Capítulo 36

Supo cuándo parar.

Pierre Chinaud,

Manual para dictadores, 2188

El cielo no cambiaba. Las estrellas no se movían, no giraban como parecían hacerlo en el cielo de Iowa. Todas siempre en el mismo lugar. Congeladas. Nada se elevaba o se ocultaba. El tiempo, sencillamente, se había parado.

Al contrario que el indicador de las reservas de oxígeno, que marcaba ya cincuenta minutos.

Hutch, date prisa.

Algún día, quizá pasados años, alguien encontraría su refugio. Tor se preguntaba qué harían con la cúpula. ¿La expondrían en una de las salas? Quizá los robots la hallarían, la quitarían de en medio y se desharían de ella. O puede que lo dejaran en una de las cámaras, quizá completándola con una imagen suya. ¿Concebirían que los mismos artefactos que recogían pudieran llegar a subir a bordo por voluntad propia?

De nuevo volvía a pensar cuál sería la mejor forma de poner fin a todo, una vez llegado el momento. No quería morir asfixiado.

Podría apagar el traje, pero tampoco estaba seguro de que el efecto no resultara el mismo. Recordó imágenes de una mujer a la que le había fallado el traje, el único caso conocido, y no había duda que había sido una muerte agónica.

Rozó con sus dedos la cortadora. Llegado el momento, quizá sería lo mejor.

Apartó aquel pensamiento de su cabeza y lo encaminó a otro lugar. Recordó viejos amigos, amores perdidos, un lago de Michigan al que su familia lo había llevado a hacer piragüismo de vacaciones, un profesor de filosofía que le había aconsejado que se esforzara en dar un sentido a su vida.

Aquél había sido el bueno de Harry Axelrod, un hombre menudo y nervudo, de acento europeo del este y con un cuestionable dominio de la lengua inglesa. Nadie lo había tomado demasiado en serio. Sus estudiantes apostaban antes de entrar en clase cuántas veces pronunciaría su frase predilecta: la esencia del asunto está en que

Pero la esencia del mensaje Axelrod acompañó a Tor durante aquellas largas horas en el chindi. La vida era corta. Incluso con los tratamientos, había que ser consciente de que un par de siglos, mirados con perspectiva, no eran nada. Apenas te da tiempo a recibir unas cuantas visitas del cometa —había dicho Axelrod refiriéndose al Haley—. Aprovecha la vida, busca una pasión y persíguela con toda tu alma. Si no lo haces, en la hora de tu muerte, descubrirás que no has vivido.

Y Tor no había vivido. Había trabajado duro, estudiado con tesón, se habia hecho un hombre de provecho. Antes de su malhadada aventura en el chindi, nunca se había tomado tiempo libre. No tenía hijos. Y solo la anodina naturaleza de su vida lo había arrastrado, tristemente, hasta allí. Quizá ese era el verdadero motivo por el que se había unido a la Sociedad del Contacto, con la esperanza de poder conseguir algún logro de uno u otro tipo, y estar presente cuardo sucediera algo importante. De hecho, todo lo que había imaginado había acabado haciéndose realidad. Mucho más de lo que habría esperado nunca. Refugio, los ángeles y Retiro. Y el chindi, que probablemente pasaría a los anales como el mayor descubrimiento científico de la historia. Pero, aun así, se sentía vacío.

Había estado enamorado de dos mujeres, y a ambas las había perdido por aceptar su indiferencia sin siquiera luchar, dejando que lo abandonaran sin más.

Bueno, quizá hubiera conseguido recuperar a una.

La voz de Hutch lo sobresaltó.

Tor, si puedes escucharme, estamos a menos de media hora de ahí.

—Ven a recogerme, Hutch. Te estoy esperando. No…

No hay nada de lo que preocuparse.

—… hay tiempo que perder. Tengo muchas ganas…

Ahora vamos en pos del chindi. El Greenwater funcionó.

—… de volver a verte.

Estamos justo detrás de ti. Hemos salido a gran velocidad.

