que unos restos carbonizados, habían dicho los habitantes del pueblo. George se preguntó qué yacería realmente allí enterrado, pero no se atrevió a indagar más.

¿Realmente había ocurrido todo aquello?

Los nativos juraban que sí.

Se habían encontrado pruebas en la escena del suceso, pero nada más llegar el ejército se lo llevó todo, y lo negó también todo.

George pensaba que a los ciudadanos de Dolbeau les venía bien mantener viva aquella historia. El pueblo se había convertido en un importante centro turístico. Ahora había cinco moteles, un museo, un teatro dedicado a los innumerables restos del suceso, tiendas de souvenirs, un puñado de restaurantes que preparaban sándwiches con nombres como ET, Clasificado, Hiperespacio o Antigravitatorio. A todos parecía irles bien.

Su experiencia y también su inclinación natural hacían a George mostrarse escéptico. Sin embargo, había algo en todo aquel fenómeno de Dolbeau que lo impulsaba a creer que realmente había sucedido. Recordaría toda su vida estar sobre la colina, contemplando la zona en que se decía había sucedido todo, escuchando el viento aullar entre los árboles y pensando "Sí, podría haber venido de allá arriba, una gran masa gris de acero, con luces brillantes, y habría aterrizado justo allí, machacando esos árboles. Habría tenido la forma de un platillo". Aún era posible distinguir la hondonada en la vegetación, de unos treinta metros de diámetro.

Entonces se convirtió en creyente. Y, en ese momento, su vida cambió. No fue un cambio insustancial, como ese día en que descubres que, después de todo, te gustan los espárragos, o como cuando dejas de vestir calcetines blancos. Fue de esas cosas que cambian la vida. Era abandonar las creencias religiosas de toda una vida para apuntarse a algo nuevo. Y no fue solo por aquel OVNI. Se había dado cuenta de que había sido la primera vez en muchos años que había dirigido su vista hacia las estrellas. Las había contemplado de verdad, y había concebido el cielo como una maravilla de cuatro dimensiones, en lugar de un simple dosel que cubriera su cabeza.

Sabía que bien podrían no haber existido Visitantes en St. Maurice, pero también que igualmente era posible que sí. Debía haber alguien ahí fuera, alguien con quien los humanos pudieran hablar, intercambiar impresiones. Alguien con quien poder salir de caza.

Entonces contrató a gente para que investigara lo sucedido en Dolbeau. No había pruebas de que el gobierno hubiera encontrado realmente algo en aquel lugar. Y George sabía bien que la burocracia canadiense no hubiera conseguido mantener un secreto de esa magnitud durante cincuenta años.

Aún era posible encontrar testigos que juraban haber visto la nave. Incluso las informaciones de la época eran contradictorias y escépticas. Nadie tenía fotos del OVNI.

Sin embargo, habían muerto tres personas. Cazadores de Indiana, que se habían alojado en el Motel Albert. Si no estaban en sus tumbas, habrían desaparecido.

Y nadie parecía haber vuelto a oír hablar de ellos.

Una docena o más habitantes del pueblo habían sido entrevistados, mostrando a las cámaras restos del metal quemado que afirmaban pertenecía al intruso. Cuando ni siquiera habían transcurrido las primeras veinticuatro horas, el ejército había llegado y se había llevado todas las pruebas. Y, según la gente del pueblo, también la propia nave.

Y eso era todo.

• • •

Para George, aquello se convirtió en una caza.

Especialistas en la Academia de la Ciencia y Tecnología en Arlington le aseguraban que nada había ocurrido en Dolbeau. Los cazadores de Indiana no eran más que una fábula, decían. Los investigadores de la Academia indagaron en el asunto, e informaron que no había registro alguno siquiera de su existencia, y a su vez fueron acusados de encubrir información. Ya hemos salido a dar una vuelta al barrio, le dijeron, como queriendo decir que ya habían pisado cientos de sistemas estelares locales. Y no habían visto nada que recordara siquiera remotamente a seres inteligentes.

Pero diez años más tarde habían encontrado las ruinas de Quaraqua. Y menos de seis meses después, a los noks.

