Tienes que ser rauda y veloz,
Actuar sin avisar,
No perder un solo segundo.
Ir a toda velocidad,
Eso es lo que importa
Lo único que importa de verdad.
The Wanderers,
Velocity, interpretada por primera vez en 2221
La voz de Hutch sonaba eléctrica.
—Ya vamos para allá.
Tor estaba sentado en el casco, bajo el cielo. Sí, pensó, ven a por mí. Aquí te espero.
Hutch le daba ánimos.
—Todo va según lo planeado. Parece que esta vez va a funcionar.
Y luego:
—Estamos ya por encima de punto cero uno velocidad de la luz. No se acerca ni de lejos a la velocidad del chindi, pero el McCarver está batiendo todos los records.
Apretó los ojos. El único sonido allí, aparte de la voz de Hutch, era el de su propia respiración.
—Seguimos a buena marcha. La nave grande, el Longworth, se está sobrecalentando un poco, pero no es nada que no hayamos previsto. De hecho, es menos de lo que habíamos temido llegados a este punto. No creemos que vaya a suponer ningún problema.
Tor se descuidó por un momento. Llevaba tiempo en pie sobre la loma a la que se había subido al cruzarse con el Memphis —sin gravedad, no importaba demasiado estar de pie o sentado—, y allí había estado dibujando la lanzadera que acudía a su rescate, imaginando cómo sería, con Hutch saltando para abrazarlo. En un acto reflejo se agachó a un lado de la loma para mirar el lienzo, perdiendo contacto sus zapatos adherentes con el casco. Le horrorizó comprobar que empezaba a alejarse, a la deriva.
—Alyx dice uue no hay nada de qué preocuparse.
Aún podía tocar el suelo, pero no tenía nada a lo que agarrarse. Lo único que conseguía era impulsarse más hacia arriba.
Mantén la calma.
Y fue la pendiente la que lo salvó. Antes de que empezara a flotar de forma irremisible, recordó que aunque hubiera ascendido la tendría bajo sus pies, as; que movió un pie y por fin pudo posarlo en la roca.
De nuevo estaba posado.
Aquél episodio probablemente no habría durado más de tres segundos, pero lo dejó tembloroso. Si alguna vez vuelvo a casa, voy a pasar el resto de mi vida en el patio delantero. Escondido debajo de una hamaca. Aquél pensamiento lo hizo sonreír.
—Te avisaré cuando estemos cerca —continuaba Hutch—. Lo mejor sería que esperases en el exterior. Así podremos recogerte sin perder tiempo. Bueno, imagino que ya lo habías pensado, supongo que solo intento mantener la conversación.
Tor nunca se había planteado hacer un monólogo. A Hutch debía de resultarle complicado. Diablos, si ni siquiera sabría con certeza si la estaba escuchando. Se preguntaba si estaría resentida por la carga que él le había impuesto, si cuando todo acabara, sin importar si él sobreviviera o no, Hutch recordaría con rencor aquellas horas, su charla por el intercomunicador, esa ristra de frases, todo para intentar distraer a aquel idiota que se había negado a aceptar sus consejos. ¿Cómo no iba a estar molesta?
—Preparando la ignición de los motores del McCarver.
Sintió la necesidad de recostarse, tranquilizarse aunque fuera por un instante. Entonces reparó en que llevaba mucho tiempo sin dormir. Claro que no quería pasar dormitando las que podrían ser sus últimas horas.
Levantó la vista hacia la escotilla de salida.
Quizá apenas quedaban algunos minutos.
—Bueno, Tor. Ya estamos acelerando. Por ahora, todo sigue yendo bien.
Descendió por la pasarela, complacido ante el feliz abrazo del campo de gravedad del chindi. Volvió a caminar por el pasillo, se estiró tras la cúpula y cerró los ojos.
