Dios Señor de las Huestes, permanece a nuestro lado,
¡No sea que te olvidemos! ¡No sea que te olvidemos!
Rudyard Kipling,
Recessional, 1897
El medibot le diagnosticó a Hutch una dislocación de hombro, algunas costillas rotas, una clavícula astillada, varias distensiones de ligamentos y, finalmente, lo que describió como contusiones generalizadas. Por su parte, Tor tenía también rotas algunas costillas, así como laceraciones en el cuello. Ambos, a pesar de sus lesiones, mantuvieron buen humor hasta que los calmantes hicieron efecto.
Hutch durmió dieciséis horas seguidas. Al despertar, recordaba solo algunas escenas de los días anteriores.
—Teniendo en cuenta por lo que has pasado —dijo Jennifer—, no es sorprendente.
Era una experiencia curiosa: al principio solo se acordaba de haber compartido con Tor sus reservas de oxígeno, pero no tenía recuerdo alguno de qué la había llevado a esa situación. Entonces se vio haciendo malabarismos con las mochilas impulsoras.
Y luego revivió el resto del vuelo hasta el rocoso casco del chindi. ¿Era el chindi esa nave que recordaba? Su memoria retrocedió hasta el momento en que el gigantesco navio salía de la ventisca de nieve para encaminarse hacia la nube de Oort.
Estaba hambrienta, y recibió frutas y huevo. Le aseguraron que Tor estaba bien, pero que en aquel momento no podría verlo. Ella, en cambio, sí tenía visita.
Mogambo se presentó ante ella vistiendo un mono gris y azul del McCarver. Listo para el trabajo.
—Menudo espectáculo el que diste —dijo—. Felicidades. —Aquéllos ojos grises tenían un matiz de cerrazón.
—¿Qué anda mal, doctor? —preguntó.
—Nada. —Pero sí que había algo, y él lo estaba haciendo evidente.
—Las mochilas propulsoras —intuyó Hutch.
—Pues claro. —Actuaba a medio camino entre la magnanimidad y el enojo.
—Puedes utilizar la lanzadera. —Ya estaban yendo en su busca—. Traje de vuelta una mochila propulsora. Bstará un poco estropeada, pero seguro que podremos repararla.
—Brownstein sigue considerando el asunto de las responsabilidades. No está seguro de seguir queriendo dejarnos en el chindi.
—Vaya. —Hutch tenía aún la mente confusa—. Creí que ya habíamos zanjado ese tema.
—Dice que está de acuerdo en llevarnos hasta allí, pero que no quiere dejarnos en el chindi.
—Entiendo.
—Dice que no piensa hacerlo sin tu aprobación.
—Muy bien —Hutch seguía seria—. Puedo entender sus reparos.
—Pero no hay peligro.
—Creo que ya he oído eso antes.
—¿Qué tal tu brazo? —dijo Mogambo cambiando de tema, bajando el tono de su voz.
—Es mi hombro —corrigió—. Y está bien.
—Me alegro. Estábamos preocupados por ti.
—Profesor, ya ha visto por lo que acabamos de pasar.
—Por supuesto.
—Y entenderá que sea reacia a dejar que algo así pueda volver a suceder.
Tor apareció entonces detrás de Mogambo, con muletas.
—¿Qué tal está la paciente? —preguntó.
—Estoy bien, Tor. Gracias.
—¿Profesor, cómo está usted? —dijo—. He oído que quiere ir al chindi.
—Aún estamos trabajando en eso —dijo sin apartar los ojos de Hutch.
Tor sonrió y pareció estar a punto de decir algo más, pero lo dejó pasar.
—Veré qué puedo hacer —concluyó Hutch.
Él asintió, como dando a entender que estaba actuando de la única forma coherente posible.
—Gracias, Priscilla —dijo—. Estoy en deuda contigo.