Los noks no estaban para visitar a nadie en un tiempo cercano. Estaban en una fase temprana de industrialización, pero habían tenido muchos altibajos y casi habían consumido sus recursos naturales al completo. Además, no parecían ser lo suficientemente brillantes para resolver sus problemas internos. Eran de todas las formas y tamaños, sostenían enérgicas posturas políticas y religiosas, y parecían no acatar demasiado los compromisos.

Con todo, George Hockelmann no podía evitar sentirse atraído por el Gran Desconocido. Se convirtió en un visitante habitual de la Academia. Organizó a los Amigos de la Academia, e hizo que complementaran los exiguos fondos suministrados por el gobierno con contribuciones personales.

Para él se convirtió casi en una obsesión dar con un ente alienígena inteligente, establecer comunicación con él, generar una lengua común y hacer posible que un día pudiera llegar a sentarse junto a él, o ella, quizá junto a una hoguera, y conversar sobre Dios, el universo y el devenir de todas las cosas.

Había escuchado rumores sobre la 1107 antes que Pete Damon regresara, las misteriosas señales captadas de un lugar remoto y los infructuosos esfuerzos por averiguar su procedencia. Al preguntar a la Academia, Sylvia Virgil le había informado de que no había ninguna razón imaginable por la que creer que alguien pudiera haber colocado un transmisor allí, junto a la estrella de neutrones.

Simplemente era una idea absurda, le había insistido la directiva. Una segunda misión sería costosa, casi con toda seguridad no reportaría ningún resultado, y seguramente haría levantar las críticas de que la Academia despilfarraba sus fondos en proyectos desorbitados.

¿Pero quién puede saber qué puede tener sentido para una inteligencia desconocida?

¿Qué había planeado Pete?

Pete no había querido hablar utilizando el comunicador, y había insistido en acercarse para encontrarse con George personalmente. George le había preguntado si temía que los estuvieran vigilando.

George lo llevó hasta su retiro del Valle Bracken, y ambos subieron a la planta de arriba a beber refrescos de lima y contemplar la puesta de sol.

—Nadie se preocupa ya por él —se quejó Pete.

Y George comprendió por qué no había querido utilizar el comunicador. Era demasiado importante para confiar en la comunicación a distancia. Pete había querido explicarle su versión en persona, para hacer sentir a George la importancia de la situación.

Era una tarde de final de verano, con una tormenta en ciernes y el viento empezando a arreciar.

—Sylvia no cree que sea más que una anomalía. Un problema técnico con los ordenadores —dijo George—. Según he podido averiguar, todos creen lo mismo.

—Pero ellos no estaban allí.

—Pero han visto las pruebas.

—George, no están dispuestos a aceptar las repercusiones de todo esto. Están demasiado preocupados por sus reputaciones.

George tomó un gran sorbo de su bebida.

—¿De verdad piensas que serían capaces de ocultar algo así?

—No. No ocultan nada. Los riesgos que implicaría aceptar que existe algo en realidad les han hecho convencerse de que no hay nada. Saben que si montan una expedición muchos serán los que se echen a reír. Hay bastantes probabilidades de que no encuentren nada, y entonces las risas serán más estrepitosas, y los políticos empezarán a hacer preguntas, y el consejo comenzará a buscar un nuevo comisario. Eso significaría también el final de Sylvia.

—¿Entonces qué es lo que piensas realmente? ¿Hay o no hay algo ahí fuera?

Se reclinó, juntando las cejas.

—George, ella tiene razón: es posible que se trate de un mal funcionamiento. No podemos negarlo. Pero no es eso de lo que se trata. Existe la posibilidad de que realmente haya algo ahí fuera. Y esa es la eventualidad que debemos considerar.

—¿Hay alguien con quién podamos hablar?

—Es posible.

Dos noches más tarde, George llegó a un acuerdo con Virgil. La Sociedad del Contacto financiaría una misión que investigara la anomalía, e incluso aportaría la nave. La única petición sería la bendición de la Academia, y un piloto.

• • •

Para Pete Damon, aquella tarde que pasó junto a George había supuesto la culminación de una tediosa lucha.