• • •
El McCarver y Hueso se deslizaron suavemente hacia el espacio transdimensional. Hutch comprobó su mochila impulsora, abrió la cámara estanca e hizo una rápida inspección. A unos pocos metros por debajo, la roca se antojaba enorme. La imagen era como la de un pichón que llevara un peñasco atado mientras surcaba un paisaje nublado.
—Henry —dijo.
Éste asintió.
—Listo.
—Hagas lo que hagas, no pierdas contacto con el casco. No vamos a tener tiempo para rescates.
—No te preocupes, Hutch. —Realmente parecía saber lo que estaba haciendo.
La mochila propulsora era solo una medida de seguridad, un seguro. Se deslizó hacia la proa. Hueso había sido enlazado por la parte delantera con en el ensamblaje de acoplamiento. Por la trasera, el cable de seguridad había sido literalmente dispuesto alrededor del casco.
La roca había supuesto una importante carga durante los minutos posteriores después de la marcha del Longworth y el Memphis. Ahora, no obstante, el Mac y la roca avanzaban juntos a la misma velocidad.
Hutch llegó hasta el montacargas, se agarró a un puntal, encendió la cortadora y empezó a calentar el cable.
—Hutch, tres minutos —dijo Brownstein.
—¿Por qué es tan importante la cuestión del tiempo? —preguntó Claymaor.
—Determina el lugar en que apareceremos al otro lado. —En el espacio sublumínico.
El cable se partió, Hutch cogió los extremos seccionados y los apartó, asegurándose de que la nave quedaba libre.
—Pensaba que estas cosas, estos saltos, eran bastante inexactos.
—No a una distancia tan corta. —Se volvió y avanzó con rapidez hacia la parte trasera del Mac, en dirección al disco de un sensor—. Va a ser una operación de precisión. Induso un retraso de apenas unos segundos nos puede hacer aparecer muy alejados de nuestro objetivo. —Entonces fue consciente de que Claymoor la estaba grabando, registrando cada uno de sus movimientos. Las imágenes después de publicidad.
—Dos minutos.
Hutch se apoyó en el plato, se colocó sobre la estructura, activó la cortadora y atacó el cable. Como el resto de los cables conectores, su estructura era triple. Pensó que quizá debía de haberlo planeado de otra forma, hacer que alguien la acompañase para ayudarla, pero era demasiado tarde. Se estaba quedando sin tiempo.
—¿Cómo lo titularás? —le preguntó a Claymoor.
—¿Cómo titularé el qué?
—El programa. El reportaje sobre el rescate.
—No vas bien encaminada —dijo—. Si todo va bien, será Tras la pista del Chindi.
Uno de los cables menores cedió. Bajo ella, la bruma recorría la superficie rocosa.
—¿Y si no? —preguntó.
—Buscaré otra cosa. No he pensado todavía como lo llamaría, pero tendría que cambiarlo.
—Un minuto. Hutch, termina y sube a bordo. Todos los demás, prepárense para el salto.
Aún estaba cortando.
—Yuri, no me va a dar tiempo.
—Entonces déjalo, Hutch. Vuelve a la cámara estanca. —Ya era demasiado tarde para abortar. Hacerlo supondría dañar los motores. Quizá incluso hacerlos explotar.
Una segunda hebra se cortó.
—Hutch, por amor de Dios.
Y Claymoor:
—Olvídalo, Hutch.
Si no acababa el corte, arrastrarían la roca con el salto de vuelta, y aunque no fuera así y acabara soltándose sola, igualmente arruinaría los cálculos.
De una u otra forma, Tor acabaría muerto.
—Hutch.
—Un segundo, Yuri.
—Venga, Hutch. Vamos.
Sudaba a chorros. Dios, había una forma, si era capaz de anclarse al casco. Entonces apagó el láser.
—Bien —dijo Brownstein, que obviamente contemplaba la escena a través de las cámaras del casco de la nave—. Menos mal que entras en razón.
Enganchó la cortadora a su arnés.
