Sí, mi chica viene a
Recogerme del Expreso de Babilonia.
Hammurabi Smith,
El Expreso de Babilonia, 2221
—Tor.
Hutch se había dirigido a él desde el vacío. Su voz sonaba extraña, pero era ella.
—Tor, ni siquiera sé si puedes escucharme. Quería que supieras que no nos hemos rendido.
¿Rendido? ¿Y por qué iban a rendirse? El chindi avanzaba sigilosamente, o puede que ni siquiera estuviera progresando. Parecía estar quieto, enmarcado fijo sobre un inamovible fondo estrellado. Hasta un niño podría acercarse navegando hasta su lado para sacarlo de allí. ¿Qué estaba sucediendo?
—Hutch —murmuró por el intercomunicador, como si alguien pudiera oírlo—, ¿dónde estás? ¿Dónde has estado?
De nuevo la recibía.
—Pero la situación no pinta muy bien.
Estaban teniendo problemas con el Memphis. Era justo lo que había estado temiendo todo aquel tiempo, y se estaba haciendo realidad. Pronunció su nombre, le rogó que le contestara, exigió saber qué iba mal.
—El chindi nunca llegó a saltar.
Bueno, eso ya lo sabía, ¿y qué?
—… más lento que la luz… —La recepción era defectuosa. La escuchaba muy a lo lejos.
—Hutch, ¿dónde diablos estás?
—… se mueve demasiado rápido…
Y entonces la perdió. Apenas si recibía un quejido.
Ahora pasaba casi todo su tiempo sobre la superficie. Llevaba en la nave ya casi una semana, y no concebía cómo aún no lo habían recogido, pues aunque el Memphis hubiera tenido problemas mecánicos, el Longworth sí estaba por la zona. ¿Dónde se había metido todo el mundo?
Fuera lo que fuera lo que hubiera sucedido, por el modo en que Hutch le había hablado, sabía con terrible certeza que no iba a sobrevivir. No le quedaba mucho más de un día. Y si la voz de Hutch transmitía algo, era desesperación.
Entonces la tuvo de vuelta.
—… la transmisión tardará en llegarte una media hora. Nos adelantarás algo más tarde. Aproximadamente una hora y veinte minutos después que recibas el mensaje. Tor…
Gracias al cielo. Lo sacarían en dos horas. Estaban esperándolo un poco más adelante. Alzó el puño en señal de triunfo Dos horas no estaba nada mal. Podría resistir. En realidad, con la reserva de oxígeno, sí que podría. Se río de su propia broma.
—Hutch, gracias.
—Tor, estamos pidiendo ayuda a la tripulación. A los extraterrestres.
¿A los extraterrestres?
—¿Hutch, me oyes? —Diablos, si no había ningún extraterrestre—. ¿Hutch, dónde estás? Maldita sea, responde, por favor.
—Lo siento, Tor. Desearía que pudiéramos hacer algo más.
Aquello no tenía sentido.
—Hutch, yo soy el único ser con vida a bordo del chindi.
—No podrás hablarme. Apenas estarás dentro del límite para hacerlo durante unos instantes. Hemos calculado que nos adelantarás a unos setenta y cinco mil kilómetros por segundo.
No, debía estar mintiendo. No podía ser cierto. Las estrellas estaban quietas. El chindi estaba parado.
—Debe haber un error —le dijo—. Estamos completamente parados. Vamos a la deriva.
Esperó, y pronunció su nombre. Se puso en pie y contempló las estrellas.
—Esto no puede estar sucediendo —dijo—. Hutch…
• • •
Hutch continuó hablándole, contándole que estaban intentando pensar en un modo de solucionarlo todo, diciéndole que lo sentía, que daría cualquier cosa por poder sacarlo de allí… La transmisión quedaba interrumpida periódicamente por largos periodos de interferencias. Betelgeuse que los saludaba.
Tor había estado caminando por el casco, vagando entre riscos y yermas superficies de roca. Se acordaba de Hutch, tiempo atrás, comentando que los arqueólogos no cesaban de desenterrar antiguos emplazamientos para extraer de ellos todo lo que podían, y el modo en que siempre acababan diciendo a las ruinas: Qué historias contaríais si pudierais hablar.
Les gustaba pensar que podían hacer hablar a los antiguos templos. Presumir de saber escuchar a la cerámica y los utensilios, allá en Beta Pac, aquel vetusto orbitador alienígena. Pero sabían perfectamente, había acabado Hutch, que su conversación era muy limitada. Hasta el nombre de un rey podía acabar perdiéndose.
Pero el chindi parecía que tuviera bocas por todas partes. Su voz hablaba con todo aquel que pudiera conseguir abordarlo. ¿Habría sido esa su intención? ¿Sería aquella cosa un regalo para cualquiera que pudiera encontrarlo? ¿O simplemente se habría perdido?
Se estaba quedando ya sin aire, de modo que regresó a la escotilla, bajó la vista y se alegró al comprobar que aún estaba allí su cúpula. Cada vez que se disponía a regresar a ella contenía el aliento, consciente de que cabía la posibilidad de que los robots la hubieran desmontado en su ausencia. Personal de limpieza, usted comprenderá. No podemos permitir que haya tanta basura por la nave.