Gracias a Dios.

Apuesto a que no volveremos a deambular por el interior de ningún otro artefacto alienígena. Especialmente por ninguno que tenga grandes propulsores.

De eso nada, muchacha. Puedes contar con ello.

Dentro de unos quince minutos estaremos dentro del alcance de tu radiotransmisor. Entonces podrás hablarnos.

• • •

—¿Hutch, qué estás haciendo?

La capitana se había puesto en pie y se encaminaba hacia la puerta.

—Voy a por él —dijo.

—¿Cómo?

—Con la lanzadera.

—No funcionará. No tiene potencia suficiente para una maniobra así —especialmente por el combustible—. ¿Lo has consultado con Jennifer?

—No hacía falta. Pero sí, lo hice. Yuri, estamos cerca. Jennifer no puede precisar cuánto combustible hay exactamente en sus depósitos. No pierdo nada por probar.

—Aunque el tanque estuviera lleno, seguiría sin ser suficiente para hacer toda la maniobra de frenado.

Estaba ya saliendo del puente. Demorarse con discusiones era una pérdida de tiempo. Se encaminó pasillo abajo, por el pasaje central, tomó la rampa que llevaba a la cubierta inferior, cogió un e-traje y se lo puso. Estaba colocándose el arnés y alargando la mano para coger unas mochilas propulsoras y depósitos de aire de sobra cuando apareció Claymoor.

—Yo también voy.

—Mejor no. Échame una mano. —Le entregó dos mochilas impulsoras y recogió dos más. Normalmente, una nave como el McCarver hubiera dispuesto de dos a lo sumo, pero Mogambo y su equipo habían sumado las suyas al equipamiento básico.

Claymoor se encargó de cogerlas, y ayudó también a Hutch con los depósitos de oxígeno. Luego se enfundó él mismo un e-traje y la siguió hacia la cámara estanca debido a las dimensiones del Mac, su lanzadera estaba adherida al casco.

—¿Por qué no?

—Henry, lo siento. Sería demasiado peso. No tendré mucho tiempo, y cuanta más masa transporte, más difícil será conseguirlo.

—Venga Hutchins, vamos…

—Es cuestión de física básica. —Recogió el equipo que Claymoor le sostenía, le dio las gracias y lo metió todo en la cámara—. Cuando vuelva haremos una entrevista fantástica. Pero ahora debo marcharme.

Claymoor parecía enojado, disgustado, frustrado. Pero mantuvo el tipo.

—Quedamos en eso entonces —dijo.

La escotilla exterior pareció tardar un siglo en abrirse. En cuanto se separó una rendija, Hutch se coló por ella, sacó el equipo al casco y se encaminó a la lanzadera.

Buena suerte —dijo Claymoor por el intercomunicador.

Hutch abrió la lanzadera y subió a bordo. Dispuso el material en su interior, y la IA liberó la lanzadera. Encendió los motores y esperó a que las luces verdes se iluminaran.

—Jennifer —dijo—, quiera un cálculo del combustible. Y una trayectoria.

Jennifer accedió. El trayecto era bastante recto. Hutch introdujo los datos en el navegador de a bordo.

Eres consciente —dijo Jennifer— de que los motores deberán estar encendidos hasta consumir todo el combustible.

—Soy consciente.

Los motores se encendieron, y enseguida la lanzadera se dejó del Mac.

Habrá combustible para entre diez y doce minutos.

—Entendido. Asúmelo como cantidad adecuada para la misión. ¿Tiempo de llegada al chindi?

Veintiún minutos.

Hutch —era Brownstein de nuevo—. Nuestros sensores de larga distancia lo han localizado. —Le transmitió la imagen. Estaba ampliada, y Jennifer había añadido algo de brillo. La capitana buscó a Tor con la esperanza de verlo de pie, sobre la superficie, pero la imagen era muy borrosa.