—Ya pensaremos algo.
Hutch sabía bien que no había más que pensar.
Rebuscó dentro de su arnés y colocó la mano sobre el interruptor de suspensión del e-traje. Entonces pulsó el mando que tenía en la manga y el interruptor simultáneamente. El traje quedó en suspenso, el mundo se volvió glacial, y sintió que todo daba vueltas.
Se quitó el cinturón y lo pasó por una de las barras de apoyo de la estructura del sensor. Lo soltó y volvió a activar el traje. El campo volvió a formarse a su alrededor.
—¿Qué estás haciendo?
Hutch encendió la cortadora y retomó el trabajo. Claymoor debía de estar aún observándola.
—Henry —dijo—, vuelve.
Claymoor no era ningún tonto. Ya estaba en la cámara estanca.
—Hutch, por amor de Dios —la voz del capitán era un gruñido.
Sostuvo el láser contra el subcable que seguía resistiendo, y lo vio menguar mientras recibía un firme aviso de Jennifer, que iniciaba la cuenta atrás. Intentaba asustarla. ¿Qué clase de IA recurría a esa clase de tácticas? El casco bajo el cable empezaba a chamuscarse. Otra preocupación más.
—Quince segundos —dijo la IA.
Claymoor se asomaba desde la compuerta, observándola.
—Henry, métete dentro —chilló—. Cierra.
—No sin ti. —Aquél idiota no se movía. Aún seguía filmándola.
—Entra, o será tú despedida y la de Tras la pista del Chindi.
Lo escuchaba dirigirse a Brownstein, que le daba instrucciones de que desistiera y se olvidara. Ella está ya en manos de Dios, fue exactamente la frase que utilizó. Entonces, al fin, aparentemente convencido de que era la única opción que le quedaba, desapareció y cerró la compuerta.
El cable se separó. El asteroide y el yate viajaban a la misma velocidad, por ello la roca no se separaba sola: los amarres seguían en su sitio. Debía apartarlos.
Se enlazó el cinturón en el brazo.
—Yuri, ya estáis libres —dijo—. En marcha.
Brownstein había retrasado el pulsado del interruptor de salto, le había concedido unos segundos extra. Pero habían superado el límite máximo de seguridad.
—Aguanta —le dijo.
Los Hazeltines se encendieron y el casco bulló bajo sus pies. Los propulsores de dirección corrigieran el ángulo y se dispararon. El yate se apartó de Hueso. La roca empezó a perderse en la bruma.
Hutch la vio desaparecer. Empezó a percibir las primeras sensaciones de la transición.
—Hutch, no nos dejes.
• • •
A bordo de una superluminar, la gente suele superar la transición sin problemas, si acaso con alguna pequeña molestia. Algunos enferman un poco, se marean, vomitan. Por eso a los pasajeros siempre se les aconseja comer frugalmente, o saltarse del todo las comidas ante la inminencia de un salto. La teoría sostiene que el campo atenuador, el mismo que protege de los efectos de las fuerzas en juego, también limita las reacciones físicas adversas. Según Hutch tenía entendido, aquella era una idea que nunca había sido probada, de forma que ahora no sabía qué esperar, montada sobre el casco del McCarver mientras este regresaba al espacio sublumínico.
De haber dispuesto de tiempo, se habría pasado el cinturón por el arnés, metiéndolo por una manga y sacándolo por otra, para asegurarse de no salir despedida. Pero no había podido hacerlo, y ahora ni siquiera estaba segura de dónde estaba el cinturón, ni el arnés, ni siquiera sus brazos. Su mente se retiró a una oscura cueva mientras todo a su alrededor no cesaba de girar.
De alguna forma sentía que conseguía aferrarse a algo. Y así debía continuar. Aguantando. Sin soltarse.
Notaba que se le revolvía el estómago. Mal asunto. No había espacio dentro del e-traje para vaciar allí su contenido.