Había experimentando dejando trozos de papel arrugado en los pasillos. Siempre habían acabado desapareciendo un día o dos después. Pero nunca nadie llegó a llevarse la cúpula.
Alguien debía ser consciente de la situación. Quizá no supieran cómo ayudarlo.
Trepó pasarela abajo. Uno de los robots se estaba aproximando. Se estaba apartando para rodear la cúpula.
Tor se interpuso en su camino, y este se detuvo. Unos discos oscuros que debían servirle de ojos se fijaron en él.
—Hola —dijo—. Llévame con tu capitán.
El robot seguía sin moverse.
—¿Puedes entenderme? Estoy atrapado. Necesito ayuda.
El autómata intentó esquivar a Tor, que siguió cerrándole el paso.
—Escuchad amigos, se ve que sois unos tipos muy curiosos. Pero nosotros os hemos invadido, y ni siquiera os habéis percatado. ¿Por qué?
Eran como conserjes. Días atrás se había subido en uno de ellos y había permanecido montado en él hasta que entró en una de las cámaras. El objeto entonces activó un programa, un espeluznante espectáculo en el que una ciudad construida en marfil, a orillas del mar, sufría el ataque de una nube. Una de las nubes omega, pensó, esas cosas que salen de la galaxia central, en oleadas, cada ocho mil años o así, para atacar figuras geométricas. Uno de los últimos grandes misterios del espacio.
Las imágenes habían aparecido borrosas, y el robot intentó enfocarlas. Nunca llegó a prestar atención a Tor.
Pasaba mucho tiempo ocupado en su diario, registrando sus experiencias con los visualizadores y también en el exterior, en el casco —desde la partida del Memphis, no había podido volver a grabar las visualizaciones—. Pero al releer sus escritos descubrió que se estaba volviendo sensiblero, así que volvió atrás e hizo algunas correcciones, borrando párrafos que volvía a escribir. Sabía que alguien acabaría apareciendo. El legado de sus palabras formaría parte de la leyenda del chindi. Por eso intentaba mantener un espíritu sereno, distante, maliciosamente divertido. Dibujaba a gente en el Smithsonian, contemplando la recreación de una u otra de las cámaras de visualización. Y finalmente, llegando a la sección de Reflexiones de Tor Vinderwahl.
Sí, sereno y distante. La clase de persona a la que todos habrían querido conocer.
Observó al robot avanzar pesadamente, desapareciendo tras una esquina, pensando lo genial que sería que hubiera funcionado, que estuviera realmente camino del puente para avisar a su capitán. Señor, Tor está aguardando cerca de la escotilla de salida. Necesita un par de depósitos de oxígeno. Lo suficiente para que pueda resistir hasta que el Memphis pase a recogerlo. Sr. Vinderwahl, ha sido un placer tenerlo a bordo. Por favor, vuelva a visitarnos cuando se acerque de nuevo por la zona.
• • •
Entró en la cúpula y rellenó sus depósitos. El indicador luminoso perdía fuerza. Se quedó de pie delante del depósito, sintiéndose solo y lamentando su suerte. Intentó no hundirse y regresó al exterior, a ver pasa: al Memphis.
Hutch estaba también fuera, sobre el casco de su nave. Así lo había dicho, en dos ocasiones. Tor miró la hora. Ya solo quedaban cinco minutos. Claro que no había modo de saber si Hutch había llevado la cuenta exacta. Normalmente, al utilizar expresiones tales como llegaremos en una hora y media, no se llega exactamente a la hora indicada.
—Hutch —habló por el intercomunicador—, quisiera pasar junto a tí lo que me queda de vida. —Entonces sonrió, pues parecía que iba a ser así.
Una vez más, la única respuesta que obtuvo fue la de la estática. Si escuchas con atención, rezaba una antigua tonadilla, podrás oír a Betelgeuse.
—Tor, sigo aquí fuera.
La voz de Hutch estaba de vuelta, con una cercanía electrizante, como si estuviera sentada a su lado, o detrás de una de aquellas colinas.
—¿Hutch, puedes oírme ahora? Dime si puedes oírme.
—Ahora solo estás a unos segundos de aquí. Desearía que pudiéramos hablar.
Y yo.
Las colinas a ambos lados de la escotilla de salida eran bajas lomas. Leves irregularidades en la roca. Escogió el lugar que le pareció más alto, aunque este apenas le tapaba la vista. Se encaminó hacia él trepando, mientras negaba con la cabeza. El Memphis debía de estar casi encima. En algún punto más allá del chindi, hacia el frente. Por detrás de las lomas. En algún lugar.
Esperó pacientemente, protegiéndose los ojos de un fulgor inexistente. Percibió movimiento en un lateral, pero fue solo una nube de polvo. Algún micro-meteorito.
—Tor, te quiero —escuchó finalmente.
Bueno, por lo menos al fin tenía buenas noticias.
Percibió un sutil cambio en la transmisión, en el tono de la voz de Hutch, mientras esta le informaba de que el efecto Doppler estaba ya invirtiéndose.