Ya no había más futuro en la investigación científica, por la sola razón de que no había mucho más que investigar. A grandes rasgos ya se sabía cómo nacían y morían las estrellas. Se conocía el origen de los agujeros negros, y cómo eran sus alrededores. Se conocían los detalles de la formación de las galaxias, se comprendía la estructura del espacio, y finalmente se había llegado a inquirir, apenas hacía unos años, la naturaleza de la gravedad. Los efectos cuánticos habían dejado de suponer un misterio, y desde entonces se había arrojado cada vez más luz sobre la materia oscura.

Newton, Einstein y McElroy habían sido afortunados. Habían vivido en épocas en las que aún existían muchos misterios acerca de la naturaleza de la vida. Pero, en la época de Pete Damon, no quedaba ya ninguno sin desvelar, aparte de la propia creación y del principio antrópico. ¿Cuál era el origen del universo? ¿Y por qué existían esos millares de composiciones con la gravedad, las fuerzas y la tendencia de agua de congelarse de arriba abajo, por qué todo estaba dispuesto justo de forma que hiciera posible el desarrollo de formas de vida? Aquéllas dos grandes preguntas no habían encontrado aún respuesta, pero todos coincidían en que seguirían así para siempre, fuera del alcance de la ciencia.

Pete coincidía con esa aseveración. En consecuencia, para un joven investigador ambicioso como él, decidido a hacer su contribución a la ciencia, ¿qué quedaba?

Había conocido a George Hocklemann en una cena de la Academia, años antes de partir hacia la 1107. Se trataba de celebrar el éxito obtenido por un equipo arqueológico que había descubierto una verdadera mina de información en Beta Pac II, hogar de una raza que había conquistado las estrellas y había dejado evidencia de su presencia por toda la constelación de Orion, para luego desaparecer sin más, dejando tras de sí solo algunos descendientes casi completamente salvajes sin rastro alguno de sus viejos días de gloria. George, grande, charlatán y entusiasta, y quizá un poco ingenuo, le había llevado una bebida, y había defendido la idea de que ellos aún debían vivir en algún lugar, los Hacedores de Monumentos habitaban algún espacio entre las estrellas. En realidad, había pruebas para apoyar aquella afirmación de la existencia de un éxodo. Puede que fuera cierto. Nadie lo sabía con certeza.

Pete había puesto objeciones a la sugerencia de George de que se uniera a la Sociedad del Contacto. Los miembros del grupo eran tratados por la administración con el máximo de los respetos, porque constituían una importante fuente de ingresos. Sin embargo, a su espalda se hablaba abiertamente de ellos como lunáticos, chiflados y fanáticos. Gente aburrida que no tenía otra cosa mejor que hacer con su dinero. Que tu nombre apareciera en la lista de la Sociedad suponía asegurarse de que la comunidad científica no te tomara en serio y te considerara poco más que un divertido circense.

Y así fue como, entre vasos de brandy, Pete y George Hocklemann descubrieron que eran almas gemelas. Por eso fue natural que durante el viaje de vuelta, cuando la gente de la Academia estaba ya sonriéndole amablemente, informándolo de que sin duda habría alguna explicación lógica para la transmisión, lejos de decepcionarse por el desenlace de las experimentaciones decidiera hablar con George. Y aún más natural todavía fue que, antes siquiera de llegar, George ya estuviera enviándole preguntas acerca del hallazgo.

Al día siguiente de su visita a la propiedad de George en el Valle Bracken, Pete asistió a una reunión con miembros del equipo de investigadores del Benny. El encuentro tuvo lugar en Manhattan, en Cleo. La mayoría de ellos se disponía a recuperar su puesto habitual en su trabajo. Ava regresaba al Indiana Center, Hal se encaminaría a Berlín, Cliff Stockard a la Universidad de Toronto. Mike Langley, su capitán, casi había completado sus dos semanas de descanso y tendría asignado un nuevo cometido en un par de días. Aún desconocía su destino. Pete fue consciente de que tampoco lo inquietaba demasiado. Mike era un tipo brillante, pero no le preocupaba saber qué había más allá del horizonte. Era estrictamente un transportista. Llevaba gente desde Avanzada a la Serenity, recogía una carga de artefactos o muestras y lo llevaba todo de vuelta. A Pete le chocaba que un artefacto de un millón de años pudiera estar seguro en manos de Mike. Pero a él nunca se le pasaría por la cabeza abrir un paquete para ver qué contenía.