En una ocasión, teniendo unos siete años, había estado jugando con un columpio que colgaba de una rama de un árbol. Se había puesto junto al columpio y lo había hecho girar una y otra vez, hasta dejarlo tan retorcido que tuvo que dejar de revolverlo. Entonces se subió y levantó les pies del suelo. Y empezó a girar. No dejó de hacerlo hasta que el mundo no paró de dar vueltas y el cielo era el suelo y viceversa, y cayó de bruces.
Pues ahora le estaba pasando algo parecido. La cueva no dejaba de girar y distinguía luces, pero todo eran imágenes difusas, rostros, nubes, un casco metálico, lejanas voces que le hablaban, o quizá solo hablaban sobre ella, o sobre el tiempo. ¿Quién sabría?
El lapso de transición solía rondar los seis segundos. Pero la sensación de vértigo continuó hasta que estuvo convencida de que ella y el cinturón habían acabado deslizándose hasta una de las secciones inferiores asociadas con el TDI.
Vomitó. No pudo evitarlo. Una pasta húmeda, caliente y pegajosa atravesó su nariz y le bajó por la garganta. Se ahogaba. No podía respirar.
Sentía su consciencia cayendo hacia un oscuro pozo.
Entonces sintió una repentina ráfaga de un frío absoluto. El traje se había apagado. ¿Cómo diablos…?
Aquél fue su último pensamiento antes de zambullirse con ira en la noche.
• • •
Por norma, a Claymoor parecían gustarle los tipos heroicos. Se vendían bien y, por lo general, en las entrevistas se mostraban bastante modestos. A diferencia, por ejemplo, de los políticos, que siempre intentaban llevar el rumbo de la conversación. Sin embargo, sí había un problema con esos héroes: solían hacer que otras personas se involucraran a regañadientes en sus actos heroicos. Por eso, ante una situación de vida o muerte era preferible llegar al lugar una vez hubiera sucedido, ya fuera con buen fin o no.
Había intentado intervenir al ver lo que Hutchins pretendía hacer, apremiando a Brownstein para que interrumpiera el salto. Pero había llegado tarde, había dudado demasiado. La nave no tardaría en deslizarse fuera de aquel fantasmagórico espacio, y estaba seguro de que ya estaba metido hasta el cuello en aquel lío.
De haber tenido tiempo, habría arrastrado a esa maldita insensata al interior de la cámara estanca. Fue al contrario, y tuvo que quedarse en el interior diciendo adiós y cerrando la compuerta, dando gracias por haber entrado, pensando en la enorme pérdida. Una chica tan atractiva… Se sentó en el banco, reclinándose contra la mampostería, donde soportó el breve mareo que siempre sufría en los saltos.
Había descubierto que se le hacía menos pesado si se echaba hacia atrás y cerraba los ojos. Ésta vez así lo había hecho. Supo cuándo hubo acabado. Siempre lo sabía porque desaparecía la sensación de vértigo, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Ahora escuchaba a Brownstein llamar frenéticamente a Hutch.
Volvió a abrir la compuerta y se alegró al comprobar que la capitana aún estaba ahí. Tenía lista la cámara y tomó más fotos. Parecía haber sido derribada e iba a la deriva por el yate. Las luces de posición la iluminaban. Sacudía brazos y piernas, temblorosa, y entonces Claymoor descubrió con espanto lo que había sucedido. Había vomitado, había llenado la pequeña burbuja de aire que el etraje generaba alrededor de su cara, y estaba ahogándose en su propio vómito.
Los espasmos se hacían cada vez más intensos. Estaba bastante alejada de la nave. A unos diez metros.
—Henry —se escuchó la voz de Brownstein—, ¿puedes alcanzarla?
Claymoor se quedó inmóvil, junto a la compuerta. De eso nada, pensó. Yo no. Está ahí fuera, en el quinto infierno. A babor, como les gustaba decir a los que entendían.
—¿Henry?