• • •

Las lanzaderas aire-aire no solían albergar demasiado combustible. No tenían capacidad atmosférica y se empleaban únicamente para operaciones nave-nave o nave-estación. Es por eso que, sencillamente, no necesitaban demasiado combustible. El piloto o la IA programaban una trayectoria, empleaban los sistemas de propulsión de la lanzadera para suministrar un impulso en la direcciónadecuada y quedaban a la espera de un veloz trayecto. Hutch, en cambio, estaba utilizando los motores para frenar, de forma que no dejarían de estar en funcionamiento, consumiendo así de forma precipitada su suministro de carburante.

Estableció comunicación con el chindi y contuvo el aliento.

—¿Tor, puedes oírme?

¿Hutch? ¿Estás ahí? —Su voz sonaba rígida, temerosa, aliviada.

—Voy a bordo de la lanzadera. Me estoy acercando desde la parte trasera y superior del chindi, a unos pocos grados a estribor.

Gracias a Dios, Hutch, ya casi no me queda oxígeno.

—Lo sé. No te asustes, pero hemos tenido algunos problemas.

Bueno, eso me había parecido. —Lo escuchó respirar hondo—. ¿Por qué estás a bordo de una lanzadera? ¿Qué ha pasado con la nave?

—Los motores se fundieron.

Estás de broma.

—No te preocupes —dijo—. Con la lanzadera bastará.

Vaya. Hutch, no sabes lo contento que estoy de que lo hayas conseguido.

—Me lo imagino.

El combustible ha bajado a tres cuartas partes —informó Jennifer.

En teoría, si mantenía aquel ritmo podría frenar lo suficiente como para igualar la velocidad del chindi, y limitarse a deslizarse hasta junto la escotilla y recoger a Tor.

Voilá.

La única pega era que iba a quedarse sin combustible antes de que eso pudiera ocurrir, y la lanzadera pasaría de largo.

—Tor —dijo—, ¿cuánto aire te queda?

Tardó en contestar.

Veinte minutos. Quizá un poco más.

Al frente, Hutch podía distinguir ya la figura del chindi.

—Yuri —dijo—, he establecido contacto visual.

Entendido.

—¿Vosotros aún lo tenéis en pantalla?

.

—¿Podéis ver a Tor?

Un momento de duda.

Sí. Está fuera. Cerca de la escotilla.

—Entendido. Yuri, aún hay una posibilidad.

¿Qué posibilidad, Hutch? —Sonaba como si quisiera echar por tierra su plan.

—Jennifer, según Las mejores previsiones sobre las reservas de combustible, si continuamos con el plan, y nos quedamos sin energía cuando predices, ¿a qué velocidad estaré viajando al alcanzar al chindi?

A unos setenta kilómetros por hora.

Sonaba factible.

Hutch, quedan unos siete minutos para que se apaguen los motores.

La capitana estudió las mochilas propulsoras.

—Jennifer, vamos a intentarlo de otra forma. Necesitaré que hagas algunos cálculos. —Entonces le describió su idea.

No funcionará —dijo Jennifer—. La mochila impulsora no tiene suficiente combustible. Apenas te dará para ocho minutos. No es suficiente. Seguirías aterrizando a unos cincuenta por hora.

—No es bastante —dijo Hutch.

Rebotarías y seguirías tu camino.

—Si hubiera un modo de poderle entregar los depósitos de aire…

Los depósitos, como los restos de tu cuerpo, rebotarían y seguirían su trayectoria No creo que sea buena idea.

No lo era.

Hutch —Tor parecía excitado—. Ya distingo tus luces.

—Ya queda poco —dijo. Tenía la frente chorreando de sudor, que tuvo que limpiarse de los ojos. Bebió un sorbo de agua, aún intentaba quitarse el sabor a vómito de la garganta, y entonces encendió su e-traje—. Jennifer, despresuriza la cabina.

Siguiendo órdenes. —La IA dudaba, Hutch casi creyó sentirla suspirar. El chindi aún no se atisbaba con claridad, no mucho más que una sombra que se moviera entre las estrellas.