• • •
Aquélla tarde Hutch hizo la prometida entrevista con Claymoor. Para su consternación, resultó que este había empleado los sensores de largo alcance del McCarver para filmar su torpe viaje hasta el chindi y su aparatoso aterrizaje. Paf. Pum. Chas.
—Espero que no pienses utilizarlas —protestó.
—Hutch, son hermosas. Eres hermosa.
—Pero si parezco un pelícano tullido.
—Tienes un aspecto estupendo. ¿Sabes lo qué ocurrirá cuando el público vea estas imágenes? Pues que van a ver en ellas a la mujer tan increíblemente valerosa que eres. Una mujer sin temor.
—Eso no tiene ningún sentido —farfulló Hutch.
—Créeme, sé lo que me digo. Vas a convertirte en la novia del mundo. —Entonces gesticuló en dirección al micro que tenía en la solapa—. ¿Podemos empezar?
Hutch asintió.
Estaban en un estudio de realidad virtual, que se asemejaba a las calles Primera y Principal del chindi. Ocupaban sillas tapizadas situadas al borde de la Zanja, de forma que la audiencia pudiera contemplar su fondo, con los oscuros pasillos que discurrían a un lado y a otro.
—Aquí estoy sentado junto a Priscilla Hutchins —comenzó Claymoor—, con una excelente vista del interior de una nave extraterrestre. Responde al nombre de chindi, y debería añadir que lo que pueden ver es solo una ínfima porción de la misma. Pero antes de entrar en detalles… —entonces se reclinó hacia delante, arrugando la frente—. Priscilla, ¿te llaman Hutch, no es así?
—Así es, Henry.
Claymoor sonrió a la cámara.
—Hace nada, Hutch rescató de forma absolutamente increíble a uno de sus pasajeros.
En realidad, y a pesar de sus reservas, la entrevista se desarrollaba bastante bien. Claymoor preguntaba las cuestiones esperables. Si había tenido miedo. Terror.
Si alguna vez había llegado a pensar que no conseguirían rescatarlo. Desde el principio había parecido una misión imposible.
¿Había estado ella misma en el interior del chindi?
Y a todo esto, ¿qué era un chindi?
Entonces pasó a las imágenes, y allí apareció Hutch dando tumbos en el cielo. Parecía increíblemente patosa, como una mujer enloquecida volando patas arriba sobre la superficie de un asteroide. La capitana intentó explicar los motivos físicos por los que no era posible avanzar por el espacio con los brazos extendidos, siguiendo la grácil forma que mucha gente podría tener en mente. Claymoor se limito a mostrar una agradable sonrisa y volver a pasar el video, esta vez a cámara lenta.
Tor apareció según lo pactado, como si pasara por allí, y explicó cómo había acabado atrapado en el chindi.
—¿Pensaste que realmente podrían llegar a rescatarte?
—Sabía que, estando Hutch, harían todo lo posible por hacerlo.
Una hora después de finalizar la entrevista, la nave alcanzó su lanzadera perdida. Brownstein la recogió, informó a Hutch de que no había sido tan malo como habían temido, rellenaron sus depósitos de combustible y preguntó qué había decidido hacer con Mogambo.
—Solo quieres ponerle zancadillas —dijo.
—Hutch, no es alguien a quien se le coja cariño fácilmente. Pensé que te alegraría obligarlo a que te debiera otro favor.
—¿Y cuándo quiere partir?
—Por la mañana.
—De acuerdo —dijo—, por mí perfecto. Pero hazle firmar un contrato en el que acepte que si las cosas vuelven a torcerse, tendrá que arreglárselas él solito.
• • •
Finalmente resultó que Mogambo y su equipo dispusieron de casi tres meses para explorar el chindi, porque aquel fue el tiempo que tardó en llegar hasta ellos la misión de rescate, tras llegar a la zona e igualar su velocidad.
Era mucho más tiempo del que el McCarver había previsto estar viajando, y tenía a bordo más gente de la que había pensado albergar inicialmente, de modo que los suministros empezaron a escasear, y los alimentos hubieron de racionarse.