Si Claymoor tenía devoción por algo, era por reducir los riesgos al mínimo. Salvar siempre el pellejo se había convertido en su lema tras una vida de trabajar en reportajes sobre los dramas del mundo. En ocasiones había estado en el origen mismo de las noticias: había estado con los Pacificadores en un rescate en Guatemala, había bajado al mar en volador, e incluso en sus tiempos había hecho frente a furiosas revueltas y a ultrajados jefes de estado.
Y odiaba cada minuto de esos acontecimientos.
Calculó ángulo y trayectoria, y preguntándose qué pasaría si erraba saltó en pos de Hutch. Con la adrenalina disparada, se pasó de revoluciones. Iba más rápido de lo que había esperado y temió cruzar el punto en el que debían encontrarse antes de que Hutch llegase.
—¡Henry! —dijo Brownstein sobresaltado—. Así no. Quería que le lanzases un cable.
Pues ya no servía de mucho que lo dijera. Quizá el capitán, al contrario que él, no había visto que Hutch estaba en verdaderos apuros.
La capitana forcejeaba cada vez menos. Claymoor iba a cruzársela sin poder hacer nada, pero entonces vio que frente a ella flotaba, aventajándola, su propio cinturón. Pudo agarrarlo a su paso, y arrastró a Hutch consigo.
Se felicitó por su hazaña mientras daban tumbos y veía alejarse al McCarver entre sus piernas. Había empezado a parecer bastante lejano.
Le dio la vuelta a Hutch para agarrarla por el brazo derecho, encontró el pulsador rojo de su manga y el interruptor de emergencia en su mono, y le apagó el traje.
Los campos Flickinger reflejaban la luz. Bajo el brillo de las luces de la nave, Hutch parecía haber estado rodeada por una aureola. En ese momento desapareció, y el vómito y algunos cristales helados de oxígeno salieron disparados. La veía contraerse y toser. Muñeca, la próxima vez no intentes hacerlo todo tú solita.
El vacío la ayudaba. El aire salió despedido de sus pulmones, arrastrando consigo el vómito. Claymoor le desató el mono, le limpió la cara rápidamente y volvió a activarle el traje. Hutch tosió unas cuantas veces más, pero le alivió comprobar que volvía a respirar.
—¿Qué pasó? —espetó Brownstein.
—Vomitó —dije.
—Entendido. Sujétala. Enviaré la lanzadera a recogeros.
Hutch forcejeó.
—Tranquila, dulzura —dijo—. Ya ha pasado todo.
Intentaba hablar, pero parecía no ser capaz de pronunciar palabra. Claymoor le sonrió. Ya no era la pequeña furia mandamás que había visto al subir a bordo.
—Relájate —le dijo—. Aún estamos en el exterior, pero no te ha pasado nada.
Hutch lo miró y se agarrotó. Tenía los ojos inyectados en sangre, y aún tragaba furiosas bocanadas de aire. Intento frotarse la cabeza con las manos, pero se sorprendió al encontrar la envoltura.
—E-Traje —dijo.
—Sí —respondió él.
Entonces Hutch cerró los ojos.
—¿Cómo ha ido? —preguntó.
La pregunta desconcertó a Claymoor, hasta que fue consciente de que hablaba al capitán.
—Aún no lo sé. No podemos saber nada hasta localizar al chindi. Hemos estado más tiempo del que hubiéramos deseado en el saco.
Hutchins asintió, y parecía estar tratando de digerir lo que le acababan de decirle. Repentinamente fijó la mirada en Claymoor.
—Henry —dijo—. Gracias.
—No fue nada. Antes me ganaba la vida rescatando hermosas mujeres en peligro.
Hutch emitió un gorjeo que pretendía ser un intento de reír. O quizá fuera que aún intentaba aclararse la garganta. Claymoor le dio una palmada en la espalda.
—Yuri —dijo entonces—, ¿alcanzamos la velocidad que necesitábamos?