Cuando, durante el transcurso de la tarde, sacó el tema de la anomalía, solo recibió respuestas calladas. ¿Anomalía? ¿De qué anomalía hablas? Únicamente Langley, al que no le importaba nada qué pudiera pensar nadie de él, estaba preparado para tratar el tema seriamente.

Aquélla fue la noche en la que Cliff le había presentado a Miranda Kohler. Miranda era la directora de la Phoenix Labs. Era todo aristas y afiladuras, una mujer tallada en cristal, completamente fuera de lugar con su vestido negro a la altura de los hombros.

—Pete —le había dicho cuando se las ingeniaron para encontrar una esquina en la que estar solos—, vine esta noche porque sabía que estarías aquí.

Él no ocultó su sorpresa.

—Me voy de viaje —continuó—. A la frontera exterior, a bordo de la Lanzadera Tasman. —Un laboratorio interestelar. Estudiaba la formación de las galaxias. Su voz y sus ojos le sugerían que era algo importante, pero Pete conocía el trasfondo. Ahora tendría todos los detalles. No obstante, asintió agradecido y la felicitó—. La razón por la que quería verte —dijo— es que buscamos un sustituto. En Phoenix. —Entonces apuró su bebida. Le encantaba el ron—. Hemos estado haciendo un buen trabajo allí en los últimos años, principalmente en materia de desarrollo de energía cuántica. Quiero asegurarme de que no quede aparcado. Que las prioridades de algún otro personaje no las dejen de lado.

—¿Quieres que te recomiende a alguien? —preguntó Pete.

Ella se le acercó, sus ojos eran como dagas.

—Hablo de ti, Pete. Tú eres el tipo perfecto para sus necesidades.

Bueno, no era que Pete no pudiera ver a dónde quería llegar Miranda. Pero, con todo, le sorprendió verla hacer la oferta. Después de todo, ni siquiera les habían presentado nunca.

—Tus logros hablan por sí mismos —dijo—. Y pagan bien. Te garantizan al menos un cincuenta por ciento más de lo que ganas en Cambridge. El puesto constituye un desafío, y existe un amplio abanico de beneficios.

Pete miró detrás de ella, a Ava y Mike, que estaban enfrascados en una conversación, a Miriam pasando junto a los aperitivos, intentando no excederse con la comida, a Tora Cavalla, que había vuelto a casa para ser asignada a Avanzada y que no tardaría demasiado en marchar.

Director en Phoenix. Responsable de personal. Asignaría los fondos. Trataría con la cúpula directiva. Lo iban a sepultar. Con todo, era una mejora. Aquello era lo que se esperaba que hiciera.

—¿Puedo llamarte para confirmártelo? —preguntó.

Ella asintió.

—Claro que sí. Tómate algo de tiempo para pensártelo. —Entonces sonrió, dando a entender que comprendía que no quisiera parecer demasiado ansioso.

Al llegar a casa, ya había tomado una decisión. Aceptaría la oferta. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al día siguiente la llamaría, lo concretaría todo y entonces enviaría a Cambridge su dimisión. Siento tener que dejar el puesto, pero he recibido una oferta demasiado buena como para rechazarla. Eso irritaría a Cardwell, el jefe de su departamento, que pensaba que Pete estaba sobrevalorado, que sus misiones, como la de la 1107, eran resultado de sus conexiones políticas. Y Universo.

Aun así…

Odiaba pensar que iba a pasar el resto de su vida clasificando prioridades, escogiendo entre pólizas médicas o de seguros para el personal, y supervisando prácticas de alquiler. Deseaba, y no era la primera vez, haber vivido en el siglo XXI. Cuando aún quedaban cosas por descubrir.

En casa se encontró un mensaje de George esperándolo: ¿Quiéres regresar a la 1107?

• • •

El amor de Alyx Ballinger por el teatro se remontaba hasta donde le alcanzaba la memoria. Su padre había sido profesor de interpretación teatral en la universidad, y cuando habían necesitado a una chiquilla que actuara en Borneo Station, fue a ella a quien le asignaron el papel. Limítate a aparecer en escena, decir tu frase "¿Aún estamos en Exeter, papi?", y salir del escenario.