La Academia ideó un plan de emergencia con tanques de combustible y plataformas que pudieran acelerar hasta un cuarto de la velocidad de la luz. Las plataformas consistían en poco más que una simple estructura con sistemas de propulsión de fusión y Hazeltine. Pero antes, todo aquel dispositivo hubo de ser transportado hasta las dos Gemelas, donde fueron escogidas rocas de la masa adecuada, procedentes de los anillos cercanos, para emplearlas como lo que habían dado en llamar Objetos Greenwater. El McCarver, con los motores dañados, tuvo que descender hasta velocidad estándar a lo largo de trece etapas. Para entonces, la flota activa de la Academia había recuperado ya al Memphis y al Longworth.
La técnica de dejar caer Objetos Greenwater en el hiperespacio para potenciar la velocidad carecía de un método de frenado igualmente eficiente. Regresar de un estado de hiperaceleración consumía gran cantidad de tiempo y recursos.
Al acercarse el momento de la vuelta, Mogambo se resistió a ser recogido del chindi, incluso después de que Sylvia Virgil le asegurara que la Academia regresaría al artefacto con mejores equipamientos para realizar una inspección más a fondo. Tenía alimentos y agua de sobra, y Hutch sospechaba que iba a insistir en demorar su partida.
Al menos parte de sus reticencias a abandonar la nave tenían su explicación en la certeza de que los costes de cualquier regreso serían enormes. Mogambo sostenía que no llegaría a producirse hasta que se desarrollara un vehículo capaz de alcanzar las velocidades necesarias por sí solo. Además, la disposición de la Academia a invertir las necesarias sumas de dinero perdería posibilidades por el hecho de que ya tenían en sus manos una muestra bastante aproximada de los tesoros contenidos en el chindi. Era indudable que la Academia, o alguna otra agencia, regresarían allí algún día, pero no se veía como probable integrante de esa eventual expedición. Así, se vivió una emocionante escena en la lanzadera cuando Hutch se acercó para recogerlos por fin a él y a sus compañeros. Para entonces, estos ya habían dispuesto una placa conmemorativa junto a la escotilla de salida, en el exterior, informando a todo el que la leyera de su visita al chindi, en el día y año señalados de la Era Común, con la presencia de Maurice Mogambo, etcétera.
Subieron una montaña de reliquias a bordo de la lanzadera. Mogambo pronunció un breve discurso mientras arrancaban y, para su asombro, Hutch pudo verle los ojos vidriosos. Estrechó la mano solemnemente a Teri y Antonio, los felicitó por su trabajo y se ocupó también de dar las gracias a Hutch.
—Sé que no sientes mucho afecto por mí —dijo, sorprendiéndola porque había pensado que había sabido esconder sus sentimientos—, pero agradezco todo lo que has hecho. Si puedo devolverte el favor, no dudes en pedírmelo.
Así, de todas aquellas formas, se fueron despidiendo del chindi. Subieron a bordo del Mac y Brownstein dio entonces comienzo al largo viaje de vuelta a casa. Emplearían el combustible que habían obtenido de la misión de rescate, y empezaron por iniciar el proceso de frenado hasta velocidad estándar. La plataforma de rescate, a la que aún le quedaban reservas de combustible, les seguía la pista.
El chindi los dejó atrás y no tardó en desvanecerse. Hutch sospechaba que al llegar a su destino, junto al Venture, allá en el siglo XXV, alguien estaría allí para darle la bienvenida.
—De lo que estoy segura es de que no seré yo —le dijo a Tor.
• • •
Brownstein pasó a Hutch una copia informativa de una transmisión destinada a Mogambo. De Virgil.
—Maurice, tengo una sorpresa para ti —dijo. En ese momento estaban repostando desde otro tanque de combustible, en su tercera etapa de frenado—. Recordarás que descubrimos satélites espías aquí, orbitando la Tierra. Parecen ser más antiguos de lo que habíamos imaginado.