—Te digo lo mismo que a Hutch. No lo sé.
—¿Por qué no?
—Porque aquí no tenemos nada con qué compararnos para medirla. Dame algo de tiempo.
La lanzadera se había desprendido y giraba ya para ir a recogerlos.
—No la necesitamos —dijo Hutch—. Hay una forma más rápida.
—¿Estás segura?
—Sí. —Levantó la vista hacia Claymoor. Durante bastante tiempo habían estado simplemente flotando, mientras observaban al McCarver menguar cada vez más. Hutch le dijo que se agarrara, le sugirió que tuviera cuidado con los pies, y encendió la mochila propulsora. Fue una eyección de apenas un segundo, pero la sacudida fue tremenda, más de la que había esperado. Iban ya camino de la cámara estanca.
• • •
Para Brownstein, aquella había sido una experiencia frenética. Se había visto involucrado en unas acciones que habían puesto a la nave en peligro. No estaba seguro de cuál sería su situación en caso de que esta llegara a sufrir daños, y los motores no eran algo precisamente barato. Además, había estado a punto de perder a uno de sus pasajeros, para justo luego ver a su estrella del prime-time saltar fuera de la cámara estanca.
Llevaba pilotando superluminares desde hacía más de veinte años, primero para LightTek, luego para Kosmil y finalmente para Universal News. En aquellos últimos diez minutos, había visto pasar su carrera al completo por delante de sus ojos.
Claro que en ningún momento había infringido el código. De hecho, negarse a ayudar a Hutch a recuperar a su pasajero podría haberle hecho objeto de acciones legales. Al mismo tiempo, podría meterse en serios problemas por poner en peligro su nave. La ley, al aplicarse en el ámbito extraterrestre, era un asunto confuso y a veces contradictorio. Había gente que sostenía que eso tampoco era nada nuevo en el horizonte de la jurisprudencia.
Lo cierto es que cuando Claymoor informó de que ya habían subido a bordo, él aún intentaba calmar sus nervios. Pasó a su pantalla la imagen de ambos saliendo de la cámara estanca y vio a Hutch con aspecto algo maltrecho. Tenía evidentes moratones y venas saltadas. Claro que era lo menos que podía esperarse de alguien que había estado respirando vacío en dos ocasiones durante los últimos minutos.
—Ya tenemos localizado al chindi —anunció Jennifer.
El capitán soltó un resoplido.
—¿Situación?
La IA la pasó a la pantalla. Estaban a su espalda, tal y como habían esperado.
¡Y avanzaban a algo más de punto veintiséis por la velocidad de la luz!
Era increíble. Hutch había tenido razón. Efectivamente habían dado en la diana, casi en todos los sentidos. Lo malo es que habían estado más tiempo del deseado en el saco. Estaban más próximos al chindi de lo que querrían, y deberían frenar más de lo planeado.
La IA ya había empezado a hacer girar el McCarver para colocar sus propulsores hacia el frente.
—Yuri, alcanzaremos nuestro objetivo en veintiséis minutos. Pero necesitaremos estar quemando combustible durante veintidós para alcanzarla e igualar su velocidad.
¿Veintidós minutos? ¿Con los motores ya al rojo vivo? El plan había estimado que serían siete u ocho.
—Hutch —dijo—. Tenemos un problema.
• • •
En general, las noticias de Brownstein habían sido alentadoras. El Greenwater había funcionado, y ahora tenían una buena oportunidad de éxito.
Hutch estaba aún algo aturdida. Lo primero que hizo nada más regresar al interior de la nave fue hacer gárgaras y lavarse los dientes. Lo hizo a la carrera, derramando cantidad de agua, mientras la nave maniobraba para situarse en posición de frenado. Frenó, se sacudió, se realineó, con los propulsores apuntando al frente.
Cogió una blusa limpia de su equipaje y corrió a medio vestir hacia el puente, llegando justo en el momento en que los motores de fusión volvían a activarse y a prenderse.