—Adiós, Priscilla —dijo Tor.
Se quedó de pie, deseando que alguna roca perdida lo alcanzara, haciendo que no tuviera que tomar decisión alguna. Poniendo fin a aquella situación.
Hutch había tenido razón: no había nada a bordo del chindi que hubiera valido su vida. Seguro que según algún retorcido sentido filosófico podría pensarse que hubiera podido merecer la pena, pero si al menos alguien más lo hubiera acompañado en aquella agonía… Cuando Pete y Herman y los demás habían perdido la vida, había parecido un acto valiente y noble, un último sacrificio por la causa definitiva. Abrir una ventana a través de la que la especie humana pudiera por fin conocer a sus vecinos.
Pero la presencia de Priscilla Hutchins a bordo del Memphis no dejaba dudas de que era mejor vivir.
• • •
Volvió a entrar en la nave y regresó deambulando por su interior para despedirse de su amigo el lobo.
Los pasillos que en otro tiempo le habían parecido tan amplios y espaciosos ahora lo agobiaban. El hombre lobo aguardaba en la oscuridad. Otra criatura más lejos de su hogar.
Como viajeros perdidos.
Se quedó contemplándolo a la luz de la linterna de su muñeca. Las consecuencias de lo que Hutch había dicho acerca de la velocidad del chindi empezaban a tomar forma en su cabeza, y cada vez se sentía más aislado. Mientras seguía observando la figura, creyó saber por él que el chindi no había llegado a saltar, cuál debía de ser el motivo por el que avanzaba a tanta velocidad. Y entonces empezó a ser consciente de lo increíblemente antigua que debía ser aquella nave.
Al descubrirla, George había esperado que pudieran sentarse a charlar con su tripulación. Hola, venimos de la Tierra. ¿Vosotros, amigos, de dónde sois?
—¿Qué tal te va a ti, amigo lobo? —Hutch había pensado en aquella figura como el reflejo que alguien podía tener, en algún recóndito rincón, del gobernador del universo. Tor estudió su imagen durante unos minutos. Parecía un ser racional. Una criatura serena. Induso podría decirse que transmitía una cierta majestuosidad.
Si alguien lo había querido hacer a su imagen, su intención habría sido la de reflejar su entendimiento. Los designios anatómicos no solían ser relevantes.
—Nunca creí en ti —dijo—. Y sigo sin hacerlo. —Entonces apagó la luz—. Adiós, amigo lobo. Ya no pasaré más por aquí.
Los ojos de la criatura parecieron hacerse visibles en la oscuridad.
Tor fue hasta la puerta.
—Claro, que te agradecería cualquier ayuda que pudieras prestarme.
• • •
Llenó los depósitos de oxígeno, probablemente ya por última vez, y los dejé a un lado. La célula de energía estaba prácticamente agotada. Ahora, lo mejor que podía hacer si quería alargar su agonía al máximo era quedarse en la cúpula hasta que se apagaran sus luces. Figurativamente, claro está, pues todo lo que pudiera estar apagado ya lo estaba. Sin embargo, aún le quedaba esperar hasta que se desconectara el sistema de soporte vital y el aire empezara a enrarecerse. Entonces pasaría a utilizar los depósitos de oxígeno.
Aquello era lo que debía hacer. Sería más fácil poner fin a todo, pero no creía tener fuerzas para ello, él mismo desactivando su traje.
Todavía era joven, y adoraba la luz del sol. En ese momento tuvo una fugaz visión del Memphis llegando junto al chindi y encontrándolo muerto. Hutch llorando, desconsolada, apretándolo contra su pecho. Lamentándose de no haber aprovechado el tiempo que habían compartido.
Era extraño. Encontraba cierta satisfacción en aquel pensamiento.
Hutch continuó hablándole, con su voz transmitida por el repetidor. Tor sabía que lo estaba pasando fatal. Pero así hubiera sido incluso de haber sido él un extraño. No era fácil quedarse de brazos cruzados mientras veías morir a alguien.
Lo cierto era que, independientemente de lo que pasase de entonces en adelante, no iba a ser él quien pusiera fin a todo. Vinderwahl no pensaba tirar la toalla. De eso nada.
—Tor —era Hutch de nuevo. Su voz sonaba más lejana—. Aún tenemos un plan que quizá podría funcionar. Es mejor que el otro. Aguanta.
Tenían otro plan. Esperaba que no fuera intentar reclutar la ayuda del jefe de máquinas del chindi.
Diez minutos después, el sistema de soporte vital dejó de funcionar. Los ventiladores se detuvieron. La vibración de las paredes desapareció. Encendió una linterna y se sorprendió al comprobar que aún funcionaba. No iluminaba demasiado, pero funcionaba. Ya no tenía sentido ahorrar. La dejó encendida y esperó en silencio hasta empezar a sentir el aire del interior de la cúpula muy denso, hasta el punto que le vino a la cabeza su reciente aventura con el lavabo. Entonces se enfundó el e-traje, conectó los depósitos de aire y activó el campo de energía.
Luego apagó la linterna y salió por la escotilla.