Hizo una pausa, dando tiempo para reflexionar sobre las implicaciones de lo anunciado.
—Han dejado de funcionar. Los hemos estudiado cuidadosamente. Están diseñados para apagarse si el mundo al que observan alcanza un nivel de desarrollo que pudiera suponer su descubrimiento. Sin embargo, vuelven a activarse si las ondas de radio locales se interrumpen. O lo que es lo mismo, si algo le sucede a la civilización a la que están observando. Son parte de la misma red de comunicación que habéis estudiado. Ésta es, a propósito, una red más extensa y compleja de lo que habíamos creído en un principio. Apenas hemos empezado a trazar su plano. Por lo que hemos descubierto, el chindi debe de tener al menos un cuarto de millón de años. Hay un fragmento de las transmisiones, que os he adjuntado en el mensaje, que pensamos os podría interesar especialmente estudiar. Lo interceptamos en el sistema Mendel, a mil cien años luz de la Tierra, pero casi a tres mil años luz en el exterior de la red.
—¿Mogambo ha visto esto ya? —preguntó Hutch a Brownstein.
—Hace unos minutos. Nos está esperando en el holotanque.
Todos acudieron en tropel. Tor masticaba un sándwich; uno de los integrantes del equipo de Mogambo, una galleta de menta. La propia celebridad estaba tan inquieta que apenas podía ocupar en calma un asiento. Cuando estuvieron listos, Brownstein dio órdenes a Jennifer de proceder.
Las luces se apagaron y apareció un desierto abrasado por el sol de mediodía. La arena no dejaba de correr. Hutch pestañeó y se protegió los ojos del repentino fulgor.
Entonces el punto de vista empezó a cambiar. El desierto aceleró y Hutch se retorció, recordando su vuelo desesperado sobre el chindi. Se alzaron unas lomas que se ondularon bajo sus ojos y se desvanecieron. A la izquierda, empezaba a distinguirse movimiento.
Una criatura que recordaba a un camello.
¡En realidad era un camello!
El barrido de la imagen continuó, y vieron más animales. Entonces, a lo lejos, aparecieron unas manchas grises y blancas que rápidamente crecieron hasta convertirse en caballos y jinetes vestidos de blanco. Y filas de hombres a pie. Arqueros. Parecían ser miles.
—Parece el ejército de un faraón —dijo uno de los hombres de Mogambo, medio en serio medio en broma.
Desplegado frente a los arqueros se repartía un segundo ejército, aún más numeroso, con carros de guerra, más jinetes y hordas de infantería. La caballería vestía de púrpura y blanco, no muy distinta de los colores que Byron había citado en algún sitio.
—Es indudable que se trata de la Tierra —dijo Mogambo—. ¿No os dais cuenta de lo que eso significa? Son cuadros vivientes.
—¿Están datadas estas imágenes? —preguntó Tor.
Brownstein traspasó el interrogante a Jennifer.
—La trascripción dice principios del siglo XII antes de Cristo.
—¿Armagedón? —preguntó Claymoor.
Hutch se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que podría ser cualquiera entre miles de pugnas.
Las fuerzas enfrentadas se alineaban, disponiéndose a encontrarse.
—Podemos pasar las imágenes si preferís evitar ver el baño de sangre —dijo Jennifer.
—¡No! —Mogambo hizo señas a Brownstein—, déjalo. Dile que no lo pase.
Contemplaron la escena desde una perspectiva trasera al ejército menos numeroso. Jennifer ajustó la vista para disponerla a unos cuarenta metros sobre el suelo del desierto. Las unidades de infantería se enzarzaron, los contendientes fintaban y se asestaban tajos unos a otros. Entonces el ala izquierda de la fuerza más numerosa se unió a la refriega. A regañadientes, Hutch contempló todas las imágenes, con carros de guerra, lluvias de flechas, combates entre escuadrones de lanceros. Sangre, polvo y cuerpos retorcidos por todas partes, y aunque se sintiera horrorizada, era incapaz de apartar la vista.