Claymoor ya estaba allí, con la pose del típico héroe machito. Su voz parecía más grave; parecía estar disfrutando del momento. Hutch lo descubrió repasando los archivos de imagen del Mac en busca del incidente. Seguro que estaba planeando pasar algunas imágenes del mismo en la cobertura de la UNN.
Yuri le dio un apretón de manos y la felicitó, pero no pudo disimular cierto abatimiento. En el panel que había junto a la pantalla de navegación, las luces de alarma no dejaban de destellar.
Hutch tomó asiento en el sillón a su derecha.
—Yuri, ¿podrías pasarme con el chindi? —preguntó—. Quiero hablar con Tor.
Aún estaba bastante lejos.
—¿Crees que podrá contestar desde tanta distancia? —preguntó.
—No, pero podré hablarle.
—Pues cuando quieras, ya tienes línea.
—Tor —empezó a decir—, si puedes escucharme, estamos a menos de media hora de ahí. —Consultó el tiempo. Tor podría aguantar aún otra hora aproximadamente.
Hutch estuvo hablándole sin parar, intentando mostrarse optimista, describiendo cómo el salto había rozado la perfección, cómo había ido la transición, cómo se habían deshecho de la masa extra, logrando conservar la velocidad para entrar como una flecha al hiperespacio. Y ya estaban llegando. Apuesto a que no volveremos a deambular por el interior de ningún otro artefacto alienígena. Especialmente por ninguno que tenga grandes propulsores.
—Dentro de unos quince minutos estaremos dentro del alcance de tu radiotransmisor. Entonces podrás hablarnos —dijo finalmente.
Claymoor asintió en aprobación.
—Si alguna vez me meto en problemas —dijo—, espero tenerte en el equipo de rescate.
Hutch sonrió con modestia.
—La verdad es que podrías haberte matado ahí fuera.
—Él está bajo mi responsabilidad.
—Pero solo hasta cierto punto. —Ladeó la cabeza, como alabándola—. ¿Había intentado alguien antes algo así? Quedarse fuera del casco mientras se produce el salto.
Brownstein volvió la cabeza atrás.
—Nadie había estado tan loco para hacerlo —dijo.
—Y no hemos tomado fotos.
—Seguro que lo hiciste —dijo Hutch.
—Pero no durante el salto —dijo entrecerrando los ojos—. Claro que, apuesto a que si consultamos las imágenes de las cámaras del casco, quizá encontremos algo.
—Henry —dijo Hutch—, me salvaste la vida ahí fuera, y no querría que pensaras que no te estoy agradecida.
—¿Pero…?
—Pero creo que tendrás razón, y estoy segura de que habrá un registro visual en el que salga vomitando y todo lo demás.
—Hutch, es una gran historia. Nadie espera que mantengas el debido decoro en una situación así.
—No estoy hablando de decoro. Hablo de mi aspecto. No quisiera que el mundo me viera así, y contemplara… —Paró en seco, agudizando el oído. Habían dejado de frenar.
—¿Qué sucede? —preguntó Claymoor.
—Los motores se han apagado —respondieron los capitanes a la vez.
—Apagado automático —informó la voz de Jennifer—. Para prevenir daños.
—¿Cuánto tiempo seguirán apagados? —preguntó Hutch.
—Veinte minutos como mínimo —respondió el capitán.
—Es demasiado. ¿No podrías anularlo?
—No estamos en situación de hacerlo, Hutch.
—¿Y a quién diablos le importa? Ya daremos luego explicaciones.
—A Jennifer le importa. No lo permitirá.
—Maldita sea, Yuri, ignórala.
—Llevaría demasiado tiempo hacerlo.
Claymoor cambiaba la vista de uno a otro.
—¿Y todo eso qué significa?
—Significa —dijo Hutch— que pasaremos de largo al chindi a toda pastilla.