No fue demasiado, pero sí fue el principio, y encendió en ella una llama que no dejó de brillar desde entonces. De la universidad se fue a Gillespie, lo hizo bien, y obtuvo un pequeño papel en Red River Blues en su primer intento de alcanzar el estrellato. Les Covington, ya célebre aunque todavía temprana en su carrera, la había alentado, confirmándole que iba a tener un futuro brillante, y le había recordado, en un desafortunado comentario, que no había ningún papel pequeño.

Luego protagonizó Heat, Lost in Paradise y otra docena de estrenos similares, pero por la actuación que fue más conocida fue por la que le hizo merecedora del premio Cassel como la mortífera Stephanie en Affair of the Heart. Fue durante los días de presentación de esa película cuando conoció a su husband-du-jour, Edgard Prescott, en el Wheel.

Sandy —como era conocido entre sus amigos— estaba entonces en la cima de su carrera. Se había hecho famoso representando el papel del aventurero arqueólogo Jack Hancock, y había sucumbido a la soporífera idea de que era realmente Jack Hancock. Incluso fue a Pináculo a hacerse fotos dando vueltas con los auténticos arqueólogos. Al regresar a casa, el estudio había pensado que sería una buena idea que Alyx, con su reciente historia épica a punto de ser estrenada en todo el mundo, fuera quien lo recibiese.

Alyx interpretó a la perfección su papel, ofreciendo una imagen extasiada y llorosa mientras la astronave Linda Callista accedía al muelle, rodeando a Sandy con sus brazos al aparecer este por el conducto de salida, y permaneciendo con admiración a un lado mientras parloteaba sobre el Templo de Kalu o algo parecido. Su pasión por Sandy había llegado a desmoronarse para entonces, pero en aquella ocasión había encontrado sustituto para él en otro affaire amoroso, uno que no había enfriado.

La Callista.

La superluminar.

Allí estaba, amarrada de proa a popa, reluciendo en el muelle, luchando por liberarse y encaminarse hacia las estrellas. Parecía que Alyx regresara a la edad del pavo, que tuviera de nuevo seis años. En realidad nunca había llegado a abandonar la Tierra. Siempre había estado medio absorta por el fulgor de su propia fama. Y ahora allí estaba, con el estómago inquieto porque solo pesaba quince kilos, y no acababa de acostumbrarse. Los proyectores habían estado tomando fotos, y Sandy la abrazaba protectora, cuadrándose y mostrando su sonrisa juvenil. Ella se vio forzada a besarle la mejilla sin dejar de mirar nunca la Callista, que yacía atrayente justo al final del puerto panorámico que se extendía a lo largo de toda la extensión de la muelle, hasta desparecer en el horizonte en ambas direcciones.

Era un navio soso y poco elegante, de color gris, con toda clase de antenas normales y parabólicas sobresaliendo de su figura. Estaba dividido en segmentos, de modo que parecía un escarabajo a punto de parir sus crías. Linda Callista aparecía escrito en azul oscuro en la proa, y una suave hilera de luces salpicaba el puente.

Más tarde, tras arrinconar al capitán, le preguntó:

—¿Cuál es su destino?

Era un tipo bajo y con algo de sobrepeso. Su aspecto no era especialmente agradable. Desde luego no encajaba con la imagen romántica de piloto de naves espaciales que se había formado en su cabeza. Había visto suficientes simulaciones para saber qué aspecto se suponía que debían tener. Diablos, ella misma había hecho una, hacía ya algunos años. En ella, Carmichael Conn había representado el papel del capitán. Bueno, no es que Conn tuviera tampoco demasiado de galán romántico, ahora que se paraba a pensarlo. Pero encajaba en el papel. En cambio, este en cuestión, el capitán Crook —ni siquiera su nombre parecía encajar—, tenía todo el aspecto de un agente de compañía de seguros.

—Esencialmente Pináculo —le explicó el capitán Crook—. Y las Estaciones. A veces también Quraqua y Beta Pac.