No supo exactamente cuánto tiempo duró, la matanza parecía interminable, pero uno y otro bando alternaban el dominio de la batalla. Finalmente la fuerza púrpura, ¿asirios?, acabó imponiéndose, pero la masacre había sido tan generalizada que era difícil que cualquiera de los bandos pudiera considerarse vencedor.
Había cadáveres por todas partes. Los supervivientes caminaban entre ellos, asestando espadazos a unos y otros, como si los considerasen a todos enemigos.
Y finalmente la emisión se interrumpió.
Ninguno de los presente se movió. No era como en las épicas escenas de realidad virtual, que se recreaban en el heroísmo y las bandas sonoras. Hutch nunca había visto nada parecido. Se preguntaba cómo era posible que la misma especie a la que ella pertenecía pudiera llegar a ser tan implacablemente cruel. Tan estúpida.
Tor estaba sentado a su lado, y le preguntó cortésmente si quería abandonar la sala. El sistema volvió a activarse y entonces se encontraron ante otro desierto. ¿Otra época? Surcaron veloces las dunas, que dieron paso a palmeras y demás vegetación. Una línea de costa brilló a lo lejos. Sobrevolaron manadas de caballos salvajes y otra clase de animales que Hutch no pudo identificar. Dromedarios de algún tipo.
Una ciudad amurallada apareció al fondo y comenzó a cubrir toda la vista. Cuando estuvieron lo bastante cerca como para distinguir a los habitantes y los rebaños de animales, Hutch pudo empezar a hacerse una idea del tamaño de aquel lugar. Parecía más una fortaleza que una ciudad, rodeada por una muralla triple, cada una de ellas más alta que la anterior —de fuera adentro—. Por todo el perímetro, se alzaban torres a intervalos. Era una estructura fascinante, que abrazaba a toda la ciudad excepto en el punto que permitía la entrada, en diagonal, del cauce de un río.
—El Eufrates —señaló Jennifer.
Si el extremo opuesto de la ciudad, que no alcanzaban a distinguir, era tan enorme como el que tenían ante sus ojos, las murallas debían de tener entre dieciocho y veinte kilómetros de perímetro. Una senda surcaba el muro interior. Al acercarse, pudieron apreciar sobre esta un par de carros de guerra, cada uno tirado por un par de caballos, cruzándose el uno al otro sin estorbarse.
Sobrevolaron las murallas y avistaron una asombrosa figura en roca de un león. El animal yacía al lado de un hombre que tenía posada la mano derecha sobre su flanco, y colocaba la izquierda en su mandíbula.
Las vías públicas estaban atestadas de gente, así como los mercados. Hutch se preguntó cómo habrían sido los sonidos de la ciudad, si sonarían flautas y cuernos en el mercado, discusiones, gritos de los vendedores. Deseaba que fuera posible descender ahí y caminar por unos instantes por esas calles.
Abandonaron el barrio de los mercaderes para sobrevolar un grupo de edificios públicos, un palacio o dos, y un templo. Niños que reían alegres jugaban en fuentes de las que manaba agua, y el viento hacía ondear los estandartes. Plantas con flores crecían por todas partes. Los jardines y caminos estaban repletos de nativos.
A la izquierda se alzó una torre de doce pisos, rodeada por una rampa con forma de caracol.
—¿Dónde estamos? —preguntó alguien susurrando.
Después que nadie contestara, Hutch dijo:
—En Babilonia.
Tor, a su derecha, se inclinó hacia Claymoor.
—En directo desde la Torre —dijo—. La verdad es que es algo baja para que alguien pueda emplearla para tocar el cielo.
Parece, pensó Hutch, que nada se pierde para siempre.