Combustible a un octavo —informó Jennifer—. El chindi a trescientos ochenta kilómetros. Velocidad dos mil cuatrocientos veinte kilómetros hora. —Relativa al chindi, claro.

Hutch entregó de nuevo los controles a la IA.

Desaconsejo este procedimiento —dijo Brownstein.

Hutch estaba intentando buscar la forma de coger las cuatro mochilas impulsoras a la vez.

—Como si no lo supiera, Yuri —dijo.

Solo lo hago para que quede constancia.

Ya no iba a poder hacer nada más hasta que se apagaran los motores. Pero no iba a tener que esperar mucho: el piloto de aviso del combustible empezaba a parpadear.

¿Hutch, crees que podremos salir de ésta? —Era Tor, parecía preocupado.

La capitana cogió un receptor de la consola y se lo enganchó al arnés.

—Claro, sin problemas. Pero escucha, verás la lanzadera pasar sin que pare. No te preocupes. No estaré a bordo.

¿Que no estarás? ¿Dónde estarás entonces? ¿Qué está pasando?

Distancia trescientos sesenta —dijo Jennifer.

—Iré hasta allí utilizando mochilas impulsoras.

¿Pero Hutch, por qué…?

—Te lo explicaré luego. Saldrá bien, Tor.

Sobre el fondo estrellado, Hutch veía agrandarse por momentos la masa del chindi. Ahora ya podía distinguir sus propulsores.

Se encendieron las alarmas y los motores se apagaron. Fin del trayecto. Hutch abrió la compuerta interior.

Distancia trescientos cuarenta.

—Entendido. —La gravedad ya había desaparecido. Se pasó al asiento de atrás para estar más holgada, se colocó una mochila impulsora sobre los hombros. A la gravedad estándar de una G, hubiera pesado nueve kilos.

Se abrochó la segunda mochila alrededor de la barriga y le alegró comprobar que encajaba bastante bien, y que probablemente podría encenderla sin quemarse. Al menos siempre que no se moviera demasiado.

Utilizó cable de cinco metros para atar entre sí las otras dos mochilas restantes, y se pasó el otro extremo del cable por el hombro.

Entonces, forcejeando patosa, se abrió paso hasta la compuerta: aun estando a gravedad cero, era muy difícil transportar las mochilas propulsoras. Se estrujó por la escotilla y salió a la noche.

• • •

El chindi era una gran masa oscura situada justo al frente de Hutch. Sus propulsores eran cuatro anillos de brillo apagado y apuntaban hacia ella. Activó el receptor, que recogería la señal de Tor y le permitiría saber hacia dónde debía encaminarse. Intentó corregir su postura para ir con los pies por delante, y para colocar hacia el mismo lado las boquillas de las dos mochilas propulsoras y poder frenar. Satisfecha de estar bien colocada, apretó los pulsadores verdes al mismo tiempo. Las mochilas se encendieron y pudo sentir un notable impulso hacia atrás. Ya podía ver cómo la lanzadera se alejaba.

La unidad que se había fijado al estómago empezó a bailar, pero rápidamente la apretó con fuerza y la sostuvo firme.

—Está funcionando —le dijo a Brownstein.

Hutch —contestó éste—. Recuérdame no volver a viajar contigo nunca.

—Lo mío es la vieja usanza —dijo.

Lo que quieras, pero asegúrale de no estamparte contra el culo de esa cosa.

—Estoy frenando.

Perfecto. ¿Tienes todavía ese par extra de mochilas propulsoras?

—Claro.

Según nuestras lecturas, si utilizas ambos juegos, y según las expectativas más optimistas, aún te deslizarías hacia la escotilla a treinta kilómetros.

—No bastará.

No. Hutch, no va a funcionar. Si intentas aterrizar a tanta velocidad, no pararás hasta llegar a Vega.

La conversación podía estar colándose en el canal de Tor.

¿Hutch, qué estás haciendo? —preguntó éste.

Ya no estaba segura.