—¿Alguna vez visita lugares inexplorados? —preguntó sintiéndose como una niña, especialmente al ver la sonrisa paternalista que él le dedicaba.

—No —dijo—. Callista tiene una programación rutinaria, señora Ballinger. Nunca va a ningún sitio que no tenga un hotel o un restaurante a mano.

Él entonces pensó que aquello era imposiblemente divertido, y su cara sonrió de forma que a ella le hizo imaginarse a un buldog al que le estuvieran haciendo cosquillas en el rabo.

• • •

Alyx realizó el viaje de regreso en la lanzadera, acompañada de una muchedumbre. No le quedaba otra alternativa, pues aquel maldito transporte solo salía en torno a una vez a la hora. Claro que disponía de bar a bordo, y el personal del estudio se las había ingeniado para disponer un espacio libre para ella y Sandy.

Sandy no dejó de hablar atropelladamente hasta que aterrizaron. En las pocas ocasiones que podía retener alguna de sus palabras, era por poco tiempo. Lo único que sabía seguro era que quería regresar arriba y subir a bordo del Callista, para viajar surcando las estrellas. Pero no para visitar la Barbacoa de Harvey y el Lynn-Wyatt. De eso nada. Quería espacio, alejarse de las rutas convencionales y adentrarse en regiones oscuras y extrañas, en las que cualquier cosa pudiera suceder.

Así se lo hizo saber a Sandy, con quien en muy pocas ocasiones hablaba de algo que no fuera trivial. Le dio una palmadita en la cabeza, de esa manera tan irritante que le hacía sentir ser su cachorrita. Le dijo que claro, que podrían hacer algo así, que lo harían en cuanto encontraran un hueco en sus agendas. O lo que era lo mismo: nunca iba a suceder.

Pero eso no le preocupaba, pues la renovación de Sandy habría de estudiarse un año después, y ella le dio la patada.

• • •

Alyx no olvidó todo aquello. La vida se las apaña para mantener a la gente ocupada, obligándola a no dejar de correr. Su carrera se diversificó. Empezó a dirigir, y cuando comenzó a tener éxito, fundó una productora. Se encargó de llevar adelante proyectos de algunas simulaciones musicales, y con éxito. Luego gestionó una invitación para llevarse a una unidad para hacer representaciones en directo. Fueron a Londres, a Nueva York, a Berlín y a Toronto. Y en cierto sentido no volvió a regresar a casa.

Con todo, Alyx no conseguía quitarse a la Callista de la cabeza. A veces se le aparecía en las noches, en forma de su último pensamiento consciente, y en otras ocasiones le visitaba junto al despertador, en la mañana, cuando empezaba a poner en pie lo que iba a hacer en ese día. Para ella se convirtió en una especie de antiguo amor perdido.

Pero la Callista tenía un problema. Y es que estaba encadenada, apresada en una ajustada programación semejante a la del airbus que unía Churchill y el barrio de los teatros londinenses. Yendo y viniendo. Al pensar en aquella gran nave, Alyx comprendía que no estaba pensada para recorrer dos lugares tan consabidos. Había sido diseñada para perderse en la noche. Para descubrir cosas. Para traerlas de vuelta.

¿Qué clase de cosas serían?

Algo…

Noticias de ciudades en las nubes. De inteligencias eléctricas. De seres incorpóreos.

Algunas de aquellas ideas incluso llegaban a abrirse paso en sus representaciones. Llegó a representar dos fantasías interestelares, Here for the Weekend y Starstruck, ambas con éxito. Incluso hizo un cameo en esta última, como doctora a bordo de una nave que intenta contener una plaga que acababa con las inhibiciones.

Conoció a George durante una fiesta del reparto, que celebraba el estreno de Here for the Weekend. Estaban en Nueva York y su director de iluminación, Freddy Chub, que conocía a George, se había percatado de su presencia entre el público, y lo había invitado a la fiesta. Ésta se celebraba en una suite alquilada expresamente para la ocasión en la Galería Solomon, apenas a un par de edificios de distancia del Empress, donde se representaba la obra.

George era algo rudo y brusco, pero a ella le cayó bien, y ambos no tardaron mucho tiempo en descubrir que compartían un interés: las naves espaciales. Lugares misteriosos más allá de las regiones exploradas. Voces que los llamaban desde la inquietante oscuridad. La Callista.

—Lo que necesitan —le dijo Alyx— es un autor teatral o un coreógrafo, o alguien como yo, para acompañar en los viajes a los equipos de investigación. Alguien que se ocupe de considerar los logros que están obteniendo cuando las naves se adentren en sistemas de mundos nunca antes vistos. Que supiera medir el significado de todo aquello. Y que encontrara una forma de trasladarlo a las tablas.

George había asentido de manera cómplice, completamente de acuerdo con sus ideas.

—Y también hace falta —apostilló— construir toda una flota de Callistas. ¿Sabías que no estamos haciendo un gran esfuerzo por inspeccionar nuevas regiones? —George era enorme, en el sentido de que su presencia era considerable. Con solo entrar en una habitación, centraba la atención de los presentes. Atraía todo tipo de miradas—. La Academia concentra sus recursos —dijo— en transformar terrenos y examinar ruinas en apenas un puñado de mundos. Y acaso en algunas investigaciones astrofísicas. Sin embargo, el número de naves exploradoras ni siquiera alcanza la docena.

Estaban junto a una ventana, contemplando un cielo encapotado. Por supuesto, Alyx era consciente del efecto que causaba en los hombres, del efecto que causaba en todo el mundo. Desde que había alcanzado la edad adulta, era incapaz de recordar un momento en que no se hubiera salido con la suya. Ella lo sabía, y esperaba que eso no la hubiera echado a perder. Que bajo el glamour y todo aquel poderío siguiera siendo la misma hija de vecino. Excepto, quizá, algo más guapa y elegante.

—Desearía poder hacer algo —dijo ella.

Así fue como Alyx se convirtió en la cara pública de la Sociedad del Contacto.

Y el motivo por el que, cinco años después, George la invitó a acompañarlo en la misión del Memphis.

• • •

Herman Culp, aquel chico que había defendido al joven George Hockelmann en la Escuela Primaria de Richard Dover y después en el Instituto de Secundaria de Southwest, acabó obteniendo un puesto decente en el gobierno, no especialmente desafiante y no demasiado bien remunerado, pero en el que cobraba regularmente y que era suficiente para permitirle una existencia cómoda. No se las arreglaba demasiado bien con las mujeres, y al alcanzar los treinta ya había tenido tres esposas. Y todas le habían pedido el divorcio en menos de un año.

Emma era diferente. Lo amaba, y no esperaba de él que fuera a convertirse en alguien que no era. Herman era consciente de que no era el caballo ganador. Ella trabajaba con saña para ayudar a la economía familiar, y ambos se las arreglaban bien. Ella toleraba sus juergas de los sábados con su antigua pandilla, incluso cuando llegó un día a casa arrastrándose, después de un partido. Ni siquiera le molestaban sus salidas con George o sus viajes anuales de caza a Canadá.

—Que lo pases bien —les decía mientras arrancaban su transporte alquilado—. No os disparéis el uno al otro.

El sabía bien que a ella le preocupaban de verdad las armas, que no confiaba en ellas, y deseaba encontrar una forma de tranquilizarla, de convencerla de que sabían lo que estaban haciendo, que estaban más seguros en los bosques en compañía mutua de lo que ella estaba en casa.

Al fundar George la Sociedad del Contacto, fue casi natural que Herman se convirtiera en un miembro del fuero. En realidad, Herman carecía de la imaginación —o de la ingenuidad— para considerar seriamente la idea de la existencia de alienígenas, y nunca habría llegado a involucrarse por sí mismo en algo así. Realmente no lo consideraba como algo muy diferente de uno de esos grupos de cazafantasmas que iban de aquí a allá investigando con sus sensores casas encantadas. Pero necesitaban a alguien que se ocupara del trabajo administrativo, y George confiaba en él.

Cuando le llegó la invitación para visitar la 1107, Herman lo consideró como una especie de cacería de varios días.

—Claro —dijo, confiando en que Emma no le pondría reparos.

Y no lo hizo. Pero entonces empezó a ser consciente de adonde iban a ir, y de lo que iban a buscar, y casi deseó que ella lo hubiera hecho.